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El sistema político de Chile
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Libro electrónico666 páginas10 horas

El sistema político de Chile

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A tres décadas de la realización del plebiscito del 5 de octubre de 1988, que culminara con la victoria de la opción "No", promovida por los opositores al régimen militar, este libro ofrece un balance sobre los rasgos adoptados por el sistema político chileno configurado a partir de ese evento y que se ha venido proyectando hasta el momento actual.
En doce capítulos, se abordan aspectos específicos de su funcionamiento, tales como el carácter semisoberano de la democracia, el poder adquirido por la presidencia, las atribuciones del Congreso Nacional, la dinámica del sistema de partidos, la cultura cívica, las elecciones, los medios de comunicación, las políticas públicas, la representación de intereses, el Tribunal Constitucional y el Poder Judicial.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento26 abr 2019
ISBN9789560011749
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    El sistema político de Chile - LOM Ediciones

    Chile

    Prefacio

    Este libro trata sobre el sistema político de Chile y sus principales instituciones. Considera los factores que influyen en su funcionamiento y toma en consideración, a grandes rasgos, antecedentes de la historia política reciente del país, con su extensa tradición de alternancia de gobiernos mediante elecciones competitivas, sus rupturas, sobresaliendo el golpe militar de septiembre de 1973, así como la experiencia de la dictadura del general Augusto Pinochet, que redefinió las bases del Estado, la economía y la sociedad. Se centra en la prolongada y compleja transición de la dictadura a la democracia, que se desencadenó por la derrota de Pinochet en el plebiscito de 1988 pero que se inició en marzo de 1990, cuando asumió el presidente Patricio Aylwin, y tuvo singularidades que dificultaron su consolidación, debido a las transformaciones institucionales del autoritarismo. Esto permite entender la permanencia del ex dictador como comandante en jefe del Ejército durante ocho años, en democracia, y la vigencia que ha tenido la Constitución de 1980, aprobada en un plebiscito que careció de las mínimas garantías democráticas, y que más allá de las numerosas reformas de las que ha sido objeto, mantuvo el modelo de «democracia protegida» y el poder de veto que entregó a la minoría.

    En estas páginas se analiza el sistema político en las últimas tres décadas, marcado por los gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia (la Concertación), la coalición de partidos de centroizquierda que se impuso en el plebiscito de 1988, llegando a gobernar los veinte años del período comprendido entre 1990 y 2010. Esta coalición regresó al gobierno en 2014 con el nombre de Nueva Mayoría, integrando esta vez al Partido Comunista. La coalición de centroizquierda aseguró una estabilidad sin precedentes en la historia política de Chile y de América Latina, contribuyendo a la consolidación de la democracia y a la continuidad de las políticas públicas. Sin embargo, también limitó la capacidad de cambio al introducir rigidez en muchas de las instituciones.

    A través de los capítulos que integran este libro se presenta la trayectoria de las principales instituciones y los procesos políticos que les acompañaron, destacando las singularidades de la democratización chilena. Los capítulos abarcan hasta las elecciones presidenciales y parlamentarias de 2017, que produjo la alternancia de gobiernos de ex presidentes –la ex presidenta Michelle Bachelet le entregó la banda presidencial al ex presidente Sebastián Piñera–, poniendo de manifiesto la escasa capacidad de renovación de los candidatos de los dos principales bloques políticos que han competido en los diferentes comicios desde 1989 hasta el presente.

    Las últimas elecciones, celebradas en noviembre de 2017, confirmaron aquellos rasgos que había adquirido el sistema político desde hace varios lustros, como la caída de la participación electoral junto al debilitamiento y la fragmentación del sistema de partidos. En esos comicios participó el 49% de los ciudadanos, un porcentaje bastante menor al registrado en las primeras elecciones de presidente, en 1989, cuando alcanzó al 86,3%. Se trata del nivel de participación más bajo que se ha observado en las elecciones presidenciales en América Latina, e inferior al que suele ocurrir en las democracias avanzadas (Ver: «Abstención en elecciones de América y Europa: Chile es el país que menos vota», en , 26 octubre 2017). Esta reducida participación perjudica al sistema político, porque el Presidente de la República y el Congreso Nacional son elegidos por una minoría del país, pero deben atender las necesidades de la totalidad de la población. De los cinco partidos con representación parlamentaria que surgieron en las elecciones de 1989, se ha avanzado a 18 en las de 2017. La fragmentación se inició en los comicios de 2009 y se acentuó en los de 2013 y 2017, por rupturas en los partidos de la coalición de derecha que apoyó al gobierno de Piñera en su primer mandato (2010-2014) y la aparición de un nuevo conglomerado de izquierda, el Frente Amplio, en 2017, debido al debilitamiento de los partidos tradicionales de izquierda. Esta fragmentación ha tendido a generar dificultades para la gobernabilidad, porque obliga a poner de acuerdo a parlamentarios de numerosos partidos, sin que exista uno que tenga un alto porcentaje electoral como para cumplir un papel de liderazgo en el Congreso Nacional.

    El importante crecimiento de la ciencia política en los años recientes, en especial en los países avanzados, y las amplias posibilidades de ayuda que internet proporciona para la cooperación académica internacional, han facilitado el desarrollo de estudios comparados que han proporcionado valiosos avances en la comprensión de las instituciones democráticas. Sin embargo, esto ha tenido el inconveniente de descuidar las singularidades nacionales, dado que los proyectos comparados se basan en ciertos elementos comunes que presenten los casos considerados. El recordado trabajo de Federico Gil, El sistema político de Chile (Santiago: Editorial Andrés Bello, 1969), abordó de manera detallada una serie de aspectos relacionados con el desarrollo institucional desde los inicios de la república, en el siglo XIX, hasta avanzados los años sesenta. Se centró en una caracterización del funcionamiento del gobierno, la administración de la justicia, la representación, las elecciones, además de incluir temas relacionados con la población y la dimensión socioeconómica. En épocas más recientes es posible advertir en otros países de la región algunos esfuerzos relativamente análogos, sobresaliendo el trabajo de Flavia Freidenberg y Simón Pachano, El sistema político ecuatoriano (Quito: Flacso, 2016), que además de incluir el funcionamiento de la institucionalidad política a escala nacional y local, incorpora el protagonismo del movimiento indígena. De manera menos explícita, también se aprecian esfuerzos por dar cuenta del sistema político de países como Bolivia, Perú y Venezuela, sobresaliendo entre otros el libro editado por John Crabtree, Fractured Politics. Peruvian Democracy Past and Present (Londres: University of London, 2011); el libro escrito por Henry Pease y Gonzalo Romero, La política en el Perú del siglo XX (Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 2013); el libro editado por Pilar Domingo bajo el título Bolivia. Fin de un ciclo y nuevas perspectivas políticas, 1993-2003 (Barcelona: Ediciones Bellaterra, 2006), y el libro editado por David Smilde y Daniel Hellinger, Venezuela’s Bolivarian Democracy. Participation, Politics, and Culture under Chávez (Durham: Duke, University Press, 2011). En Argentina, Andrés Malamud y Miguel de Luca coordinaron una publicación con el título La política en tiempos de los Kirchner (Buenos Aires: Eudeba, 2011), en la que se abordaron asuntos tales como la estructura del gobierno, los partidos, los grupos de interés y las políticas públicas, en un período de tiempo bastante acotado, entre 2003 y 2010. Posteriormente, Carlos Acuña compiló un libro titulado ¿Cuánto importan las instituciones? Gobierno, Estado y actores en la política argentina (Buenos Aires: Siglo XXI, 2013), que si bien aborda varios aspectos contenidos en el estudio anterior, considera un arco temporal mucho más extenso, que abarca desde la instalación del gobierno del radical Raúl Alfonsín, en 1983, el primero después del régimen militar (1976-1983).

    Hemos tomado en cuenta todos estos antecedentes para la elaboración de este libro, en el que participaron catorce académicos de siete universidades, públicas y privadas, en su mayoría cientistas políticos, así como sociólogos, juristas y estudiosos de las comunicaciones, con un amplio conocimiento de sus respectivas disciplinas así como de la realidad política chilena. En este esfuerzo multidisciplinario, que tomó más de dos años desde sus inicios, participaron académicos de la Universidad de Chile, Pontificia Universidad Católica de Chile, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Universidad Católica del Norte, Universidad Católica de Temuco, Universidad Adolfo Ibáñez, Universidad Alberto Hurtado y Universidad de Talca. Todos tienen postgrados en importantes universidades de Europa, Estados Unidos y Chile, además de una reconocida trayectoria académica de investigación y publicaciones en los ámbitos en los cuales escriben en esta oportunidad.

    El libro ha sido organizado en doce capítulos, cada uno de los cuales aborda uno de los elementos que constituyen el sistema político actual. El primer capítulo, escrito por Carlos Huneeus, hace hincapié en las limitaciones del régimen político que se configura con posterioridad al proceso de transición. Asigna especial importancia a la asimetría que se produce a nivel de la representación y en la toma de decisiones. Destaca el protagonismo que adquiere la tecnocracia en el ámbito de la representación política. El excesivo protagonismo de este sector, apunta el autor, acrecienta el debilitamiento y la capacidad de incidencia de los partidos. Huneeus también analiza lo que significa el funcionamiento del Estado y sus implicancias en la gestión de gobierno. Se refiere a la reducción de ciertas funciones debido a la política de privatizaciones impulsada en los años ochenta y noventa, a un nivel que no se condice con las exigencias que requiere la coordinación de un entramado cada vez más complejo de instituciones y organismos específicos. Por otro lado, plantea que las dificultades y limitaciones que enfrenta la gestión público-estatal contrastan con la preponderancia que alcanza el mercado y el poder que fueron adquiriendo los principales grupos empresariales.

    Desde una perspectiva similar, el segundo capítulo, escrito por Claudia Heiss y Esteban Szmulewicz, aborda los elementos sustantivos de la Constitución de 1980 y sus implicancias para limitar el régimen político que se inició en marzo de 1990. Heiss y Szmulewicz consideran que, desde su puesta en vigencia, la Constitución de 1980 ha impedido un acuerdo compartido por la comunidad política nacional. Como contraparte, los autores de este capítulo contrastan los objetivos de esa carta con los de la Constitución de 1925, haciendo un detenido balance de su aplicación hasta 1973. Repasan varias de las reformas introducidas a partir de los años cuarenta, cuya finalidad fue aumentar las atribuciones del Presidente de la República y, en el contexto de los años sesenta, limitar el derecho de propiedad. Heiss y Szmulewicz hacen un balance de las principales restricciones que trajo consigo la Constitución de 1980, no obstante las reformas plebiscitadas en 1989. También describen las reformas aprobadas entre 1991 y 2017, junto con sintetizar el debate iniciado a partir de 2014. Hacen hincapié en el significado que tuvieron las reformas de 2005, así como en los avances que los acuerdos de ese año y las modificaciones posteriores permitieron para la derogación de ciertas restricciones y resabios autoritarios.

    En el tercer capítulo, Christopher Martínez toma en cuenta una serie de dimensiones que permiten comprender el funcionamiento de la Presidencia de la República. Junto con trazar un balance de las normas constitucionales que definen el poder y las funciones del presidente, en términos de su labor como jefe de gobierno y en relación al Congreso, expone el modo como se organiza el Ejecutivo y se forman los gabinetes ministeriales, destacando el protagonismo de los partidos y de ciertos actores políticos clave en la trayectoria de las administraciones gubernamentales controladas por la centroizquierda. También contrasta la forma como Sebastián Piñera organizó el gobierno y la composición del gabinete entre 2010-2014, en comparación con el notorio protagonismo de los ministros con carrera política en lo que va corrido de su actual administración (2018-).

    El cuarto capítulo, escrito por María Cristina Escudero sobre el Congreso Nacional, pone el acento en el papel político que tiene este ámbito de la representación y deliberación. Se exponen las características organizativas y las principales atribuciones definidas, inicialmente, en el marco de la Constitución de 1980 y de sus sucesivas reformas introducidas desde 1989 hasta las de 2005. Se constata que el Congreso Nacional se ha transformado en un verdadero contrapeso del Ejecutivo, «no tanto por sus funciones fiscalizadoras, sino por sus atribuciones colegisladoras». Sobre la base del tratamiento de información empírica, en el capítulo también se da cuenta de los cambios en la representación, la permanencia de los parlamentarios, la producción legislativa y el significado que adquieren la fiscalización y el control de la función desempeñada por el gobierno. En cuanto a los cambios en la representación, la distribución de las bancadas y el control de ambas cámaras, reviste especial importancia la trayectoria de los principales bloques y partidos.

    A partir de lo anterior, en el quinto capítulo, escrito por Carlos Huneeus y Octavio Avendaño, sobre la base de las tres dimensiones definidas por V. O. Key, Politics, Parties and Pressure Groups (Nueva York: Crowell, 1964) –(partidos en el gobierno, en el terreno electoral y en términos organizativos)– se analiza tanto la trayectoria de los partidos como el carácter fragmentado que fue adquiriendo el sistema de partidos. Los autores examinan cómo los partidos de centroizquierda, que tuvieron un papel protagónico en la transición y recuperación democrática, experimentaron un notorio debilitamiento organizativo, lo que repercutió tanto en su desempeño en el gobierno como en sus resultados electorales. También se refieren a los resultados de las últimas elecciones parlamentarias, que tuvieron lugar en noviembre de 2017, para dar cuenta de cómo se logró configurar un nuevo sistema de partidos bastante más fragmentado que el de 1989, donde coexisten algunos cuyo origen se remonta a distintas épocas con otros que han emergido en los últimos años.

    Matías Bargsted y Nicolás Somma, autores del sexto capítulo, analizan los rasgos de la cultura política a partir de las ideas de Gabriel Almond y Sidney Verba, que tienen consecuencias en las opiniones y actitudes de los individuos frente a las instituciones democráticas y a la política en general. Aparte de las dimensiones que originalmente utilizaron y definieron estos dos autores, Bargsted y Somma enfatizan el significado que ha tenido el eje izquierda-derecha. Constatan que no ha habido un mayor repunte en los niveles de satisfacción y apoyo a la democracia, en comparación con los años noventa, así como la emergencia de una ciudadanía cada vez más crítica frente al funcionamiento de las instituciones democráticas. De acuerdo a sus mediciones, plantean que el apoyo hacia el régimen político en abstracto o el apego general hacia la política ha sido estable, en contraste con las evaluaciones hacia las instituciones y actores políticos, que han experimentado caídas muy agudas. Advierten que hay marcadas diferencias en las tendencias al contrastar la opinión según autoidentificación ideológica. Además, constatan una mayor politización en los últimos años entre quienes se identifican o autodefinen de derecha.

    En el capítulo séptimo, escrito por Mauricio Morales, se examina la participación electoral desde el plebiscito sucesorio de 1988. El autor presta especial atención a los efectos de la reforma electoral de 2012, que introdujo la inscripción automática y el voto voluntario, y la de 2015, que eliminó el sistema binominal. Amparándose en una serie de estudios efectuados a nivel internacional, Morales argumenta que el voto voluntario no sólo profundizó el retroceso de la participación, sino que además agravó el denominado sesgo de clase. El capítulo expone abundante información empírica con el fin de identificar el peso que tienen en la participación electoral los factores de tipo socioeconómico y los de índole ideológica.

    En el octavo capítulo, Manuel Délano se refiere al protagonismo de los medios de comunicación, indispensables para una adecuada competencia política y el buen funcionamiento de la democracia. Tras describir cómo estos influyen en la formación de la agenda y la expansión de sus audiencias por el desarrollo tecnológico, examina la evolución en dictadura y democracia de la prensa, la televisión y la radio y la más reciente formación de medios digitales. A partir de 1990 se profundizaron algunas tendencias que se registraban desde la fase autoritaria, como la concentración de la propiedad de los medios. El establecimiento de un modelo de financiamiento comercial en la televisión y el traspaso a manos privadas de la mayoría de los canales reforzó dicha tendencia. El autor plantea que si bien el surgimiento de medios digitales ha permitido que existan más voces, los medios tradicionales continúan siendo los más influyentes, con el resultado de escasez de diversidad y de pluralismo. El capítulo entrega antecedentes sobre el destino de la prensa opositora a la dictadura, así como datos sobre consumo de medios, acceso y cobertura.

    En el noveno capítulo, Cecilia Osorio aborda la formulación de las políticas públicas. Osorio parte reconociendo los actores que intervienen en el diseño y orientación de las políticas, que se suelen concentrar al nivel del poder ejecutivo, no obstante la presencia de organizaciones de la sociedad civil. Desde otro ángulo, analiza la tensión entre lo técnico y lo político, algo muy notorio desde los años noventa. Por último, hace un breve recuento de dos políticas públicas que tuvieron enorme relevancia debido a su cobertura e impacto, como ocurrió en el caso del Plan Auge, o por el fracaso de su diseño, en el caso del Transantiago.

    Octavio Avendaño y Rodrigo Cuevas examinan en el décimo capítulo el comportamiento político de la Confederación de la Producción y el Comercio (CPC) y la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), en su condición de grupos de presión. Contrastan la realidad organizativa, la capacidad de movilización y el poder que despliegan ambas organizaciones. Exponen la evolución del movimiento sindical y su debilitamiento desde la segunda mitad de los años noventa. Como contraparte, se refieren a la capacidad de presión e influencia que alcanzan los gremios del gran empresariado. Adicionalmente, el capítulo se refiere a los temas que tanto la CPC como la CUT han intentado colocar y hacer prevalecer en la agenda pública nacional.

    Los capítulos undécimo, de Paula Ahumada, y duodécimo, de Eduardo Aldunate Lizana, abordan el papel del Tribunal Constitucional (TC) y del Poder Judicial, respectivamente. Paula Ahumada parte reconociendo que el TC ha ido adquiriendo mayor protagonismo e influido en una serie de temas políticos y sociales de gran relevancia para la población. En seguida, compara el tipo de funciones y atribuciones del TC con otros órganos más o menos análogos en Estados Unidos y Austria. Hace una síntesis de lo que ha sido esta institución en la historia constitucional del país y sobre todo desde la Constitución de 1980. En este recorrido también destaca el impacto de las reformas constitucionales de 2005 para cerrar con uno de los fallos recientes sobre las competencias del Servicio Nacional del Consumidor (Sernac). Por último, el capítulo de Eduardo Aldunate Lizana sobre el Poder Judicial toma en consideración algunos antecedentes anteriores a 1990 y, después de esa fecha, se detiene en algunos hitos relevantes, como la reforma procesal. También se refiere a ciertos aspectos orgánicos y a lo que denomina el «giro político de la Corte Suprema».

    Los contenidos del libro han sido concebidos para que sean de especial utilidad entre estudiantes de ciencia política, disciplina que se ha desarrollado en los últimos años, así como también de sociología, derecho, historia y ciencias de la comunicación. También ha sido escrito pensando en quienes manifiestan interés en la política, desde periodistas a ciudadanos que la siguen a través de los medios de comunicación escritos y audiovisuales. Por ende, esperamos que contribuya a la comprensión del sistema político, con su complejidad y entramado institucional, así como sus luces y sombras.

    Queremos expresar nuestro agradecimiento a los académicos que han hecho posible la publicación de este libro. Para la mayoría, la colaboración comenzó hace más de dos años, con dos talleres en los cuales revisamos la estructura del libro y los borradores de una primera versión de los capítulos. Posteriormente hemos tenido un activo intercambio de opiniones sobre la revisión de los borradores que hicimos los editores. Los capítulos han sido actualizados hasta incluir las elecciones de 2017 y el término del segundo gobierno de Bachelet. También expresamos nuestra gratitud a Manuel Délano, que hizo una cuidadosa edición de los manuscritos.

    Agradecemos, finalmente, el apoyo de nuestras instituciones académicas, que hicieron posible que pudiéramos destinar el tiempo necesario para llevar adelante este proyecto, como también a los profesores con los cuales hemos conversado sobre distintos temas del libro. Ellas son la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile a través de su Departamento de Derecho Público, el Departamento de Sociología de la misma casa de estudios y el Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Alberto Hurtado. Una parte del financiamiento para publicar este libro provino del Fondo del Programa de Apoyo a la Productividad Académica (PROA), de la Vicerrectoría de Investigación y Desarrollo (VID) de la Universidad de Chile. Por último, agradecemos a Silvia Aguilera y a Paulo Slachevsky, de LOM ediciones, por confiar desde el inicio en nuestro proyecto de libro y haber accedido a su publicación.

    Carlos Huneeus

    Departamento de Derecho Público

    Facultad de Derecho

    Universidad de Chile

    Octavio Avendaño

    Departamento de Sociología

    Universidad de Chile

    Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacionales

    Universidad Alberto Hurtado

    Capítulo 1

    La democracia semisoberana

    y la representación política tecnocrática

    ¹

    Carlos Huneeus

    Introducción

    Las elecciones presidenciales, parlamentarias y de consejeros regionales del 19 de noviembre de 2017 tuvieron lugar en un periodo complejo del sistema político chileno, que era una manifestación del progresivo debilitamiento del desarrollo político. Los indicadores más visibles de este escenario fueron la caída de la participación electoral, la debilidad y fragmentación de los partidos, una ciudadanía crítica de la política y los políticos, en un contexto de creciente baja confianza interpersonal y en las instituciones políticas. Menos notorios, pero igualmente incidentes, eran los cambios en la organización del Estado, que erosionaron su capacidad para que los gobiernos cumplieran en forma adecuada sus funciones en educación, salud y previsión social.

    Con la participación de ocho candidatos presidenciales en la papeleta de noviembre se confirmó la fragmentación del sistema de partidos. Hubo dos postulantes de la Nueva Mayoría (NM), dividida por primera vez en casi treinta años, con una candidatura del PDC, la senadora Carolina Goic, y otra del senador independiente Alejandro Guillier, que recibió el apoyo del PS, PPD, PRSD y el PC. La derecha también compitió dividida, con dos candidatos: el ex presidente Sebastián Piñera, que tuvo el apoyo de RN, UDI y el emergente Evópoli, partidos que integran la coalición Chile Vamos, y el diputado José Antonio Kast, que renunció a la UDI para postularse. La candidatura de una nueva fuerza política, el Frente Amplio (FA), que agrupó a varios partidos y movimientos, fue encabezada por la periodista Beatriz Sánchez y alcanzó un sorprendente 20,3%, que en la elección parlamentaria se expresó en un aumento de dos a veinte diputados y el logro de un senador. Completaron el panorama electoral otros tres representantes de fuerzas políticas de izquierda: Marco Enríquez-Ominami, que compitió por tercera vez a la presidencia, además de Eduardo Artés y el senador Alejandro Navarro. Si bien la fragmentación se manifestó en todos los sectores, fue mayor en el centro y la izquierda, que se presentó dividida en seis candidaturas presidenciales, mientras que la derecha lo hizo en dos.

    Estos indicadores se apartaban de los que tenía la democracia en sus primeros años después de la dictadura, cuando logró un importante desarrollo político, combinando en la «receta» ingredientes tales como verdad frente a los atropellos a los derechos humanos y también justicia, con la condena y prisión del mayor número de militares en los países de América Latina por su responsabilidad en las violaciones a los derechos humanos, incluyendo al jefe de la Dirección de Inteligencia Nacional, la DINA. Los primeros gobiernos democráticos lograron un muy buen desempeño económico y social, que permitió sacar al país del subdesarrollo, permitiendo que una mayoría de la población alcanzara mejores condiciones de vida, en un proceso de duración inédita en la historia del país.

    Estos resultados se obtuvieron en un contexto muy adverso, pues la transición a la democracia se hizo a través del camino trazado por la Constitución de 1980, redactada siguiendo el modelo de «democracia protegida y autoritaria», con recursos ajenos a la democracia pluralista, que impuso recursos institucionales para la defensa tanto del ex dictador como del sistema económico de neoliberalismo radical implantado en dictadura, que fue de economía de mercado puro, en los conceptos de Linz y Stepan (1996). De estos enclaves destacan, entre otros, las limitaciones al ejercicio de la mayoría electoral (con senadores designados y el requerimiento de mayorías muy altas para reformar la Constitución y aprobar las leyes en importantes ámbitos), el no haberse consagrado la supremacía civil sobre los militares, quienes tuvieron un dominio reservado en sus decisiones institucionales (Valenzuela, 1992) y la restricción más importante, la permanencia del ex dictador como comandante en jefe del Ejército durante ocho años (hasta 1998) después de terminada la dictadura. La continuidad de una considerable parte de la élite autoritaria en el Congreso y en los dirigentes de los partidos de derecha, la UDI y RN, reforzó el peso de estas limitaciones institucionales, pues se opusieron en bloque a aquellas reformas que apuntaban hacia una democracia soberana y a otro «modelo» económico, que fuera de economía social de mercado o de economía mixta².

    El ex dictador Augusto Pinochet intervino en la arena política, con declaraciones y acciones dirigidas a defender a su institución y los intereses económicos personales y los de su familia, empleando en democracia métodos propios de la dictadura (por ejemplo, espionaje telefónico de ministros y personalidades de la oposición, así como control y represión de militares dispuestos a colaborar con la justicia) y con actos de presión sobre el poder ejecutivo que llegaron al límite de la legalidad (el «ejercicio de enlace» en diciembre de 1990 y el «boinazo», en mayo de 1993), en ambos casos para evitar ser juzgado por actos de corrupción.

    La permanencia de Pinochet en la arena política tuvo consecuencias negativas en la cultura cívica, que se configuró en buena medida en los primeros años de la democracia, porque los ciudadanos participan en política y observan el desempeño de las instituciones (Rustow, 1970): un alto porcentaje de la población que estuvo contra la dictadura vio a las autoridades actuando con debilidad frente a las provocaciones del ex dictador (Huneeus y Maldonado, 2003; Huneeus, 2003). Además, reforzó el dominio reservado militar que no sería alterado con la reforma constitucional de 2005, pues las instituciones armadas no vieron disminuida su autonomía decisoria por el poder político a través del Ministerio de Defensa, y continuaron sin estar sometidas a una rendición de cuentas, no tuvieron controles que previeran abusos y casos de corrupción, que han involucrado a un ex comandante en jefe.

    El contexto económico tampoco fue propicio desde fines de los años noventa. A fines de esa década llegaron a la economía chilena los efectos de la llamada crisis asiática, lo que hizo más nítidas sus debilidades estructurales («el modelo»). Sobresalen entre estas debilidades una alta concentración del ingreso en unos pocos grupos económicos, y una estructura exportadora altamente dependiente de los recursos naturales, en especial del cobre, y con poca elaboración de los principales bienes exportables. Desde la década del 2000 y la actual se han tornado más visibles las prácticas monopólicas y de colusión de precios, actos contrarios a la libre competencia y abusos contra los consumidores, que impactaron a la opinión pública y dañaron la imagen de las empresas y del sistema económico. La represión que sufrió en dictadura y la legislación laboral que contribuyó a su fragmentación («Plan Laboral»), determinaron un escaso desarrollo del movimiento sindical, y la dificultad para este de erguirse como un factor de contrapeso al predominio empresarial. También se hicieron más visibles las limitaciones de instituciones económicas emblemáticas, como las administradoras de fondos de pensiones (AFPs), creadas en dictadura para reemplazar el sistema previsional de reparto. Las AFPs no brindan pensiones dignas a los jubilados, entre otras cosas, porque los trabajadores poseen remuneraciones bajas y sus empleos son cada vez más precarios e inestables.

    Durante 2015 se conocieron casos de financiamiento ilegal de parte de grandes empresas a políticos de todos los partidos, que impactaron a la opinión pública, poniendo de manifiesto la proximidad del poder económico y el poder político. Esta relación contribuye a explicar también por qué ha predominado desde el restablecimiento democrático una agenda económica amistosa con el sector privado, salvo en el segundo gobierno de la presidenta Michelle Bachelet (2014-2018). Estos antecedentes sobre el financiamiento ilegal de la política tuvieron consecuencias electorales en 2017, porque ninguno de los parlamentarios que lo recibieron, de izquierda, centro y derecha, que buscaron la reelección, resultó elegido.

    La ciudadanía que fue a las urnas en primera vuelta en 2017 (en una proporción menor que en las anteriores elecciones presidenciales), era más crítica que en 2013 por estos hechos, que la impactaron y llevaron a plantear mayores exigencias políticas y éticas tanto de las autoridades del Estado como de las empresas.

    Además, hubo importantes cambios institucionales, destacando entre ellos la eliminación del sistema electoral binominal y su sustitución por uno proporcional, el financiamiento público a los partidos, así como normas para limitar el gasto electoral y fortalecer la participación de las mujeres en las listas de candidatos, todo lo cual favorecía la competencia electoral. Sin embargo, las reformas legales no alteraron las instituciones existentes durante casi tres décadas, porque se impuso una lógica de competencia en dos bloques, surgida en el plebiscito de 1988 y reforzada por el binominal, dominada ahora por la izquierda en la NM y en la derecha, Chile Vamos. Los resultados confirmaron la fragmentación del sistema de partidos, con 15 colectividades con representación parlamentaria y el surgimiento de una nueva organización, el FA, cuya inacción fue decisiva para el resultado de la segunda vuelta electoral en diciembre de 2017, en la que se impuso Sebastián Piñera por un amplio margen al candidato de la Nueva Mayoría, Alejandro Guillier.

    ¿Cuándo comenzó el debilitamiento del desarrollo político?, ¿cuáles fueron sus causas? y, sobre todo, ¿cuáles serán sus repercusiones futuras? Tales son las interrogantes que orientan este capítulo, que se ha organizado en siete secciones. En el primer apartado se plantea la tesis de que el debilitamiento político, que comenzó en 1990, es atribuible a que los nuevos gobiernos optaron por una forma de representación política tecnocrática, en la lógica de los expertos, y no por otra que girara en torno a los partidos. En la segunda sección se explican las causas de la caída de la participación electoral. En la tercera sección se examina la debilidad de los partidos, los factores que la explican y sus consecuencias. En el cuarto apartado se abordan los cambios que se produjeron en el Estado como consecuencia de las transformaciones económicas y su profundización en democracia. En la quinta sección se examinan algunos de los efectos negativos del modelo de desarrollo económico que se ha registrado desde la recuperación de la democracia, tales como la concentración del ingreso y la desigualdad, que también contribuyen a explicar el debilitamiento del desarrollo político. En el sexto apartado se analiza la política de consensos que se puso en práctica y sus efectos. En la séptima sección se presentan las conclusiones, donde se confirma que Chile posee una democracia semisoberana (Huneeus, 2014).

    1. Límites de la representación tecnocrática y de la política económica

    Se afirma que la democracia chilena enfrenta una crisis de representación (Castiglioni y Rovira Kaltwasser, 2016), refiriéndose a una dimensión del sistema político, la de los apoyos y demandas, los llamados inputs (Almond y Verba, 1966), entre los cuales sobresale la caída de la participación electoral y el debilitamiento de los partidos en el electorado y como organización. Esta evaluación no abarca la magnitud de las dificultades que enfrenta el sistema político, que también presenta serias limitaciones y obstáculos institucionales en la organización del Estado, de los grupos de interés, por su debilidad, con la excepción de las organizaciones de empresarios, de la menor capacidad de los partidos de participar en el gobierno (party government), que disminuyen sus capacidades para atender las demandas de la población y transformarlas en políticas, los llamados outputs del sistema político (Almond y Powell, 1966). También enfrenta problemas provenientes de las bases económicas de la democracia, por rasgos institucionales del sistema económico y prácticas dominantes en los empresarios que han reducido la autonomía del sistema político ante el poder económico.

    Más que considerar que existe una crisis de representación o de la democracia en Chile, sostenemos en este capítulo que se ha producido el debilitamiento del desarrollo político que afecta componentes institucionales y políticos. Este debilitamiento deriva de haberse optado por una forma de representación política que no gira en torno a los partidos políticos (party government), que es la que corresponde en una democracia representativa, sino que es tecnocrática, en los términos que define Caramani (2017), muy distinta de la anterior y que tuvo repercusiones en la totalidad del sistema político. Se apoya en un análisis racional, en que el experto cree saber lo que el público quiere (sobre la base de encuestas y otras fuentes de información) y su expertise le entrega las políticas más adecuadas para resolver los problemas nacionales³. De ahí que no considera a las organizaciones intermedias entre el Estado y los ciudadanos (partidos, grupos de interés, asociaciones voluntarias) y establece una relación directa entre las autoridades y la sociedad, mientras el presidente emplea un estilo de liderazgo delegativo en esa perspectiva⁴. Los ministros se contagian con ese estilo y llevan a cabo «trabajo en terreno», visitando empresas y poblaciones, para comunicar las políticas, porque no confían en las funciones de comunicación política que cumplen los partidos y los parlamentarios. Esta representación política tiene importantes coincidencias con la representación populista, porque ambas son antipolíticas y antipartidos, las dos plantean estar al margen de la política partidista, que es vista con componentes negativos, todo lo que los lleva a buscar una relación directa entre la autoridad y los ciudadanos, sin intermediarios (Caramani, 2017: 60)⁵.

    La representación política a través de partidos se observó al comienzo de la transición, pues la recuperación de la democracia se logró a través de la movilización política que impulsaron los partidos y las organizaciones de la sociedad civil. Los ministros y altos funcionarios del primer gobierno democrático de Patricio Aylwin militaron en partidos y participaron en la oposición a la dictadura. Sin embargo, muchos de ellos tuvieron una actividad profesional en los centros privados de investigación, manteniéndose alejados de las organizaciones de sus partidos, desarrollando habilidades como expertos en las materias económicas y políticas. Desde los primeros años se fue imponiendo una lógica de expertos en la toma de decisiones, que apuntaban a otra forma de representación política, aunque sus perfiles se fueron definiendo con mayor claridad durante el gobierno del presidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle (PDC) (1994-2000), debido a la prioridad que tuvieron los temas políticos de la transición, como la política de verdad y justicia por los atropellos a los derechos humanos y los conflictos con Pinochet que dominaron la agenda del primer gobierno democrático del presidente Patricio Aylwin (1990-1994).

    La representación política tecnocrática tiene su origen en la opción que se tomó por una estrategia de legitimación de la democracia que giró en torno al desempeño económico e impuso la prioridad del crecimiento con una justificación dominada por la lógica de expertos. Esto se tradujo en la subordinación de la política a esa lógica, con un discurso que resaltó el programa económico, y no consideró a las instituciones intermedias, especialmente a los partidos políticos, y tampoco a las organizaciones sindicales. Se consideró que, aunque en el corto plazo la estabilidad democrática dependía de la subordinación de los militares a la autoridad civil y de la actitud del general Pinochet en este aspecto, a mediano y largo plazo la estabilidad del orden político dependía de una buena gestión económica, dada la herencia que la dictadura legó a la democracia, con cinco millones de pobres, cerca del 40% de la población. El crecimiento económico proporcionaría los bienes económicos necesarios y suficientes para fortalecer los apoyos a la democracia, se creía entonces.

    La política del consenso que se desarrolló entre el gobierno y las organizaciones empresariales, asumida por los parlamentarios de la Concertación, confirió un enorme poder a los tecnócratas, quienes actuaron sin consultar a los partidos, lo que reforzó la estrategia de la lógica de expertos. El consenso desvaneció las diferencias programáticas e históricas entre los partidos de la Concertación y los de la derecha y estimuló una competencia limitada, usando el binominal para esto, un factor adicional que influyó en el debilitamiento de los partidos.

    La representación tecnocrática desconoce que la gestión del gobierno es esencialmente una tarea política porque es hecha por los gobiernos «y los gobiernos son creaturas políticas» (Hall, 1986: 4). Implica tomar decisiones sobre materias que son complejas, que requieren el conocimiento de expertos, pero que las propuestas de estos deben ser después evaluadas por los políticos, quienes las pueden contradecir (Hall, 1986: 274). Las autoridades económicas tampoco consideraron que la política interviene en la evaluación que los ciudadanos hacen de su gestión, pues no se guían por los indicadores objetivos difundidos por aquellos, sino por consideraciones subjetivas, tales como las expectativas, la percepción de la distribución de los beneficios del crecimiento y por lealtades partidistas e ideológicas.

    La lógica de expertos tuvo dos problemas. El primero, que no constituía una novedad, porque fue empleada por el equipo económico de la dictadura, los «Chicago boys», que lo hicieron en torno a un programa económico refundacional basado en un paradigma de neoliberalismo radical u ortodoxo. En segundo lugar, este paradigma no fue reformado por los nuevos gobernantes, quienes optaron por una continuidad de las políticas antes que por una reforma estructural del sistema económico heredado de la dictadura, en el marco más amplio de una política de consensos, reafirmada cuando la izquierda llegó a La Moneda en 2000, con Ricardo Lagos, el primer socialista después de Salvador Allende en lograr la presidencia, y reiterada después en el gobierno de Michelle Bachelet (2006-2010). Esta decisión tuvo enormes repercusiones políticas, porque la modernización económica capitalista, que siguió una orientación de neoliberalismo radical, se profundizó en gobiernos con presidentes de izquierda, confiriéndole una cierta legitimidad al «modelo», de la que carecía por el origen que tuvo.

    Esto significó que gobiernos de centroizquierda impulsaron políticas económicas que no se diferenciaron nítidamente de las de la derecha, ni rompían claramente con las de la dictadura. Dicha estrategia de legitimación democrática perjudicó a los partidos, especialmente al PDC y al PS, que habían luchado contra la dictadura y tenían una tradición de reformas desde antes de 1973.

    Los buenos resultados económicos obtenidos en los primeros años de democracia reforzaron la continuidad de esta lógica de expertos, que contagió a las instituciones y los actores políticos, y en particular a las campañas electorales. En estas, los candidatos, con excepción de la UDI, no usaron sus emblemas partidarios, emplearon un discurso despolitizado y con énfasis en asuntos económicos, considerando al ciudadano como un consumidor. Las campañas se apoyaron principalmente en el marketing y en activistas pagados, sin recurrir al trabajo de los militantes y simpatizantes que tenían las organizaciones partidistas, quienes habían tenido un papel fundamental en la movilización electoral que condujo al triunfo del No en el plebiscito de 1988. En síntesis, el comienzo del debilitamiento de los partidos como organización empezó en los años noventa, especialmente en las elecciones de 1997 (Huneeus, 1997), donde se puso de manifiesto con mayor claridad este estilo político.

    Más aún, los partidos no recibieron financiamiento público, lo que los empujó a recurrir al financiamiento del Estado a través del patronaje, perjudicando a la administración pública y con casos de corrupción, y sobre todo al financiamiento ilegal de empresas, que llevaría a casos de soborno y corrupción, lo que, además, reforzaría una agenda pública amistosa con el sector privado (Huneeus, 2015). Una de las empresas más activas en este plano fue la Sociedad Química y Minera de Chile (Soquimich, más conocida por su sigla SQM), controlada desde su privatización en la dictadura por Julio Ponce Lerou, yerno de Pinochet, que dio recursos a políticos de todos los sectores, estableciendo un campo minado para defender sus inversiones y encargando a un ex ministro del gobierno de Patricio Aylwin (1990-1994) el seguimiento para garantizar que ellas no fueran cuestionadas⁶.

    Lo descrito refleja los límites que tiene el predominio de la lógica de expertos en el gobierno y da cuenta de una grave falta de visión al priorizar los objetivos económicos por sobre los políticos. Esto provocó fracturas en las bases del sistema político desde su fase inicial y también del sistema económico. Las fracturas persistieron con políticos que sabían que para el financiamiento de sus campañas contaban con aportes de empresarios y estos se acostumbraron a darlos porque después iban a ser compensados en el diseño de las políticas económicas⁷.

    2. Caída de la participación: ¿gobierno «del» pueblo o de una minoría?

    Las elecciones de 2017 confirmaron la caída de la participación, el rasgo más distintivo del debilitamiento del desarrollo político, pues en la primera vuelta votó el 46,7%, menor al 49,3% que hubo en los comicios de 2013; estos, a su vez, habían sido nueve puntos porcentuales inferiores al porcentaje de participación en las elecciones de 2009. El ritmo de caída de la participación electoral fue menor al que se registró entre las elecciones de 2009 y 2013, lo que es atribuible a las reformas políticas que promovieron la competencia política, aunque la tendencia no se revirtió. La participación electoral había comenzado a descender en las elecciones de 1993, desde el 86,3% de las primeras elecciones democráticas de 1989 (Huneeus, Díaz y Lagos, 2014) y alcanzó un piso en las elecciones municipales de 2016, con el 34,92%, una caída de nueve puntos porcentuales respecto de los anteriores comicios de 2012.

    La caída de la participación tiene múltiples consecuencias en el sistema político, pues afecta la definición de la democracia y sus instituciones, en especial a la presidencia, la principal institución en Chile, porque el presidente cumple simultáneamente las funciones de jefe de Estado y jefe de gobierno.

    Si la democracia se define como el «gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo» como dijo el presidente de Estados Unidos Abraham Lincoln en su famoso discurso meses después de la batalla de Gettysburg, ¿hasta cuánto puede seguir cayendo la participación electoral para que la democracia mantenga tal definición? ¿Al 40%, 35%, 25%? La menor participación es un hecho de especial incidencia política porque no es homogéneo en la sociedad, sino que tiene un sesgo de clase: es relativamente baja en las personas con más educación, quienes poseen mayor nivel económico, y es inferior a la media en las personas con menor educación y que tienen más bajo nivel económico (Schäfer, 2011). El contraste en la participación en las elecciones presidenciales de 2017 entre la comuna de Vitacura, de alto nivel socioeconómico, y La Pintana, una comuna popular, confirma esta generalización.

    Este sesgo tiene importantes consecuencias políticas, pues las políticas públicas se definen según las preferencias de los votantes y, especialmente, por los financistas de las campañas, como han demostrado numerosos estudios sobre las campañas electorales en Estados Unidos⁸. Además, el sesgo de clase se expresa en la aplicación de reformas cuando se utiliza el mecanismo del referéndum para lograr su aprobación por la ciudadanía, consiguiendo de esta manera la minoría con mayor educación y nivel de vida detener reformas que se proponen beneficiar a la mayoría, la cual requiere de un mayor apoyo del Estado⁹.

    El debilitamiento de la participación tuvo un segundo sesgo, tan importante como el anterior, de naturaleza etaria. Mientras el voto fue obligatorio y la inscripción voluntaria, los jóvenes no se inscribieron en los registros electorales, lo que significó que no fueron integrados al sistema de representación. Esto constituyó una debilidad cuyas consecuencias no fueron debidamente apreciadas, pues se confió en los efectos de la integración a través de la expansión de la educación superior.

    La menor participación perjudicó al presidente, que recibió un menor poder pues, aunque es elegido por mayoría absoluta en segunda vuelta, en ella participa menos de la mitad del electorado y, en consecuencia, cuenta con el apoyo de una minoría del padrón electoral. La mayoría absoluta de la segunda vuelta se trata de una mayoría «fabricada» en una competencia entre dos postulantes, sin conseguir una mayor participación electoral. Se eligen presidentes minoritarios, quienes creen representar a la mayoría, pero que no cuentan con el poder político necesario para tomar las decisiones controvertidas y necesarias que requiere la resolución de los principales problemas, y después serán evaluados por las encuestas, donde opinará la población y no sólo los votantes, lo que redundará en un débil apoyo. La ex presidenta Michelle Bachelet fue elegida en la segunda vuelta de las elecciones de 2013, logrando un 62,2% de los votos, pero sólo participó un 42% del padrón electoral, que corresponde al 25,5% del electorado. En la segunda vuelta de las elecciones de 2017, Piñera fue elegido por el 54,5% de los votos válidamente emitidos, que representan un 26,4% del padrón electoral.

    La clase política fue indiferente a la caída de la participación en las elecciones, pues no se tomaron medidas para detenerla. Por el contrario, en 2009 se adoptó una decisión que acentuó este fenómeno, cuando se introdujo el voto voluntario en 2012 por un acuerdo entre el gobierno y la oposición. Esta reforma confirmó las advertencias de los cientistas políticos y constitucionalistas que

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