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Amor en la niebla
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Amor en la niebla
Libro electrónico266 páginas4 horas

Amor en la niebla

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Eamon McMahon era un hombre sin futuro, alguien que no tenía nada que perder, ni siquiera el alma. Años atrás, las tropas inglesas lo habían convertido en un auténtico monstruo que solo entendía de odio y rencor. Pero iba a hacérselo pagar al Teniente Coronel George Philip Beckett, el viejo conocería el sufrimiento de primera mano, él se encargaría de cumplir la ley del Talión: ojo por ojo, diente por diente.

Rose Beckett era la hija predilecta de su enemigo, un dechado de virtudes: bella, paciente, educada y honrada. ¡Cuánto disfrutaría cuando la muchacha cayera en sus manos! La moldearía como el barro, sometiéndola a sus caprichos, convirtiéndola en la mayor de las putas, no habría irlandés que no la conociera en el sentido más bíblico de la palabra, iba a romperla igual que habían hecho con él. 

Llevaba tiempo trazando de manera concienzuda su maquiavélico plan, cuidando hasta el último detalle, sin embargo, algo escapó de su control: la hija del viejo militar era una mujer muy diferente, alguien que el infame irlandés no esperaba. 
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 jul 2019
ISBN9788417741914
Amor en la niebla
Autor

Mary Hall

Mary Hall has been illustrating for over 20 years. Prior to becoming an illustrator, she worked as an architect. Mary lives in Bath, England.

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    Amor en la niebla - Mary Hall

    CAPÍTULO 1

    Eamon McMahon observó desde la cubierta del barco el pequeño puerto de Bo’Ness, una parroquia costera perteneciente al condado de Linlithgowshire, en las tierras bajas escocesas. Estaban a finales de enero y la llovizna, mezclada con una suave bruma, desdibujaba las luces que perfilaban la costa.

    Era un hombre alto, sobrepasaba al resto por un palmo. Llevaba el cabello castaño oscuro muy corto, algo poco común en un irlandés de su edad, treinta y un años. Desde que los casacas rojas se lo raparon como castigo, cinco años atrás, en medio de su aldea, entre torturas y burlas, había decidido mantenerlo así, corto, como un recuerdo constante del odio que sentía por los ingleses y, sobre todas las cosas, por el Teniente Coronel Beckett. Cada vez que veía su cabello reflejado en un vidrio o en un espejo revivía el brutal motivo que lo había convertido en un mercenario vengativo.

    El fuerte oleaje mecía el barco de manera constante. Ultán, uno de los nueve hombres que acompañaba a Eamon, se agarró a la baranda del barco y echó hasta los hígados por la boca.

    —Por fomeré, juro que cuando termine esta misión no volveré a subirme a uno de estos trastos. El hombre está hecho para tener tierra bajo los pies y no agua. —Ultán hablaba moviendo la cabeza ligeramente, como si estuviera borracho y fuera incapaz de controlarla.

    «¡Qué gran ironía! Cómo podía su amigo de la infancia afirmar no ser un hombre de mar, cuando parte de su familia vivía como pescadores en las islas de Aran», pensó Eamon con sorna.

    —En cuanto le pongamos las manos encima a esa puta inglesa verás cómo se te pasan todos los males —le prometió a su amigo con una actitud inexpresiva, sin disimular el veneno que destilaban sus palabras.

    Ultán le dedicó una mirada ensombrecida por la tristeza, mientras el resto de hombres soltaba carcajadas. Todos conocían el destino que le esperaba a aquella pobre desdichada, la hija menor del viejo militar. Ella era la joya de su casa, la niña de sus ojos, la favorita entre todos sus hermanos.

    —La inglesa es toda tuya. No quiero tener a una inocente en mi conciencia —farfulló Ultán, tapándose la boca con las manos para evitar una nueva arcada.

    Eamon curvó los labios en algo parecido a una sonrisa, mientras dedicaba una mirada impertérrita a Ultán, quien lo había seguido con el único propósito de hacerlo desistir en su empeño. Su amigo aún guardaba esperanzas de que volviera a ser el hombre tranquilo y pacífico que fue alguna vez. Sin embargo, ya no quedaba nada. Era un muerto viviente, y si todavía no estaba en una caja de pino era porque tenía que desagraviar el honor de su familia. Sus emociones se habían convertido en un bloque de hielo, respiraba por la herida y su único objetivo era devolver golpe por golpe todo el dolor que había sufrido.

    —Espero que al final no te retractes de tu palabra, McMahon —dijo con socarronería uno de los corpulentos forajidos que se había unido al grupo en el último momento, apodado el Chacal—. Estoy deseando meter mi polla en una de esas damitas inglesas.

    El comentario de aquel bárbaro de dientes negros y pelo lleno de grasa por la falta de agua, hizo que Ultán torciera el gesto, se llevara las manos al estómago y vomitara de nuevo. «Su amigo era un hombre demasiado sensible, jamás encajaría con el grupo de mercenarios», se dijo Eamon mentalmente, acariciando la culata del trabuco que llevaba sujeto a la cintura. A continuación, se aferró a la baranda de madera para inspirar el aire fresco de la noche.

    ¿Cómo reaccionaría su amigo cuando la inglesa cayera en sus manos? Tal vez, al ser testigo de lo que iba a hacer con ella, por fin, aceptaría la verdad: Eamon estaba muerto, y solo respiraba para cobrar venganza.

    —No te preocupes, si el mapa que me vendiste del castillo Stirling es correcto, quizás hasta te permita desvirgarla —prometió Eamon al Chacal, entrecerrando los párpados para divisar el horizonte, donde las lucecitas de las casas se veían cada vez más cercanas. Ese hombre era su fuente de información, el único que conocía el rostro de Rose Beckett.

    —Se me ha puesto dura con solo pensar en follarme a la hija de George Beckett. —El Chacal se llevó las manos a la entrepierna y se estrujó la verga para demostrar su lascivia al resto de hombres.

    De nuevo soltaron risotadas seguidas por bromas masculinas que molestaron a Ultán de manera visible, entretanto Eamon sacaba un catalejo del bolsillo raído de su abrigo de lana para divisar en la distancia.

    —La playa está en calma. Tomad vuestras cosas. Ha llegado el momento de subirnos al bote. —Hizo un gesto al capitán, quien soltó el ancla para atracar en aquella zona apartada—. Escocia nos espera, señores.

    El grupo de hombres, armado hasta los dientes, tomó asiento en uno de los botes con sus morrales y fardos, mientras los marineros arriaban el pescante, bajándolos de manera paulatina hasta alcanzar la superficie del mar.

    Eamon cerró los dedos en un puño y apretó hasta que las uñas se clavaron en sus palmas. La luz de la luna iluminó una cicatriz que iba desde la sien izquierda hasta la oreja. Habían pasado más de cinco años desde que los jacobitas fueron derrotados en la batalla de Culloden, a manos del Duque de Cumberland y el ejército británico. Pocos días antes, como preludio de la masacre que iban a sufrir sus compatriotas de las Highlands escocesas, a él le habían arrebatado su vida, sus sueños, sus ilusiones, su futuro y su amor.

    En los ojos de Eamon brilló una obscura determinación: la paciencia era una virtud, y la venganza un plato que se servía frío. Pronto iba a verse frente a frente con su pasado. Recordaba el rostro de su enemigo como si lo hubiera visto ayer mismo; cada arruga, cada inflexión en su gesto, su bigote encerado, su pelo cano, su baja estatura y aquellos labios finos que sonreían de manera espeluznante.

    Ahora que estaba cerca de su objetivo, no podía controlar su excitación. Nada ni nadie podría detenerlo. Él, un pobre campesino tonto, sin dinero ni contactos, sin ninguna posibilidad contra los ingleses, iba a tomar la justicia por su mano, cumpliendo la ley del Talión: ojo por ojo, diente por diente. Había llegado el momento de que aquel despiadado militar experimentara en carne propia la impotencia que se siente al no poder proteger a tus seres queridos.

    Eamon era un hombre sin futuro, alguien que no tenía nada que perder, ni siquiera el alma. Lo habían convertido en un auténtico monstruo que solo entendía de odio y rencor. Rose, la hija de su enemigo, un dechado de virtudes, bella, paciente, educada y honrada, en breve estaría a su merced. La convertiría en la mayor de las putas, no habría irlandés que no la conociera en el sentido más bíblico de la palabra, iba a romperla igual que habían hecho con él. Su venganza terminaría con una muerte; ya fuera la suya o la de su enemigo.

    Eamon sonrió de oreja a oreja. La piel morena de su rostro, obscurecida por el sol, resaltaba sus ojos azules y risueños. Una solitaria gota de agua se deslizó por la sien izquierda del hombre, recorriendo la superficie lisa de la piel hasta el pómulo. El cabello recién mojado se pegaba a su atractivo rostro y a su espalda musculosa. Acababa de darse un chapuzón en el río después de un duro día de trabajo y su estampa era la viva imagen de la juventud.

    Mientras ascendía por el camino de tierra que conducía a su hogar, se ciñó el cinturón que sujetaba su tartán y retorció su vieja camisa de algodón para sacarle el exceso de agua. Se la colocó rápidamente al ver a su hijo, a unos siete metros de distancia, persiguiendo a una gallina que había escapado del corral. Conteniendo la respiración, avanzó sin hacer ruido y tomó al crío de cinco años en volandas. Este emitió unas cuantas carcajadas infantiles, tan pronto se recuperó de la sorpresa inicial.

    —Más alto, papá. ¡Más alto!

    —Hasta el cielo y más allá. —Eamon impulsó a su hijo por los aires y lo volvió a atrapar con sus manos grandes. Repitió la misma operación varias veces, arrancándole carcajadas de puro deleite.

    —Será mejor que dejes a Neal en el suelo o va a terminar vomitando —ordenó Lil, su esposa, bajando los escalones de la entrada principal de su humilde casita de piedra, con su hija Maeve pisándole los talones. Aunque era una niña de ocho años, algo tímida y retraída, iba dando brinquitos contemplándose los pies. Lucía con orgullo unos enormes lazos color rosa que su madre le había cosido a sus zapatos viejos.

    —No, papá, más alto. ¡Más alto! —suplicó Neal, contemplándole con aquellos ojos azules tan similares a los suyos.

    —La última vez —dijo Eamon, lanzando al crío un palmo por encima de su cabeza antes de volver a atraparlo y darle un sonoro beso en las mejillas—. Ahora haremos caso a tu madre. No queremos que se enfade o soltará sapos y culebras por la boca.

    —Sapos y culebras —repitió Neal, afirmando con la cabeza casi al mismo tiempo en que lo hacía su hermana Maeve. Eamon cargó al pequeño en un brazo y volvió a darle un beso lleno de felicidad.

    Lil llegó junto a él, su semblante no mostraba enfado sino diversión, y le pellizcó el antebrazo con gesto airado. Estaba preciosa con el vestido color lavanda que se había hecho la semana anterior. Aunque había tenido dos hijos, su figura era perfecta. Poseía una gracia y una belleza que envidiaría hasta una reina.

    —Oye, que no soy tan cascarrabias. Si hay algún culpable de que suelte sapos y culebras eres… —Eamon tomó la delicada cintura de su mujer con la mano que le quedaba libre, la apretó contra sí y le robó un beso impidiéndole terminar la frase.

    —Esta noche te permitiré castigarme como quieras —susurró al oído de su mujer, en un tono muy bajo para que no lo escucharan los niños. Ella se ruborizó, apartando la mirada.

    —No seas tan atrevido... Los niños te pueden escuchar —murmuró Lil, entre dientes, señalando a sus hijos con la mirada, antes de dedicarle una mueca de desaprobación—. He recibido noticias de Declan. Está…

    —No digas su nombre —ordenó Eamon, mirando hacia todos lados con nerviosismo.

    —Pero Declan necesita nuestra ayuda. —La preocupación oscurecía la voz de Lil.

    —¿El tío Declan va venir a visitarnos? —preguntó Maeve muy entusiasmada; era la primogénita de sus dos hijos, y una copia en miniatura de su esposa.

    —¡Silencio! ¡Os prohíbo que volváis a mencionar ese nombre en voz alta! —ladró Eamon, apretando contra su pecho el pequeño cuerpecito de su hijo. Neal se revolvió entre sus brazos incómodo.

    Su cabaña de piedra colindaba con otras construcciones similares, próximas a los campos de cultivo. Los labradores estaban arando la tierra en ese instante, y Eamon temía que alguno pudiera escuchar su conversación. Eran tiempos difíciles, donde la confianza brillaba por su ausencia y la lealtad era un lujo que los miserables no se podían permitir.

    Alguna vez el clan McMahon fue importante, alguna vez fue respetado. Descendían de Mahon O'Brien, bisnieto de Brian Ború, quien dominó las tres islas Aran mucho antes de la invasión inglesa. El maestro Dunne le había contado miles de historias transmitidas de manera oral por los miembros de su clan, generación tras generación. A él le debía su conocimiento de las letras y las matemáticas. El Lord del castillo, que era su tío en tercer grado, siempre había distinguido al sabio anciano sobre el resto de sus vasallos. Pero aquellos eran otros tiempos, llenos de glorias y leyendas, otra vida que jamás volvería por culpa de las imprudentes decisiones de su hermano Declan. Ahora solo había miseria, hambre, guerra y destrucción. Su pueblo vivía bajo el yugo de esos sucios anglicanos, renegados de la fe católica.

    —Pero, papá, ¿cuándo va a venir a visitarnos el tío? —preguntó con un hilillo de voz Neal—. Hace mucho que no lo vemos.

    —¡He dicho que no quiero hablar más de ese tema! —Eamon zanjó el asunto, mientras un músculo impaciente saltaba en su mandíbula.

    Los grandes e inocentes ojos de su hijo lo miraron con miedo, en tanto la pequeña barbilla comenzaba a temblar. Dos lagrimones resbalaron por sus mejillas de querubín.

    —Dámelo —solicitó Lil, tendiéndole los brazos a su hijo—. No deberías ser tan brusco con el niño. Hay muchas formas de decir las cosas.

    Neal pasó los bracitos alrededor del cuello de su madre, y se fue con ella sin dudarlo. La calidez de su cuerpecito perduró unos instantes en el pecho de Eamon. De repente, se sentía abandonado por sus seres queridos. Todo lo que hacía era para protegerlos, incluso si gritaba o se enfadaba, lo hacía por ellos.

    —No deberías haber sacado un tema tan delicado en un lugar público —le reprochó a su mujer, intentando compartir el sentimiento de culpa.

    —Y tú no debería ser tan controlador —contraatacó Lil, tomando su larga trenza del color del trigo para lanzarla detrás de la espalda. El cabello atado le cayó por debajo del trasero, meciéndose de un lado a otro al compás de sus caderas. Era una mujer magnífica en todos los sentidos.

    —¿Recuerdas lo que sucedió con el hijo mayor de los McGregor? —Eamon se inclinó sobre su esposa para hablar en un susurro.

    —Él tuvo la culpa. Fue muy imprudente. —Lil se atragantó con sus propias palabras.

    —Su familia estaba pasando hambre, y él solo robó unos cuantos huevos. ¿Crees que se merecía los latigazos y que le cortaran tres dedos? —insistió Eamon, frunciendo el ceño.

    —¡Desde luego que no!

    —¿Imagínate lo que harían los casacas rojas a alguien que cobijara bajo su techo a un jacobita? —Esta vez el que se sorprendió de sus propias palabras fue él. No debería haberlas pronunciado en voz alta estando sus hijos delante.

    —¿Qué es un jacobita, mamá? —preguntó Neal, mirando a su madre con la cabeza ladeada, mostrando gran interés. Ese era el problema de los niños pequeños: siempre lo querían saber todo y no tardaban en contárselo al resto de sus amiguitos.

    —Tu padre se refería a Jacobo. Nos leyó su historia en el génesis de la Biblia hace unos meses, ¿no lo recuerdas? —mintió Lil, con una entereza que era digna de envidiar, mientras el niño fruncía el ceño esforzándose por hacer memoria.

    —Yo sí me acuerdo, mamá —afirmó Maeve, con gran regocijo. Todavía era muy pequeña y no había captado las miradas de preocupación que intercambiaron sus padres.

    Eamon alzó a su hija sobre los hombros y pasó los brazos alrededor de la cintura de su esposa. Aunque los tiempos eran duros, aún los tenía a ellos.

    La mano regordeta y sudorosa del Teniente Coronel Beckett descansaba sobre el fino talle de una hermosa mujer. Oculto por las sombras de un callejón, el Chacal se giró hacia Eamon y le hizo un gesto con la cabeza para confirmar que aquella belleza era Rose Beckett, la hija menor de su enemigo. Se veía como una flor inglesa fragante y delicada, que su padre lucía con arrogancia, mientras paseaba por el mercado situado al pie del castillo Stirling. El cabello color trigo de la mujer llamó la atención de Eamon casi de inmediato. Le recordaba a una melena muy parecida. La imagen fugaz de Lil cruzó por su mente.

    Tuvo que rechinar los dientes para no delatar su presencia y asesinar a aquel viejo asqueroso allí mismo, delante de su ilustre familia. No, una muerte rápida y violenta no sería suficiente castigo para aquel hijo de mil putas, quería doblegar su voluntad, destrozar su soberbia y arrebatarle su dignidad. Por eso permaneció en su escondite, al acecho, en aquella callejuela, bajo la escasa luz que proporcionaba el cielo encapotado de la mañana escocesa.

    Las humildes casas de madera de los campesinos, y sus vestimentas sucias y deshilachadas, contrastaban con los ricos ropajes que lucían los invitados al gran banquete, que se iba a celebrar dentro de dos días. El nutrido grupo iba custodiado por un gran número de soldados ingleses.

    George Philip Beckett era viudo y tenía siete hijos, de los cuales, cuatro eran varones y tres hembras. Su primogénito había muerto en combate unos años atrás, aunque el segundo de sus hijos había tomado el relevo de su hermano mayor en la carrera militar para luchar contra los irlandeses.

    Antes de llevar a cabo su plan, Eamon se había empapado sobre las cuestiones más relevantes de la vida de su enemigo: sus aficiones, sus horarios y los actos más importantes a los que pensaba asistir durante los próximos meses. También había hecho investigar a su hija menor, su futura rehén. Sabía que en Inglaterra gozaba de gran popularidad y un buen número de pretendientes peleaban por obtener su mano. Acababa de cumplir diecinueve años y, si la información que le había vendido el Chacal era correcta, se comprometería durante el banquete que se iba a celebrar próximamente en el castillo Stirling, pero sería otro, un irlandés cualquiera, y no su futuro marido, quien gozara de sus encantos por primera vez.

    —¿Te gusta la palomita? —preguntó el Chacal, mirando la figura femenina con lujuria. El sucio irlandés estaba apostado cerca de él, y cada vez que abría la boca desprendía un hedor a podrido que le revolvía las tripas—. Tiene poca estatura, pero está bien proporcionada.

    Rose llevaba un vestido a la francesa en tono azul, con flores bordadas en dorado, y un corsé muy apretado que ceñía su esbelto talle y resaltaba un escote modesto, donde se perfilaban dos senos que se asemejaban a melocotones maduros. En ese momento estaba sosteniendo un gracioso sombrero de paja, coronado por un adorno floral con una gran pluma blanca y una cinta en tono aguamarina. Era un diseño particularmente llamativo.

    Tras pagar unas cuantas monedas a la tendera por el sombrero, la familia Beckett avanzó mercado arriba entre un tumulto de gente. Cuando Eamon dejó de divisarlos, se ajustó la capucha para que su cara quedara entre las sombras y salió a la luz del día, indicándole con un gesto de cabeza al Chacal que se marchara hacia el otro lado.

    Eamon caminó tras la familia Beckett a una distancia prudencial, algo encorvado para disimular su altura, intentando pasar desapercibido. Sus ojos buscaban a Rose con tal obsesión que no reparó en la pequeña figura que se interpuso en su camino. La muchacha tropezó contra su amplio pecho y a punto estuvo de caer de boca al suelo, pero él se lo impidió sujetándola por debajo de las axilas. Por desgracia la cesta que llevaba entre las manos voló por los aires y un montón de manzanas rodaron por el suelo.

    —¡Dios mío! ¡Mire lo que ha hecho! —gritó indignada la muchacha, con un fuerte acento inglés. Varios casacas rojas giraron la cabeza hacia ellos.

    —Lo siento —se disculpó Eamon, agachándose para recoger la fruta. En esa postura su altura no era evidente y no llamaba tanto la atención.

    —No se preocupe, las manzanas están bien, solo hay que lavarlas para quitarles la tierra de encima. —Él asintió, sin prestar demasiada atención a la muchacha.

    Cuando se incorporó, Eamon detectó que Rose lo estaba observando a unos veinte metros de distancia. Su rostro era como una bendición; incluso el sutil rubor de sus mejillas era perfecto. La curiosidad se adivinaba en sus inocentes pupilas, rodeadas por un iris tan azul como el cielo de un día de verano.

    —Disculpe, señor. ¡Disculpe! —Eamon bajó la vista para encontrarse con un rostro diametralmente opuesto al de Rose: una nariz aguileña, labios finos y una barbilla afilada eran los rasgos poco agraciados que adornaban a la pequeña inglesa que continuaba agachada a sus pies. Apenas tenía curvas, era un saco de huesos, que más parecía una niña famélica que una mujer adulta—. Le importaría levantar el pie de mi falda.

    —Desde luego —dijo desconcertado, haciendo de inmediato lo que ella solicitaba.

    La muchacha se levantó con cuidado, procurando que las manzanas que había colocado de nuevo en la cesta no se cayeran, y se dirigió hacia un grupo de mendigos. El Teniente Coronel Beckett dejó de hablar y volvió su atención hacia el lugar donde se había producido el accidente. Eamon reaccionó a tiempo, y se ocultó detrás de un puesto de verduras, evitando ser descubierto. Masculló una maldición

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