La llave de la felicidad
Por Raye Morgan
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Raye Morgan
Raye Morgan also writes under Helen Conrad and Jena Hunt and has written over fifty books for Mills & Boon. She grew up in Holland, Guam, and California, and spent a few years in Washington, D.C. as well. She has a Bachelor of Arts in English Literature. Raye says that “writing helps keep me in touch with the romance that weaves through the everyday lives we all live.” She lives in Los Angeles with her geologist/computer scientist husband and the rest of her family.
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La llave de la felicidad - Raye Morgan
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Helen Conrad
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La llave de la felicidad, n.º 1237 - diciembre 2015
Título original: The Boss’s Baby Mistake
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2001
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-7352-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Capítulo 1
GAYLE Smith oyó voces, pero al principio no pudo entender su significado, lo que le hizo fruncir el ceño mientras trataba de comprender qué estaban diciendo. ¿El hijo que llevaba dentro no era de su difunto marido? ¿Cómo era posible?
—Lo sentimos mucho, señora Smith. Nunca había pasado nada parecido en los laboratorios Jollaire.
Gayle sacudió la cabeza, pensando que tenía que ser un error. Era imposible. Pero las personas que estaban alrededor de ella la estaban mirando preocupados y muy serios.
—La empleada implicada ha sido despedida...
—Si no le importa, nos firma este documento y...
Gayle parpadeó y trató de apartarse. Los doctores se agrupaban en torno a ella. Había conocido a la mayoría de ellos durante aquellas semanas en las que llevaba intentando quedarse embarazada y hasta ese momento había tenido una buena relación con ellos. La habían tratado bien y habían sido muy cariñosos cuando su marido había muerto repentinamente, dejándola a solas con sus planes. Pero en ese momento, todos ellos no le parecieron nada más que unas personas a las que apenas conocía.
Estaba sola. Sin su marido al lado para ayudarla a comprenderlo y sin nadie más en el que apoyarse. Un sentimiento de profunda soledad llenaba su alma. El mismo sentimiento que recordaba de su infancia, cuando tantas veces la habían dejado sola en aquella casa de Alaska donde había crecido. Parpadeó y se puso las manos sobre el vientre, el cual albergaba a su hijo, luchando por apartar ese sentimiento de desolación.
—Estamos aquí para ayudarla en lo que podamos...
Tomó aire profundamente y trató de relajarse. No era momento de ponerse histérica. Levantó la mano automáticamente para echarse hacia atrás su pelo rizado de color castaño. Inmediatamente, el hombre bajo y grueso que estaba delante de ella se encogió, pensando que iba a pegarle.
Gayle lo miró. Aquellas personas le habían hecho algo terrible, ¿qué querían ahora de ella?
—Por favor, firme este papel. Aquí abajo, donde está la X.
Las voces eran insistentes, pero ese no era el momento de firmar nada ni tampoco de tomar decisiones. No podía pensar claramente, así que tenía que escapar de allí y tratar de aclarar sus ideas.
Se levantó de la silla, se dirigió hacia la puerta y salió de la habitación dando tumbos.
«Un error». Las palabras resonaron en su cabeza. «Un error. Un error».
No lo entendía. Ese tipo de cosas no podían ocurrir. Por mucho que se lo explicaran, no era capaz de entenderlo. Tenía que ser... sí, un error.
Estuvo a punto de soltar una carcajada histérica, pero no tuvo oportunidad porque de repente vio a un hombre alto y de anchos hombros delante de ella. Lo miró, pero la luz de la ventana que había detrás creaba un halo a su alrededor al tiempo que oscurecía su rostro.
—¿Señora Smith?
Por fin le vio la cara, pero le resultó desconocida. No llevaba bata blanca, así que no parecía ser ningún médico. ¿También querría disculparse por el error?
Quizá no. No parecía tan asustado como los otros. De hecho, sus ojos oscuros tenían un brillo especial de seguridad y calma.
El hombre tomó una de sus manos entre las suyas, como si quisiera consolarla y protegerla. Sus manos eran cálidas y fuertes.
—Señora Smith, me gustaría ayudarla. Me llamo Jack Marin.
«Jack Marin», pensó ella. El nombre no le resultaba familiar, pero sus ojos la miraban con cariño, cosa que en ese momento Gayle agradeció. Además, era muy guapo, pensó, sin poder evitar cierto sentimiento de culpa.
—¡Señor Marin! —gritó uno de los hombres de bata blanca—. ¡Esto es inmoral! Usted no debería tener ningún contacto con esa mujer.
—Señor Marin —dijo otro de los doctores—, debo pedirle que se vaya ahora mismo. Y si no lo hace, me veré obligado a llamar a la policía.
Jack Marin soltó la mano de Gayle al tiempo que se volvía hacia ellos.
—Pueden llamar a quien quieran —les contestó con tranquilidad, dirigiéndoles una mirada fría—. Ustedes son los únicos responsables de este desastre. Esta mujer es víctima de su negligencia y me imagino que no querrán que esto salga a la luz, ¿verdad?
—Señor Marin, no tiene derecho a...
El hombre levantó una mano para acallar las protestas.
—Señores, si quieren discutir esto, nos veremos en los tribunales.
Los doctores parecieron sorprendidos y Gayle casi sintió lástima. Parecía que era muy útil estar al lado de su nuevo amigo, que parecía saber muy bien qué resortes utilizar. Gayle dio un paso hacia él, pensando que por lo menos había alguien de su lado.
«Debe ser abogado», pensó con cierta ironía. «Ha debido enterarse de lo que ha pasado y ha venido para aconsejarme qué medidas tomar».
—La señora Smith necesita tiempo para asimilar lo que le han hecho —continuó Jack Marin, agarrándola del brazo como si ella ya lo hubiera contratado—. Necesita sentarse en algún sitio y pensar si va a denunciarles o no.
El hombre la miró y esbozó una sonrisa maravillosa. Ella levantó la cabeza con dignidad, animada por esa sonrisa.
—Buenos días, caballeros —concluyó el hombre mientras se dirigían hacia los ascensores—. Estaremos en contacto.
Los médicos se quedaron allí, frustrados y sin saber cómo actuar, pero Gayle no se dio cuenta. Se dejó llevar al ascensor por Jack Marin y, poco después, las puertas se cerraron detrás de ellos. Entonces parpadeó, deseando que todo aquello no fuera más que una pesadilla.
—Sé donde podemos tener un poco de intimidad —le dijo su salvador con voz suave—. La Paix, un pequeño restaurante francés que hay justo en la otra acera, es el sitio ideal. La comida es exquisita y el ambiente tranquilo. Justo lo que necesita.
Gayle sabía que era un de los mejores restaurantes de Rio de Oro, una ciudad de tamaño mediano y situada en la parte central de la costa Californiana. Esbozó una sonrisa al hombre, agradecida por tenerle a su lado. A pesar de ser consciente de que tendría que ser ella quien tomara una decisión con respecto a lo que había ocurrido, se alegraba de tener a alguien cerca en ese momento. Había sido una persona bastante solitaria, pero nunca se había sentido tan sola. Siempre había vivido con su padre y luego, cuando este murió, se había casado, de manera que se había ido a vivir con su marido. Sin embargo, a este también lo había perdido hacía pocos meses y todavía no se había acostumbrado a la soledad.
Hasta aquel momento, se las había arreglado bastante bien. De hecho, le había sorprendido lo fácil que le había resultado el pasar de estar casada a estar viuda, a pesar de todos los obstáculos que había ido encontrando en su camino. De hecho, se había sentido orgullosa de sí misma y del modo en que había campeado el temporal. Pero eso había sido antes de enterarse de que el padre de su hijo era un desconocido.
Su nuevo amigo permaneció en silencio mientras bajaban en el ascensor y salían del edificio. Gayle lo agradeció. No estaba en condiciones de comenzar una conversación de cortesía. Lo miró y, al encontrarse con sus ojos, sintió que una corriente eléctrica la recorría por todo el cuerpo.
Inmediatamente apartó la mirada, pensando en que era algo muy extraño. No solía reaccionar de esa manera ante los hombres. Jamás. Seguro que era por las circunstancias... por la emoción de la situación... y quizá también porque él tenía los ojos más oscuros e intensos que había visto nunca.
Trató de dejar de pensar en ello mientras él volvía a agarrarla del brazo para cruzar la calle. El hombre era muy alto y parecía muy protector. A Gayle le gustaba eso. En ese momento, sería maravilloso poder relajarse y dejar que él se hiciera cargo de sus preocupaciones. Sabía que aquello no era posible, pero la idea era muy tentadora.
—¿Siempre trata así a sus clientes? —preguntó ella al llegar al restaurante.
—¿Mis clientes? —repitió él, mirándola de reojo mientras se acercaban a la entrada—. Necesita sentarse y tranquilizarse —añadió, abriéndole la puerta—. Luego hablaremos.
El pequeño restaurante francés tenía cortinas blancas, una luz tenue y pequeños apartados. Los camareros llevaban traje negro y el maître, un frac. La música clásica confería al ambiente un tono sereno y relajado. A Gayle le encantó el lugar.
El maître los condujo a una mesa apartada. Gayle se sentó y se recostó contra la tapicería de terciopelo. El aire era fresco, la música suave y la luz no molestaba, así que sintió cómo se relajaba casi de inmediato. Incluso empezó a sentirse suficientemente fuerte como para atreverse a mirar otra vez a su salvador a los ojos. Esbozó una sonrisa y, al mirarlo, notó de nuevo un escalofrío.
Tenía que admitir que era uno de los hombres más atractivos que había conocido nunca. Se preguntó si lo habría visto antes, pero si era así, no lo recordaba. Y tampoco importaba. Él parecía que sabía lo que había ocurrido y estaba dispuesto a ayudarla.
El camarero dejó ante ella una copa alta y helada con algo verde en su interior. El señor Marin debía habérsela pedido sin que ella se diera cuenta. Tomó un poco y le agradó su textura de helado. Estaba claro que se estaba relajando con rapidez. Pero la situación seguía pareciéndole surrealista.
—¿Se siente mejor? —le preguntó Jack.
Ella puso las manos sobre el mantel y lo miró unos segundos antes de contestar. Él era un hombre muy guapo y sus ojos oscuros parecían cálidos y amables. Llevaba una camisa blanca, abierta en el cuello y arremangada hasta debajo de los codos. Se daba cuenta de que era un hombre fuerte. Su torso era musculoso y sus antebrazos también.
Era el típico hombre del que una mujer podía enamorarse fácilmente, decidió Gayle. La clase de hombre con el que una mujer podía tener fantasías. Sin darse cuenta, bajó la mirada hacia el bronceado pecho que dejaba ver la camisa abierta y