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Mis años de aprendizaje
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Libro electrónico421 páginas6 horas

Mis años de aprendizaje

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Las Memorias que aquí presentamos parecen suscribir una cierta idea de que la verdadera patria de un individuo se encontraría en la infancia en tanto espacio de construcción de la identidad y el arraigo. Para Héctor Orrego Matte, los "años de aprendizaje" grabaron una impronta que lo ha acompañado durante su larga vida y han trazado un itinerario moral en su existencia de adulto. Por estas páginas llenas de humor, afecto y sensible inteligencia, desfilan los pequeños y grandes acontecimientos -el relato de los veraneos familiares, el tiempo escolar, las amistades y el primer amor, los viajes junto a sus padres- capturados por el niño que alguna vez fue y que el hombre de hoy recupera en el recuerdo emocionado de un tiempo ido, pero también con la reflexión sobre aquellas experiencias que se completan en el presente desde la mirada de una existencia intensamente vivida.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento1 mar 2018
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    Mis años de aprendizaje - Héctor Orrego Matte

    Héctor Orrego Matte

    Mis años de aprendizaje

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2011

    ISBN: 978-956-00-0212-9

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 2 860 68 00

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    All that exists is the recollected past, not recovered… but merely replayed

    (Todo lo que existe es el pasado recordado, no recuperado... tan solo reactuado).

    Philip Roth, Indignation

    A Manena, Felipe, Elena, Josefa y Pedro, con mi agradecimiento por haberme acompañado con tanta paciencia y cariño durante mi vida.

    A mi hermano Andrés y mi hermana Marta, mis queridos compañeros de vida que no me esperaron y partieron antes que yo.

    A mi amiga perra, Gita, que tampoco me esperó.

    1. Introducción

    Detención de la marcha

    El futuro madura, se hace pesado

    Explorador de ambiguas sombras,

    Entre medidas sin medida

    Y tinieblas suspensas.

    (Vicente Huidobro,

    Tríptico a Stéphane Mallarmé

    )

    Cuando comencé a escribir esto, lo hice pensando en mis hijos y en mis amigos más íntimos. Es decir, pensaba en no más de unas treinta o cuarenta páginas dirigidas a las personas que podían tener algún interés en conocer aspectos de la vida que tuve cuando era niño y muchacho. Pero el relato cobró una vida propia y creció. Además de la vida del niño y del muchacho, se empezó a perfilar un retrato del estrecho mundo social que fue el de mi familia. Después le agregué una introducción donde comento las dificultades que implica el tratar de volver a revivir un mundo ya desaparecido, el mundo que fue el escenario donde se movieron, vivieron y murieron los personajes que aparecen en este relato. Como este libro se podría clasificar como Una Memoria, hablo algo del misterio que encierra ese gigantesco almacén mental donde se guarda todo lo que cuento en este escrito, pero lo que digo de ella es más para expresar mi asombro que para explicar lo que es. Introduje un capítulo final que algunos podrían llamar un epílogo. Allí hablo de la muerte, que es el próximo paso que me toca dar. Agregué también un comentario donde trato de establecer lo que podría ser una continuidad entre el niño de entonces y el viejo de ahora. Allí comento lo que nos une y lo que hace que ese niño sea yo. Al asociar la introducción con el capítulo final, se me viene a la mente la imagen del anciano de hoy abrazando con amor y agradecimiento al niño que una vez lo albergó. No pude resistir la tentación de agregar, mezcladas con el relato, las reflexiones que hoy me suscitan algunas de las situaciones que ese niño vivió. Por desgracia, las reflexiones que hubieran sido las más interesantes, las del niño, solo puedo imaginarlas, no revivirlas. Espero que, a pesar de ese problema, este escrito contribuya a dar una perspectiva que se aproxime a la que tuvo el niño que aprendió a vivir en esa época.

    El nombre Los años de aprendizaje es algo grabado en mi mente desde que yo tenía no mucho más de catorce años; proviene de cuando mi madre me leía, en francés, Les Années d’apprentissage de Wilhelm Meister (Wilhelm Meisters Lehrjahre) de Goethe. Me gusta ese título porque eso es precisamente el tema de este escrito donde describo mi entorno durante mis años de aprendizaje.

    Mi infancia y juventud transcurrieron en los años entre las dos guerras mundiales, entre 1923 y 1940; fueron los años donde maduraron muchas de las ideas que se venían gestando desde mediados del siglo diecinueve; fueron años tumultuosos donde la velocidad de las transformaciones en las costumbres, en los derechos humanos, en la justicia social, en las ideologías políticas, en los valores morales, en los gustos culturales, en las comunicaciones, en el arte, la literatura, la ciencia y la tecnología se hizo vertiginosa. Fueron los años donde nuestro planeta se hizo minúsculo, donde el universo se pobló de galaxias y se hizo infinito y donde esa infinitud comenzó a expandirse creciendo en lo misterioso; donde las antes inmutables leyes de la física pasaron a ser relativas y donde los grandes absolutos que eran el espacio y el tiempo dejaron de serlo al descubrirse que tenían límites y que variaban con la velocidad con que se desplazaban, y que cambiaban curvándose y ondulándose con los objetos que contenían. Además, en esos años se abrió el abismo de lo pequeño, de la estructura del átomo y de las partículas que lo componen, cambiando el concepto de lo sólido, lo medible y lo estable. Surgió una nueva física, la cuántica, donde nuestro mundo de certezas se transformó en uno que solo se puede expresar en forma de probabilidades, donde la incertidumbre pasó a ser un principio. Un mundo donde no se puede medir con precisión la posición y el momentum de sus componentes en forma simultánea. Un mundo donde un electrón viaja desde un punto al otro usando todos los posibles caminos al mismo tiempo y donde parece haber once dimensiones. Un mundo donde nada se puede observar sin pasar a ser parte y afectar lo observado. Un mundo donde nuestras medidas y formas no tienen significado, porque las partículas subatómicas fundamentales, las que dan origen a toda la materia (los electrones y los quarks que forman a los protones y los neutrones) son en realidad nubes de ondas de energía en un continuo centelleo de fugaces paquetes que aparecen y desaparecen de la existencia. Un mundo tan lejano de lo habitual que si en forma arbitraria convertimos en kilómetros la distancia entre lo más pequeño que se puede detectar (10-15 centímetros) y lo más pequeño que existe (la distancia entre dos cuantas de luz, 10-33 centímetros), nos encontramos con el monstruoso número de 10.000.000.000.000 de kilómetros. Fueron los años donde la humanidad comenzó a vivir rodeada de dos vertiginosas e inmedibles inmensidades. Alguien podría decir que vivimos entre dos infinitos; estaría equivocado, solo puede existir un infinito donde todo lo que contiene es siempre el centro de un número infinito de universos. Fueron años que vieron nacer grandes esperanzas de justicia social y en los cuales, al mismo tiempo, se incubaba y luego hacía explosión una de las más horrendas catástrofes que ha experimentado la terrible historia de la humanidad. A pesar de esos profundos cambios que iban a modificar completamente nuestra forma de vida y nuestra manera de entender lo que nos rodeaba, tengo la impresión de que mi familia fue muy lenta en comprender que el mundo en que vivían ya agonizaba.

    Estoy consciente de que este es el relato de las circunstancias que rodearon a un niño que tuvo una infancia privilegiada. Fui parte de una familia muy numerosa, con bastante poder y con mucha holgura económica, por eso tuve una infancia protegida. De allí mis terrores al comenzar mi vida de colegial, cuando por primera vez me encontré en medio de gente que me resultaba extraña. Mi infancia fue muy ajena a las tragedias, dificultades y frustraciones que sufrían la mayor parte de los niños que fueron mis contemporáneos. Nunca me tocó vivir una guerra, nunca habité una ciudad bombardeada, nunca presencié una masacre, nunca estuve en un campo de concentración, nunca pasé hambre, nunca me sentí desamparado, nunca sufrí persecuciones o tremendas injusticias, en ese sentido mi vida fue plácida y mis preocupaciones insignificantes. Tuve la suerte de vivir una infancia extraordinariamente poco interesante. Eso podría ser un mal presagio para este escrito. Julián Barnes (Nothing to be frightened of) nos describe las condiciones necesarias para escribir una autobiografía exitosa: " You have a painful childhood, nobody loves you, you write about it, the book is a success, you make lots of money, and people love you (tienes una infancia dolorosa, nadie te quiere, escribes sobre ella, el libro es un éxito, ganas mucho dinero y la gente te quiere"). Ese no es mi caso. Si Barnes tiene la razón, este libro no será un éxito y, como no me hará ganar mucho dinero, la gente no va a tener motivos para quererme. ¡Qué le vamos a hacer!

    Intencionalmente limité el relato a mis primeros 16 años de vida, desde mi nacimiento hasta el momento cuando agradecida y agradablemente fui seducido perdiendo mi virginidad. Fue el momento cuando una bella mujer me hizo probar el fruto del bien y del mal, cuando fui expulsado del paraíso terrenal, cuando terminó mi primavera y dejé de ser un niño.

    El limitar el relato a mi infancia encierra el problema de traer a la memoria un pasado que en gran parte ya había olvidado. Pero mi verdadera dificultad, más que un asunto de olvido, consiste en no poder volver a ver al mundo de entonces como lo veía cuando tenía esa edad. Todo lo que aquí relato se basa en una memoria que en gran parte está censurada por ese extraño inconsciente que se esconde en un inaccesible lugar de mi mente y que solo permite que unos pocos fragmentos afloren a mi conciencia. Yo fui un niño demasiado encerrado en un mundo propio, muy separado de lo que ocurría en mi entorno. La mayor parte de los aconteceres que afectaban al mundo que me rodeaba se deslizaban a mi alrededor como eventos en los que yo no estaba ni involucrado, ni advertía, ni me interesaban. Viví como arrastrado por la corriente de un río al que no oponía resistencia. Por haber sido una perspectiva tan particular, tan poco expresada en recuerdos que no fueran los personales, con el paso del tiempo el mundo que tuvo ese niño se me ha hecho bastante difícil de penetrar. Además no tengo a nadie con quien comentar mis recuerdos de niñez: los que verdaderamente me acompañaron íntimamente, los que me podían haber dado claves, corregido circunstancias y aportado nuevas memorias ya murieron; me refiero a mi hermano y mi hermana; ambos, a pesar de ser más jóvenes que yo, se me adelantaron en terminar sus vidas. La verdad es que soy un sobreviviente, en cierta forma; un solitario frente a mi pasado.

    Una vez Pablo Neruda se vio obligado a escribir un poema que tituló Explico algunas cosas, en un nivel mucho más modesto; yo me veo obligado a hacer lo mismo con algo que dista de ser un poema. Temo que si no explico algunas cosas se perderá el trasfondo que me obsesionó mientras escribía lo que sigue. Como lo que trato de describir es una antigua realidad, la realidad que viví de niño, comenzaré esta historia hablando de la inmensa complejidad que encierra el concepto de lo que nosotros vemos como nuestra realidad. Para eso trataré de describir como percibimos al ambiente que nos rodea. Hago eso para resaltar cuán difícil es penetrar en las visiones del mundo que no son las nuestras, una dificultad que incluye no solo a las visiones de otras personas, sino que también a las que tuvimos nosotros mismos en diferentes épocas de nuestras vidas. Vivimos en un mundo interno que resulta en gran parte de una interpretación que hace nuestro cerebro de la verdadera realidad externa, de la realidad externa que nos es inaccesible. Es un mundo personal, único, nadie puede haber creado otro igual.

    Si no existieran los cerebros, o la inmensa diversidad de sistemas que permiten que las incontables formas de vidas que se dan en el planeta puedan interpretar y percibir el ambiente donde habitan, el mundo sería un ámbito muerto, carente de cualidades, de propiedades. Sin la interpretación de esas señales, nada tendría gusto, nada sería frío o caliente, nada sería suave o áspero, nada tendría colores, nada emitiría sonidos, nada nos gustaría, nada nos molestaría. Estaríamos en el inaccesible mundo kantiano del noúmeno, el de la cosa en sí. Los colores los vemos porque la retina capta señales electromagnéticas de diferentes longitudes de onda. Los sonidos los oímos porque los tímpanos vibran cuando son golpeados por ondas sonoras de diferentes intensidades; cuando hablamos no emitimos sonidos, emitimos ondas que el cerebro transforma en sonidos. Sin un cerebro que interprete esas señales no existirían ni los colores ni los sonidos. Todo eso y mucho más son cualidades que no pertenecen al ambiente, que no están allí como tales, son el resultado de un maravilloso proceso de interpretación que realiza el cerebro, o en otras especies otro sistema vagamente parecido, que permite la transformación de una multitud de fenómenos físicos en las sensaciones que pasan a ser el mundo personal donde esa criatura existe. La sensación de belleza y los colores de una flor o de un paisaje no están ni en la flor ni en el paisaje: están en las señales que nuestro cerebro interpreta como belleza. Nuestra percepción de la realidad no es tan diferente a la realidad que nos presenta el cine. Justin Pollard dijo: En el cine no se pretende conseguir una veracidad absoluta. Lo importante es conseguir que el público crea que está en un mundo auténtico. Kant estaría de acuerdo, por eso dijo que el mundo de nuestra experiencia no es un reflejo del mundo verdadero.

    Pero, si es nuestro cerebro el que nos crea la imagen del mundo donde existimos se hace imposible el no preguntarse: ¿como podemos distinguir lo real de lo falso?, ¿como distinguir lo que realmente es de lo que solo parece ser, de lo que inventa e interpreta nuestra mente?, ¿cómo puedo determinar cuanto de lo que creo recordar es también un invento de mi cerebro? Escribo esto para plantear esas preguntas, no para contestarlas, eso no sé hacerlo.

    En El Rey Lear Shakespeare nos dice: Lo que yo te enseñaré son diferencias. Con eso nos quiere decir que vivimos en un universo relacional, todo lo que percibimos son las diferencias y todas las propiedades que atribuimos a las entidades se originan de las relaciones que existen entre nosotros y lo que nos rodea. No hay ninguna otra cosa que se pueda situar en el sitio de otra. Es un principio de la lógica: todo lo que tiene las mismas relaciones que otra cosa, es esa cosa. Eso está muy bien descrito por Jonathan Swift cuando nos relata cómo Gulliver pasó de ser enorme entre los liliputiensas a ser minúsculo entre los gigantes de Brobdingnag.

    Espero que cuando me muera, me incineren. Yo ya no voy a tener opiniones ni gustos, ni mañas. Tal vez habrá una ceremonia; con mala suerte los presentes, si es que los hay, podrían tener que oír discursos (se llaman testimonios); aflorarán palabras, cosas para olvidar, cosas que el viento se llevará, como diría la insoportable Margaret Mitchell. El asunto es que alguien podría llegar a producir el cliché de que mi muerte deja un vacío difícil de llenar. Estaría equivocado, no habré dejado un vacío difícil de llenar, habré dejado un vacío imposible de llenar. La verdad es que nada podrá volver a tener mis relaciones, nadie podrá volver a tener mis diferencias, mi desaparición afectará a todo lo que me rodeaba. Pero antes de caer en absurdos orgullos hay que recordar que la mosca que maté también dejará un vacío imposible de llenar y lo haremos porque todas las existencias afectan a todas las otras existencias, nada aparece o desaparece separado de todo lo demás. Todo lo que se agrega y todo lo que se remueve de un sistema cambia las relaciones de todo el sistema. Basta mover un objeto para que, al cambiar sus relaciones, también cambie su descripción. Cuando matamos una mosca, hemos cambiado lo que nos rodea, el ambiente pasa a ser lo que nos rodea menos esa mosca. Es diferente, cambió. El que nos importe o no es otro cuento. Como con la mosca, cuando yo me muera la humanidad pasará a ser la humanidad menos mi persona. Nadie me podrá jamás reemplazar en el lugar que yo tuve en lo que se ha llamado el fenómeno de la vida. Cada uno de nosotros es único, irreemplazable. Todo lo que hacemos, todo lo que percibimos, es único, nadie lo puede haber hecho y nadie lo podrá hacer de nuevo en exactamente la misma forma. Con nuestra muerte desaparece un cosmos, el cosmos que cada uno de nosotros se ha creado; nadie tendrá de nuevo las relaciones y nadie va a aportar de nuevo las diferencias que cada uno de nosotros tuvo y aportó. Por lo tanto, lo que somos incluye la forma como nos relacionamos con todo lo que nos rodea.

    Aunque algunos podrían pensar que el cerebro que tuvo ese niño es el mismo que tengo hoy día, la verdad es que no es así. Con el pasar del tiempo la información que contenía el cerebro de ese niño cambió dramáticamente, con eso; también cambiaron sus recuerdos y su forma de pensar. Pero eso no fue lo único que con el tiempo cambió, también cambió el mundo que lo rodeaba y con ello el ambiente que ese cerebro infantil interpretaba. Todas sus relaciones (las diferencias del Rey Lear) han cambiado Eso nos indica que los estímulos y las interpretaciones de la mente que tuve cuando fui niño pertenecen a lo que ya se fue, a lo que hoy día me resulta tan difícil de revivir. Creo que Philip Roth se refiere a eso en el epígrafe que escogí para este escrito: Todo lo que existe es el pasado recordado, no recuperado... tan solo reactuado, pero lo que no nos dice es que es re-actuado con un libreto y un escenario diferente. Tal vez Roth debiera haber dicho re-interpretado. Eso es en esencia lo que es este escrito, una re-interpretación de lo que ese niño realmente fue e interpretó. Como todo lo que recordamos, estas memorias son una nueva versión de lo que realmente ocurrió, nunca el recuerdo puede corresponder exactamente a lo que se vivió, siempre los recuerdos son solo una aproximación, es con eso en mente que hay que entender lo que se va a leer aquí.

    Surge entonces la pregunta: ¿cómo puedo pretender, después de más de 70 años, penetrar la mente, el cosmos y las relaciones de ese niño de menos de 10 años?, ¿cómo podría escribir sobre él sin sacarlo de su contexto histórico? En realidad lo que quiero preguntar es: ¿cómo voy a revivir lo que fue la realidad de un niño que tuvo otro cerebro y que vivió en otro mundo? Lo hago perseguido por las inquietantes preguntas: ¿soy la misma persona?, o ¿somos una sucesión de personas que se deslizan por el tiempo, cada una de ellas algo diferentes a la anterior, cada una de ellas viviendo en un tiempo diferente, en una historia diferente, con gustos diferentes y con expectativas diferentes?, ¿Será el tiempo, como lo ha sostenido el físico británico Julian Barbour, solo una gran colección de momentos, una simple configuración de ellos, donde cada momento corresponde a una instantánea independiente? Julián Barbour escribe (The End of Time. The next Revolution in Physics) (El fin del tiempo. La próxima revolución en la física): El recordar el pasado es como cuando uno ordena una gran colección de fotografías, que en realidad son una colección de momentos, de instantes detenidos y aislados... las fotografías se pueden ordenar. Al hacerlo se tiene la sensación de un mundo que evoluciona en el tiempo... esa ordenación nos da un fuerte sentido de persistencia y de continuidad. Pero ello se debe a nuestra estructura mental, a nuestro cerebro.

    Como ya dije, para revivir lo que fue la realidad de ese niño tendría que usar los datos seleccionados por una memoria que ya desapareció. Nada fácil; por ejemplo, cuando tenía apenas 5 años, el año 1928, mis padres me llevaron a Europa. De ese viaje solo recuerdo un gato que flotaba ahogado en un pozo en el Coliseo de Roma y la pérdida de un perrito de trapo, como guante, donde uno metía la mano para que moviera los brazos; se llamaba Bimbo, se me cayó al Rhin y desapareció en ese río lleno de leyendas. Yo lo sentí mucho, era mi regalón. Del resto de ese largo viaje solo me quedan en la memoria imágenes borrosas que se evaporan cuando trato de enfocarlas más claramente. Estoy muy lejano de lo que le ocurrió a Proust cuando se comió la famosa magdalena que le despertó esa prodigiosa memoria. A mí no me ocurre eso, solo se me vienen a la mente episodios sin orden, revueltos, sin ilación, sin una precisa ubicación en el tiempo.

    La fragilidad de la memoria y la necesidad de verme forzado a tratar de compaginar fragmentos aislados y sin ningún orden me trae a la mente una metáfora. Pienso en lo que ocurrió en Chile a mediados del cuaternario, cuando los hielos de la época glacial ya se retiraban. En esa época el bosque que ahora llamamos valdiviano, llegaba hasta La Serena. En la medida que el clima cambiaba, triunfó el desierto, el paisaje se transformó en los restos de ese naufragio colosal, sin límites y estéril / en las arenas solitarias que se pierden en la distancia (that colosal Wreck, boundless and bare / The lone and level sands that strech far away) (Percy Bysshe Shelley, Ozymendias). Sin embargo, hubo ciertos sectores de la cordillera de la costa donde la camanchaca y, por lo tanto, la humedad, era abundante y donde el bosque sobrevive hasta hoy en sitios como Fray Jorge, Talinai, Santa Inés y la Quebrada el Tigre, vecina a Cachagua. Algo así ocurre con mis recuerdos. Lo que relato aquí se limita a esos curiosos espacios que se escaparon del desierto del olvido por razones que yo no conozco.

    En el fondo nuestras personas son nuestros recuerdos, porque es en ellos donde se guardan nuestras experiencias y nuestros conocimientos. Pero el acto de recordar y de la memoria es un asunto mucho más complejo de lo que parece. Todos nuestros conocimientos, todas nuestras experiencias, todos los nombres de las personas que conocemos, todos los números, las fechas, todo lo que hemos visto, oído, leído y sentido, toda nuestra historia y todos nuestros pensamientos, se guardan en la llamada memoria de larga duración. ¿Dónde se almacena y cómo se regula la entrega de esa inmensa cantidad de información? Yo no tengo ni la capacidad ni el conocimiento necesario para comentar responsablemente este problema, pero, como lo prueba una vasta literatura científica, el tema ha sido muy estudiado y se sabe bastante de él. Aquí solo quiero señalar dos cosas relacionadas con la memoria que a mí me intrigan poderosamente.

    Lo primero es la magnitud de la información que se almacena en el cerebro y que constituye nuestra memoria. El neurofisiólogo de la Universidad de Stanford Karl Pribram (Brain and Perception: Holomy and Structure of the Figural Processing, 1991) nos dice que en el curso de una vida humana promedio el cerebro puede memorizar alrededor de 10 mil millones de bits de información (el bit es la unidad de información propuesta por Claude Shannon). Lo que aquí me importa señalar es que es una cantidad absolutamente fenomenal. Es difícil imaginar cómo se puede almacenar tanto en un espacio tan reducido.

    Lo segundo es la fantástica rapidez con que el cerebro escanea esa información para obtener el recuerdo que se busca prácticamente sin necesidad de ocupar tiempo hurgando dentro de esa gigantesca base de datos. El cerebro escoge y asocia instantáneamente de mil maneras ese inmenso material en forma tal que cada trozo de información se correlacione inmediatamente con todos los otros trozos de información. Si yo oigo la palabra Grange, no necesito buscar más, instantáneamente y sin ningún esfuerzo mental aflora en mi mente la imagen del colegio, de mi sala de clase, del gran prado que lo rodeaba y de mil cosas más relacionadas con un momento de mi vida. Cuando escribo esto, las palabras que aquí se leen han fluido desde el sitio donde se almacenan en mi memoria en forma automática. Lo mismo ocurre cuando hablamos: en una conversación normal no hay que detenerse a buscar entre los millones de sonidos de palabras y de símbolos que almacenamos en el cerebro para encontrar las palabras que necesitamos para expresar lo que pensamos en ese momento, habitualmente ellas están allí, siempre están disponibles.

    Pero hay más, misteriosamente el cerebro separa lo que por alguna razón debe quedar oculto en lo que se ha llamado el inconsciente, de lo que aflora sin esfuerzo a la conciencia. El inconsciente contiene el grueso de los recuerdos guardándolos en un ámbito mental subterráneo y secreto que maneja a mucho de lo que somos, imponiendo su presencia en forma constante y misteriosa, controlando lo que hacemos y sentimos, incluyendo lo que ahora escribo. El inconsciente a veces aflora sin que nos demos cuenta en forma imprevista, determinando conductas, gustos, deseos, odios y amores. Además, según Freud, el inconsciente tiene la potencialidad de eliminar eventos que no nos convienen o que son demasiado estresantes emocionalmente, el fenómeno que él llamó de la represión. Hay más, el psicólogo de la Universidad de Harvard Richard McNally, sostiene que nuestra mente puede crear, sin quererlo, memorias de eventos que nunca ocurrieron y que esas falsas memorias podrían tomar una vida propia y convertirse en una falsa realidad. En nombre de todos los que escribimos recuerdos como los que escribo ahora, espero que esa idea, aun no probada y motivo de una agitada controversia, no se confirme.

    En resumen, parece que en realidad almacenamos en alguna parte del cerebro todos nuestros aconteceres y experiencias. Pero aunque hay evidencias que muestran que efectivamente nada se escapa a ese almacenamiento, parece que cuando tratamos de recuperarlo es imposible evitar el que sea editado y asociarlo mil veces con otras memorias por fuerzas internas que no controlamos. En los recuerdos, lo que realmente se regula no es el almacenamiento, es más bien el mecanismo para acceder y para entregar a nuestra conciencia el material guardado en alguna parte del cerebro. De esa edición, procesamiento, asociación, acceso y entrega es que salió lo que aquí escribí. Para hacerlo dejé que mi mente fluyera libremente sin tratar de evitar los grandes problemas que ya señalé; todos ellos se dan en este texto. Como se suele decir: Es lo que hay. Creo que, a pesar de todo, estos eventos, sin poder ser la exacta realidad, podrían ser una buena aproximación. En todo caso, creo que es algo que, a pesar de todos los problemas que encierra, solo yo podría haber escrito.

    En lo que sigue no he pretendido entregar un mensaje, por lo menos no un mensaje consciente; aunque, como me han dicho mis amigos psiquiatras, es posible que en todo lo que hacemos y decimos se encierre un mensaje inconsciente. Si eso es así, el encontrarlo va a ser una tarea tanto para el lector como para el escritor. Pero si dejamos de lado el inconsciente (lo que es probablemente imposible), creo que el mayor impulso que tuve para emprender este escrito es algo que redescubrí casi al terminarlo y que ya había leído muchos años atrás, es algo que escribió Platón en su Apología de Sócrates, en ella releí que Sócrates dijo: Una vida no reexaminada no vale la pena de ser vivida. En las postrimerías de mi vida, ya sin mucho tiempo, sigo el consejo de Sócrates y la reexamino. Habiéndolo hecho, persiste la pregunta: ¿valió la pena? Si a pesar del freno de mi consciente se me deslizó aquí algún mensaje, tal vez es el que nos daba mi madre cuando partíamos a jugar: Pórtense bien, niños.

    Con esas grandes limitaciones es que comenzaré diciendo algo de mi vida en la calle Central, el sitio donde comenzaron las memorias que puedo traer a mi mente.

    2. Mi nacimiento, la calle Central y la Plaza de Armas

    ... otro falso recuerdo

    de tu infancia, cayendo sobre esos raros sueños

    tuyos sobre ciudades a las que daba acceso

    la casa ubicua de los abuelos paternos.

    (Enrique Lihn, Nieve)

    Busqué en el Internet las efemérides correspondientes al día de mi nacimiento, el martes 4 de Diciembre de 1923; no fue un día muy interesante. Nací dos días después que el presidente de los Estados Unidos, James Monroe, declarara que: América era para los americanos, olvidando aclarar que se refería solo a los americanos del Norte, a los que hablaban en inglés. En el día 4, en la Wikipedia solo figuran tres escritores y un político; dos de ellos nacieron y dos se murieron. Entre los nacidos está el escritor argentino Arnoldo Naranjo, cuyos libros no he leído y el político Pío Cabenillas Gallas, de quien no sé nada. Otros dos escritores, en vez de nacer, murieron ese día; uno fue Maurice Barres, fascista, nacionalita, antisemita, xenofóbico y monarquista francés que no leí, y que nunca leeré; el otro escritor era español y se llamaba Jacinto Octavio Picón; por desgracia, o por suerte, nunca lo he leído. Un día antes que yo nació una cantante muy diferente a los otros acompañantes de natalicio; ella es cualquier cosa menos aburrida, desagradable o desconocida. Se llamaba María Anna Cecilia Sophía Kalogeropoulos, pero fue conocida como María Callas. Fue soprano, nació en Grecia; muy griega de aspecto físico, me recordaba a la Venus de Milo; grandes ojos negros, de carácter impetuoso y dominante. Un Zorba femenino. A pesar de ser tan griega terminó su vida siendo ciudadana de Estados Unidos. Fue muy famosa; el musicólogo Kurt Pahlen dijo de ella: Su canto semeja una herida abierta que sangra entregando sus fuerzas vitales… como si ella fuera la memoria del dolor del mundo. Tuvo un tormentoso amor con el magnate naviero griego Aristóteles Onassis, con quien vivió una tragedia griega. Finalmente él la abandonó para casarse con Jacqueline Kennedy. Junto con perder a Onassis, comenzó a enflaquecer y a perder su extraordinaria voz; así llegó al terrible día en que, cantando en La Scala de Milán en el papel de Medea en Epidauro, la pifiaron. Pocos años después, el 16 de Septiembre de 1977, murió de un ataque cardíaco. Sus cenizas fueron arrojadas al mar Egeo, al homérico mar donde navegaron los trirremes griegos que iban a invadir a Troya. Como datos agregados, el Internet nos cuenta que el día que yo nací hubo un violento temblor en Copiapó, que fue dado de baja el crucero USS Charleston y que se inauguraron los Servicios Aéreos entre Buenos Aires y Montevideo. Como dije, ese martes no fue un día muy interesante. Claro que además de las celebridades nacieron y murieron muchos billones de personas que no lograron tener vidas con los méritos suficientes como para aparecer en el Internet. Entre los que nacieron o murieron ese día 4 de Diciembre de 1923 sin merecer aparecer en el Internet estoy yo. Me acompañan muchos millones de personas que se alumbraron o se apagaron ese día, los rechazados por la Wikipedia.

    Si nos remontamos en la historia, el día 4 de Diciembre pasaron cosas más importantes que las del año 1923: inició su reinado Carlomagno (771), murió Omar Khayyam (1122), se eligió al Papa Adriano IV (1154), murió el Papa Juan XXII (1334), se clausuró el Concilio de Trento (1563), murió el cardenal Richelieu (1642), murió Thomas Hobbes (1679), murió el poeta John Gay (1732), nació Thomas Carlyle (1795), murió Luigi Galvani (1798), nació Samuel Butler (1835), desembarcaron tropas francesas en Veracruz, dando comienzo a la llamada Guerra de los Pasteles (1836), murió Piotr Ilich Tchaikowski (1836), nació Wasily Kandisky (1866), nació Rainer María Rilke (1875), nació Francisco Franco (1892), capturaron a Pancho Villa (1919), murió Hanna Arendt (1975), El Santoral del 4 de Diciembre es: San Eloy, Santa Clementina, Santo Cirilo de Filea, Santa Blanca de Castilla.

    Para el horóscopo occidental soy Sagitario, aunque creo que la verdadera fecha que marca el comienzo de mi existencia ocurrió nueve meses antes en circunstancias que por supuesto nunca se me contaron. Si, como dicen mis cálculos, fui concebido en Marzo, resulta que soy Piscis. Pero la verdad es que no creo que los astros se hayan preocupado mucho por mi nacimiento. En todo caso, para el horóscopo chino soy del año del cerdo o del jabalí (yo prefiero el del cerdo; me resulta más simpático).

    Lo que es claro es que nací por una gran casualidad. Le debo mi vida a una piedra en un sendero sureño. En diciembre de 1922, en el sur de Chile, mi madre, acompañada de mi padre, bajaba hacia un río por una estrecha y bella senda que cruzaba un bosque; estaba embarazada y como no vio a mi piedra, tropezó con ella. Mi piedra la esperaba agazapada para otorgarme el inefable milagro de la vida, mi madre cayó mal y, a consecuencias del golpe, abortó al ser que iba a impedir que yo existiera. Unos tres meses después, en Marzo según mis cálculos, mi madre estaba embarazada de nuevo y esta vez era a mí a quien encerraba en su útero. Yo reemplacé al hermano o a la hermana que no tuve.

    Como en esos tiempos se nacía en la casa, yo nací en una casa de la calle Agustinas. Esa casa no era de mis padres, era de mi abuelo, que vivía en una gran casona situada justo al frente de la nuestra. Para ir a ver a mis abuelos solo teníamos que cruzar la calle. La casa que mi abuelo les prestaba a mis padres, la de mi nacimiento, estaba en el sitio donde ahora se encuentra el Ministerio de Relaciones Exteriores, que antes fue el Hotel Carrera. En la calle Agustinas casi esquina con Teatinos. Muy cerca de La Moneda, donde yo solía ir a jugar y a ver películas invitado por mi primo Arturo Matte Alessandri, nieto de don Arturo Alessandri, que entonces era presidente. Yo no sabía nada de política ni de lo que significaba ser presidente. Para mí el Palacio de La Moneda era una casa que en una forma más bien vaga tenía algo que ver con mi primo Arturo, nada más. Los domingos solía ir a La Moneda porque ese día, en una sala especial y junto con los otros nietos de don Arturo, nos exhibían películas de Laurel y Hardy, Chaplin, Buster Keaton y Harold Lloyd. También jugábamos a las escondidas en sus laberínticos corredores. El palacio se llenaba de gritos y de niños corriendo.

    Viví muy pocos años en la casa de la calle Agustinas y yo era tan niño que prácticamente no recuerdo nada de ella. Tengo unas fotos tomadas en esa casa donde se ve un salón que era más bien un patio cerrado, de paredes blancas con molduras oscuras y una especie de vereda que lo bordea. Las puertas de las habitaciones se abrían a esa vereda. El suelo parece haber sido de baldosas lisas, casi como ladrillos; ciertamente no era de madera. El techo del living (patio cerrado) era casi transparente, formado por paneles de vidrio; debía sonar bonito cuando llovía, pero también tendría que ser muy frío en invierno y muy caluroso en verano. En esas fotos aparezco vestido de marinero, con un gorro que decía Almirante Latorre y con una canoa en el suelo delante de mí; me veo monono. En otra fotografía estoy vestido con una especie de piel blanca y peluda que no tenía mangas y no cubría nada de los muslos. Era una moda extraña, podría haber sido el hijo de un Tarzán del Ártico criado por osos polares en vez de gorilas. Debo haber dejado a todos los que me tocaban llenos de pelos blancos. Pero no recuerdo nada de lo que allí se muestra, solo lo veo en esas fotos.

    En otra foto que el tiempo ha tornado de color sepia, me encuentro en un cojín en el suelo de baldosas del living. Soy un recién nacido, con no más de dos o tres días de existencia. Como todos los recién nacidos, nací idiota. Si es que pensaba lo que pasaba por mi mente era un mínimo, nada interesante, era un mundo dominado por sensaciones, la de hambre, la de sed, la de los flatos, los cólicos, las cacas y los pipíes. Cuando nací no entendía nada, no comprendía nada de lo que veía, de lo que quería, de lo que oía, de lo que sentía. No sabía donde estaba, mucho menos para qué estaba donde estaba, pero eso último no lo he sabido nunca ni hoy día de viejo. En mi mente solo cabían los mínimos instintos que se necesitaban para sobrevivir y, como en ella no había palabras, nada tenía nombre y yo era incapaz de formular un pensamiento. Debo haber visto y sentido lo que me rodeaba como un confuso conjunto de estímulos incomprensibles. Solo podía comunicarme con el llanto y con movimientos incoordinados de las extremidades, aun no había llegado al momento donde comenzaría a ser capaz de producir una sonrisa. Era una sobrevivencia muy precaria, enteramente dependiente de los cuidados de otras personas. Al nacer, los seres humanos somos muy inferiores a la mayor parte de los otros mamíferos que, desde el primer día de vida, se

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