Antes del principio: Mitos y leyendas que contaron los Griegos
Por Ariel Pytrell
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Pero, ¿cómo acercar estos mitos, cómo hacerlos comprensibles, entretenidos para los seres bien vivos de hoy en día? Nuestra mejor opción: el humor, un lenguaje accesible a todos, pero ¡con todo el respeto que se merecen!
¡Que los disfruten!
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Antes del principio - Ariel Pytrell
Ariel Pytrell: Antes del principio : mitos y leyendas que contaron los griegos . - 1a ed. - Buenos Aires : Pluma y Papel, 2012. E-Book.
ISBN 978-987-648-082-6
1. Mitologia Griega.
CDD 292.13
© 2012 de esta edición eBook Argentino
Alberdi 872, C1424BYV,, C.A.B.A., Argentina
info@ebookargentino.com
www.ebookargentino.com
Director Editorial: José Marcelo Caballero
Coordinadora de edición: Marcela Serrano
Ilustraciónes de cubierta: HM
ISBN: 978-987-1021-85-7 (edicióm impresa)
Primera edición eBook:Marzo 2012
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.
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Published under the Copyright Laws 11.723 Of The Republica Argentina.
Hecho en Argentina – Made in Argentina
Índice
Prólogo
Y antes del principio fue el mythos
Arde el Olimpo
Y Eros nació de un huevo
Urano, un dios castrado
La espuma de Afrodita
Cronos come piedra
Zeus llega como un rayo
Guerra de titanes
El Olimpo de Zeus
Guerra de gigantes
Desayuno con la prima Metis
Y Temis, con toda justicia
Hera, la esposa de Zeus
Zeus ama a Leto
Maya ama a Zeus
Zeus y Deméter, ¡al cesto!
Zeus olvida que Mnemosine es su tía
Las Cárites, tres de una vez
La hora de los hombres
La arcilla de Prometeo
La esperanza de Pandora
El arca de Deucalión
Helén y Orséis
Los hijos de Juto
Les presento a Ío, mi novia la vaca
Llueve oro del cielo
La gloria de Hera
La colina de Ate
Pélope pone el hombro
¡Qué linda familia, eh!
El baño de Aquiles
Arden los dioses
Atenea, la lechuza de claras pupilas
Apolo se coloca el laurel
Los enredos de Afrodita
Perséfone pasa una temporada en el infierno
La tentación de Orfeo
¡Ah, Europa!
Sémele se derrite por Zeus
Ganímedes, el copero de los dioses
El camino de los héroes y heroínas
Perseo se lleva bien con Medusa
Los trabajos de Heracles
La túnica de Heracles
Jasón, jefe de los argonautas
Medea, más allá del borde de un ataque de nervios
Minos, el rey de un laberinto
Manjares para Minotauro
Fedra e Hipólito
El muy complejo destino de Edipo
Antígona no tiene quien la calle
Una yunta de aqueos
(o de cómo se fue
a la guerra por una mujer)
La manzana de la discordia
Helena se peina sola
(mientras Paris le sostiene el espejo)
Camino de Troya
Dulce Ifigenia
Vacaciones en Troya
El sitio de Troya
La ira de Aquiles
Un atardecer de sombras rojas
Aqueos y troyanos
La pequeña flecha
Odiseo, el de muchas vueltas y Áyax, el de pocas pulgas
(y una herida que, por fin, cierra)
La caída de Troya
Una verdadera odisea
Algunas historias de regresos
La isla de los que olvidan
Nadie cegó a Polifemo
Llevado por todos los vientos
Noches mágicas con Circe
¡Al Hades, con Odiseo!
Odisea sobre odisea
Y Odiseo se la pasó en la isla con Calipso
Jugando a la pelota con Nausicaa
Penélope
o de cómo se teje un suéter durante veinte años
Epílogo
Y después del mythos…
Metálogo
Prólogo
Y antes del principio fue el mythos
Cuando me convocaron para escribir un libro sobre los griegos, di un respingo de felicidad. Aun más, cuando me sugirieron que los relatos tuvieran un toque de humor, me dije: ¡qué buena forma de rendir homenaje al espíritu de aquel pueblo!
¿Por qué digo esto? Porque la cultura griega me ha cautivado desde muy temprana edad y, en especial, sus mitos, que funcionan como una plataforma de acercamiento a aquella antigua civilización. Conocer, explorar, comprender los mitos griegos es una actividad apasionante que nada tiene que ver con un cúmulo de datos muertos, como podrían ser las estatuas decoloradas por el tiempo, valiosas desde un punto de vista material y estético, pero aún más desde un aspecto más sutil, si uno sabe remontarse con la imaginación y devolverles vida: se abre un mundo maravilloso cuando, al contemplar un monumento o leer un texto antiguo, uno recupera la montaña o el mar que fueron paisaje viviente para los autores de ese monumento o aquel texto. Pensemos que hubo alguien —alguien con piel tibia, con ilusiones, con necesidades y miedos, en fin, alguien bien vivo— que ha concebido estas narraciones y que las sensaciones y enseñanzas se estibaron, unas sobre otras sobre otras sobre otras, en lo más profundo de su alma, ¿no da vértigo considerarlo de este modo?
Hace ya algún tiempo —¡décadas, no centurias!—, mis padres me hicieron el mejor regalo que puede recibir quien vive respirando en la imaginación y siente amor por los pueblos del pasado: los cinco tomos de Historia del mundo, de José Pijoan. No hace falta decir que los devoré con la voracidad del famélico. Creo recordar que hasta me atraganté con alguna lanza o con algún traidor reconocido o con alguna frase tan inextricable como la palabra inextricable. Creo que la lectura de aquellos libros me fortaleció y me sirvió para reconocer que nuestra generación —como toda generación— es parte en este devenir de pueblos y lanzas y frases inextricables.
Pero mi alma quedó clavada
en la lectura de uno de esos tomos: ¡ah, los griegos! Allí aprendí que aquellas magníficas estatuas, tan blancas las vemos como hoy, en realidad, habían tenido muchos colores, pues aquellos artistas representaban el tono de la piel, de los ojos, del cabello, de la ropa; y que todas esas obras de arte formaban parte del paisaje cotidiano de hombres, mujeres, niños… y perros, pajaritos, dioses, monstruos de mil caras, ninfas delicadas y cielos turquesas. ¡Ah, los griegos!
Es decir que, en su tiempo, las estatuas, como la misma cultura que las había creado, expresaron lo más vivo, lo más cargado de alma. Y esto constituyó un hallazgo, pues ya nunca más pude ver a los griegos como un mero pueblo del pasado, en blanco y negro
: repintaba con mi imaginación, aquellos hombres y mujeres y ciudades que ya no estaban sobre la tierra y, de esta forma, revivía la tersura de las pieles, imaginaba los modelos que habían sido hombres vivos, que habían tenido calor, sentimientos, ideales. Aquel mundo del pasado se movía, estaba aún vivo: los griegos me hablaban, las diosas me miraban, ¡y esto me llenó de felicidad!
Cierto día recordé que, en el colegio, había tenido un compañero griego, a quien la maestra que nos enseñaba geometría le pedía que escribiera letras griegas en el pizarrón: alfa, beta, gamma, delta… y sentía que se escribían sobre mi corazón. Tiempo más tarde, cuando me escuché a mí mismo pronunciar mi primera palabra en griego en el aula fría de una facultad, aquella misma sensación que me habían producido las primeras letras me asaltó. Comprendí entonces cuán importante es el idioma de un pueblo pues, además del universo sonoro que nos trae el eco de sus voces, nos muestra una especie de radiografía de su alma: la estructura de sus oraciones, la manera de narrar, los matices de significados en una misma palabra, todo esto —y más, también— nos muestra el modo de concebir un mundo y de relacionarse con él. Por eso, luego de los tomos de historia de Pijoan, siguieron otras lecturas: la de los mitos, los cuentos de dioses, de ninfas, de héroes; lecturas de Ilíada y de Odisea, los Himnos homéricos, la fascinación por lo órfico; y también siguieron los trágicos y los líricos, y la lengua griega clásica, y los filósofos y las comedias… ¡Ay, ay, los griegos!
En el caso específico de los mitos griegos, ha corrido mucha agua bajo el puente. Pero, ¿qué es un mito? En principio, si se pudiera explicar racionalmente el contenido de un mito original, dejaría de ser mito y pasaría a ser otra cosa: psicoanálisis, filosofía, mitología, crítica literaria, antropología. Hay algo en el mito que participa del misterio, de lo inefable, es decir, aquello que no se puede pronunciar, porque las palabras humanas no alcanzarían a mostrar la verdad que se esconde en su interior.
Digamos, entonces, que podemos ver al mito desde el aspecto formal —es decir, literario— y desde el aspecto de contenido —es decir, qué nos quiere decir—. En el primer caso, la mayoría de los investigadores está de acuerdo: un mito es un relato, un cuento, una narración. En este sentido, no tiene la forma de un texto explicativo, lógico, sino que sigue las leyes propias del cuento. Pero, ¿cuento de qué tipo? Aquí es donde hay discrepancias, las cuales, aunque menores, plantean diferencias visibles.
Los mitos puros
nos refieren a un orden anterior al actual: las luchas de los dioses formadores del cielo, de la tierra, del universo. Éste es un enfoque cosmogónico, útil para referir el origen o para responder la pregunta ¿cómo llegamos aquí?
. De aquí se desprende que, también, el mito tiene, en lo profundo, un sesgo patente de enfoque metafísico y místico, es decir, religioso.
Algunos aseguran que otra de las funciones del mito es armonizar al individuo con el orden establecido: orden divino, social, individual. Desde este punto de vista, no todos los relatos en los que participan dioses y seres sobrenaturales dan cuenta de un orden anterior al establecido, pues muchas son narraciones que tienen personajes definidos que luchan por superar una dificultad y cargan sobre sus hombros el peso de una historia ejemplar para los que lo veneran. Esos personajes son los héroes y este tipo de relato es la leyenda, cuya característica más evidente es que se las toma como reales o como si hubieran vivido en el pasado. Tal vez, Heracles —Hércules, para los romanos— es el héroe que más representa el ciclo de leyendas.
Como sea —y para salir de esta disquisición intelectual—, los mitos son cuentos antiguos, en cuyo centro hay un contenido en clave para el alma. No, no dije la mente racional a ultranza, dije el alma. No importa cuán ilógicos
puedan ser desde la forma, no importa cuánta carga de fantasía vaya en el contenido, los mitos reflejan una realidad que sólo puede percibir la razón cuando se reconoce herramienta del espíritu y no, un fin. Algo de esto hay en la bella leyenda tardía de Psique y Eros. Veamos:
Un rey tenía tres hijas hermosas en edad de casamiento. Psique era la más bella de las tres, cuya hermosura extrahumana atemorizaba a los pretendientes y, por eso, ella fue la única de sus hermanas que no pudo casarse. El rey desesperaba porque le quedó de solterona no, la más fea, sino la más bella.
Entonces consultó al oráculo, el cual, con la ambigüedad habitual, sentenció algo así: Rey, viste a la joven de novia y llévala a la roca de un camino; un monstruo la convertirá en esposa. El rey debió resignarse pues, como no había un candidato mejor, decidió dársela en matrimonio al monstruo.
Cuando Psique, vestida de novia, estaba sobre la roca, llegó Céfiro, el viento suave del oeste, y la alzó por los aires. El viento dejó a Psique en un palacio más o menos oscuro. Psique comenzó a caminar por galerías y pasajes, sólo conducida por voces —voces agudas, graves— que le indicaban el camino: ahora ven para aquí, ahora ve para allí.
De este modo, llegó a su habitación. Y allí, sobre el camastro, vio tendido un cuerpo sobre el que la escasa luz arrojaba sombras danzantes. Acuéstate, querida, le dijo ese cuerpo que, por la voz, no parecía la de un monstruo, pues era dulce y amoroso. No redundaré en detalle, pero el lector sólo debería saber que Psique y el presunto monstruo yacieron aquella noche. Y no sólo aquella noche, sino todas las siguientes. Psique estaba encantada, sólo que debía esperar al atardecer para estar con su varón desconocido, pues alguna voz le había ordenado que nunca preguntara qué hacía su compañero durante el día ni debía averiguar la identidad, si no quería perderlo para siempre. La muchacha aceptó esta condición.
Un día, le pidió a su amante que le permitiera volver a ver a la familia. Céfiro la depositó en el mismo camino en el que la había encontrado la primera vez y Psique regresó a ver a su padre y sus hermanas. Éstas, que creían estar felices, sintieron envidia y le recomendaron a Psique que averiguara quién era el amante tan misterioso. Psique regresó a su palacio justo a tiempo para recibir en el lecho a su visitante nocturno. Un poco más tarde, recordó las palabras de sus hermanas y le entró la comezón de la duda. Entonces acercó su lámpara para ver el rostro de quien la hacía tan feliz, y observó con sorpresa que a su lado dormía un hermoso hombre con aspecto adolescente: ni más ni menos que Eros, el dios del amor. La curiosidad pudo más que la sorpresa, entonces Psique quiso acercarse más para admirar a aquel hermoso dios desnudo y, sin querer, una gota de cebo hirviente saltó de la lámpara hasta el brazo del querido. Eros despertó sobresaltado y al ver enfrente los ojos de Psique que lo miraban con amor pero, también, con horror, el dios se fue volando y no lo vio más.
El relato continúa, por supuesto; se complica la trama, leemos el dolor de Psique porque ya no está al lado del Amor; Afrodita, diosa de la belleza y de la voluptuosidad, la hace su esclava, la martiriza, la hermosa doncella sufre. Psique desciende a los infiernos y recibe de Perséfone, la reina del Hades, el Agua de Juvencia; y, una vez más, la curiosidad vence a la joven, quien cae dormida en un profundo sueño en el momento en que abrió el frasco que le había dado la reina de los muertos. Eros no se queda atrás con el dolor, porque siente que su vida ya no puede ser la misma después de conocer a Psique. Entonces el dios la despertó de un flechazo y le pidió a Zeus, el padre de los dioses, que lo autorizara a casarse con Psique, una mortal. Por eso, Psique, el alma, y Eros, el amor, están unidos desde entonces. Y todos felices.
El relato de Psique y Eros, en realidad, no pertenece a la tradición griega, pues es la creación de Apuleyo, un autor romano del siglo II d.C. Pero lo traje a este prólogo porque sirve muy bien de ilustración de por qué, muchas veces, con el afán de explicarlo
todo, perdemos el lazo con la sabiduría ancestral —y, por lo tanto, corremos el riesgo de quedarnos con una estatua descolorida y vetusta, la ruina de una obra viviente—, si no regresamos al círculo vital con lo aprendido en el proceso. La razón es una parte de ese proceso, una parte bastante elevada, por cierto, y absolutamente necesaria, pero no, final.
Digamos que, para disfrutar de estos relatos, es menester asociarse con un aspecto de la razón: la inteligencia. Y aquí es donde juega el humor, del que ya habíamos hablado antes. Por supuesto, no el humor de la burla. Puede haber humor obsceno, incluso chabacano pero, cuando hablamos de mitos, el destino de ese humor es de otra especie. El humor, en los relatos míticos que el lector tiene en sus manos, tiene la función de ser la llave que abre la puerta de la imaginación para vivenciar aquel pasado mítico. Es decir que, de alguna manera, lo hace presente, sirve para repintar las estatuas blancas para que los hombres de esta generación leamos
lo sagrado y vivo de estas imágenes.
Los griegos sabían mucho de humor, por eso se prestan a ello y, desde la misma antigüedad, los griegos desarrollaron una visión sagrada y elevada a partir del humor. Si la mirada trágica —que también es griega— hunde al hombre en las profundidades del misterio de la vida, la mirada del humor, la cómica, eleva a ese hombre desde esas profundidades y lo lleva al cielo. Es sólo una imagen poética, pero válida. Hay muchos testimonios de esto: las comedias y los dramas satíricos, que tenían como epicentro a dioses y héroes, pero para arrancar risas a los espectadores y mostrarles de otro modo los misterios con los que convivían. Las aventuras amorosas de Zeus, por ejemplo, o los celos de su esposa Hera, vistos con la mirada aguda del humor, pueden ser un vehículo para arribar a realidades espirituales de extremada altura —ya se decía en la Edad Media: ridendo dicere verum (¿hace falta traducir esta sentencia latina?)—.
Para finalizar, sólo diré que, si este prólogo —que, como tal, tiene ribetes discursivos más o menos racionales—, quiere acercar este texto al lector y explicar los fundamentos de su redacción y del mito, entonces el metálogo, al final del libro (al que, tal vez, podríamos haber llamado antílogo), por sus características expresivas, ¿será vivencia de otra cosa? Lo invito a este viaje por los mundos antiguos y por el reino de la verdad musitada al oído
.
Que los dioses lo acompañen, lector.
A. P
.
o, en lengua vernácula, algo así como:
Vamos, Musa, dale Voz a este hombre, pues
conviene cantar los misterios con una sonrisa en los labios…
Arde el Olimpo
Y Eros nació de un huevo
Todas las cosas han de empezar alguna vez.
En el principio de todas las cosas, no había nada o, mejor, todo estaba concentrado en un vacío, todo estaba por suceder. Ni dioses había, ni siquiera ese vacío del que hablamos, ni planetas, ni mares, ni montañas, y aún faltaba mucho para que el primer griego pronunciara su primer discurso (¡Ay!…), pues el espacio estaba por crearse.
Pero aún la oscuridad no se llamaba noche
ni el movimiento evidenciaba alguna inquietud. Todo era quieto e inerte, como si esperara que alguien lo despertara. Entonces, un primer temblor, un primer atisbo