La noche más bella
Por Stella Bagwell
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Maggie debía admitir que la atracción era mutua, pero no podía correr el riesgo de amar y volver a perder al hombre amado… y además tenía que pensar en su hijo. Pero el estoico aunque ardiente Redwing era una gran tentación…
Stella Bagwell
The author of over seventy-five titles for Harlequin, Stella Bagwell writes about familes, the West, strong, silent men of honor and the women who love them. She credits her loyal readers and hopes her stories have brightened their lives in some small way. A cowgirl through and through, she recently learned how to rope a steer. Her days begin and end helping her husband on their south Texas ranch. In between she works on her next tale of love. Contact her at stellabagwell@gmail.com
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La noche más bella - Stella Bagwell
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2005 Stella Bagwell
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La noche más bella, n.º 1740- octubre 2018
Título original: Redwing’s Lady
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-9188-971-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
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Capítulo 1
El oficial Daniel Redwing se detuvo enfrente de la casa de madera del rancho y saltó fuera de su ranchera. El polvo rojo seguía revoloteando alrededor de las ruedas, posándose en el sombrero negro que llevaba y en su camisa color caqui. Eran los últimos días de la primavera en Nuevo México y el desierto pedía a gritos un poco de lluvia.
Maggie Ketchum forcejeó con insistencia con el pestillo de la puerta del patio, mientras la brisa de la tarde alborotaba sus cabellos pelirrojos. Daniel se encaminó hacia ella.
Entonces, Maggie consiguió abrir la puerta y corrió hacia él.
—¡Oficial Redwing! ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó ella, con aspecto asustado.
Daniel se detuvo. Quizá la llamada había sido una broma, pensó esperanzado. Con todas sus fuerzas deseó que así hubiera sido.
—¿No has llamado tú a la oficina del sheriff pidiendo ayuda?
Sujetándose el cabello enredado con la mano, Maggie asintió con vigor.
—¡Sí! Pero pensé que vendría Jess. Pregunté por él en concreto.
Daniel resopló como único comentario. Jess Hastings era el cuñado de Maggie y un sheriff muy bueno en el condado de San Juan. Pero él no era un inepto, se dijo. O, quizá, ella no había insinuado eso en absoluto. Intentó ser justo. La mujer parecía a punto de perder los nervios. Tener a su cuñado a su lado en un momento así sería más reconfortante que tener al oficial jefe del departamento de policía de San Juan.
—Lo siento —dijo él y dio unos pasos al frente—. Supuse que sabías que Jess no está en el pueblo. Ha ido con el sheriff Pérez a una reunión urgente en Santa Fe. Tu llamada decía que habías perdido a Aaron. ¿Ha aparecido ya?
Aaron era el hijo de nuevo años de Maggie y su único hijo antes de que su esposo Hugh Ketchum muriera en un accidente en el rancho con un toro. Aquella mujer ya había sufrido bastante. Daniel no quería ni imaginar que tuviera que pasar por otra tragedia más.
—¡No! —gritó ella y bajó la cabeza, cubriéndose los ojos—. ¡Oh, cielos, Daniel, no sé qué hacer! He buscado en todas partes. Los peones del rancho están mirando en los alrededores pero no aparece.
Maggie se tragó sus sollozos y levantó la vista hacia Daniel, con ojos implorantes. En ese momento, él tuvo deseos de acercarse y tomarla en sus brazos. Algo que llevaba meses queriendo hacer con la viuda de Ketchum desde que había visitado el rancho T Bar K por primera vez para investigar el asesinato de Noah Rider.
Conocía a Maggie Ketchum desde hacía varios años. De vez en cuando, había visto a la bonita viuda de Hugh en el pueblo, de compras o haciendo recados. Era miembro de la rica familia de los Ketchum, que llevaba más sesenta años asentada en el condado de San Juan, en el rancho T Bar K. Tucker y Amelia Ketchum habían tenido tres hijos y una hija: Hugh, Seth, Ross y Victoria.
Sólo los tres últimos vivían. Ellos eran los dueños del rancho, junto con Maggie, que había heredado la parte de Seth.
Daniel nunca había imaginado que iba a encontrarse con Maggie cara a cara. No era el tipo de mujer que se movía en el círculo social de un oficial de policía. Pero hacía casi un año, se había encontrado en el T Bar K el cuerpo sin vida de un antiguo capataz del rancho, Noah Rider. A Daniel se le había encargado entrevistar a varios miembros de la familia. Maggie había sido uno de ellos. Y, desde entonces, había sido incapaz de olvidarla.
—Cálmate, Maggie. Lo encontraremos. Pero primero debo preguntarte algunas cosas. Vayamos al porche, a la sombra —sugirió Daniel.
Ella asintió con la cabeza y Daniel la tomó por el brazo y la condujo a través del pequeño patio. Un extremo del porche estaba bajo la sombra de un pino. La guió hasta la parte más fresca, donde había una mesa y sillas de mimbre.
Después de ayudarla a sentarse, se sentó a su lado y se quitó el sombrero.
Los movimientos lentos y calculados de Daniel hicieron estallar a Maggie con impaciencia:
—¡Estamos perdiendo el tiempo aquí sentados! Tenemos que seguir buscando. ¡Yo lo estaría haciendo si no hubiera venido a casa para llamar a la oficina del sheriff!
Viendo que Maggie estaba a punto de ponerse histérica, Daniel la tomó de la mano con fuerza:
—Mira, Maggie, no tiene sentido ponerse a buscar por todas partes sin tener una dirección clara.
—¡Es fácil para ti decir eso! —exclamó Maggie, mirándolo—. ¡Tú no tienes hijos! No sabes cómo es pensar que él…
—¡Para, Maggie! —ordenó él—. Si quieres encontrar a Aaron, tienes que controlarte y ayudarme. ¿Lo entiendes?
—Sí. Lo siento, oficial Redwing. Es sólo que estoy muy preocupada y…
—Hace un minuto me habías llamado Daniel —replicó él y le apretó la mano con suavidad—. ¿Por qué no sigues haciéndolo? Si no estuvieras preocupada, serías un bicho raro. Y, ahora que comenzamos a entendernos, cuéntame desde cuándo falta Aaron.
—No lo sé —repuso ella tras tomar aliento.
—Bien —continuó Daniel—. ¿Cuándo fue la última vez que viste a tu hijo?
—Sobre las once y media. Terminó su almuerzo y me preguntó si podía salir a hacerle una visita a Skinny. Le di permiso y le pedí que volviera a la una.
Skinny era el más antiguo peón del T Bar K. Tenía unos setenta años y trabajaba en el rancho de los Ketchum desde hacía más tiempo del que nadie pudiera recordar. Se le daba bien contar cuentos y los niños lo adoraban. Daniel pensó que no era raro que el niño quisiera verlo.
Mirando su reloj de pulsera, Daniel observó que eran casi las tres.
—¿Sabe Skinny cuándo se separó Aaron de él?
—Dice que Aaron nunca llegó con él. Así que sólo puedo asumir que, por una razón u otra, nunca fue allí.
El rancho T Bar K era una propiedad enorme de más de cien mil acres, a los pies de las montañas de San Juan. Los vecinos más cercanos vivían a kilómetros de distancia y ninguno de ellos tenía hijos. Daniel dudó que Aaron se hubiera dirigido a una de las propiedades limítrofes, pero siempre existía una pequeña posibilidad.
—¿Crees que alguien puede haberlo… secuestrado? —preguntó Maggie, expresando el temor que la sobrecogía.
Los Ketchum eran una familia rica, pensó Daniel. Podrían pagar una gran cantidad de dinero para recuperar a uno de los suyos si fuera secuestrado. Pero Daniel no quiso creer que algo así había pasado y se apresuró a negar con la cabeza.
—No. Los únicos extraños que vienen aquí son compradores de ganado y caballos, no pervertidos dispuestos a raptar a un niño.
Maggie lo tomó de la mano y se acercó, como si así pudiera hacerle entender mejor sus miedos. Daniel podía haberle dicho que no hacía falta, que ya percibía el dolor de ella. Emanaba de sus ojos y de la rígida postura de su cuerpo.
—¿Pero cómo puedes estar tan seguro? Noah Rider fue asesinado aquí y no se descubrió hasta mucho tiempo después…
—¡Maggie! Olvídalo. Es el pasado. Noah fue asesinado por un viejo conocido, Rube Dawson, un chantajista que no quería perder su fuente de ingresos. Rube está en la cárcel y el crimen no tuvo nada que ver con Aaron. Ahora dime, ¿os peleasteis bien tu hijo y tú a la hora del almuerzo? ¿Ha estado enojado contigo por algo en los últimos días?
—Crees que se ha escapado —afirmó ella, mirándolo a los ojos, tensa.
Daniel asintió y, en ese momento, vio cómo las lágrimas corrían por el rostro de Maggie. Le rompió el corazón.
—Quizá.
Ella apartó la mirada y tragó saliva.
—Aaron no parecía enojado en el almuerzo. Parecía estar bien. Pero se enfadó conmigo mucho ayer. No lo había dejado ir de acampada con un grupo de chicos.
—¿Por qué?
—¿Qué más da? No nos dirá dónde está Aaron.
—Quizá sí y quizá no. Ahora mismo necesito toda la información disponible. Y quiero decir toda.
Una vez más, Maggie respiró hondo y trató de superar el terror que la atenazaba.
—Bien. No le permití a Aaron ir porque era un grupo de niños adolescentes. Y, como Aaron sólo tiene nueve años, no quería que conviviera con la forma de hablar y comportarse de los más mayores.
—Tendrá que hacerlo a veces.
—Sí. Pero preferiría retrasarlo lo más posible. Así que le dije que no podía ir y que lo olvidara. Por supuesto, me dio las contestaciones habituales de un niño cuando está enojado. Que era mala. Que no quería que se divirtiera. Que no le dejaba hacer nada porque…
Maggie se detuvo de pronto y fijó la vista en sus manos entrelazadas. Daniel se preguntó si estaba dándose cuenta del color diferente de sus pieles. La de él era oscura como el cobre, la de ella, blanca como la leche. Daniel era indio ute, del grupo Weeminuche.
—¿Porque qué? —inquirió él.
—Porque estaba demasiado asustada de que se matara en un accidente como le había sucedido a su padre.
Que eso fuera o no verdad, no importaba por el momento, decidió Daniel. Era obvio que Aaron pensaba que su madre era sobreprotectora y, quizá, había querido desaparecer como forma de protesta.
—Lo encontraremos, Maggie —aseguró Daniel y se puso en pie—. Cuando salió, ¿lo viste ir hacia el patio donde trabaja Skinny?
—No. Oí el portazo de la puerta de atrás. No me molesté en mirar. Estaba ocupada en la cocina.
Daniel frunció el ceño.
—¿La puerta de atrás? Si hubiera ido hacia donde están los peones, habría tenido más sentido salir por la puerta principal, ¿no? ¿Podría echar un vistazo en la parte de detrás de la casa?
—Claro —dijo ella y lo precedió.
Daniel la siguió a unos pasos de distancia. Aunque estaba observando los alrededores, no pudo evitar reparar en las suaves curvas de las caderas de Maggie. Llevaba unos vaqueros gastados que se amoldaban a su trasero a la perfección. Una camiseta rosa pálido marcaba unos pechos grandes y redondos, que se movían ligeramente cuando caminaba. Era una mujer voluptuosa. El tipo de mujer que los hombres querían en sus brazos y en su cama.
Daniel no podía negarse que era lo que había deseado desde la primera vez que la había visto. Pero se había esforzado en ocultar con cuidado la atracción que sentía por ella. Él no se involucraba con mujeres. No en serio. Después de ver lo que su madre había sufrido tras ser abandonada por su padre, no quería saber nada del matrimonio ni de las responsabilidades que acarreaba.
Pero, incluso aunque no hubiera sido influido por el comportamiento de Robert Redwing, incluso aunque creyera que podía ser un buen padre y esposo, era lo suficientemente listo como para saber que Maggie Ketchum estaba lejos de su alcance. Ella se codeaba con los más ricos. Podía tener casi a cualquier hombre que quisiera. De ninguna manera iba a fijarse en un indio ute que había crecido en una dura reserva y vivía con el modesto salario de un ayudante de sheriff.
—No hay nada aquí, la verdad —indicó Maggie, señalando la parte de atrás del patio.
Volviendo al presente, Daniel miró hacia la puerta trasera de la casa y el patio que parecía destinado a reuniones familiares, con suelo entarimado de madera y equipado con muebles de jardín. Lo que le llamó más la atención fue una pequeña puerta que se abría hacia un camino bordeado de pinos.
—¿Adónde lleva ese sendero?
Maggie miró hacia el camino, alfombrado de agujas de pino.
—Oh, continúa unos metros más y llega hasta un prado donde pastan los caballos. Una yegua que yo monto a veces, su potrillo, el caballo de Aaron, Rusty, y otro caballo más.
—¿Suele ir Aaron a ese prado?
—Sí. Va a menudo. Para ver a los caballos. También se ocupa de darles de comer por las tardes. El sendero termina en un pequeño granero. Ahí guardamos las monturas. Aaron juega allí algunas veces. Pero ya he ido hasta el granero y lo he llamado. No está allí.
La voz de Maggie temblaba. Daniel estaba sufriendo al ver lo mal que ella lo estaba pasando y cómo se esforzaba en controlarse.
No conocía a Maggie Ketchum demasiado bien. Había hablado con ella en tres o cuatro ocasiones por teléfono durante la investigación del caso de Rider. También se había entrevistado dos