Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La cultura como reserva india: Treinta y seis años de políticas culturales en Galicia
La cultura como reserva india: Treinta y seis años de políticas culturales en Galicia
La cultura como reserva india: Treinta y seis años de políticas culturales en Galicia
Libro electrónico777 páginas11 horas

La cultura como reserva india: Treinta y seis años de políticas culturales en Galicia

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

De una cultura que tras cuarenta años de vacaciones democráticas legitimó simbólicamente un sistema autonómico muy débil y excluyente con el nacionalismo, pasando por una espectacularización cultural que legó megaproyectos delirantes como la Cidade da Cultura, o la catástrofe del Prestige que dio lugar a la Plataforma contra a Burla Negra, la cultura en Galicia se ha visto sometida a continuos vaivenes debido a su institucionalización. La cultura como reserva india examina la existencia o no de políticas culturales gallegas desde 1981 hasta la actualidad a través de factores determinantes como: el conflicto identitario, la necesaria feminización o la hipótesis de una Cultura de la Transición de Galicia (CTdGa).
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 ago 2018
ISBN9788417236434
La cultura como reserva india: Treinta y seis años de políticas culturales en Galicia

Relacionado con La cultura como reserva india

Libros electrónicos relacionados

Política para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para La cultura como reserva india

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La cultura como reserva india - Jorge Linheira

    Primera edición digital: septiembre 2018

    Campaña de crowdfunding: Raúl Gil

    Imagen de la cubierta: Ciudad de la Cultura de Galicia

                Ramon Espelt Photography | Shutterstock.com

    Corrección: David García y Juan F. Gordo

    Revisión: Patricia Á. Casal

    Versión digital realizada por Libros.com

    © 2018 Jorge Linheira

    © 2018 Libros.com

    editorial@libros.com

    ISBN digital: 978-84-17236-43-4

    Jorge Linheira

    La cultura como reserva india

    Treinta y seis años de políticas culturales en Galicia

    —Mañán tocan proteínas e omegha tres.

    —Eu se non tocan París de Noia non salgho da casa.

    O Bichero

    Índice

    Portada

    Créditos

    Título y autor

    Cita

    Prólogo. Por José Precedo

    1. Introducción

    2. Coordenadas sociohistóricas de la política cultural en Galicia

    2. Bis. Una gran «Burla Negra»: revolución cultural en torno a la catástrofe del Prestige

    3. La periodización de la política cultural en Galicia

    4. Los elementos estructurales de la política cultural en Galicia

    5. Los cinco ejes discursivos de la política cultural gallega. Eje I: democracia cultural, democratización cultural y espectacularización cultural

    6. Los cinco ejes discursivos de la política cultural gallega. Eje II: cultura contrahegemónica, cultura hegemónica y cultura hegemónica coercitiva

    7. Los cinco ejes discursivos de la política cultural gallega. Eje III: intervención y no intervención

    8. Los cinco ejes discursivos de la política cultural gallega. Eje IV: nacionalismo, galleguismo, regionalismo y nacionalismo banal

    9. Los cinco ejes discursivos de la política cultural gallega. Eje V: entre el ecosistema cultural y el capitalismo cultural

    10. Actores del ecosistema cultural gallego: tercer sector, obra social, fundaciones, políticas sectoriales y debilidad de las industrias culturales

    11. La no vertebración del ecosistema cultural gallego

    12. Resultado y conclusiones

    Bibliografía

    Webgrafía

    Índice de nombres y palabras clave

    Mecenas

    Contraportada

    Prólogo

    Por José Precedo

    Al cierre de esta edición el Gobierno de Alberto Núñez Feijóo ultima la plantación de miles de árboles en el Bosque de Galicia para allanar el camino a pie desde el centro de Santiago a la cima del Monte Gaiás y dinamizar ese macroproyecto que el anterior expresidente de su partido, Manuel Fraga, ideó sin límite de gasto, presente ni futuro, y que fue bautizado como Cidade da Cultura.

    Colocar 12.000 unidades de especies autóctonas y una luminaria cada diez metros, «balizas formadas por una carcasa de fundación de aluminio con acabado en pintura gris grafito», según los papeles que la Xunta de Galicia mandó a los medios, costará 600.000 euros de dinero público. 600.000 euros, más.

    Unos meses antes de que las galeradas de este libro se mandasen a imprimir, los periódicos publicitaban la inversión que el Ministerio de Fomento iba a llevar a cabo para enlazar el macrocomplejo arquitectónico con la Autopista del Atlántico AP-9. En total, 3,9 millones. 3,9 millones, más.

    Veinte años atrás, cuando surgió la idea, el sempiterno presidente gallego había desterrado cualquier asomo de crítica desde la prensa —que su Gobierno regaba abundantemente con los presupuestos públicos—. Iba a ser la última de sus grandes obras y no se admitían polémicas.

    El gigantesco monumento encargado al arquitecto Peter Eisenman, cuya pronunciación se esmeraba en enseñar Fraga a los periodistas en las ruedas de prensa, jamás fue objeto de un debate público en el momento en que fue concebido. Tampoco es que en aquella época, como ahora, se estilasen mucho en Galicia las controversias sobre los planes del Gobierno. Y eso a pesar de que la densidad de periódicos por habitante podría competir con los países más desarrollados del planeta.

    Dos décadas después de aquellos días de vino y rosas, las administraciones siguen gastándose millonadas para lograr que alguien suba a la Cidade da Cultura. A pie —invirtiendo en sendas peatonales—, en coche propio —con enlaces a la misma autopista desde la que puede verse el esqueleto inacabado de Eisenman— y en los autobuses públicos que suben la colina vacíos. Hubo incluso una propuesta para pagar que los visitantes pudieran llegar también por aire. Pero el proyecto que apadrinó el PSOE, con el alcalde de Santiago, Xosé Sánchez Bugallo, a la cabeza, para diseñar un teleférico que conectase el monte Gaiás con las piedras del casco histórico de la capital no logró demasiados adeptos y sigue durmiendo en el cajón de algún despacho.

    La historia de cómo se fueron tramitando las partidas hasta convertir esa gigantesca maqueta en un saco sin fondo que ha engullido millones de euros sin que ni siquiera se hubieran completado los planos originales del monumento merecería un libro aparte. Y, ya que estamos, el relato de cómo el periodismo trató esta mastodóntica chapuza podría alimentar una entretenida secuela.

    En esa oda al despilfarro han confluido varios fenómenos sin los cuales resultaría imposible entender la política cultural (y probablemente cualquier otra) de las últimas tres décadas en Galicia. Entre las administraciones y sus acciones culturales han mediado siempre los grandes grupos de comunicación, que durante largas décadas han sido amamantados precisamente por la Consellería de Cultura y —su apellido eufemístico de entonces— Comunicación Social. A fin de cuentas, el dinero salía del mismo presupuesto.

    Esta idea, como casi todo en la Galicia de los últimos 30 años, fue también de Fraga. Dentro de sus personalísimos nombramientos —su poder ilimitado solo debía respetar el equilibrio de fuerzas entre las provincias y sus correspondientes baronías— decidió entregar en 1997 la cartera de Cultura a un hiperactivo periodista afecto al régimen franquista, exdirector de El Imparcial y que brindó por los golpistas el 23-F.

    Jesús Pérez Varela llevaba más de un lustro practicando la política del palo, la zanahoria y las subvenciones públicas a la prensa gallega desde que en 1990 asumió las competencias de Comunicación de la Xunta y del Partido Popular, si es que fuesen —entonces y ahora— cosas distintas.

    Corría aquella era en que el PP se había erigido en una especie de PRI que lo controlaba todo: desde las directivas de los equipos de fútbol de regional, a las comisiones de fiestas en las aldeas, pasando por las cofradías de pescadores. Una efectivísima coalición de intereses conocida como la pax fraguiana que muy pocos se atrevieron a cuestionar (y los que lo hicieron pagaron un alto precio profesional y personal).

    Para casi todo lo que interesaba al Gobierno había dinero. Los presupuestos de la Consellería de Cultura medraron año a año hasta llegar a los 305 millones de euros del año 2005. Y cuando faltaban fondos públicos, ahí estaban las cajas de ahorros, la del sur, Caixanova, y la del norte, Caixa Galicia, para echar una mano a los gestores de la Administración, con quien tan buenas migas hicieron hasta el final de sus días.

    La mansedumbre de unos medios de comunicación que salvo excepciones decidieron no importunar al poder explica bien por qué nadie cuestionó la idea original de la Cidade da Cultura. Y es la misma razón por la que tampoco nadie puso pegas a la multiplicación irracional de casas da cultura, auditorios, museos y centros de interpretación sin ton ni son. Si la metáfora del autor del libro que alude a la Cidade da Cultura como un aeropuerto sin aviones vale, sería injusto obviar que a lo ancho y largo del país proliferaron también multitud de pequeños aparcamientos sin coches.

    El «mausoleo» del Gaiás, como se bautizó muy oportunamente cuando Fraga ya había perdido las elecciones de 2005, no fue más que un espejo de realidad aumentada de todo lo que había aflorado por decenas de municipios de la costa y del interior.

    No hay que olvidar que el PP gallego era —y es— un partido de alcaldes y no hay nada que guste más a un alcalde que comparar sus obras con las del ayuntamiento de al lado. Y si de paso las licitaciones iban dejando algo de negocio en algunas de las constructoras sospechosas habituales que —oh, sorpresa— reservaban un porcentaje del presupuesto a anunciar en prensa sus inigualables infraestructuras, podría darse el círculo por cerrado.

    Cómo dotar de contenido —no digamos de una cierta unidad de discurso— a esas moles desperdigadas por el territorio nunca se consideró tarea de la Administración Pública que frecuentemente daba por rematado su trabajo con los pinchos y la carpa inaugural.

    Si la política cultural del fraguismo desde la Xunta no se ocupaba de eso, para qué remover lo de las diputaciones: Romay Beccaría y Francisco Cacharro al norte, que limitaron al sur con Cuiña y Baltar (este último precursor de una saga que alcanza hasta nuestros días) amplificaron esa política de paz por favores que en algún caso llega hasta nuestros días. Y ahí está el edificio Simeón en Ourense con sus treinta y tantos porteros en nómina como otro de los exponentes de aquella época.

    De aquellos maravillosos años de populismo regionalista quedó la anécdota que alimentó las chanzas de una izquierda —fracturada entonces, como hoy, en pequeños minifundios personalistas— que lo poco que se permitía era hacer caricatura del fraguismo y de sus personajes más grotescos. Resultó que Pérez Varela a punto estuvo de hundir su carrera ahogado en su propia propaganda durante uno de esos Xacobeos que había ideado con notable éxito de crítica y público el conselleiro Víctor Manuel Vázquez Portomeñe (retratado como el señor que decía «todo, estupendo» a Fraga en el libro Galicia, Galicia, de Manolo Rivas).

    Uno de los actos propagandísticos de Pérez Varela, valga la redundancia, pasaba por que los medios públicos retransmitiesen en directo la compra de las entradas de los festivales de ópera. Con su desparpajo habitual, el conselleiro de Cultura dijo a una reportera de la Radio Galega que en esa edición tenía especial curiosidad por ver actuar a «una cantante gallega llamada Carmiña Burana».

    Aquellos chistes de la izquierda sobre la intelligentsia cultural del fraguismo fueron replicados con otro baño de realidad de Pérez Varela a sus críticos. No se trataba tanto de conocer a los artistas, explicó a la prensa: «Lo que me interesa es que este me va a meter 20.000 merluzos en un concierto».

    Sería injusto decir que la frase retrata la política cultural del PP gallego porque va más allá y permite conocer la filosofía de miles de ayuntamientos en toda España, independientemente de las siglas del concejal de cultura.

    El Xacobeo de la Xunta, uno de los experimentos más notables desde el punto de vista turístico y económico, se planificó siguiendo esa máxima. Supiera o no Pérez Varela el nombre de los artistas, por Santiago pasaron los Rolling Stones, Springsteen, B. B. King, Prince, The Cure, Red hot Chili Peppers… y también Julio Iglesias, quien por hacer de embajador del evento cobró 300 millones de pesetas (de los de 1993).

    Célebre fue la foto de Manuel Fraga, ya mayor, con un bastón en el Monte do Gozo en 2004 acudiendo a un concierto de Bob Dylan. El veterano dirigente conservador explicó después a los medios que a la actuación de Dylan había ido «como sociólogo».

    Esa política de titulares y «merluzos» en conciertos, o viceversa, marcó el fraguismo hasta su final. Y no se puede decir que los gobiernos de las siete ciudades, a menudo en manos de la izquierda, trazasen una alternativa conjunta a los planteamientos del Gobierno gallego. Cada ciudad, como por otra parte es lógico, hizo la guerra por su cuenta, algunas con iniciativas de indudable interés. El paso del PSOE y BNG por las diputaciones tampoco dio oportunidad para que la sociedad visibilizase políticas muy diferentes.

    Sí hubo un intento a partir del verano de 2005, con la derrota del Partido Popular, y la entrada del bipartito en San Caetano. La cartera de Cultura se la reservó el BNG que a las primeras de cambio vio caer sobre el Gobierno el peso de la Galicia más conservadora. La asistencia de una delegación con un centenar de artistas, músicos y escritores a la Feria Internacional de La Habana —en cuya edición Galicia iba a tener un papel preponderante— suscitó uno de esos escandalillos que perduran en el imaginario colectivo. La misma prensa que había tolerado sin rechistar despilfarros de cientos de miles de millones de pesetas durante 16 años se aferró a un albarán de 300 mojitos (consumidos entre toda la expedición que voló a Cuba) para denunciar que la Xunta había caído en manos de peligrosos manirrotos de izquierdas.

    Que la vara de medir no iba a ser igual lo supo muy pronto también el presidente de aquel Gobierno, Emilio Pérez Touriño, que vio desatarse contra él una furibunda campaña encabezada por La Voz de Galicia si no frenaba en seco la Cidade da Cultura. Sí, la misma sobre la que los medios habían pasado años callados cuando se comprometían todas las partidas presupuestarias. Célebres fueron aquellas crónicas que incluyeron infografías sobre cuántas ambulancias podía comprar la Administración con el dinero del «mausoleo» de marras. Toda la política cultural de la Xunta bipartita estuvo marcada por esa hipoteca heredada del fraguismo. Ante el ruido insoportable, el presidente Emilio Pérez Touriño mandó parar después de que su gabinete decidiese cambiarle los usos (en caso de que tuviesen alguno) y los nombres a los edificios de Eisenmann.

    En ese contexto, hubo intentos de la conselleira de Cultura, Ánxela Bugallo, para poner las pilastras de unas políticas de país que frenasen la inercia de las décadas anteriores. La bronca en la prensa no impidió aflorar ciertas iniciativas interesantes y un modo más democrático de encarrilar las relaciones entre el poder y los actores culturales. Se puso orden en la multiplicación de entes públicos y se trató de objetivar el reparto de subvenciones en el ámbito cultural.

    Pero tres años pasan corriendo y el ambiente general ya era demasiado adverso en la gestión del día a día como para intentar revoluciones en el campo de la cultura.

    Cuando regresó el Partido Popular a la Xunta de la mano de Alberto Núñez Feijóo, ya se trataba de un PP distinto que ni siquiera demostró el apego por la lengua de los años del fraguismo. En su carrera hacia el poder el candidato de la nueva derecha se hizo acompañar de algunos sectores especialmente reacios a todo lo que tenga que ver con la lengua y la cultura propias. Su campaña dio pábulo a las protestas de un pequeño colectivo denominado Galicia Bilingüe, muy amplificado por un sector de la prensa conservadora, y que rechaza todo lo que tenga que ver con la discriminación positiva del idioma o la cultura de aquí.

    Su primera batalla la dieron Feijóo y Galicia Bilingüe contra el decreto del plurilingüismo que trataba de garantizar que en las aulas se impartiesen la mitad de asignaturas en cada uno de los dos idiomas oficiales. Metido en esas guerras y con un sector del partido marcando distancias contra todo lo que sonase a galleguismo, el nuevo presidente decidió entregar la cartera de Cultura a un diplomático cosmopolita que llevaba años despegado del territorio. Al poco de aterrizar, Roberto Varela, un tipo culto y de trato amable, proclamó en un acto que la cultura gallega estaba ensimismada. Once premios nacionales y la oposición en pleno pidieron su renuncia. La primera polémica está servida.

    Varela sobrevivió tres años al frente del departamento la época de los recortes con un presidente del Gobierno que presumía de ser un alumno aventajado de la austeridad que venía y que nunca situó la cultura como una de las prioridades de su mandato.

    Con menos dinero, un partido que siempre desconfió de su condición de independiente en el Gobierno, y las tesis de un presidente alejado de cualquier cosa que pudiera sonar a galleguismo, Varela abandonó la cartera sin dejar mucha huella, si bien intentó reconciliar a su departamento con los popes de la cultura gallega, con los que al menos mantuvo una relación cordial.

    En 2012 se fue por donde vino, camino de una embajada, esta vez en Uruguay, y le sustituyó en el puesto el que hasta entonces era titular de Educación, Jesús Vázquez, hoy alcalde de Ourense.

    La gestión de Vázquez, que firmó la amputación definitiva de la Cidade da Cultura sin los dos últimos edificios previstos por Eisenmann, y de su sucesor, Román Rodríguez, está marcada por el perfil bajo de una cartera, que el presidente Feijóo siempre consideró una maría.

    La era de vacas flacas, que desde la caída de Lehman Brothers le ha tocado vivir a las administraciones públicas en España, ha supuesto tijeretazos en el apartado de Cultura de todas las instituciones públicas. Feijóo que ha protagonizado algunas anécdotas notables en este campo —en una rueda de prensa en la que le preguntaron por la prohibición de los toros decretada por la Generalitat dio por hecho que el pintor Pablo Picasso era catalán— ha demostrado en sus ocho años de presidencia estar más interesado en el turismo. El argumento de que esta actividad centra el 11 % del PIB gallego ha servido para justificarlo todo. De las arcas públicas bajo su mandato ha manado dinero para un videoclip de Enrique Iglesias cuya productora ingresó 302.500 euros con el argumento de que las descargas en internet iban a suponer un incremento del turismo. La excusa ya había servido dos décadas atrás para pagar a su padre 300 millones de pesetas, como ya se había dicho. El caché de los Iglesias, al menos en cuanto a ayudas públicas, se ha reducido ostensiblemente estos últimos veinte años.

    La filosofía ha calado y desde la Diputación de Ourense Baltar hijo, Xosé Manuel, su actual presidente, también ha decidido cofinanciar un vídeo de Alejandro Sanz para que en sus imágenes aparezca el monasterio de Oseira. La cifra oficial que se ha facilitado es más modesta: la institución provincial abonó algo menos de 5.000 euros. Y Baltar se muestra encantado de que la canción acumule 17 millones de reproducciones en YouTube.

    Qué porcentaje de los fans de Enrique Iglesias y Alejandro Sanz se han lanzado a visitar Galicia gracias a esas aportaciones públicas es algo que de momento nadie ha medido. La tesis ya se había ensayado para justificar el pago de fondos de la Xunta a la visita del Papa. Feijóo anunció entonces que tendría una audiencia de 1.000 millones de personas y que la proyección de la Comunidad se vería en todo el mundo. Esas políticas públicas que parten del supuesto de que la gente organiza las vacaciones en función de los fondos de los vídeos musicales de Enrique Iglesias o del recorrido del papamóvil no están suficientemente testadas.

    A diferencia de lo que sucede con el turismo, que siempre ha sido visto en la Xunta como un elemento clave para la economía de la comunidad, el PP de Feijóo sigue tratando a la cultura —y su industria asociada— con esa desconfianza tan propia de la derecha española que ve a algunos de sus representantes como enemigos.

    Del otro lado, las industrias culturales se esfuerzan en subrayar su contribución al PIB y los más de 23.000 empleos que soportan en Galicia. Aparte de ciertos apoyos al sector audiovisual, a menudo asociados al motor que representa la Compañía Radio Televisión de Galicia, no puede decirse que el Gobierno gallego haya impulsado una decidida apuesta en el campo cultural, que en España representa un 3 % del PIB y en países de nuestro entorno como el Reino Unido, aproximadamente el doble.

    Actores como las diputaciones provinciales (tres de ellas ahora gobernadas por la izquierda) igual que los ayuntamientos de todas las ciudades salvo Ourense, siguen sumidos todavía en la espiral de recortes y tampoco han recogido ese testigo… ni tiene pinta de que vayan a hacerlo a corto plazo.

    De todo lo anterior va el libro que ahora arranca. De esa reserva india, de la ausencia de políticas de país, de cuarenta años de vaivenes culturales, de contar «merluzos» en conciertos multitudinarios y de una acción cultural concertada que sigue esperando gobierno en pleno siglo XXI.

    1. Introducción

    El presente estudio tiene por objeto llevar a cabo un acercamiento a la realidad de las «políticas culturales» en Galicia desde 1981. A partir del mismo, y de los marcos explicitados para la investigación general de las políticas culturales en el Estado español, nos proponemos trazar un mapa básico de la configuración de la «política cultural gallega» centrada en la política autonómica, pero sin olvidar su influencia con y para el marco estatal, autonómico y local. Atenderemos a su desarrollo histórico y analizaremos si se ha confirmado como un sistema cultural dotado de una dinámica propia y singular, diferenciado dentro del sistema de política cultural del resto del Estado español.

    Por otra parte, el libro hace un estudio de la «política cultural» atendiendo a la diversidad de actores que participan en ella, las diferentes dimensiones y sectores de intervención de la «política cultural», los ejes transversales y el marco regulativo que configura su desarrollo, así como el marco político e institucional con el que se relaciona a nivel estatal. El análisis presta especial dedicación al impacto de la consolidación del gobierno autonómico como institución central en el nacimiento de la «política cultural». Por comodidad, dejaré de escribir política cultural entre comillas aunque denominar como tales ciertas medidas y mecanismos deba considerarse una injuria.

    La política cultural, a pesar de ser un área relativamente indefinida de intervención pública por la multiplicidad de objetivos y legitimaciones discursivas, lógicas e instrumentos de intervención, puede ser analizada como un sistema estructurado de interacciones —influencia, financiación y conflicto— entre actores de diverso tipo y dimensión (Rodríguez Morató, 2012). Una de las tradiciones de las políticas culturales más extendidas, y cuyo arranque en Galicia coincide con el inicio temporal de nuestra investigación, es que la cultura es un derecho garantizado para la ciudadanía. Un derecho que se encuentra recogido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en el artículo 44 de la Constitución Española.

    En estos dos años y medio de trabajo, hemos conseguido realizar una radiografía innovadora e inédita de la política cultural gallega, y que cuenta con abundante trabajo de campo. Uno de los principales problemas a los que se enfrenta la cultura es la delimitación conceptual del término, toda vez que no existe una definición unitaria. Predomina una interpretación libre de la misma, tanto de su contenido como de sus alcances, la cual aparece ligada a las preferencias ideológicas de los responsables de la administración pública que determinarán, en última instancia, la política cultural que se genere. Debido a ello, me gustaría destacar el mapeo realizado en los capítulos centrales de las distintas visiones de las políticas culturales a través de cinco ejes básicos (figura 4).

    Desde el año 2012, con la publicación de un artículo coordinado por Xesús Lage —profesor de la Universidad de Vigo—, formando parte de un monográfico extraordinario de la Revista de Investigaciones Políticas y Sociológicas (RIPS), no existe ningún trabajo específico de mayor o menor volumen sobre la política cultural gallega. Anteriormente, existió un mayor número de trabajos, realizados principalmente por el sociólogo y exdirector del Observatorio da Cultura Galega, Xan Bouzada. Por desgracia, el mentor de Xesús Lage, y todo un referente en el estudio de las políticas culturales en el Estado español, fallecía en 2008.

    Por ello, este trabajo pretende, sin ánimo de exhaustividad, hacer una contribución pionera por su alcance temporal —últimos treinta y seis años— y geográfico, cubriendo de esta manera la oquedad hallada en este ámbito. Más si cabe, vemos necesaria esta investigación en un momento previo en el que se produce una progresiva y mínima incorporación de la cuestión cultural a la agenda política, pese a ello, en la política todavía se habla poco de cultura, y desafortunadamente cuesta no percibir la cultura en el Parlamento de Galicia como un asunto periférico o cosmético. Creemos que la cultura puede ser vista como una estrategia adecuada para promover el desarrollo de una comunidad, donde la política cultural deja de ser entendida como un simple ornamento de la acción gubernamental, o como respuesta para satisfacer requerimientos específicos de determinados grupos de creadores y demandantes de cultura, y lograr de esta manera convertirse en un elemento sustancial de las políticas públicas.

    Pese a que en la política todavía se habla poco de cultura, los debates culturales han dejado de ser un espacio reservado a una minoría ilustrada o un campo cerrado de especialistas en el que los intelectuales ejercían de portavoces. Desgraciadamente, cuando hemos encontrado la política cultural en el centro del debate social y político, a menudo ha sido de manera un tanto deformada, con apariencia de las denominadas «guerras culturales»; resulta significativo que los medios de comunicación tradicionales y especialmente en los nuevos medios digitales «política cultural» y «guerra cultural» figuren ya entre los apartados o las palabras clave de búsqueda, lo que revela que estos temas se han convertido en objeto de debate público (Revista Debats, Vol. 130/2, 2016). Por otra parte, no han faltado quienes, desde posiciones próximas a la llamada nueva política y el movimiento indignado, han realizado apelaciones a repolitizar la cultura (Barbieri, 2012), a mostrar como desde determinados sectores se exigen nuevas modalidades de interlocución con las administraciones (Rowan, 2016), o a convertir la política cultural en una herramienta de transformación social. En el Estado español, ello se enmarca en una crisis de la legitimidad del «régimen del 78» y del marco cultural que creó lo que se ha calificado como la CT, o Cultura de la Transición (Martínez, 2012).

    Este trabajo surge de la voluntad de erigir un contramodelo historiográfico que desborde el discurso académico e institucional hegemónico, contribuyendo al asentamiento de algunas bases de reconstrucción de una posible esfera pública cultural crítica. Por lo tanto, no pretendemos que este sea un estudio académico al uso, aunque sí tiene mucho de academicista e histórico, ni haremos historia a la manera de alguien que trabaja para el Estado. No es un trabajo auspiciado por una universidad o el Consello da Cultura Galega —los cuales son interesantes y muchos de ellos hemos consultado—, por lo que buscaremos darle visibilidad a otro tipo de acontecimientos y perspectivas. Y tampoco aspiramos a construir ningún nuevo consenso sobre el pasado.

    Aspiramos a evaluar los objetivos, contenidos y resultados de las políticas culturales en Galicia, sin olvidar que estamos en una nación sin estado perteneciente al Estado español, por lo que en muchas ocasiones estará influido por lo que sucede en la política y cultura a nivel estatal. Un estudio, cuyas conclusiones ayuden a poner en valor y reflexión un ámbito que, en muchas ocasiones, se deja en segundo plano en los objetivos de gestión de los diferentes gobiernos.

    Esta obra parte, evidentemente, de una selección de acontecimientos y conforma un libro orgánico que conecta muchas experiencias distintas. Hemos configurado un paisaje con políticos, profesionales, espacios y experiencias que reconocemos incompleto, una perspectiva en la que siempre permanecerán sombras, territorios oscuros, aberraciones y partes mal enfocadas. Durante esta travesía, nos hemos percatado de que el oficio de investigador-relator está persistentemente atravesado por la tensión existente de imponer un sentido a los hechos que se seleccionan. A un elevado porcentaje de la población le gusta hablar de cultura, por lo que confiamos en que las previsibles imprecisiones creadas en el relato sean tenidas en cuenta como un convite a tomar la palabra y seguir escribiendo esta interesante e inagotable compilación de historias. El pasado no es de los historiadores, sino de todo el mundo que tiene capacidad de aportar algo interesante, y en ocasiones con aspectos nuevos o no escuchados.

    Hay que construir cosas nuevas, pero no hay que construirlo todo de nuevo; y, además, no es muy prudente crear de la nada sin haber entendido en toda su complejidad cómo hemos llegado hasta aquí. Por lo tanto, en el libro abordaremos tanto buenas como malas prácticas, porque llegó el momento de no continuar contribuyendo a la proliferación de maneras de hacer negativas y comenzar a sacar a la luz muchas de las informaciones más allá de pequeños círculos. La transferencia de buenas y malas prácticas es necesaria, hay que tener enfoque histórico para, entre otras cosas, no repetir los mismos errores. Como generación, en este trabajo de crítica del presente y de nuestro pasado —desde los años setenta— que estamos haciendo y que debemos llevar a cabo, tenemos que estar a la altura de nuestra crítica. Esperamos lograrlo.

    Podemos decir que en este trabajo, nos movemos en lo que Jameson definió como «enclave utópico»[1], pero fluctuando siempre entre la idealidad y la realidad. En la idealidad situaríamos nuestro discurso sobre la política cultural, donde incluso podríamos decir que nuestro modelo cultural dependería del sistema educativo, el binomio educación-cultura es la clave para hacer posible una sociedad en la que el conocimiento y la permanente socialización de las habilidades de aprendizaje se convierten en la clave del progreso social y el capital social más relevante. Educación y cultura son dos palabras cargadas de significados comunes y necesariamente convergentes, que simbolizan una realidad indisociable y dinámica para la construcción individual y colectiva de la persona. Pero aunque nos movamos por este plano de la idealidad, la realidad nos lleva a otro estadio, y este apela a que en muchas ocasiones las políticas culturales tienen que ver con el uso que se hace desde las instituciones públicas de los recursos públicos para el beneficio de ciertos clientes y praxis, con el fin último de sostenerse en el poder.

    A día de hoy las políticas culturales se desarrollan en condiciones económicas capitalistas, en las que siempre el poder económico supera con mucho al poder político. Por ello, hay que recordar que la cultura no es un lujo, y que unas políticas culturales democráticas reales deberían contribuir de forma decisiva a la cohesión social. Son políticas sociales en sentido estricto. Y es que para una parte de la sociedad gallega, la apuesta por la cultura siempre ha sido una opción imprescindible. Esperamos, por tanto, que este trabajo sirva de algún modo para pensar qué alternativas existen tanto para las políticas culturales como para nuestras administraciones sobre lo común en la coyuntura perenne de quiebra sistemática en la que nos encontramos.

    A lo largo de todo el libro varios conceptos estarán presentes y relacionados, sobre todos ellos la existencia o no de una Cultura de la Transición de Galicia (desde ahora CTdGa) será de gran importancia, y además de ocupar un epígrafe para su teorización estará muy presente en otros. Con esta hipótesis, procuramos mostrar en qué sentido las instituciones culturales y políticas —en el contexto gallego del marco de la autonomía— jugaron un papel clave en la articulación de «lo posible» desde 1975, y como esto fue cuestionado en los últimos años. A grandes rasgos, identificaríamos la hipótesis de una CTdGa con el régimen cultural organizado alrededor de ese mundo conocido como el «fraguismo», entendido como cultura política postdictatorial, evidentemente autoritaria y vinculada con una manera de hacer y pensar enraizada en la dictadura pero sucedida con posterioridad no sólo a los cuarenta años de tiranía, sino también a las experiencias transicionales. Por lo tanto, la CTdGa no se haría cargo de los potentísimos proyectos políticos y sociales sucedidos en la Galicia de la Transición, como pueden ser el carnaval de los pisos de Compostela en otoño de 1979, o las diversas movilizaciones producidas con anterioridad: la movilización del campo gallego contra la Cuota Empresarial de la Seguridad Social Agraria (CESSA), en Xove para protestar contra la instalación de una central nuclear, en Carballo a favor de la recuperación de las marismas de Baldaio o las luchas civiles y ecológicas en el conflicto de As Encrobas; toda una serie de experiencias que arrancan en Vigo en septiembre de 1972 con dos semanas de huelga general que paralizarían toda la comarca, continuando en 1973 con las huelgas de Ferrol y que van a colapsar a mediados de los ochenta. Con el concepto de la CTdGa no buscamos un «hombre de paja»[2] al que es fácil voltear porque difícilmente va a responder, buscamos comprender por qué las cosas son o fueron de una manera determinada y no de otra, y creemos que es importante anunciar que no queremos confundir crítica cultural con superioridad moral, ni establecer la siempre peligrosa dicotomía de pertenecer o no a la CTdGa; queremos estar a la altura de nuestra crítica porque la sociedad era la que era, en un contexto de gran sufrimiento, terror, trauma y miedo —un miedo alentado continuamente por la derecha y que permite entender la evolución de nuestra Transición— vivido por la población tras las experiencias de la Guerra Civil y el franquismo, sentimientos que todavía estaban muy presentes en el imaginario colectivo del pueblo —algunas de estas sensaciones reflorecieron con un inicio de Transición muy violenta[3] y el fallido «Tejerazo»—. Más que una lectura impugnatoria o enmienda a la totalidad de la Transición, criticamos el relato que se creó desde las altas esferas y que todavía se enarbola a día de hoy, la doxa oficial, por lo tanto, buscaremos resemantizar el mito —para que a diferencia de lo ocurrido en otros momentos, no muera en la cama— al tiempo que abrimos el candado del mismo. Profundizar tanto en nuestra hipótesis de la CTdGa nos llevará a que en ocasiones abandonemos aspectos puramente culturales para adentrarnos en la sociología del poder.

    A fin de lograr diagnosticar la tergiversación para con la obra de Castelao por parte de la CTdGa de cara a su legitimación nos hemos empapado de la creación de uno de los padres del nacionalismo gallego. Por eso no les debería extrañar que utilicemos en este libro un recurso que el ensayista utilizó para la escritura del Sempre en Galiza, cuya difusión durante muchos años estuvo prohibida, y que reproducimos a continuación: «Repiterei, cicais, as mesmas ideas; pero con outra feitura e outro significado, e repitirei verbas e frases até convertilas en tópicos porque non estou arrepentido do que dixen —por algo volvo a decilo—, senón que agora pretendo remachar i endurecer algunas afirmacións, e quero formular outras máis novas».

    El abordaje metodológico de la investigación se realiza a partir de un objeto de estudio: la política cultural gallega desde 1981. Esto ha traído muchas horas de trabajo documental, entendiendo el mismo como todo el trabajo de búsqueda que nos ha llevado a estudiar manuales y libros sobre políticas culturales, artículos de revistas internacionales especializadas, trabajos de investigación universitaria y artículos de prensa; acumulando datos estadísticos, datos presupuestarios, programas electorales, memorias institucionales y otros informes.

    Todo intento de historicidad implica ordenar los hechos de una manera determinada, construir una narración y asumir sus consecuencias (Desacuerdos 07, 2012). El dibujar una historiografía requiere un ejercicio de intelección del pasado, un pasado en este caso que en muchas ocasiones para nosotros es un país extraño y enigmático, por lo que traemos al libro voces que no son las nuestras. Por ello creemos que uno de los puntos fuertes del trabajo son las entrevistas realizadas, y que muestran una gran pluralidad de voces. No engañaríamos a nadie si dijéramos que la elección de las personas entrevistadas —así como de los sujetos u organizaciones que no quisieron/pudieron ser entrevistados, que desgraciadamente también los hubo y de muy diferentes ideologías— es producto de un plan prefijado desde el inicio. Es evidente que la selección de los entrevistados ha dependido de los cargos que representan, del trabajo que realizan y de los diferentes objetivos que personifican. En este sentido, podríamos distinguir entre los agentes estrictamente políticos (actualmente de gobierno, en la oposición o que han ostentado un cargo político en materia cultural), miembros de organismos culturales autonómicos, instituciones culturales, asociaciones profesionales, tercer sector y empresas culturales. Hemos optado principalmente por empresas que activamente desarrollan y promueven artefactos culturales y no por las empresas de servicios culturales (como por ejemplo el alquiler de mobiliario y transporte) que entran dentro de la clasificación que realiza el Ministerio de Cultura.

    Los partidos políticos gallegos seleccionados para las entrevistas, fueron el Partido Popular de Galicia (desde ahora PPdeG), Partido Socialista de Galicia (desde ahora PSdeGa), Alternativa Galega de Esquerda (desde ahora AGE), Bloque Nacionalista Galego (desde ahora BNG) y En Marea. El motivo de esta elección es que son los partidos que durante la pasada legislatura y la presente —la décima— tienen representación parlamentaria, y que históricamente han tenido mayor presencia en el Parlamento de Galicia[4].

    Las entrevistas han sido utilizadas para reconstruir la evolución de las políticas culturales, contrastar informaciones o subsanar huecos en la historia de la misma. Hemos decidido realizar una transcripción literal de las entrevistas, puesto que creemos que aspectos como el idioma escogido son de gran interés para el objeto de estudio, o las maneras de referirse al mismo término, el nivel de perfección del gallego entre los políticos entrevistados, o incluso, si se mezclan palabras y construcciones gramaticales del gallego y el castellano. Comprobará el lector que el sabor del propio idioma empleado por las entrevistadas —giros lingüísticos, ciertas formas coloquiales, etcétera— permanece en el libro, incluso, obviamente, de nuestra propia opción normativa a la hora de plasmarla en la escrita.

    Lo mismo podríamos decir sobre el análisis realizado de los textos y los artículos de prensa. Se ha realizado un análisis intensivo de la información acumulada, tanto en la historia de las políticas culturales como de los medios de comunicación, contrastando la misma noticia entre varios medios. La cultura como reserva india cuenta con un vasto marco teórico, al partir la investigación de un gran número de conceptos y teorías, algunas propias —adquiridas a través de lecturas, conversaciones, vivencias— y otros ajenos, que iremos introduciendo a lo largo del presente libro.

    Para el filósofo alemán Walter Benjamin, la idea sobre la historia parte del hecho que esta no existe como un depósito estable en el pasado —un depósito de experiencias, de textos, de imágenes o de hechos— sino como un proceso relacional. La historia para Benjamin es la relación poética, subjetiva, de un individuo o una comunidad apropiándose de un sentido perteneciente a una experiencia anterior, tal y como relumbra en el instante de un peligro, en función de las necesidades urgentes de un presente que nos reclama ser interpretado; el pasado siempre ilumina en el presente. Ese proceso relacional es el que pretendemos plasmar a lo largo del libro. Al mismo tiempo, recuperamos el ideal clásico de analizar el pasado para entender mejor el presente y el futuro, pero aspirando también a penetrar en el presente para desempeñar los relatos que desde él se construyen sobre nuestro pasado.

    En muchas ocasiones, el libro se centrará en un pasado muy reciente, dado que cuanto más reciente es la conducta pasada, mayor es su poder predictivo; al igual que cuanto mayor es el tiempo de permanencia de la conducta, su capacidad predictiva es más elevada. Como ya señalábamos anteriormente, este trabajo estará salpicado de las buenas y las malas prácticas que a lo largo de estos treinta y seis años hemos identificado. Y por supuesto, y como reza la lápida de Walter Benjamin en el cementerio catalán de Portbou: «No existe ningún documento de cultura que no lo sea al mismo tiempo de la barbarie».

    Para concluir esta introducción, pedimos disculpas por los innumerables errores, pero por muchas equivocaciones que contengan las próximas páginas, creemos que la línea principal es precisa y está trazada a conciencia.

    2. Coordenadas sociohistóricas de la política cultural en Galicia

    2.1. El análisis de la institucionalización de la política cultural

    En un sentido lato, y acudiendo a una de las múltiples definiciones existentes, se podría definir la política cultural como:

    Toda aquella acción de agentes públicos o privados que tuviera incidencia sobre el universo de significados compartidos por los habitantes de un determinado espacio geográfico y aquí cabría incorporar no sólo a la política cultural en sentido estricto, sino también a la política educativa que conforma los relatos sobre la historia, el sentido y los atributos de una comunidad, la política lingüística en aquellas comunidades con más de una lengua, la política de información y comunicación que tiene que ver con los mecanismos de transmisión de los relatos y finalmente todo otro conjunto de políticas sectoriales como son la política turística, las políticas industriales orientadas a los sectores culturales (industria editorial, audiovisual y fonográfica) o las nuevas políticas de la sociedad de la información relacionadas con la gestión de las tecnologías de la comunicación y la información así como las políticas sobre gestión de la propiedad intelectual (Rausell et al., 2007).

    Esta definición, que puede ser criticada por su amplitud y vaguedad, e incluso podría colocar a la Iglesia católica como uno de sus actores principales, ha sido seleccionada por la posibilidad de poder añadir un matiz, y es que la política cultural es tanto aquellas acciones que se realizan, como las que no. Por poner un ejemplo, tanto es una acción de gobierno decidir apoyar una expresión artística, como no destinar fondos para la creación, promoción y difusión de la danza contemporánea.

    Habitualmente, se ha explicado la acción cultural de las administraciones públicas como un ejercicio «voluntarista» (Bonet y Négrier, 2010) o como un ejercicio de legitimación social, especialmente de las nuevas administraciones regionales surgidas de la descentralización (Fumaroli, 1992). Sin duda los elementos ideológicos juegan un papel en la explicación del cambio de los objetivos de la política cultural (Urfalino, 1996; Barbieri, 2011), pero estos deben ser puestos en relación con el contexto político-institucional general y con la articulación —o competencia— con el resto de administraciones, es decir, en relación al sistema de la política cultural. Un sistema que se ha desarrollado los últimos treinta y seis años, haciéndose cada vez más complejo.

    Desde mediados del siglo XIX, la relación entre la cultura y el Estado ha sido una relación problemática. Vincent Dubois señala en su libro sobre la génesis de la política cultural como inicialmente la autonomía de la esfera cultural se construyó contra el Estado y sus pretensiones de instrumentalizarla para legitimarse (Dubois, 1999). Y, de hecho, no sería hasta mediados del siglo XX cuando la relación entre el Estado y la cultura volvería a ser mostrada en términos de alianza, lo que habitualmente se han denominado políticas culturales (Revista Debats, Vol. 130/2, 2016). De la misma manera, Urfalino, en su libro sobre la génesis de la política cultural francesa —tomada habitualmente como la génesis de esta nueva categoría de acción pública a mediados del siglo XX— caracteriza la nueva política cultural como un proyecto esencialmente utópico y reformista en lo político y lo social (Urfalino, 1996).

    La política cultural, a pesar de estar entroncada con la tradición de mecenazgo de las instituciones religiosas y políticas, nace propiamente en el año 1959 con la creación del Ministerio de Asuntos Culturales en Francia, en el que se produce una ruptura discursiva y organizativa con las acciones previas del Estado en este campo (Martínez Illa, Rius Ulldemollins, 2012). En efecto, la administración cultural nace como un órgano separado de las acciones orientadas a la educación artística, el fomento del ocio popular o de la industria editorial y cinematográfica con la idea de acercar las obras de la cultura legítima a la población y el fomento de la creación artística (Urfalino, 1996). Una orientación que se mantendrá desde entonces a pesar del surgimiento de otras orientaciones como la democracia cultural (Dubois, 2010) o bien el surgimiento de los paradigmas basados en la instrumentalización con fines sociales (Belfiore, 2004) o los nuevos objetivos del fomento de las denominadas industrias creativas. Es en este sentido que se puede hablar de una relativa autonomía del sistema de la política cultural sustentado a su vez en la autonomía del campo artístico en el sentido que le otorga Pierre Bourdieu (1995). Por lo tanto, el sistema de la política cultural no puede ser reducido al mero juego del campo político, lo que no quiere decir que no existan influencias mutuas, tal y como mostraremos en las próximas páginas. Además, la mayor centralidad económica y social de la cultura (Rodríguez Morató, 2007) junto con las orientaciones instrumentalizadoras de la política cultural (Belfiore, op. cit.) están erosionando esta autonomía.

    Es importante tener en cuenta que la evaluación de los resultados e impactos de la política cultural ha sido una cuestión desde hace años juzgada como difícil a causa de la definición habitualmente múltiple y vaporosa de sus objetivos y a la complejidad creciente de sus instrumentos de aplicación (Schuster, 1996). El sistema global de la política cultural en el Estado español se caracteriza por su esencial complejidad y la descentralización administrativa, que ha posibilitado crecientes transferencias de competencias en materia cultural hacia las comunidades autónomas, por lo que hemos elegido este nivel territorial para nuestra investigación. Estamos ante una de las denominadas naciones históricas como es Galicia, donde la centralidad de un conflicto en torno a la identidad —que al mismo tiempo es político, económico y cultural— ha afectado profundamente a la manera de hacer cultura, especialmente a su manera oficial, en lo que se conoce como políticas culturales institucionales.

    El presente estudio tiene por objeto llevar a cabo un balance de los más de treinta y seis años de las políticas culturales en Galicia. A partir del mismo, me propongo trazar un mapa básico de la política cultural de la comunidad autónoma gallega a su nivel autonómico —sin olvidar el ámbito provincial y local—, que atienda a su desarrollo histórico y a su conformación o no como un sistema cultural dotado de una dinámica propia, diferenciada dentro del sistema de la política cultural estatal. Durante todos estos años, y para nuestra tristeza, hemos observado cómo la falacia y la falsedad en el orbe político no funciona como en los debates científicos; en el universo político, lo refutado permanece y la verdad se desespera. Esto es algo que a lo largo de las siguientes páginas también estará presente.

    2.2. Breve historia de la política gallega

    Daquela os socialistas aínda eran máis xustos que Salomón, máis bos que San Xosé e máis valentes có Apóstol. Ademais, eran de esquerdas. Os de Alianza Popular usaban traxe democrático, pero aínda andaban por Indíbil e Mandonio. Na UCD o barco mantíñase a frote, aínda que o seu afundimento era cousa cantada. Camilo Nogueira xa principiara coa súa retórica de chamarlle raíña madre ó Presidente, e tamén zascandileaba por aló Anxo Guerreiro, o deputado do Partido Comunista, coa súa gravata de coiro, o seu bigote staliniano e a súa cara de cemento político[5].

    Carlos Mella, Non somos inocentes, 1990

    Galicia, región del noroeste del Estado español e históricamente aislada en lo geográfico —algo que resulta determinante para explicar un posterior aislamiento económico y social—, goza de una potente base cultural cimentada sobre un idioma propio conocido por la gran mayoría de su población, y acompañado de un vasto repertorio de usos y costumbres. Por el contario, ha escaseado siempre de base histórica e institucional, lo cual le hace presentarse con un peculiar déficit histórico político-institucional.

    Su pronta inclusión a la monarquía territorial centralizada española, supuso la carencia de precedentes históricos de autogobierno. La desarticulación de La Junta del Reino de Galicia como referente, prueba esa diferencia específica frente a otras naciones como Catalunya o Euskadi (Máiz, 1984).

    Para muchas personas, la transición a la democracia y en especial la Constitución de 1978 —con su modelo cuasi federal de Estado de las autonomías—, posicionó a Galicia como nacionalidad histórica en el seno de la Nación española, para otras, el Estado de las autonomías es el opio de las naciones sin Estado y un obstáculo al proceso de autodeterminación (Fernán-Vello y Pillado, 1989).

    El modelo institucional de la Comunidad Autónoma se desarrolla en una Asamblea legislativa con 75 diputadas y diputados[6], un Consejo de Gobierno —bajo el nombre de la Xunta de Galicia— que dirige su administración y un Tribunal Superior de Justicia, formando parte de la organización de las administraciones de justicia del Estado. El Parlamento —situado desde 1989 en el compostelano Pazo do Hórreo— propone de entre sus miembros al presidente de la Comunidad, el cual es nombrado por el Rey; posteriormente, los vicepresidentes y conselleiros son nombrados por el presidente de la Xunta[7].

    La administración autonómica de Galicia estableció sus servicios centrales en la ciudad de Compostela, capital histórica y sentimental del país gallego (Máiz, Losada, 2000), pero históricamente postergada por la administración estatal al no poseer el liderazgo provincial, lo que la llevaba a carecer de una infraestructura administrativa. Esto provocó un momento de inflexión para la ciudad que se alargó durante la década de los noventa, y tanto concello como gobierno autonómico entendieron la oportunidad que se les ofrecía para transformar, modernizar y construir una nueva capital cultural de dimensión europea a través de un modelo factible por el esfuerzo coordinado y por la coincidencia de autoridades de distinto signo político —fundamental para ello fue la buena relación existente en la década de los noventa entre el alcalde socialista Xerardo Estévez y Fraga Iribarne—, y por unas posibilidades de captación de recursos económicos novedosas, que incluían la participación de la iniciativa privada (Rodríguez, 2015).

    Tras la etapa preautonómica (1979-1981) que sucedieron a cuarenta años de dictadura nacionalcatólica —en los que un gran número de fiestas patronales, festividades, procesiones, el NO-DO, ritos y rituales se fueron asentando para la construcción de esta identidad— y genealogía fascista, la centrista Unión de Centro Democrático (desde ahora UCD) emerge como principal fuerza política, lo cual la llevará a ocuparse de la constitución del marco legal e institucional de la CCAA gallega. Tras la aprobación del Estatuto cuyo referéndum fue celebrado en diciembre de 1980, y cuya participación no llegó al 30 %, el 20 de octubre de 1981 —año hasta el que hubo que esperar para el reconocimiento, limitado, del derecho al divorcio— se celebraban las primeras elecciones a la presidencia de la Xunta de Galicia. Las mismas fueron tomadas como termómetro de la política estatal al ser las primeras tras el 23-F.

    La primera legislatura, que contó con el primer presidente preautonómico Antonio Rosón (UCD) como presidente del Parlamento y con Fernández Albor liderando un gobierno en minoría de Alianza Popular[8] (desde ahora AP) —y que supuso un primer aviso para una UCD en descomposición que dejaba abierto el teórico espacio de centro derecha—, presenta el balance de una administración que gestionó con graves carencias y dificultades su crecimiento. Durante los inicios democráticos, los partidos buscaron de manera incesante personalidades que le dieran lustre a sus listas. De esa manera, fueron a parar a la política gentes procedentes de campos diversos —entre ellos del ámbito cultural— que no tenían conocimientos del tema y que, en muchos de los casos, terminaron siendo instrumentos en manos de profesionales de la política que llenaron la autonomía de consensos y acuerdos subterráneos.

    La segunda legislatura (1985-1989), que representa la más ajetreada de la historia de la autonomía, vendría marcada por la crisis política promovida por el entonces vicepresidente —hoy en día profesor de Ciencia Política de la Universidad de Santiago de Compostela— Xosé Luis Barreiro Rivas y saldada con la permanencia de AP al frente de la Xunta— y la marcha de Barreiro junto a un reducido grupo de diputados— dejando al gobierno en una posición de bloqueo parlamentario, pérdida de iniciativa política y baja capacidad de gestión hasta mediados de la legislatura. En 1987, una convulsa moción de censura fuerza la caída del gobierno liderado por un Fernández Albor ya conocido como el ‘Merendiñas’ por su afición a los ágapes y la llegada al poder de una coalición de tres partidos: PSdeGa, y dos «nacionalistas» moderados como eran Coalición Galega y Partido Nacionalista Galego. Un gobierno que, con la presidencia del socialista González Laxe, mantendrá el poder apenas dos años, con la segunda dimisión del propio Barreiro incluida, quien por aquel entonces ocupaba nuevamente la Vicepresidencia de la Xunta.

    La inestabilidad política que marca los primeros pasos de la autonomía gallega[9], y un escenario político presidido por el claro dominio de partidos de carácter estatal con una presencia limitada de fuerzas autóctonas, generaron hasta la década de los noventa un proceso de transferencias de recursos dominado por las necesidades de la administración con sede en Madrid.

    En 1989, Fraga Iribarne llega a Galicia en una operación avalada por los socialistas, y aunque el PSdeGa obtiene los mejores resultados de la historia, pierde la Xunta. La llegada del «león de Villalba», primera y única presidencia en el Estado en manos de un antiguo ministro de la dictadura de Franco Bahamonde, tras su fracaso en la política democrática nacional —con una campaña electoral fraudulenta al gastar más del doble de lo permitido[10]— a la presidencia de la Xunta y sus sucesivas mayorías absolutas marcarían un cambio de tendencia, dibujando una negociación más equilibrada. Durante este período, en las elecciones de 1997 se produce un hecho destacable a nivel estatal: el sorpasso. Por primera vez en su historia, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) no resultaba una de las dos fuerzas más votadas a su paso por las urnas, en cuanto a elecciones autonómicas y nacionales se refiere[11]. Esta situación llevó al dirigente socialista Rodríguez Ibarra —presidente de la Junta de Extremadura durante veinticuatro años y previamente afiliado a Alianza Popular— a declarar la necesidad de cambios en la ley electoral para acabar con el problema del nacionalismo gallego. Tras estos comicios, el jefe de la oposición pasaba a ser el BNG encabezado por Xosé Manuel Beiras[12], relegando a la tercera posición al PSdeGa encabezado por el ahora alcalde de Vigo, Abel Caballero[13]. A nivel local, en junio de 1999 el BNG alcanza las alcaldías de Ferrol, Vigo y Pontevedra. A día de hoy, todavía mantiene la de la capital del Lérez.

    Una fecha clave para el pueblo gallego fue el 13 de noviembre de 2002, cuando el buque petrolero Prestige sufría un accidente frente a las costas gallegas que provocaba una vía de agua y un vertido de fuel. Al día siguiente las autoridades estatales decidían remolcar el buque para alejarlo de la costa, pero el rastro de fuel que iba dejando empezaba a llegar a las playas de Fisterra. Seis días después, el 19 de noviembre, el Prestige se partía en dos y se hundía a 130 millas de las islas Cíes, provocando el vertido de otras 12.000 toneladas más, afectando así la marea negra a 300 kilómetros de costa. El hundimiento no supuso exclusivamente una grave catástrofe ecológica, también representó uno de los adversos efectos de los imperativos del credo neoliberal globalizador[14], plasmado por el nuevo —novedoso en aquellos tiempos— capitalismo global. Todo lo que ocurrió a continuación alrededor del Nunca Máis lo debemos observar como un gigantesco 15M, pese a que en muchas ocasiones no le damos esa dimensión. Lo que sucedió durante meses fue una auténtica revolución cultural; en torno al Nunca Máis se habla de cooperación, de ecología o de protesta, pero todo esto estaba junto, no eran partes separadas.

    Tras cuatro legislaturas, y por un puñado de votos —como ha ocurrido en diversas ocasiones desde entonces en las elecciones a la presidencia de la Xunta—, Fraga Iribarne es obligado en 2005 a dejar paso a una coalición de socialistas y nacionalistas. Un gobierno que funcionó como dos gobiernos, y el cual no se formó sobre un acuerdo programático, repitiendo de esta forma el mismo error que cometiera el tripartito casi dos décadas antes. Esto llevó a un reparto de carteras y la sensación en la sociedad de la existencia de recelo entre los dos socios del bipartito. A ello habría que sumarle una mayoría muy ajustada, de un escaño, y que los medios del régimen estaban completamente en contra. Gobernarían hasta la vuelta de los populares en 2009, liderados ahora por el eterno gestor Alberto Núñez Feijóo —Correos, Insalud, Consellería de Política Territorial y Vicepresidencia de la Xunta— y de nuevo con mayoría absoluta, que sería refrendada en los adelantos electorales de octubre de 2012, y de septiembre de 2016, convirtiéndose así en el único presidente autonómico a nivel estatal que a día de hoy disfruta de mayoría absoluta. Una situación que sin Fraga Iribarne y su largo régimen, no se habría producido.

    En febrero de 2012, se producía una decisión histórica que dejaría una profunda huella en la política gallega, como fue la ruptura definitiva de la corriente liderada por Beiras del BNG, y que supuso la más importante escisión en los casi 30 años de historia del partido nacionalista. Meses después, una coalición electoral presentada bajo el nombre de Alternativa Galega de Esquerda (AGE) daba la sorpresa en las elecciones gallegas al irrumpir con fuerza en el parlamento con un total de nueve diputados y el 13,99 % de los votos. La coalición, formada cuatro meses antes, se imponía de esta manera al BNG que conseguía con siete escaños —cinco menos que en las elecciones de 2009— un mal resultado, que los relegaba a ser la cuarta fuerza política del Parlamento. Esta coalición supuso una de las primeras experiencias políticas de respuesta

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1