Teatro galante
Por Eduardo Zamacois
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Teatro galante - Eduardo Zamacois
Eduardo Zamacois
Teatro galante
Publicado por Good Press, 2022
goodpress@okpublishing.info
EAN 4057664125194
Índice
MI PRIMER ESTRENO
COMEDIA EN UN ACTO Estrenada en el TEATRO ROMEA la noche del 23 de Diciembre de 1908
REPARTO
ACTO ÚNICO
EL PASADO VUELVE COMEDIA EN UN ACTO Estrenada en el TEATRO ROMEA la noche del 30 de Enero de 1909
REPARTO
ACTO ÚNICO
Comedia en dos actos, estrenada en el TEATRO ROMEA la noche del 24 de Mayo de 1909
REPARTO
ACTO PRIMERO
ACTO SEGUNDO
SINFONÍAMI PRIMER ESTRENO
Índice
Esa terrible enfermedad que los autores noveles desconocen—la inocencia es heroica—y que yo llamo «el miedo á estrenar», me mantuvo durante muchos años alejado del teatro. Así, para decidirme á tan grave andanza, fué preciso que los buenos amigos que entonces formaban la dirección del teatro Romea me pidiesen una obra, asegurándome, entre veras y burlas, que la derrota no debía intimidarme, ya que, desde Eurípides á Rostand, no nació de mujer dramaturgo genial ni modesto fabricante de comedias que no hubiera fracasado alguna vez. Vencido por estas discretas razones, acepté el compromiso; lo acepté lleno de júbilo... y también de miedo; porque, como el amor, el teatro es algo que simultáneamente asusta y atrae.
Sin otras vacilaciones, aquella misma noche tracé el plan de lo que mi obra Nochebuena había de ser; y al otro día, á las nueve de su mañana, me senté á escribir. ¡Memorable jornada! Trabajé sin vacilaciones, febrilmente, como empujado por el asunto; no podía detenerme; las escenas, atrailladas, tiraban vigorosamente unas de otras, y todas de mí. ¡Ni siquiera interrumpí mi labor para almorzar!... ¡Qué angustia!... Mi frente quemaba; la mano me dolía. No importa: adelante, pronto, hacia el final. A las seis y media en punto de la tarde, la comedia estaba escrita.
Dos días después comenzaron los ensayos «de mesa», y muy luego, merced á la diligencia de los actores, la obra «bajó á la concha».
¡Ah! Yo, que he asistido á tantos ensayos, creía entonces aventurarme por un mundo nuevo. ¡Qué emoción tan rara, tan intensa, tan exquisita, la de «ver» y «oir», hechas carne y voz, las ideas que horas antes sentí discurrir cautelosamente por mi cerebro! ¡Cómo se abultaban y afirmaban las escenas, cómo el arte flexible de los comediantes daba relieve á ciertas frases y cómo, entre ellos, las pausas adquirían un valor precioso, definitivo, nunca imaginado por mí!... Sí; es preciso haber ensayado—porque en los ensayos, al autor le parece hablar consigo mismo—para comprender que el arte del comediante es un arte diabólico que á veces aligera lo que parecía pesado, y otras, magnifica y llena de luz lo que, sobre el papel, se nos antojaba menguado y obscuro, y deslíe, en fin, por toda la obra, una emoción nueva, penetrante, caliente y triunfadora, de humanidad.
Esto ocurría en los últimos días de 1908.
Llegó, al cabo, la noche del 23 de Diciembre, fecha de mi estreno. Los periódicos habían propalado la noticia de mi aventura; grandes carteles decían mi nombre, y en insolentes letras rojas, que me abrasaban las pupilas, el título de mi comedia: Nochebuena. La lluvia que caía, abundante, contribuyó, sin duda, más que yo mismo, á «llenar» el teatro; invadía las localidades un público nutrido y selecto; el temible «todo Madrid» de los estrenos allí estaba saludándose familiarmente con la mano, desde un extremo á otro del pequeño salón. Un acomodador vino á decirme, con una sonrisa de felicitación, «que no había billetes».
Y yo, lejos de regocijarme vanidosamente, me acongojaba pensando que todos aquellos espectadores habían adquirido en la taquilla el derecho á rechazar mi obra y á significarme con sus siseos ó la corrección glacial de su silencio, que «lo había hecho muy mal...»
La batalla iba á empezar. El batiente de una puerta se cerró con estrépito, y oí una voz que gritaba imperativa:
—¡Que no entre nadie! ¡Aquí no debe entrar nadie!...
Aquella orden me dió á comprender que entre el público reunido allí para juzgarme, y yo, reo confeso del grave delito de escribir comedias, había un abismo. Con lo que mis zozobras empeoraron. Para disfrazar un poco mi inquietud, traté de fumar; ¿dónde había puesto las cerillas?...; las busqué inútilmente, metiendo varias veces la mano en el mismo bolsillo; no las hallé; el cigarro concluyó por romperse entre mis dedos trémulos...
Los comediantes, mis amigos, mis defensores, mis aliados fervorosos en aquella hora terrible, me rodearon.
—No se asuste usted—repetían—; hay que ser valiente; aquí estamos nosotros...
Yo les abrazaba, sintiéndome unido á ellos por uno de esos cariños fraternales que sólo sabe tejer entre los hombres el peligro.
Ramona Valdivia, la excelente actriz, vestida ya para salir á escena, me estrechó las manos. ¡Pobrecilla!... Las suyas, frías estaban como las de una muerta.
—No tenga usted miedo—dijo—; ya verá usted; la obra es muy bonita...
Y yo, inconsciente, ridículo, grotesco tal vez, replicaba tuteándola:
—Tú... eres la que no debe tener miedo. Si tú... si usted... no me salva, soy perdido.
Cerca de mí andaban también Adriana Corona y Pilar Ezquerra y Amparo Montalt... y todas eran á prodigarme palabras de energía y de optimismo.
Moreno, el apuntador, estaba en la concha; el electricista, en su sitio; un traspunte pasó diciendo la frase:
—¡Prevenidos! ¡Se va á empezar!...
Especie de alerta que obliga á santiguarse á las mujeres.
Hubo un silencio; sonó un timbre; el telón se alzó lentamente sobre el resplandor de la batería... y ante mis ojos quedó abierto, como una fauce fiera y enorme, ese abismo donde tantas obras y tantos autores han perecido.
A mi alrededor, las actrices se persignaban, y luego, valerosamente, salían á escena. Iban resueltas, llenas de entusiasmo, vibrantes de orgullo, como soldados que corriesen á la defensa de una barricada; y todo mi amor y todo mi agradecimiento las seguía.
La primera escena «pasó» bien; después, cierta frase obtuvo un murmullo de estimación; poco á poco, la obra iba conquistando simpatías, enlazando los ánimos en el hilo de la misma emoción, imponiéndose. Al fin, el aplauso tan deseado estalló.
Pero yo no lo oí.
—¿Qué dicen? ¿Qué quieren?—repetía furioso.
Y Jerónimo Gómez, que me acompañaba, exclamó riendo:
—Pero, ¿se ha quedado usted tonto, hombre de Dios? ¿No oye usted que aplauden?...
Así era, en efecto; lo que no impidió que aquella memorable jornada dejase en mi ánimo, más que el disculpable engreimiento de una pequeña vanidad satisfecha, una emoción de miedo. No obstante, he vuelto á estrenar; porque el teatro, ya lo dije antes, es como el amor, que asusta, pero atrae...
El título de TEATRO GALANTE que doy al presente volumen, responde á la índole especial de las tres