Cuando la costumbre se vuelve ley: La cuestión penal y la pervivencia de los sistemas sancionatorios indígenas en Chile
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Cuando la costumbre se vuelve ley - Myrna Villegas Díaz
Myrna Villegas Díaz y Eduardo Mella-Seguel
Prólogo de Raúl Zaffaroni
Colaboradores: Luis Jiménez C., Daniel Palacios M. , Rosario Palma A.,
Javier Rodríguez T., Renata Sandrini C.
Cuando la costumbre se vuelve ley
La cuestión penal y la pervivencia de los sistemas sancionatorios indígenas en Chile
LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL
© LOM Ediciones
Primera Edición, 2017
ISBN impreso: 978-956-00-0944-9
ISBN digital: 978-956-00-0968-5
Todas las publicaciones del área de
Ciencias Sociales y Humanas de LOM ediciones
han sido sometidas a referato externo.
Diseño, Composición y Diagramación
LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago
Fono: (56-2) 2 860 68 00
www.lom.cl
lom@lom.cl
Para Ankatu, por todo el tiempo que le robé, por los juegos
que no jugamos, y por la dicha de verlo crecer.
Myrna Villegas D.
A mi hija Catalina Antonia y a Cristina Oyarzo-Oyarzún, por la paciencia, el aguante, la crítica, la ironía,
la alegría, el realismo y esa chispa en sus ojitos.
Eduardo Mella-Seguel
Advertencia
El presente libro se enmarca en una preocupación cada vez más acuciante en Chile acerca del surgimiento, en las últimas décadas, de los derechos de los pueblos indígenas y de diversos debates sobre el pluralismo jurídico alimentados por juristas, antropólogos, cientistas sociales y líderes indígenas apoyados por ONGs y agencias estatales e internacionales.
A casi tres décadas del Seminario Internacional sobre Derecho Consuetudinario Indígena en Lima, en el cual se reunieron abogados y antropólogos latinoamericanos dando paso a la publicación del libro Entre la ley y la costumbre, relevando en el continente la discusión acerca del reconocimiento de una pluralidad de pueblos indígenas y sobre todo de sus sistemas jurídicos, Chile aparece sin embargo en pañales en esta materia.
Aunque la cultura jurídica chilena se encuentra bien arraigada en sus convicciones y doctrinas monoculturales, quienes participan de ella, ya sean magistrados, abogados e incluso fiscales, son cada vez más sensibles a la idea de un posible reconocimiento de sistemas normativos indígenas y de sus autoridades tradicionales. Prueba de ello es que el 29 de noviembre de 2013, el Juzgado de Garantía de Calama se trasladó al poblado altiplánico de Socaire para desarrollar una audiencia extraordinaria, para celebrar un acuerdo reparatorio en presencia de los integrantes de la comunidad atacameña Lickanantay.
En junio de 2015, con ocasión de un encuentro con comunidades mapuche en Temuco, Sergio Muñoz, quien era entonces presidente de la Corte Suprema, señalaba que la institución que representaba, el Poder Judicial, estaba dispuesto a estudiar la posibilidad de avanzar en el reconocimiento y diálogo sobre de las tradiciones y costumbres mapuche en el ámbito de la justicia. Al preguntarse «si vamos a buscar una tradición ancestral de los pueblos originarios, ¿cómo llevamos esta tradición a los tribunales?», el magistrado proponía que sean las autoridades y organizaciones indígenas las que se hagan cargo del levantamiento escrito de sus sistemas jurídicos ancestrales, con el fin de ponerlo a disposición de los magistrados, como si este derecho propio fuera equiparable a un código procesal penal escrito.
El título del presente libro, Cuando la Costumbre se vuelve Ley, podría sonar a primera vista como un presagio, al dar cuenta de transformaciones del Derecho que se encuentran en curso y que son importantes de considerar. Estas evoluciones están aprehendidas por esta investigación interdisciplinaria no solamente de forma diacrónica, sino en sus distintos niveles, ya sean globales, nacionales o locales, y desde múltiples perspectivas y disposiciones socioculturales.
Sin embargo, Cuando la Costumbre se vuelve Ley advierte también de los riesgos de formalizar y fijar conocimientos y prácticas jurídicas propias de los pueblos indígenas en corpus legales constituidos desde lógicas ajenas a las culturas originarias que pretenden reflejar, incluso, que puede a veces proyectar valores e intereses contrarios a ellas y revelarse contraproducentes al ser interpretados y aplicados por agentes jurídicos no-indígenas.
En este sentido, este estudio provee no solamente una trama histórica y un cabal análisis con perspectiva comparada de la evolución de las prácticas del derecho propio, aymara y mapuche, en Chile, sino que plantea, a través de una investigación in situ en comunidades mapuche y tribunales del sur del país, los desafíos actuales de su validación y reconocimiento por los actores jurídicos estatales.
Lo relevante de trabajar sobre casos específicos, detallados, contextualizados cultural e históricamente, es que permite entrever las buenas prácticas, distinguir los actores jurídicos e identificar quiénes son más comprensivos y sensibles, acercarse a las experiencias de los mapuche frente al derecho penal estatal, tanto dentro como fuera de los tribunales, y visibilizar las numerosas tensiones y controversias provocadas por la coexistencia de distintas formas socioculturales de concebir y practicar la justicia, como en el caso de la polémica acerca de la aplicación del Convenio 169 de la OIT para autorizar acuerdos reparatorios en casos de violencia intrafamiliar en materia penal.
Relevar estas distintas dimensiones es fundamental en el contexto actual para entender cómo el Estado y el derecho chileno actúan ante los conflictos de interlegalidad. El análisis de este tipo de controversias lleva a un alcance mayor que preocupa tanto a juristas, cientistas sociales, autoridades políticas, así como a las propias colectividades indígenas acerca de la posibilidad de interpretar los derechos humanos desde los derechos indígenas, o concebir derechos humanos que contemplen ontologías no-occidentales.
Una de las singularidades de este trabajo se sitúa en la metodología usada, a la cual uno está poco acostumbrado en las obras de ciencias jurídicas, ya que generalmente estas se basan sobre antecedentes legales y sentencias. Las entrevistas de diversos actores involucrados que van desde los agentes jurídicos especializados (fiscales, abogados defensores, jueces) hasta los mapuche (lonko, dirigentes, comuneros), complementada con datos etnográficos, permite tener un panorama bastante exhaustivo del universo de discursos, representaciones y prácticas en torno a la relación entre derecho penal estatal y derechos propios indígenas en Chile.
La conjugación de estos datos empíricos con una revisión bibliográfica e histórica, y con una puesta en perspectiva teórica de estas discusiones fundamentales permite debatir algunas propuestas de cómo idear una justicia intercultural que considere y valide, desde abajo, las prácticas de derechos propios de los pueblos indígenas hoy en día en Chile. Nos invita a pensar y practicar la(s) justicia(s) de otra forma en tiempos actuales de injusticias sociales, espaciales, ambientales, raciales... vale decir, de injusticia global.
En el ámbito del derecho propio mapuche, este trabajo viene a alimentar una reflexión iniciada ya hace más de una década desde distintos frentes, incluso desde el mismo movimiento mapuche autonomista, y que busca definir lo que es el Az Mapu, sus diversas prácticas presentes y pasadas, y la posibilidad de reconocimiento desde el derecho estatal.
Uno de los estudios pioneros sobre la temática es sin duda el producido por la trabajadora social y abogada mapuche María del Rosario Salamanca, fallecida en 2014, quien, junto con los investigadores de la Comisión de Trabajo Autónomo Mapuche¹, conceptualizó la noción de derecho propio y constituyó, a partir de la revisión de fuentes bibliográficas como aquellas de Tomás Guevara y un importante trabajo de indagación en comunidades, un imponente corpus de prácticas y conceptos acerca de los fundamentos y manifestaciones del derecho propio mapuche. Los estudios más recientes, como los de Jesús Antona² o de Miguel Melin, Patricio Coliqueo, Elsy Curihuinca y Manuela Royo³, reafirman el carácter holístico del Az Mapu y su ramificación en distintos niveles de la vida cotidiana, obligando a vincularlo al mundo con nociones propias de persona, dignidad y formas diferenciadas de ser, así como de relacionarse con los humanos y las entidades espirituales que pueblan el territorio.
Sin embargo, el aporte del presente libro a esta empresa colectiva que busca terminar con ciertas prácticas hegemónicas de silenciamiento e invizibilización del Az Mapu consiste, por una parte, en mostrar la diversidad de experiencias y discursos a los cuales se remite y, por otra, el dinamismo que le caracteriza.
Sobre este último punto, a propósito de las comunidades donde trabajaron y que se caracterizan todas por haber sido movilizadas y criminalizadas por reivindicar su territorio histórico, los autores del libro son tajantes en señalar que existe una «tendencia a recuperar sus propios mecanismos de resolución de conflictos dados en su sistema sancionatorio».
La desconfianza en el Estado generada por prácticas seculares y polimorfas de injusticia ha llevado a estas comunidades a buscar sus propias modalidades de resolución de conflicto, cuya práctica en algunos casos había sido dejada por sus habitantes.
El Az Mapu aparece como una experiencia total y colectiva de resistencia histórica y localmente contextualizada, lo que nos lleva a preguntarnos sobre las condiciones en que se ha mantenido, activado, reconfigurado, silenciado o negado. Frente a esta diversidad de situaciones y la determinación de diversas comunidades o lofmapu de reivindicar sus modos de hacer justicia, el lector se puede preguntar sobre la real historicidad de estas prácticas y su anclaje ancestral, sin embargo los procesos comunicativos de resolución, castigos y reinserción descritos y su efectividad son características que estos procedimientos tienen en común.
Si bien ciertas prácticas han cambiado a través del tiempo, se han inventado o han integrado elementos externos de la justicia estatal, las lógicas comunitarias subyacentes a ellas han permanecido. En este sentido es muy importante considerar estas formas de ejercer el derecho mapuche en su contemporaneidad y no quitarle su legitimidad solamente por no fundarse en una historia ancestral común, sino reconocerlas como prácticas en permanente definición y sometidas a la inestabilidad del mundo social.
Sin duda, esta visión plural y dinámica del Az Mapu, condicionado por las coyunturas sociopolíticas propias a las comunidades, es la más difícil de aceptar de parte de los actores jurídicos anclados en una visión positivista del Derecho. En el contexto de las políticas de reconocimiento actuales, el Az Mapu como derecho propio cobra aún más valor al enmarcarse a menudo en la interacción entre agentes jurídicos en búsqueda de un sistema legal indígena prístino y los actores mapuche que tratan de encontrar equivalencias entre sistemas no-indígena e indígena para hacer entender y reconocer sus prácticas en los tribunales.
De estos procesos interétnicos de negociación de la costumbre y del modelo de etnicidad asociado a ella, surgen varios riesgos y desafíos como el levantamiento de una versión idealizada y depurada de un derecho propio funcional pero en desfase con las realidades indígenas actuales.
En tiempos de «legalidad porosa o de porosidad jurídica» para retomar las expresiones de Boaventura de Sousa Santos⁴, donde los órdenes jurídicos se cruzan y se reconfiguran con el fin de encontrar efectividad, aceptación y consenso para las colectividades que les adoptan, es importante no confundirse con el sentido dado a lo propio y no considerarlo en términos de exclusividad o peculiaridad, sino más bien como un proceso de identificación y diferenciación que busca abocarse al ejercicio de un derecho no-estatal y a la recuperación del control del destino de los pueblos.
Este libro constituye un significativo aporte a la comprensión de estas aspiraciones, esperando que pueda contribuir a un mejor reconocimiento en Chile, ya sea de parte del Estado, sus instituciones, sus agentes jurídicos o de la sociedad en su conjunto, de derechos no-estatales construidos y coordinados «desde abajo».
Temuko, país mapuche, marzo de 2017.
Fabien Le Bonniec
Dr. en Antropología y en Etnohistoria.
Investigador Titular del Núcleo de Investigación en Estudios Interétnicos e Interculturales de la Universidad Católica de Temuco
1 Comisión de Trabajo Autónomo Mapuche (COTAM), Mapu Küpal Azkunun Zugu. Fundamentos y Manifestaciones del derecho propio mapuche. Informe final de la Comisión de Trabajo Autónomo Mapuche presentada ante la Comisión de Verdad Histórica y Nuevo Trato. Informes finales de grupos de trabajo. Volumen 3, Anexo Tomo II (Chile, Comisión de Trabajo Autónomo Mapuche, 2003).
2 Jesús Antona, «Los derechos humanos de los pueblos indígenas» (Temuco: Universidad Católica de Temuco, 2014).
3 Miguel Melín Pehuen, et al., «Az Mapu. Una aproximación al Sistema Normativo Mapuche. Desde el Rakizuam y el Derecho Propio» (Alianza Territorial Mapuche, Instituto Nacional de Derechos Humanos, Unión Europea, 2016).
4 Boaventura De Sousa Santos. «Droit: une carte de lecture déformée. Pour une conception post-moderne du droit» (Droit et Société, 10, 1988, 382).
Prólogo
Los humanos somos animales que nacemos incompletos, pues por un tiempo seguimos creciendo a ritmo fetal después de salir del seno materno. Por esa razón no tenemos condicionadas genéticamente nuestras reacciones, sino que las aprendemos del mundo al que somos lanzados. Ese mundo es la cultura, creada por los múltiples accidentes de la historia de nuestros predecesores en el grupo humano en el que vemos la luz. Inevitablemente somos lanzados a una cultura. Conforme a ella desarrollamos nuestros proyectos de vida, anticipamos nuestro ser, existimos.
Los grupos humanos son múltiples y, por ende, también las culturas. Cuando un grupo humano domina a otro, por lo general pretende imponerle su cultura, que considera superior, lo que cree verificado por la mera posesión de una civilización tecnológica que le permite ejercer ese dominio. No obstante, como es obvio, el mayor grado de civilización tecnológica no indica ninguna superioridad ética. La tecnología no es ningún indicador axiológico.
Desde el siglo XV en adelante, Europa fue imponiendo su superioridad a casi todo el planeta. Nuestra colonización nació de la Península Ibérica. Previamente, España había sido producto de la interacción de diversos grupos humanos e incluso había reconocido el pluralismo jurídico: el Fuero Juzgo –que fijó la lengua castellana– es una manifestación ejemplar de eso.
La llamada reconquista fue una larga guerra para la expulsión de los moros asentados desde siglos, que continuó por inercia una vez logrado el objetivo, imponiendo el modelo de una sociedad vertical corporativa homogénea, con un rey, una religión, una lengua y una cultura. Molestaban los judíos, que fueron expulsados. Quedaban los conversos, de los que se encargó la inquisición ibérica, que aniquiló en su cuna el incipiente intento de una burguesía y afirmó la hegemonía vertical de la nobleza. Esa sociedad, por la inercia de la reconquista, se lanzó a la conquista.
Esa es nuestra historia, pero no muy diferente fue la protagonizada por otras potencias de la Europa de esos siglos, que expandieron su poder por otras regiones de nuestro continente, por África, por Oceanía, por todo el planeta. Inútil es preguntarse hoy si hubo una leyenda negra y especular acerca de cuál fue la acción colonizadora más cruel y despiadada, cuando todas fueron genocidas. Ninguna de ellas respetó la dignidad de persona de los habitantes del resto del planeta y, mucho menos, sus culturas, salvo cuando les convenía, por ser funcional o adaptable a sus objetivos económicos. Lo cierto es que Europa subdesarrolló al resto del planeta, amparada en su superioridad tecnológica.
En lo que toca a nuestra historia regional, la España colonizadora, homogeneizada a la fuerza, sin moros ni judíos, que creyó que su grandeza radicaba en su victoria sobre el pluralismo cultural, no cayó en la cuenta de que esta misma homogeneidad vertical provocaba un retardo en su dinámica social, que le impidió adaptarse a las nuevas condiciones de Europa. La inquisición había eliminado al primer brote de burguesía y, por ende, su empresa de homogenización fue la causa de su decadencia y ruina final.
Una vez arruinado el imperio ibérico, las nuevas potencias hegemónicas, en particular Gran Bretaña y luego crecientemente su ex-colonia norteamericana, nos colonizaron valiéndose de las oligarquías que se habían formado en nuestros países y que asumieron el rol de pretendidas avanzadas culturales de la civilización europea.
Mientras, en el congreso de Berlín, el neocolonialismo de la segunda parte del siglo XIX se repartía África, para dejar a cada potencia un segmento libre a su acción colonizadora genocida al viejo estilo, a nosotros nos colonizaba mediante nuestras propias oligarquías que, con todo gusto, asumían funciones proconsulares.
De ese modo fueron nuestros estados independientes los que continuaron y perfeccionaron el genocidio cultural. La homogenización de nuestras culturas se proclamó como ideal de nacionalismo, perfectamente funcional al desplazamiento de nuestros originarios, a sus matanzas, a la reducción a servidumbre de sus gentes, a la ocupación de sus territorios, a su estigmatización como bárbaros y salvajes, glorificada en nuestras universidades, dominadas por el biologismo reduccionista de cuño spenceriano. Los originarios eran humanos inferiores, obstáculos al progreso, caracterizados como razas paleolíticas que debían ser aniquiladas o incorporadas a medida que la civilización fuese logrando su superación biológica.
Pero los originarios no desaparecieron, tampoco sus culturas; con diferentes grados de aculturación, sobreviven después de cinco siglos largos de colonialismo. Hoy nos preguntamos cómo convivir con ellos, cómo respetarlos, cómo no seguir agrediéndolos y destruyendo sus culturas.
Es difícil la respuesta, porque nosotros también somos producto de una cultura que siempre fue colonizadora y genocida. No nos engañemos: nuestros derechos humanos no llegaron al derecho positivo por efecto de una reflexión meditada que represente el progreso de la razón, sino como resultado del miedo que provocó el genocidio cuando victimizó a quienes tenían las mismas carencias de melanina que los hegemónicos.
Este libro busca respuestas. El poder punitivo fue el instrumento de homogenización de las sociedades colonizadoras y también el de dominación en las colonizadas. ¿Qué hacemos con nuestro derecho penal finamente elaborado, frente a culturas sobrevivientes del colonialismo que nos muestran que resuelven sus conflictos de modo menos violento y más racional?
¿Podemos hablar de un derecho penal mapuche? Creo que no o, al menos, no en el mismo sentido en que empleamos la expresión en nuestra civilización colonizadora. Y no podremos llegar a un respeto convivencial de pluralidad cultural si no reconocemos esta diferencia sustancial.
En este punto nos confunde nuestro propio discurso, nuestras ilusiones jurídicas, porque nos han formado en la convicción gratuita de que nuestro derecho penal resuelve conflictos, cuando en la realidad sólo decide acerca de conflictos, por lo general sin resolverlos. Nuestro derecho penal no los puede resolver, porque por definición dejó fuera del conflicto a las víctimas. Se limita a canalizar venganza, pero la confiscación de la víctima impide la solución del conflicto.
Lo que los originarios nos muestran con su cultura, es un sistema que se orienta preferentemente a la solución del conflicto y no a su punición. La punición procede allí sólo cuando el conflicto no tiene solución en su cultura o cuando han agotado todas las instancias de solución, pero no antes, como en nuestro orgulloso derecho penal. Incluso cuando no queda más remedio que la punición, no canaliza venganza, sino que se limita a separar al sujeto de su seno, es decir lo expulsa de la comunidad, de la cultura, que hoy parece que se lleva a cabo con la entrega a nuestro derecho penal.
Esto no es derecho penal, sino un sistema cultural de solución real y efectiva de conflictos por completo diferente. La conciliación,
la reparación, el cuidado, el consejo y el acompañamiento de la comunidad no son penas, sino coacciones que no tienen naturaleza punitiva. Nada de esto tiene que ver con la pena simplificada en una escala temporal y cumplida en una prisión deteriorante.
Cuando entre nosotros hablamos hoy de la víctima y revaloramos su presencia, no nos acercamos a la solución de conflictos de tipo comunitario, sino que nuestra cultura colonizadora la invoca para potenciar y manipular el dolor de la víctima, para interrumpirle la elaboración de su duelo y hacerle reclamar un punitivismo que desvíe la venganza sobre nuestras clases sociales más humildes, sobre nuestros jóvenes y adolescentes de barrios precarios, perfectamente funcional a los gerentes de las corporaciones transnacionales que nos colonizan en la etapa actual del poder planetario, denotado con el eufemismo de globalización.
La invocación de la víctima, en nuestras actuales sociedades tardocolonizadas, ni siquiera impulsa siempre la venganza, porque no se las convoca para reclamar punición contra los culpables, sino punitivismo contra los más vulnerables de nuestras sociedades. No es verdad que se puedan equiparar los reclamos de punición contra genocidas con la invocación punitivista de la víctima en nuestro colonialismo actual, porque las víctimas de genocidio reclaman la punición de los genocidas, en tanto que las víctimas de la publicidad de los monopolios mediáticos reclaman punición contra las capas más desfavorecidas de nuestros pueblos.
Nunca podremos comprender las culturas originarias, si antes no reconocemos que nosotros mismos estamos sometidos a un proceso de homogeneización punitivista, impulsado por los medios de comunicación monopolizados de nuestra región, que forman parte de las corporaciones transnacionales que dominan la política mundial.
Nuestra cultura sigue siendo colonizadora y a la vez es colonizada. Las dificultades que este libro plantea no son jurídicas, sino culturales. Muestra los problemas de una frontera en que se encuentran, por un lado, las ilusiones y alucinaciones del derecho penal sostenidas y reforzadas por la comunicación colonizadora, y por el otro, un sistema eficaz de solución de conflictos, mucho más racional.
Confrontan las pautas de una sociedad verticalizada, con claro predominio de relaciones de dominación, con las de una sociedad donde aún –y pese a toda la aculturación sufrida– subsisten pautas de relaciones de horizontalidad.
El antropólogo debe ser llamado, pero no tanto para explicar cómo funciona el sistema mapuche, sino más bien para explicarnos cómo funciona nuestro poder punitivo y el grado de increíble irracionalidad con que se ejerce y, sobre todo, hasta qué punto está colonizada nuestra propia cultura.
No entenderemos nunca cómo funciona un sistema que se orienta principalmente hacia la solución real de los conflictos, si antes no entendemos que nuestro derecho penal sólo es un ejercicio de poder de decisión en función de intereses que no son de las partes en conflicto, y que, además, el actual colonialismo corporativo lo potencia hacia la desmesura, fuera de toda prudencia y cautela en su uso.
No nos confundamos, ya que ante todo, los pueblos originarios no son las únicas víctimas del colonialismo, sino que nosotros mismos lo seguimos siendo, y esa victimización cultural que sufrimos nos impide ver con claridad su sistema. Debido a nuestra propia cultura colonizada y a la que estamos lanzados, no comprendemos del todo que los mapuches no tienen un derecho penal mejor, sino, como diría Radbruch, y pese a todo lo que el colonialismo ha hecho, conservan en buena medida «algo mejor que el derecho penal».
Eugenio Raúl Zaffaroni
Profesor Emérito de la Universidad de Buenos Aires
Introducción
La vigencia y reconocimiento del derecho propio de los pueblos indígenas es una de las problemáticas más difundidas en la región. Países como México, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia, con más o menos dificultades y en distintas etapas de desarrollo, han implementado un sistema en el que la diversidad cultural, por la pertenencia a un pueblo indígena y su