La familia ratón
Por Julio Verne
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Para conseguirlo tendrán que vivir muchas otras etapas: serán ostras, luego peces,… y todo ello por culpa de un príncipe muy dado al amor
Julio Verne
Julio Verne (Nantes, 1828 - Amiens, 1905). Nuestro autor manifestó desde niño su pasión por los viajes y la aventura: se dice que ya a los 11 años intentó embarcarse rumbo a las Indias solo porque quería comprar un collar para su prima. Y lo cierto es que se dedicó a la literatura desde muy pronto. Sus obras, muchas de las cuales se publicaban por entregas en los periódicos, alcanzaron éxito enseguida y su popularidad le permitió hacer de su pasión, su profesión. Sus títulos más famosos son Viaje al centro de la Tierra (1865), Veinte mil leguas de viaje submarino (1869), La vuelta al mundo en ochenta días (1873) y Viajes extraordinarios (1863-1905). Gracias a personajes como el Capitán Nemo y vehículos futuristas como el submarino Nautilus, también ha sido considerado uno de los padres de la ciencia ficción. Verne viajó por los mares del Norte, el Mediterráneo y las islas del Atlántico, lo que le permitió visitar la mayor parte de los lugares que describían sus libros. Hoy es el segundo autor más traducido del mundo y fue condecorado con la Legión de Honor por sus aportaciones a la educación y a la ciencia.
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La familia ratón - Julio Verne
XVII
Capítulo I
Había una vez una familia de ratas,
compuesta por el padre Ratón, la madre
Ratona, su hija Ratina y su primo Raté; sus
criados eran el cocinero Rata y la buena
Ratana. Ahora bien, queridos niños, les
acaecieron tan extraordinarias aventuras a
estos estimables roedores, que no puedo
resistir al deseo de contároslas.
Pasaba esto en el tiempo de las hadas y
de los encantadores, y así mismo en el
tiempo en que las bestias hablaban. De esa
época es, sin duda, de la que data la frase
«decir bestialidades». Y, sin embargo, esas
bestias no han dicho ni dicen más
bestialidades que las que dicen y han dicho
los hombres de hoy y los hombres de antaño.
Escuchad, pues, queridos niños, voy a
empezar.
Capítulo II
En una de las más hermosas ciudades de
aquel tiempo y en la más hermosa casa de la
ciudad residía un hada buena que se llamaba
Firmenta. Hacía todo el bien que un hada
puede hacer, y se la amaba mucho. Según
parece, en aquella época todos los seres
vivos estaban sometidos a las leyes de la
metempsicosis. No os asustéis de esta
palabreja, que no significa otra cosa sino que
había una escala en la creación cuyos
escalones debía franquear cada uno de los
seres para poder llegar hasta el último, y
tomar puesto en las filas de la Humanidad.
Así que, de esta suerte, se nacía molusco, se
convertía uno en pez, en pájaro luego, en
cuadrúpedo después y, por fin, en hombre o
mujer. Como veis, era preciso ascender del
estado más rudimentario al estado más
perfecto. Con todo, podía suceder que se
volviese a bajar la escala, merced a la
maligna influencia de algún encantador, y, en
tal caso, ¡qué triste existencia! ¡Figuraos:
haber sido hombre y convertirse luego en
ostra! Por fortuna, esto ya no se ve en
nuestros días, físicamente al menos.
Sabed también que esas diversas
metamorfosis se operaban por el intermedio
de un genio. Los genios buenos hacían subir
y los genios malos hacían bajar, y, si estos
últimos abusaban de su poder, el Creador
podía privarles de él por algún tiempo.
Innecesario es decir que el hada Firmenta
era un genio bueno, y que nadie había tenido
jamás que quejarse de ella.
Ahora bien, una mañana se encontraba el
hada en el comedor de su palacio, una
habitación adornada con tapices magníficos y
hermosísimas flores. Los rayos del sol se
deslizaban a través de la ventana, salpicando
acá y allá de puntos luminosos las porcelanas
y la vajilla de plata colocadas sobre la mesa.
La sirvienta acababa de anunciar a su ama
que el almuerzo estaba servido; un suculento
y buen almuerzo, un almuerzo como las
hadas pueden hacer sin ser tachadas de
glotonería. Mas apenas acababa de tomar
asiento el hada, cuando llamaron a la puerta
de su palacio.
La criada fue a abrir; un instante después,
anunciaba al hada Firmenta que un hermoso
joven deseaba hablarle.
-Hazle entrar -dijo Firmenta.
Hermoso era, en efecto, de estatura algo
más que mediana, con cara de bueno y
valeroso, y de unos veintidós años. Vestido
con gran sencillez, sabía presentarse con
soltura y gracia. El hada, a primera vista,
formó una opinión favorable acerca de él.
Creyó que, como tantos otros a quienes ella
había distinguido con sus favores, el joven
iba a pedirle algún servicio, y sentíase
dispuesta a prestárselo.
-¿Qué desea usted de mí, apreciable
joven? -preguntó con su más amable tono de
voz.
-Hada bondadosa -respondió el joven-,
soy muy desgraciado y no tengo esperanza
más que en vos.
Y al ver que vacilaba.
-Explíquese -dijo Firmenta- ¿Cuál es su
nombre?
-Me llamo Ratín. No soy