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Crónicas De Un Cambio
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Libro electrónico175 páginas2 horas

Crónicas De Un Cambio

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Con este libro no pretendo nada, slo escribir. Ya algunos amigos mos me preguntaban que por qu no lo haca y despus de muchos por qu no, me esforc un poco y esto es lo que he escrito. La verdad es, que escribir nace de mi ingenuidad y de mi ignorancia, ya que, como digo, no pretendo tener repercusin ni talento alguno, si acaso, la vaga ilusin de que alguien lo lea y piense: orales! Lo ms relevante de estas pginas, es de cmo el Seor Jesucristo puede cambiar la vida de una persona comn, y ahora s, que corriente. Hace aos le que un hombre alcanzaba su realizacin si plantaba un rbol, criaba a un hijo y escriba un libro. Por supuesto que esta no es mi finalidad ya que sta ha llegado a mi vida y no fue por esas cosas. Me cas con una mujer maravillosa, he plantado algunos rboles, estoy orgulloso de mis cuatro hijos, (y cuatro nietos) pero mi realizacin lleg por otro lado inesperado; fue un milagro del Seor Jess. Mi agradecimiento a los que lo lean y mi comprensin a los que no.

Juan Quiroz Gonzlez
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento11 mar 2013
ISBN9781463351076
Crónicas De Un Cambio

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    Crónicas De Un Cambio - Juan Quiroz González

    Copyright © 2013 por Juan Quiroz González.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Las opiniones expresadas en este trabajo son exclusivas del autor y no reflejan necesariamente las opiniones del editor. La editorial se exime de cualquier responsabilidad derivada de las mismas.

    Fecha de Revisión: 23/07/2013

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    352675

    ÍNDICE

    PROLOGO

    La Universidad

    LA REALIDAD

    LA DECADENCIA

    EL MUNDO DE ARRIBA (The Flower power)

    EL CAMINO

    CRISTO INTERRUMPIO LA OBRA DEL DIABLO EN MI VIDA

    El encuentro

    EN EL CAMINO

    Volví en mí

    LA OBRA DE LOS MOCHIS

    PROLOGO

    Siempre ha sido fascinante para mí escuchar las historias de mis hermanos en la fe cuando aún no se convertían a Cristo. Ocasionalmente el Pastor Juan Quiroz me contaba alguna de ellas; pero cuando me entregó la primera parte del manuscrito de su libro: Crónicas de un cambio, sinceramente sentí que me había sacado la lotería. (Bueno, así debe sentirse diría mi hermano Juan Quiroz). En un estilo único, muy de él, el pastor Juan Quiroz nos cuenta a grandes rasgos y en ocasiones con lujo de detalles los horrores de su vida sin Dios. Él nos habla de los mundos en los que vive la gente como si fueran dimensiones diferentes que se mesclan entre si y que en ocasiones se pueden traspasar y formar parte de ellos, (aunque algunos ya nunca pueden escapar del suyo). El pastor Juan entreteje los episodios y épocas de su vida; Novela, suspenso, tragedia, terror, de tal manera que no puedes dejar de leer. El se cuenta entre los del mundo de abajo en su versión más cruel, mirando a los del mundo de arriba y deseando formar parte ellos, creyendo que ha de haber algo mejor, buscando siempre la iluminación, la revelación de cosas grandes, conocimiento supremo, para después terminar en el hastío y en un estado de vacío-estupefacción al descubrir que está atrapado y no puede escapar. Porque aún los de arriba viven en un mundo de fantasía queriéndose engañar a ellos mismos y tal vez logrando engañar a algunos. Fue en los setentas que se desataron vertiginosamente los acontecimientos de una vida sin Dios hasta en el año 1976 en que conoció a Cristo Jesús. Los resultados de esta búsqueda de la iluminación y de una inteligencia superior terminaron en solo desconcierto, interrogantes, desesperanza, atado a las drogas de todo tipo, angustia, un estado mental perturbado y fuera de la realidad. Y así, con sus manos vacías, sin salida y el alma en una angustiosa agonía es como decide probar en Dios aunque no cree realmente poder lograrlo.

    Mario Ibarra.

    En pocas palabras, en el sentido de que mi repertorio de éstas es muy limitado, he logrado estructurar de una manera muy frágil, una poderosa historia que Dios nos ayudó a construir en nuestra Nación. En un lenguaje tosco y en partes burdo y obsoleto para esta generación, con escases de esa poderosa herramienta que es la letra, me propuse escribir las crónicas de un hermoso y grandioso Compañerismo que Dios levantó en este maravilloso País. Algunas de esas letras o palabras, no aparecieron por más que las busqué, para mejorar una más amplia comprensión del poder del evangelio de Cristo. Lamento no haber tenido a la mano, esa tremenda herramienta y presentar esas vivencias de la manera en que se merece la magnífica obra que Dios hizo en nuestras vidas; como familia, nación y compañerismo. Agradezco a mi esposa por su paciencia y a mis hijos que fueron un regalo inmerecido de la bondad de Dios, (considerando mis raíces) su comprensión y su buen ánimo en creer en mí. A mis amigos y pastores que me animaron en este sencillo trabajo.

    Juan Quiroz.

    La Universidad

    "A veces encontramos nuestro destino en los caminos

    que usamos para evitarlo".

    La Fontaine.

    1974. Iba apretujado en un asiento de autobús de Tijuana a Nogales, Sonora. Iba asombrado, admirado, como un niño recién nacido bebiéndose las imágenes primarias. Todo era nuevo para mí. Aun lo viejo. Unas horas antes me habían dejado en las puertas de la garita de Tijuana los migras del otro lado (estados unidos) después de una larga temporada en algunas prisiones de su país. Una noche anterior había viajado en otro camión, — como los amarillos que usan en las escuelas — sólo que este tenía mallas metálicas en las ventanas y no era amarillo ni tenía el letrero en la parte del frente donde está el chofer que dice salga con cuidado. Era de los camiones grises que usan para trasladar prisioneros de una prisión a otra. En esa ocasión nos habían recogido de distintas prisiones a varios de nosotros que según éramos ilegales y nos llevaban a las instalaciones de migración para deportarnos. Definitivamente era diferente del que me llevaba hacia Nogales ahora. Las caras e ilusiones de los viajeros del segundo camión (el de las mallas metálicas) también eran diferentes. Éramos varios, mexicanos todos, yo en medio de ellos íbamos contentos, esperanzados y tranquilos, no nos importaba ser deportados; sabíamos que nos esperaba la libertad cruzando la frontera.

    Libertad; una palabra muy manoseada en esos tiempos. La mañana de ese día me habían sacado de Terminal Island, — una prisión cerca de Los Ángeles, California, pegado a San Pedro y Long Beach — el último enlace con mi familia carcelaria. Con las manos y los pies encadenados había salido, por fin, airoso de una de esas absurdas aventuras de mi vida. Esa no era la primera vez que me encadenaban para sacarme de una prisión, lo hicieron casi desde el principio de aquella peculiar jornada. El procedimiento era, — al sacarme de alguna de las cárceles — enrollarme una cadena que ceñía mi cintura; esa cadena tenía unas esposas en la parte del frente, justo debajo del abdomen, donde esposaban mis manos por las muñecas. De la cadera colgaban por el largo de ambas piernas, unas cadenas con grilletes que se cerraban en los tobillos por medio de otra pequeña cadena que los unía, lo que hacía que camináramos con pasos muy cortitos. Se me empezó a hacer muy curioso el procedimiento, — de encadenarme -pero no lo entendía del todo ya que no me consideraba del tipo que buscara correr. El entendimiento llegó, cierta vez que me dieron una corta explicación al respecto.

    Como se hizo costumbre, cierta ves que fueron por mí a una de las cárceles del estado, ubicada en Chandler Arizona, para trasladarme a una pequeña penitenciaría federal de Safford, también de Arizona, me metieron en el asiento trasero de una patrulla con mallas metálicas al frente, — para variar –. Vi la ocasión de preguntarle a uno de los oficiales que me trasladaban ese día, el asunto de las cadenas, ya que no me consideraba un criminal de peligro. Así que no quise perderme la oportunidad y le pregunté; ¿Por qué tanta cadena si no voy a correr, ni a atacarlos? El oficial, parsimoniosamente, se volteó hacia mi mostrándome su revólver, le saco una bala; esta es una bala expansiva, — me explicó — al entrar al cuerpo explota haciendo un gran agujero al salir, son muy letales. Si no estuvieras encadenado y se te ocurriera una locura, no me dejas otra alternativa más que dispararte; no es por nuestra seguridad, es por la tuya.

    La brisa del muelle me invadió la nariz. El moho y el sarro de esa brisa cubrían las paredes exteriores de la prisión, una prisión vetusta, de piedras grises que muchos años atrás cuando Japón atacó Pearl Harbor fue usada por primera vez con ese fin, como centro de reclusión para los japoneses residentes de los Estados Unidos de América. Aunque fue breve la estancia en ese lugar, fue intensa. Es increíble como la existencia puede tomar giros tan inesperados, cómo las piezas del rompecabezas de la vida encajan de una manera, podría decirse, tan casual. Fue allí en Terminal Island, (que albergó a celebres personajes del crimen como el Negro Durazo, Al Capone, Charles Manson, etc.) donde conocí a uno de los hombres que influyeron de una manera muy significativa en mi manera de pensar en los tiempos de mi juventud: Timothy Leary.

    No era la primera vez que veía a personajes importantes de la política, en este caso, de los Estados Unidos de América. En Lompoc, nos tocó convivir con algunos de los involucrados en el caso Watergate, solo que estos no tuvieron ninguna relevancia en nuestras jóvenes vidas. Lo recuerdo porque fue bastante extraño ver a alguien ya viejo (para los jóvenes una persona de 40 años ya es vieja) con ropa de presidiario en una población joven. La vida es muy loca cuando no tenemos rienda de ella, y a eso yo le atribuyo la rara circunstancia de encontrar en Terminal Island el hombre que revolucionó mi imaginación y no mis ideas, (porque si las hubiera tenido otra cosa hubiera sido) al inspirarme a experimentar con ácido lisérgico. (L.S.D.) Estaba ya cincuentón. (Bueno, yo así lo miraba) Vestía de blanco. (En esos tiempos, en las pintas, — cárceles — la mayoría de los hippies buscábamos la manera de vestirnos de blanco. No sé, era una manera de distinguirnos, de identificarnos, un simbolismo, la cosa es que nos sentíamos muy bien.) Míster Leary, — así le llamaban — no convivía con los demás reclusos. Habitaba una de las celdas de seguridad de la prisión que estaban aparte de las demás de la población y que permanecían siempre cerradas. Entraba y salía, — bueno, más bien lo sacaban — cada cierto tiempo de ese lugar acompañado de dos guardias. Se le notaba dignidad y serenidad. Era el tiempo cuando perseguían a los que pensaban, (y a los que no pensaban, como yo) Lo detuvieron después de haber estado exiliado en el extranjero, por sus ideas psicodélicas y otras cosas.

    Cuando conocí el pensamiento, filosofía y aventuras de este hombre, él ya estaba a la vanguardia de una generación que buscaba respuestas a sus inquietudes. Gozaba de algunos privilegios. Estudió en las mejores universidades de los estados unidos, — fue maestro en algunas de ellas — algo de fama y de dinero que le alcanzaba para tener amistades muy prestigiosas; músicos, (entre ellos John Lennon y la Yoko) políticos, actores, profesionistas, y de algo muy importante para nosotros en aquellos tiempos; de una muy buena preparación.

    Influyó en generaciones muy marginadas como la nuestra, generaciones que no tenían interés cultural específico, que hurgaba en los magros depósitos filosóficos y culturales del barrio. Depósitos que se encontraban en las tiendas de la esquina o en cuartuchos malolientes donde los más miserables nos picábamos la vena buscando las respuestas o huyendo de ellas. Lugares donde se discutían principios que se rescataban de algún libro de Lobsang Rampa, Federico Nietzsche, Herman Hess, Marx o Lenin. Logias como los Rosacruces, Masones o de las culturas de los existencialistas urbanos. Reflexiones etílicas y humosas con aroma a pachuli y otras cosas. Deambulábamos en los abismos de la desesperación y la impotencia, donde teníamos que crear nuestras defensas y filosofías para sacudirnos los enmohecidos grilletes de la ignorancia que nos guardaba y cuidaba celosamente.

    En esos tiempos pensábamos, (con aire dubitativo y con un cigarro de mariguana en la mano) al ver a los otros, a la raza, que parloteaba alrededor de las caguamas: (botellas grandes, obesas, de cerveza) ¡hasta donde hemos llegado! Nos avergonzábamos de nosotros mismos sin declararlo. Nos movíamos en esos terrenos, alejados de los beneficios que creíamos merecer, en la frontera con la nada. No había nada ni nadie que nos enseñara, que nos protegiera o que nos buscara, que se interesara por nosotros. Era nuestro ghetto social, mental, privados de los privilegios de la cultura, de la riqueza (si acaso lo era) de la sociedad que nos rodeaba.

    Todo lo asimilábamos con el estómago vacío, (porque si comíamos se nos cortaba la loquera) y mucho humo en los pulmones. Los salones elegantes y refinados de la aristocracia, (bueno, es un decir) los señoritos de la intelectualidad, los templos culturales, las universidades, — que no había en Nogales en esos tiempos — algunos de nosotros, no muchos, no los conocíamos más que en fotos y en la imaginación, cuando nos atrevíamos atravesar sus fronteras. Fotos e imágenes que veíamos en páginas de periódicos que usaban los vendedores ambulantes adelantados a su época, como cucuruchos (envoltorios en forma de cono) para la venta de cacahuates. Porque nosotros, ni pensar en comprar periódico. Pero la gran mayoría no sabíamos que existían tales cosas. La frontera entre estos dos mundos era aterradora. Nos apiñaba en la altura de los cerros o en los laberínticos arroyos y cañadas de nuestro pueblo y nos dejaba a merced de una idiosincrasia fatua y hueca. El abandono era total. Fuimos marcados, apuntados, perseguidos, encarcelados. Nos movíamos y vivíamos con esa basura, con esa cultura subterránea, con ese lado oscuro y paupérrimo de la sociedad. Timothy Leary fue, pues, mundo de los primeros en esas altas esferas que experimentaron con el ácido lisérgico y declaró haber descubierto sus orígenes (los de él) en uno de sus viajes. ¡Entonces ahí estaba la respuesta!

    En esos tiempos para algunos de nosotros, la droga era una fuente de inspiración y sabiduría, eran tiempos en que no buscábamos demostrar nada a nadie. Era una especie de cruzada personal, una generación neófita que no conocía los riesgos ni los peligros. Buscábamos la sabiduría — o el entendimiento que tuviéramos de ella — dando palos de ciego, en el estrépito de las alucinaciones, en la estupidez de las píldoras (pastillas que usábamos para alterar nuestros sentidos ya bastante alterados) en el correr desaforado del segundo hombre que se despertaba con la heroína en las venas: en la ignorancia. Creíamos firmemente, — algunos, no la mayoría — que la mariguana nos alivianaba la glándula pineal; que según la corriente filosófica de aquellos tiempos, era la que conectaba el cuerpo con el alma. El tercer ojo de los hinduistas, que

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