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Los cuentos de Anselmo 2
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Libro electrónico153 páginas2 horas

Los cuentos de Anselmo 2

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En esta segunda entrega, Anselmo nos cuenta parte de su infancia, desaveniencias amorosas, un reencuentro después de la Dictadura y su siempre referencia a la muerte, entre otras narraciones

IdiomaEspañol
EditorialBlackam
Fecha de lanzamiento3 mar 2019
ISBN9780463202876
Los cuentos de Anselmo 2

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    Los cuentos de Anselmo 2 - Blackam

    No recordaba Hermenegildo haber experimentado un cansancio tan grande y demoledor en su larga y durísima vida de campo. La acumulación de interminables y extenuantes vigilias hospitalarias dedicadas a su mujer le habían minado la resistencia al punto de tener que ser asistido, hecho una piltrafa, apoyado en hombros solidarios y arrastrando la punta de los pies, cuando al fin de tantas e infructuosas penurias terminó en su velatorio. «La irreparable pérdida lo hizo pelota… Como al Loro», concluyeron los que en el pueblo acostumbran a registrar comparativamente lo doloroso de cada entierro por los alaridos que profieren los deudos aferrándose al cajón cuando el rito impone bajar la tapa.

    Otra cuestión se urdía en un apartado rincón de la sala mortuoria. Alicia, la psicopedagoga, sostenía que la crisis se desencadenó cuando Hermenegildo fue notificado sobre la presunción cierta del inminente fallecimiento de su esposa.

    -Entonces, «hizo…»- enfatizó mirando significativamente al médico del pueblo -«…esa ambivalencia que pretende conservar al ser querido pero a la vez perderlo si es que con ello el pobre deja de sufrir.-

    -¡Tonterías!- sentenció con su natural suficiencia el doctor von Staundenmaker.

    -No somos inmortales… Ni párvulos que lo ignoremos…- explicitó, cortante como un escalpelo Solingen.

    -Pero… ¿Si hablábamos del alma…?- Terció el hábito conciliar del cura de cara redonda, ojos saltones y piel turgentemente rosada como una manzanita flanqueada por colgantes orejas lombrosianas.

    -Tal vez necesite elaborar el duelo- intentó tímidamente Deborath, esa lánguida maestrita jardinera, antes de que se le encendieran los cachetes al verse convertida, por algún nimio sobreentendido, en centro de implacables miradas siempre listas para reprimir lo que califican como obviedades.

    Desentendiéndose de tan insustancial disputa, el médico se corrió como para encender la pipa. Exótico tabaco que al quemarse expandió un subyugante aroma ultramarino reafirmante de su pueblerina reputación de sabio galeno. Fama que mucho debía a la gravitación de tremendo e inusual apellido teutónico, extraño para la zona.

    El comentarista de espectáculos de la radio local que, excluido el canto, alternaba con casi todas las tareas en esa unipersonal empresa radiofónica llamada «Viene clareando», elevó los suplementados tacos, estiró la garganta y con ello acopló el moñito a un vaivén solidario con el movimiento de la nuez. Todas mañas ortopédicas instrumentadas para compensar la baja estatura, usual preocupación en aquellos que apabullados por la escasez viven midiéndose absolutamente en todo con sus semejantes.

    Al fin, decidida su participación, dijo en un engolado tono actoral que reclamaba ser apreciado:

    -La realidad no es ilusión cinematográfica en la se sobrentiende que el galán sobrevivirá triunfante. Se sabe que todo lo vivo muere. Sólo que uno se resiste a que le cuenten el final, como muy profesionalmente y con las más idóneas y consoladoras palabras sabe hacer el estimadísimo y nunca bien ponderado doctor von Staundenmaker con sus pacientes terminales, quienes, aún a pesar de lo doloroso del trance agradecen su confortadora sabiduría- Y como cierre dirigió al médico una triunfal y cómplice sonrisa que no fue correspondida.

    Contrariado, ya que hasta se había cuidado de pronunciar «fon» pegando los tacos, en un intento por superar el embrollo, continuó:

    -La palabra Fin tiene connotaciones distintas según se la vea desde la butaca o desde la vida… No es lo mismo The End que Fin…- Pero a esta altura ya lo habían dejado hablando solo y con el tic del moñito descontrolado, por lo que, entre sorprendido y molesto, mascullando ese extravagante: «¡Pensar que viví a dos cuadras de la Facultad de Medicina…!». Se fue arrimando a Hermenegildo como buscando consuelo.

    Le apoyó una mano en el hombro y lentamente empezó a moverla como si amasara, bronca tal vez, extraña situación que ninguno de los dos atinaba a dirimir. El comentarista continuaba frotando para no parecer que aflojaba en el afecto, o para no volver a quedarse solo, y Hermenegildo, ya dolorida la piel, no decidía sacar el hombro por miedo a desairarlo, a lo sumo lo corría un poquito para que no llagara. Al fin compulsivamente los destrabó Gastiasolo, ese grandote de aspecto fiero, al meter prepotentemente el brazo y así poder palmear al viudo.

    -Se acompaña el sentimiento- dijo con esa luctuosa circunspección que cierta gente desempolva y vuelve a guardar en espera de otro velatorio. Dicho lo cual calzándose el negro chambergo, se marchó.

    Ya el hedor de las flores agónicas se había vuelto espesamente agresivo destronando al aroma del café tozudamente recalentado, desalojándolo hasta de los rincones más irreverentes, ésos donde campea el cuento de velorio festejado en chabacana sordina.

    Y ese aumentativo tufo floral le iba preanunciando a Hermenegildo que el tiempo de la dolorosa despedida estaba próximo. Lo iba despegando con piadosa lentitud de ese estado en que el sentido de confortadoras palabras, enervándose en las puertas mismas del sueño, se resiste a exceder el gesto o la inflexión. Un sueño que, cada vez que se acunaba en el cabeceo, era perturbado por alguien que le arrimaba compañía o un pésame tardío o reflexiones insubstanciales, como si todo se confabulara para impedirle el descanso o el reparador aunque brevísimo escape hacia el olvido. Desfile de rostros compungidos que a veces preguntaban cosas tan banales como la hora del fallecimiento.

    -Siete y media- era en esos casos la respuesta maquinal del viudo.

    -…y cuarto de la tarde-, invariablemente corregía una vieja de podridos dientes y olor a ajo que entre hipos se eternizaba acariciando, o acomodando, el ceniciento cabello de la finada. Y aquella rutina era como un lentificado reloj de arena humedecida que no terminaba de escurrir el tiempo…

    Y al fin el cortejo y su mortuorio ritmo, entró en las callecitas encajonadas del cementerio entre lentos e incontables álamos que no acababan de pasar fondeando así un intransitivo cielo incólume…

    Al fin el grupo se subsumió en el predio pletórico de cruces, búcaros y flores súbitamente reclinadas, amustiadas tal vez por la juventud de sus pasantes congéneres recién llegadas, entre bronces leprosos de reflejos avaros y querubines de alas rotas largamente llovidos desangelados por el deterioro de impasibles intemperies estratificadas.

    -----0----

    Al llegar a su casa se derrumbó sobre la cama deshecha, vestido nomás. Más que taparse, se enredó en las cobijas tratando de atenuar ese frío particular que se instala en alguna parte indeterminada del cuerpo, o quizá es el cuerpo quien resbala por un insondable glaciar, cuando el sueño se pasó de vueltas. Así fue cayendo en la inconsciencia, extrañándose con lentitud de la finada, tal vez como un repliegue defensivo, soltándola como vilano al viento para entrar él solo en un confortable sopor, en un beatífico viaje hacia alguna o ninguna parte, pero que en definitiva, aleja… ¿Aleja…? ¡Pero de qué…! Y esa duda lo fue adormitando…

    Quizá empezó a despertarlo la voz mientras se escurría, o el crujido de la puerta al cerrarse tras ella, o cierto aroma empalagoso o algo de lo que dijo ese tono acatarrado pero campesinamente femenino percibido entre sueños, o todo eso junto… Algo desdibujado que le costaba traducir…

    Juana, eso es, fue la voz de Juana, la mejor amiga de Crescencia, a la que despaciosamente y mientras despejaba la modorra, fue vinculando con la olla que sólo ella pudo haber dejado humeante sobre la mesada, expandiendo su entrador aroma a puchero de gallina. «Pero… claro que fue ella quien lo trajo, entre sueños escuchó el aviso» Sólo que él compaginó las partes algo después, cuando empezó a despabilarse, recobrándose paulatinamente y ordenando ese caos donde el presente y el pasado contendían para al fin darse el gusto de sacarlo de la cama a su pesar, pero decididamente luego, cuando aquello que excitaba a su olfato se fue integrando como aperitiva demanda.

    Quizá, se dijo, probar un poco de aquella vianda le ayudara a entrar en calor, ahora que se sentía en parte relajado luego de haber dormido vaya a saber cuánto tiempo. Después de todo ayunar no reviviría a su mujer, se justificó así que lo que empezó a degustar no sin disfrazar algún escrúpulo, al rato había pasado totalmente de la vasija a su estómago, mientras ya lanzado se relamía repasando el fondo de la olla con migas que arrancaba de un voluminoso pan tibio aún que, envuelto en una servilleta de vivos colores, también le había arrimado la vecina. «Fiel amiga de Crescencia», definió a la Juana mientras hurgaba con infantil deleite, para descubrir en otro paquete una tira de longaniza casera que era un primor y un generoso corte de queso que con verlo nomás así traspirado, aguaba la boca. Goloso el hombre terminó empujando el bocado con el dedo para ubicarlo donde las muelas menos gastadas pudieran triturarlo mejor y condimentar al mismo tiempo la saliva. Llevó la gula al extremo de desincrustar trabajosamente con la uña y ayudándose con un huesito del ave, una remisa y flaca hebra de carne atascada en el intersticio de un diente y que, ya libre tragó con fruición exacerbada por el gusto entrador de una machacada semilla de anís aromatizante del embutido.

    Ya era oscuro cuando se escanció lo que quedaba del tinto y ahí nomás, desparramado sobre la mesa, entre huesos pelados y pringosas sobras, siguió durmiendo con la paz de un bebé pletórico de teta.

    ----0----

    Y estaba alto el sol cuando entreabrió los ojos, cosa inusual en él que solía matear esperando que clareara. Trabajosamente fue como volviendo a la realidad, como separando prolijamente el ayer del hoy. Tanto y tan intensamente habría dormido, razonó, que no recordaba haber hecho la cama que lucía como cuando la finadita… «Pero… ¡si hasta la mesa donde se durmió parecía no haber sido usada…!» Y fue en ese instante que recordó que entre sueños acompañó el corrimiento de un brazo que delicadamente le apartaban para limpiar algunas sobras de la ingesta: «¿Y quién sino la Juana?» que, ahora apreciaba, hasta el cubierto había lavado.

    «De todas formas», se dijo retomando un medio soñado proyecto, «Ya estaba decidido. Arrendaría el campo y con la renta viviría en el pueblo. Para él la tierra se acabó ¡No… Va…Más! Trabajar de sol a sol… Si lo hizo fue por la Crescencia. ¿Qué hubiera pensado ella si aflojaba? Tan luego él que se jactaba de no bajar los brazos ni aunque vinieran degollando. A más, cómo la iba a sacar de ahí. Si era un placer verla juntar huevitos en el ahuecado delantal y mandarse esos flanes y tortillas que tan contenta la ponían. ¿Y la mayonesa…? ¡Ese toquecito que le daba! !Caray! con la Crescencia. ¡Qué habilidosa la pobre cuando andaba bien…!»

    «…Las primeras frutillas eran para ella… ‘cha que era golosa» Recordó sonriendo. «Y tenían que ser con crema y de la leche de la Rosita…» Y la vaca la seguía mugiendo como reclamándole la ración que le quitaba al ternero … «Parece mentira que uno se venga tan abajo… al final, se quedaba en los rincones en cuclillas, orinándose, mientras lo miraba a uno en silencio con esos ojos cavernosos que daban miedo… como si ya estuviera espiando desde la sepultura…» «Pa’ sufrir así es preferible que Dios se lo lleve a uno». Decía la Juana lloriqueando hasta los mocos al ver a la entrañable amiga en ese estado. Si al final hasta le arisqueaba cuando le alisaba el pelo… «¡Y eso que se habían querido como hermanas…!»

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