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Región y nación: La construcción provincial de Chile. Siglo XIX
Región y nación: La construcción provincial de Chile. Siglo XIX
Región y nación: La construcción provincial de Chile. Siglo XIX
Libro electrónico905 páginas9 horas

Región y nación: La construcción provincial de Chile. Siglo XIX

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El presente texto ofrece un marco conceptual e histórico, desagregado por regiones, de la conformación de Chile; consolida, de esta forma, una perspectiva que se ha venido trabajando en los años recientes por importantes historiadores nacionales. Constituye una aproximación complementaria, pero imprescindible, a la evolución republicana, que enriquece su comprensión. En la actual coyuntura histórica, una mirada más equilibrada territorialmente y que incorpore los desarrollos regionales, puede aportar importantes claves que iluminen los debates del presente. El libro se concentra en el siglo XIX chileno, época de grandes transformaciones en que se sentaron las bases del Chile actual. No era así en tiempos coloniales. La configuración tradicional del país, que reconocía la existencia de tres grandes provincias, sobrevivió al advenimiento de la Independencia y la configuración de un Estado-nación soberano. Desde sus asambleas, promoviendo gobiernos colegiados y congresos representativos, las provincias instaron por un país multipolar y por espacios de autonomía regional, lógica que se ve impulsada, desde la vertiente ideológica, por el auge del liberalismo federalista, que fracasa en Chile pero que se impone en muchos países de América. La instauración del Estado en forma, con la Constitución de 1833, cierra un ciclo inicial de tensiones regionales en la conformación nacional. Se inicia la consolidación burocrática del aparato público en diversos planos. Entre tensiones y alianzas del centro y las elites interprovinciales, se va conformando el Estado nacional chileno.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 jun 2022
ISBN9789561126732
Región y nación: La construcción provincial de Chile. Siglo XIX

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    Región y nación - Editorial Universitaria de Chile

    INTRODUCCIÓN

    HACIA UNA CONSTRUCCIÓN PROVINCIAL DE LA HISTORIA DE CHILE

    Armando Cartes Montory

    El presente volumen es fruto del empeño colectivo de una pléyade de historiadores nacionales, con una cualidad distintiva: todos piensan a Chile desde las regiones, buscando desentrañar el pasado y construir nuevos sentidos, en un diálogo de ida y vuelta entre las provincias y la nación. Se trata de una mirada naturalizada en varios países americanos, en especial en aquellos con estructura federal, pero poco trabajada en Chile, hasta hace unos años.

    En las páginas siguientes, que sirven de presentación al libro, daré cuenta del desarrollo de esta perspectiva en el medio nacional, en autores, encuentros y publicaciones, en el camino a su configuración historiográfica.

    R

    EGIÓN O

    N

    ACIÓN, ESA ERA

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    ?)

    LA CUESTIÓN

    El siglo

    XIX

    chileno fue una época de grandes transformaciones. Comenzó en las postrimerías coloniales y termina con un país avanzando firme hacia la modernidad, con sus luces y sombras. Es el siglo en que se sentaron las bases del Chile actual, soberano y republicano, democrático y profundamente centralizado. Las primeras dimensiones son propias de aquella época; la última, en cambio, hunde sus raíces en los primeros tiempos de la ocupación hispana.

    El reino se funda desde el centro y desde allí se expande hacia las regiones periféricas y ultracordilleranas. Con las primeras ciudades surgen también las provincias. La fundación de Santiago (1541), La Serena (1544) y Concepción (1550), dio origen a tres provincias con vocaciones productivas y fisonomías diferentes⁹ y con poca comunicación efectiva. Sus cabildos ejercían un poder radial –político, social y económico– sobre un vasto territorio separado por los ríos Maule y Choapa. La creación de las intendencias, en 1786, con las reformas borbónicas del siglo

    XVIII

    , vino a ratificar la división tradicional, confirmada con la creación de la intendencia de Coquimbo por el Primer Congreso Nacional¹⁰.

    La configuración provincial de Chile, heredada de la Colonia, no se alteró fundamentalmente con el advenimiento de la Independencia y el establecimiento de un Estado soberano. De manera que se trata de una continuidad colonial, que contribuye fuertemente a modelar el proceso de transición republicana¹¹. Desde sus asambleas, promoviendo gobiernos colegiados y congresos representativos, las provincias instan por un Chile tricéntrico y por espacios de autonomía regional, lógica que se ve impulsada, desde la vertiente ideológica, por el auge del liberalismo federalista, que fracasa en Chile pero que se impone en muchos países de América¹².

    La instauración del Estado en forma, con la Constitución de 1833, cierra un ciclo inicial de tensiones regionales en la conformación del Estado. Se inicia la consolidación burocrática del aparato público en diversos planos. Se confeccionan mapas y estadísticas; se construyen caminos, escuelas, ferrocarriles; se crean ministerios, provincias y un ejército nacional; se establecen políticas fiscales y de recaudación tributaria¹³.

    Las provincias tradicionales del ‘Chile histórico’ se fueron fraccionando a medida que el Estado completaba su expansión territorial, entre los años de 1840 a 1880. Ya antes, en 1833, se había creado la provincia de Talca, en tiempos de Portales, como una transacción política de las élites locales, contra la cual aceptan jurar la Constitución promulgada aquel año¹⁴. En 1842 se crea la provincia de Valparaíso; en 1843 Atacama; Ñuble en 1848, Arauco en 1852 y Llanquihue en 1861¹⁵. El desarrollo portuario, minero y agrícola irá justificando su establecimiento, pero también la voluntad del Estado de instalarse y controlar la población y el territorio, avanzando incluso en la incorporación y colonización de las zonas consideradas entonces extremas.

    En forma paralela al despliegue burocrático comienza a formarse una economía nacional. En el eje Santiago-Valparaíso se instalan y desde allí se extienden las grandes casas comerciales inglesas y alemanas, que financian la expansión de la industria molinera, el carbón, el salitre y la navegación¹⁶. En la temprana industrialización del sur, con la industria molinera y los textiles, son importantes los capitales norteamericanos¹⁷. En el norte hay también una relación estrecha con la zona central, que se expresa en redes comerciales y familiares¹⁸. Este proceso debe estudiarse en relación con sus dimensiones sociales y políticas, para entender el impacto de la modernización capitalista en espacios regionales.

    Los órganos y funcionarios, al desplegarse por el territorio, van generando una administración que es autónoma de los grupos o clases dirigentes, a la manera weberiana¹⁹. La Ley de Régimen Interior (1844) y la Ley de Municipalidades (1854) intervienen las tradicionales facultades de los municipios, afectando la capacidad de las élites de gestionar los espacios locales²⁰. Previamente, un Estado de baja penetración no había podido todavía instalarse y dominar efectivamente los territorios. Desde entonces las élites provinciales ven reducida su hegemonía, lo que, sumado a las mayores exigencias tributarias, anticipa una reacción violenta. Fue la tónica en muchas regiones de América. Así, en Trujillo y Arequipa, las otras ciudades y cabezas de provincia del Perú, explica Ramiro Flores, el regionalismo inicial no fue un movimiento de raigambre popular, "sino por el contrario, una reacción conservadora de los grupos de poder regional –léase los gamonales o caciques provinciales– que invocaban la defensa de la región como un escudo para resguardar su cuota de poder local frente al incontenible avance de la burocracia estatal en provincias²¹.

    Las dos provincias periféricas del Chile tradicional, el Norte Chico, representado por Coquimbo y Copiapó, y Concepción, con proyección a la Frontera, experimentan desarrollos desiguales durante los gobiernos decenales (1831-1871). La expansión del Estado y el avance de la modernización liberal impactan los espacios regionales impulsando la ruptura de las continuidades coloniales. Se produce un ajuste de poder, que es necesario estudiar en varias dimensiones, desde las regiones hacia el centro.

    El balance del siglo

    XIX

    para las nuevas naciones americanas aparece muy desigual. Aunque casi todas lograron consolidar su soberanía (Panamá deberá esperar al siglo

    XX

    ), su éxito fue relativo. Así, en Perú la cercanía del bicentenario de su independencia reaviva el debate sobre las ventajas que trajo el proceso a un otrora poderoso virreinato²². En la Argentina, país cuya gestación tardó varias décadas, es un dato objetivo la pérdida de población y territorio en relación con el Virreinato de la Plata. Chile, en cambio, el lejano Finis Terrae, tierra de guerra y doblemente dominado por España y por Lima, aparece como el gran favorecido al cabo del primer siglo de vida independiente. Es la base de la repetida afirmación sobre la excepcionalidad chilena.

    Cruzado con el centralismo que se fue progresivamente instaurando surgen preguntas y dilemas. Tienen que ver con el impacto de la organización nacional, la modernización liberal y la consolidación estatal sobre los territorios, los pueblos indígenas y las sociedades tradicionales. Son los ganadores y los perdedores del Estado en forma. Las relaciones entre política, etnia y territorio, en el siglo

    XIX

    , en una mirada nacional, son cuestiones pendientes de la ciencia política y la historiografía.

    En cualquier caso, más allá de injusticias particulares, la temprana organización de Chile –política, cultural y burocrática– parece ser una de las claves de su éxito relativo en el primer siglo independiente. La centralización fue parte de la ecuación. La promovieron gobernantes formados a horcajadas entre el Antiguo Régimen y la república, como el mismo Bernardo O’Higgins y Diego Portales. El primero intentó dividir las provincias históricas y crear delegados directoriales; el segundo propiciaba un Estado fuerte, centralizador. Animados de un doble impulso por el orden y el progreso, como muchos de sus sucesores, veían la centralización político-administrativa como una etapa necesaria en el desenvolvimiento nacional. Una etapa que, cuando se hubiere conformado ya un pueblo virtuoso, debía superarse.

    A escala hispanoamericana, puede sostenerse que el gran dilema del siglo

    XIX

    fue también la cuestión de la distribución regional del poder. Caudillos y dictadores, disputas entre federales y unitarios, conflictos interprovinciales y entre capitales y provincias son algunas de las manifestaciones de esta disyuntiva central de aquel siglo. Los conflictos relativos a la asignación del poder y los recursos entre las ciudades o provincias capitales y las regiones periféricas, marcaron la configuración de los Estados modernos.

    Aunque no buscamos hacer lecturas o comparaciones con el tiempo presente, estas resultan inevitables. Es así porque la centralización, más que una época, es un problema. Lo estudiamos a propósito del siglo

    XIX

    , pues es el tiempo largo en que se adoptaron las opciones por el republicanismo, el centralismo y una forzada homogeneidad étnica y cultural. Fue entonces cuando el Estado-nación chileno se fue conformando mediante el despliegue de la administración pública, pero también entre rebeliones y alianzas interprovinciales. Se trata, en definitiva, de un dilema nunca totalmente resuelto y que no puede resolverse, en razón de la constante evolución de los pueblos y naciones que albergan los Estados²³.

    En el Chile democrático del siglo

    XXI

    , con una ciudadanía crecientemente educada y empoderada, y una economía que descolla en la región, ya es llegado el tiempo de dejar atrás la coraza centralista del albor republicano. El debate está abierto en el campo de las transformaciones politicoinstitucionales. Transitamos, en efecto, hacia gobiernos regionales legítimos, estables y con capacidad de negociación, en virtud de su origen democrático representativo, a partir de la elección directa de consejeros y pronta de gobernadores regionales²⁴. El nuevo reparto del poder, a nivel territorial, contribuirá a crear alianzas público-privadas más eficaces y estimulará el desarrollo endógeno. Con el empoderamiento local surgirán identidades regionales más fuertes, vínculos interprovinciales y –¿por qué no?– relaciones internacionales desde los territorios. Pero es también probable que el panorama político se colme de conflictos por atribuciones y recursos, que el Estado central hoy reparte o devuelve con excesiva prudencia.

    Proponemos, pues, una mirada integral a la construcción provincial de Chile, que cubra el largo siglo

    XIX

    , época de definiciones y transformaciones que conformaron –y siguen orientando– el desarrollo territorial de Chile. El objetivo es ofrecer una mirada moderna, a tono con estos tiempos, en que los Estados dan señales de agotamiento, y en que las ciudades y regiones afloran como un espacio de realización, de identidad y de conexión con el mundo.

    E

    NTRE PROVINCIAS Y FEDERACIONES

    Un texto como el que presentamos demanda un ejercicio previo de historia conceptual. Es necesario analizar las voces polisémicas de provincia y región, en el lenguaje de los tiempos de la transición republicana, en relación con su sentido geográfico y su contenido político.

    La provincia surgió como una fracción geográfica, para terminar designando un territorio político-administrativo²⁵. El propio continente americano figura como Provincia inventa per mandatum Regis Castelli, en el globo y mapa del mundo que realizó el famoso cartógrafo Martin Waldseemüller, en 1507²⁶. En decenas de planos posteriores –y en el gran poema épico de Ercilla– Chile como un todo aparece como una provincia²⁷. También sus fracciones: el abate Juan Ignacio Molina, a fines del periodo colonial, señalaba que el Chile propio, o sea el espacio de tierra situado entre el mar y los Andes, se divide políticamente en dos partes, en el país que habitan los españoles, y en el que poseen todavía los indios. El primero, agrega, se divide en trece provincias, que a continuación lista, con su extensión aproximada, su capital y principales ríos y puertos. La provincia de Santiago figura como una más, pero aclara que en ella está la ciudad homónima, que es capital de todo el Reyno. Finalmente, añadía que "la parte de Chile, que se puede llamar con propiedad Provincia Española, es un angosto distrito que se extiende por lo largo de la costa desde el desierto de Atácama hasta las islas de Chiloé"²⁸.

    En el lenguaje administrativo hispano colonial, la voz se empleaba para designar territorios de variada naturaleza. El Diccionario de Autoridades (1737), que corresponde a la primera edición del Diccionario de la Real Academia Española, intentó asociar el territorio a la función administrativa. Consignó que Provincia es la parte de un Reino y Estado, que se suele gobernar en nombre del Príncipe, por un ministro que se llama gobernador, eludiendo, dice Chiaramonte, precisar qué clase de división política o administrativa le correspondía, más allá de su pertenencia a un ente superior²⁹. La Ordenanza de Intendentes de 1782, para el Río de La Plata, que también se aplicó en Chile, intentó acotar el concepto, señalando que provincia designaba el territorio o demarcación de cada Intendencia, y que las antiguas provincias serían en adelante llamadas partidos.

    La ambigüedad puede deberse a uno de los rasgos característicos de la ocupación hispana en América. La sociedad se organizó políticamente en municipios. La ciudad, incluso a principios del siglo

    XIX

    , seguía siendo la unidad política de base y, en el imaginario político, el marco ideal de vida para el hombre que vive en sociedad. Los pobladores ejercían en ellas sus derechos de vecinos a la manera de una pequeña república, pues contaban con territorio y un gobierno propio, el cabildo, sus instituciones basadas en el derecho castellano y una organización eclesiástica³⁰. En la práctica, en las ciudades, villas y pueblos de América las familias poderosas solían controlar la vida pública. No existió, en cambio, una estructura intermedia entre las ciudades y el reino, que fuera verdaderamente sólida. Las gobernaciones tuvieron, en general, un carácter administrativo, y las intendencias, que debieron cumplir ese rol, aparecen muy tardíamente. La inexistencia de provincias con capacidad de representación política explica la ambigüedad de su función –y del concepto mismo– en la Colonia y durante las independencias.

    En las postrimerías coloniales, ya en plena crisis imperial, la Constitución de Cádiz estableció diputaciones provinciales. Con ello –dice Manuel Chust–, no solo creó un ente político-administrativo para gobernar, administrar, explotar y defender el poder territorial, sino que comportó una unificación del territorio en función del concepto ‘provincia’³¹. Se procuraba superar, así, la dispersión territorial característica del Antiguo Régimen, en virreinatos, intendencias, provincias o reinos, complicada aún más por las jurisdicciones eclesiástica y militar. De esta forma, a partir de sus asambleas y diputaciones, las provincias comenzaban a constituirse en entes políticos. Mientras en países como México, según demostró Nettie Lee Benson, promovieron el establecimiento de diputaciones provinciales, que fueron la base del futuro federalismo, en la mayor parte de Hispanoamérica finalmente no prevalecieron³². Fue el caso de Chile, donde las asambleas fueron actores importantes en la década de los años 1820, para luego ser sustituidas por autoridades designadas desde el nivel central.

    Hacia 1810, coincidente con el empoderamiento que vivían los espacios regionales, la provincia se resemantiza, adquiriendo el concepto un claro contenido político. Mientras Camilo Henríquez sostiene, en efecto, en La Aurora de Chile, que un pueblo que depende de una metrópoli no figura entre las naciones; no es más que una provincia³³, en diversos lugares de Hispanoamérica, según Chiaramonte, se llamaría muchas veces provincia a una soberanía independiente, como ocurrió en la actual Venezuela o en el Río de La Plata³⁴. Frente a los conflictos desatados entre el unitarismo y el federalismo de las provincias, se le ciñe una connotación peyorativa. En adelante, el provincialismo, asociado al liberalismo extremo o a la anarquía, será tachado de fuerza centrífuga, destructora, en el lenguaje de los conservadores y los autoritarios³⁵. Posteriormente, cuando las antiguas metrópolis americanas triunfan en su empeño de imponer Estados centralizados, su hegemonía, extendida a lo social y cultural, reservará la voz ‘provincianismo’ para tildar la rusticidad de la vida rural o de las ciudades menores³⁶.

    En la actualidad la provincia ha pasado a ser solo una fracción del territorio estatal, hasta identificarse con el espacio regional. Despojada de cualquier pretensión soberana, ha perdido casi todo su contenido político. La patria, en cambio, ha tenido mejor fortuna. A la ambigüedad inicial, que la relacionaba con lo local, lo nacional e, incluso, lo americano, le siguió una clara asociación con el espacio físico y político del Estado nacional. Por lo mismo, el estudio de la historia patria desde las provincias exige tomar ciertos resguardos metodológicos. De partida, es evidente que los marcos puramente administrativos o geográficos resultan insuficientes. Son, más bien, los circuitos y la estructura económica los que definen las regiones y la jerarquía urbana de las ciudades que las encabezan. Recordemos que la economía colonial latinoamericana era básicamente regionalizada.

    La región, por su parte, ajena a la precisión que otorgan las divisiones administrativas decretadas, es un concepto plástico, que no debe asumirse de forma acrítica o esencialista, como si las actuales existieran de siempre, y con sus límites perfectamente establecidos. Una visión estática de las regiones ha sido una falencia recurrente de la historiografía local. Más que un ente concreto, dice Ramiro Flores, la región es un concepto cultural. Implica establecer fronteras o límites regionales allí donde no existen en la naturaleza³⁷. A ello se refería Fernand Braudel cuando proponía la geohistoria, en la cual las regiones, ajenas a todo determinismo geográfico, se caracterizarían por la riqueza de su largo pasado y de una poderosa experiencia humana. Es la relación compleja de hombre y espacio, en la vida cotidiana, el eje fundamental en la formación y existencia de una región.

    El enfoque regional es útil si se reconoce, como señala Manuel Miño, que en el ámbito del territorio nacional existen procesos históricos particulares con dinámica propia, correspondientes a sociedades con características socioeconómicas y culturales de índole también particulares³⁸. Estas sociedades regionales, relacionadas entre sí, forman la nación, sin por ello abdicar de sus propios valores ni renunciar a una memoria colectiva con la que se identifican, que es consecuencia de un proceso histórico individual.

    Esta indefinición de la provincia y, por añadidura, de lo regional ha afectado a la misma historiografía. El concepto histórico de lo regional, en efecto, tiende a ampliarse o contraerse según lo que intentamos observar, transformando su definición en un problema en sí mismo. Generalmente se le asocia con un tiempo de estudio y unos tipos de producción y circulación vinculadas a las condiciones físicas del territorio³⁹, de manera que la noción resulta variable y elusiva.

    La propia tipología que distingue entre historia local e historia nacional, por lo demás, es funcional a la necesidad específica de legitimar la noción de Estados nacionales, preferentemente republicanos. Estos se atribuyeron la noción de patria, antes asociada a espacios subnacionales, a los que quitaron protagonismo como objetos de estudio histórico. El orden previo devino una prehistoria de la historia patria, equiparada ahora a lo nacional y se tendió a historiar desde la independencia⁴⁰. Esta historia nueva, de países y órdenes políticos igualmente nuevos, desdibuja las continuidades de las estructuras sociales y económicas coloniales y las transiciones políticas y culturales de larga duración⁴¹. En particular, desconoce el protagonismo de las provincias y los espacios regionales, en la conformación de las sociedades que integraron luego las naciones.

    Otro concepto que también necesita de precisiones es la voz federalismo, para entender las percepciones y debates contemporáneos al albor de las repúblicas americanas. El federalismo, como sistema de organización estatal, se ha utilizado de manera ambigua, para comprender cualquier forma de autogobierno subnacional. Su expresión moderna más reconocida, sin duda, se halla en la Constitución norteamericana de 1787. Su desarrollo casi contemporáneo a los eventos chilenos lo transforma en un fenómeno histórico y evolutivo, un paradigma en construcción, sin perjuicio de su sistematización doctrinaria. En esencia, implica que el poder estatal se distribuye en dos niveles superpuestos, el central o federal y el propio de los Estados o provincias. Ambos ejercen parte de la soberanía directamente sobre los ciudadanos⁴². Lo último permite distinguirlo de la confederación, forma menos profundizada de unión, en la cual se unen Estados o provincias, pero reteniendo el ejercicio directo del poder soberano sobre el pueblo. Fue también el caso de Estados Unidos, en virtud de los Artículos de la Confederación de 1781, que luego fueron superados por la Constitución de Filadelfia, al revelarse las dificultades que originaba un Estado federal demasiado débil⁴³.

    Las tendencias federalistas chilenas de 1820 pueden relacionarse con el liberalismo de la primera hora. Este movimiento, que impulsó los ideales republicanos de nación, sufragio y derechos civiles, fue esencialmente antiautoritario y anticentralista⁴⁴. Como una gran ola, sacudió las instituciones del Antiguo Régimen y alimentó los debates de la Patria Vieja. Sus excesos, en términos de atomización del poder, elecciones de párrocos o democracia directa, en un pueblo todavía sin luces ni virtudes, causaron ingobernabilidad y trajeron su desprestigio⁴⁵. La resaca de aquella ola, que también recorrió América, restauró el resorte de la máquina, en la expresión de Portales, y nos dejó la república autoritaria. A partir de 1810 tanto la independencia como el federalismo habían luchado por imponerse. Ambos eran hijos del primer liberalismo e igualmente ajenos a la tradición chilena. Mientras la emancipación logró consolidarse, el federalismo, en cambio, quedó en el campo de los vencidos. Sus estertores, en todo caso, se prolongarán por varias décadas; Infante, desde las páginas de su periódico El Valdiviano Federal, lo promoverá hasta su muerte⁴⁶.

    Llegó entonces la hora de la centralización, que se creyó necesaria para organizar un Estado viable. Debía reconstruirse la administración indiana, ya no realista e hispánica, sino que republicana y centralizada en la capital. Por oposición, el regionalismo es considerado parte de un fallido proyecto liberal. Así, la lucha provincial por el poder, en esta época, se ha leído desde la historiografía progresista del siglo

    XX

    como un conflicto social. Luis Vitale, en su Interpretación Marxista de la Historia de Chile, hablaba de la rebelión de las provincias⁴⁷. Más recientemente, Gabriel Salazar llama al proceso la revolución de ‘los pueblos’ (1822-1823) y trata los años siguientes como un proceso revolucionario y contrarrevolucionario⁴⁸. Las provincias encarnarían a los productores, artesanos y pequeños empresarios, por oposición a los grandes mercaderes y latifundistas que se concentraban en Santiago. Si bien hay algo de verdad en esta asociación de grupos e intereses, no siempre es fiel a la realidad, como ya demostramos para el caso de Concepción, en la coyuntura de 1810⁴⁹. Los alineamientos ideológicos, pensamos, predisponen a una aproximación sesgada al campo socioeconómico. Las profundas razones culturales, históricas y geográficas en que se funda el regionalismo, así como una lectura más atenta del influjo del liberalismo en la época en estudio, nos llaman a promover una mirada más amplia y comprensiva.

    ¿Era factible un proyecto federal, en cualquier modalidad, en 1810? Una masa crítica de ciudadanos instruidos y dispuestos a asumir responsabilidades públicas, así como recursos para sostener una doble administración, son las claves de su adecuada implementación en países de mayor desarrollo relativo. Nada de esto existía en Chile a principios del siglo

    XIX

    , como en el resto de las naciones americanas. Sí exhibía el reino, en cambio, una diversidad geográfica, económica y cultural en sus tres provincias históricas, que originaba un clamor por participación política desde su identidad territorial. Las élites del sur así lo asumían, actuando corporativamente y también, a partir de 1820, las de la provincia de Coquimbo, fenómeno que se proyectaría con fuerza durante buena parte del siglo

    XIX

    .

    En países como Brasil, Argentina o México el juego simultáneo de fuerzas centrípetas y centrífugas postergó por largos años la definición de la estructura estatal. En México la federación permitió salvaguardar la unidad, amenazada por el regionalismo, al derrumbarse el viejo orden novohispano⁵⁰. La independencia, dice Brian Hamnett, hacía necesaria una serie de ajustes entre las élites regionales y la nacional, pues los cambios que se produjeron en esos años críticos requerían una transformación política. Las amenazas externas, además, fomentaron también el nacionalismo, estimulado por la guerra de Independencia⁵¹.

    En el caso argentino, se ha advertido que frente a las múltiples reivindicaciones del antiguo derecho autónomo de los pueblos, la noción de federalismo no debe necesariamente vincularse a fenómenos de disociación política, sino que, al contrario, a procesos de unificación. La federación, en efecto, era una forma de unir provincias autónomas en un pacto nacional⁵². En ambos países la mayor extensión geográfica, la diversidad de actores y sus recursos, tanto como las peculiaridades de sus respectivos procesos, culminaron en la opción por el federalismo. No fue este el caso de Chile, justamente por las razones inversas: la homogeneidad de las élites, el corto número de actores y el espacio limitado en que se dieron los eventos –el Chile tradicional– facilitaron los consensos. La forma del país, que coloca naturalmente al centro a la provincia capital, a la cual convergen los recursos y los sujetos provinciales, contribuyó a consolidar la estructura centralizada.

    Las circunstancias concretas, además, en que se desarrolló el tránsito republicano chileno, contribuyeron a su opción unitaria. Mientras el sur fue escenario de la mayor parte de los combates, vio despoblado su territorio y destruida su economía por la guerra, en el centro, en cambio, rápidamente se alcanzó una relativa normalidad. Cuestiones de crédito y capitales, administración del presupuesto fiscal e impuestos, permitieron al centro, nuevamente, beneficiarse del desarrollo minero en el norte. Socialmente, se produjo pronto un fenómeno de cooptación, que atrajo a las élites provinciales.

    Es probable que de haberse dado una evolución más progresiva y consensuada del proceso de organización estatal, en el marco de un Congreso u otro cuerpo similar, hubiera podido alcanzarse una mayor descentralización regional del poder. En los inicios del proceso, con los actores y sus recursos intactos, muchos instaron con fuerza por la instalación de una organización de base confederal. Las circunstancias críticas de la guerra lo hicieron imposible. No puede saberse si la brecha de inmadurez cívica y debilidad económica hubiera podido superarse, ni le corresponde a la historia especularlo.

    D

    ERROTEROS DE UNA PERSPECTIVA DE INVESTIGACIÓN

    La conmemoración del bicentenario del largo ciclo de las independencias americanas se inició en 2009, en recuerdo de la Primera Junta de Gobierno Autónoma de Quito, establecida en agosto de 1809, evento conocido como el Primer Grito de Independencia Hispanoamericano. En esa ciudad se celebró el VII Congreso Ecuatoriano y el IV Congreso Sudamericano de Historia, celebrado bajo el tema central Independencias: un enfoque mundial. Allí concurrí pensando que discutiría sobre transformaciones políticas y continuidades coloniales, personajes y batallas, como había sido la tónica tradicional de los estudios sobre aquella época revolucionaria. Pero ocurrió algo distinto.

    Iluminadoras conversaciones me fueron empapando de un enfoque particular, que ha sido desde entonces el centro de mis investigaciones. Me refiero a las tensiones entre las capitales de los antiguos centros políticos –virreinatos, audiencias y gobernaciones– y las ciudades y provincias periféricas; disputas que se iniciaron de inmediato con la crisis política de la monarquía de 1808, en ocasiones precedidas por querellas coloniales, y se prolongaron durante el siglo largo de la organización estatal. Así, con el reconocido historiador ecuatoriano Jaime Rodríguez, radicado en California, aprendí de la contienda secular entre Quito y Guayaquil, la sierra y la costa, que ha marcado la historia de su país. Cuestión que entre regiones distintas, pero con rasgos similares, se repetía a lo largo del continente.

    Escribí, en esta lógica, un trabajo sobre Guayaquil, Charcas y el interior argentino⁵³, precedido por mi libro Concepción contra Chile⁵⁴, el cual, no sin polémica, instaló el tema de las tensiones provinciales en la Independencia nacional. En años posteriores amplié el campo a las demás provincias, relacionándolo con procesos más amplios, como el influjo del liberalismo gaditano, el federalismo latinoamericano y las relaciones entre la emergente nación y las regiones históricas⁵⁵. En estos trabajos las lúcidas miradas de maestros como José Carlos Chiaramonte, Hilda Sabato o Eduardo Cavieres –y sus buenos consejos– resultaron esclarecedoras, en la búsqueda de nuevos derroteros de investigación.

    Para entonces, ya me resultaban evidentes los vacíos de la historiografía canónica, centrada en las disputas políticas de liberales y conservadores, centralista y centralizada en su producción y campo de estudio⁵⁶ y, reducida, además, a los marcos nacionales⁵⁷. Enfoqué mi mirada al siglo

    XIX

    , época violenta y de grandes transformaciones, pues en ella se adoptaron definiciones que han marcado nuestra evolución política: la independencia plena (un Estado soberano), la república (autoritaria y, progresivamente, democrática), la homogeneidad (en negación a la diversidad étnica de hoy y de otrora) y la centralización política. La magnitud de los desafíos que imponía este proyecto político explica la violencia y complejidad de las vicisitudes que el país experimentó en su primer siglo independiente. De ahí también su interés historiográfico. Concentré, pues, mis afanes de investigación, en la dimensión centro/ periferia de la construcción del Estado en Chile. Evadiendo el reducido marco nacional, he promovido miradas comparadas o, más bien, entrecruzadas, más propias de Estados todavía en formación⁵⁸, en el contexto regional americano; animado por la convicción de que las disputas del Norte y el Sur peruanos, la evolución de las provincias argentinas o colombianas, en fin, los federalismos triunfantes y los proyectos fallidos, ofrecían claves explicativas para nuestra propia evolución.

    En un proyecto posterior pude alcanzar hasta el periodo portaliano⁵⁹. Revisité entonces la vieja anarquía. En los últimos años se ha abierto paso, entre los historiadores latinoamericanistas, la idea de que la década de 1820 fue un tiempo de exploración, experimentación e innovación⁶⁰. En Chile, en cambio, las visiones oscilaban entre una inexistente anarquía –pero sí desgobierno y bandolerismo– a una época de positivos ensayos políticos, hasta un neorromanticismo liberal, asociado a la figura de Ramón Freire como un general ciudadano⁶¹. Mi perspectiva se alejó de esas visiones polarizadas, para insinuar que el rasgo central del periodo fue la confrontación de proyectos alternativos. El país osciló, en efecto, entre la instalación de un Estado multipolar (¿confederal?), multicultural y liberalmente más avanzado, versus el Estado forzadamente homogéneo y centralizado que finalmente se instauró⁶².

    Hoy me hallo estudiando el ciclo de tensiones regionales, que tuvieron lugar en el marco de la modernización liberal, y que culmina hacia 1880. El avance del ideario liberal, cruzado con las demandas regionales, dio lugar a una tensión de larga duración con el Estado central en consolidación, incluyendo varias rebeliones violentas, que marcan el siglo de la organización política republicana. Las disputas liberales influyen, a su vez, en un sentido ideológico, político y militar, en la estrategia del Estado hacia la incorporación de la Araucanía. Las redes políticas y comerciales de las élites provinciales y los operadores liberales con la Frontera y los alineamientos políticos de los caciques, basados en sus intereses tribales, conectan los conflictos regionales con los debates centrales de la construcción del Estado. Es otro tema que requiere una mirada más amplia, desde el enfoque que proponemos. Una perspectiva trabajada ya para el mundo andino⁶³ y la Argentina, no así en Chile.

    La Revolución de 1851 acaba con el predominio del sur; mas continúan las alianzas de familia intraelitarias; la Revolución de 1859, por su parte, fue un supuesto fracaso regional- liberal, pero seguido, al cabo de pocos años, del triunfo de este ideario. Se abren preguntas sobre el impacto de estos sucesos, que terminan por franquear el camino en Chile a una incipiente democracia, con alternancia en el poder, prensa libre y multipartidismo⁶⁴.

    Las provincias, tras la Ocupación de la Araucanía y la riqueza que trae la Guerra del Pacífico, que permite financiar y consolidar la organización del Estado burocrático y centralizado, ven mermada gravemente su incidencia. Concluye así, tempranamente, la era de las provincias como actores relevantes y del regionalismo como fuerza modeladora de la organización nacional. También, podría decirse, el siglo

    XIX

    , desde la perspectiva que orienta este trabajo.

    U

    N ENFOQUE PROVINCIAL DE LA ORGANIZACIÓN DEL

    E

    STADO

    La historiografía nacionalista, que acompañó al proceso de construcción de Estados, permeó también al siglo

    XX

    , resultando en miradas incompletas en cuanto se circunscriben solo al ámbito nacional. Estas no valoraron bien, salvo buenas excepciones, las transferencias e influencias del mundo atlántico y de los propios países vecinos, proyectando anacrónicamente hacia atrás las lógicas de los Estados consolidados del siglo pasado. Desde sus décadas finales este vacío parece resolverse a partir de múltiples trabajos que asumen una perspectiva mejor contextualizada del origen de los Estados americanos, así como una mirada poliédrica y menos jerarquizada del imperio español⁶⁵. Ha ocurrido en el campo de la historiografía americanista, donde nunca se ha dudado de la fuerza modeladora de las tensiones regionales en la conformación de los Estados nacionales americanos⁶⁶. Son muchos los países que reconocen la participación provincial en la construcción de su Estado-nación⁶⁷.

    Chile aparecía como la excepción, en el plano científico, probablemente a partir de la misma autoimagen de excepcionalidad en el concierto hispanoamericano, esto es, como un país que, sin grandes sobresaltos, avanzó rápidamente en la consolidación de un Estado moderno y eficaz. Menos atravesado por conflictos sociales, raciales o provinciales que sus vecinos, pudo organizarse prontamente y asumir un destino común de nación. Su historiografía tradicional, reconocida en cuanto a sus principales autores y el trabajo de fuentes, cumplió un rol significativo en la consolidación política y cultural de la nación. Su conformación excesivamente temprana, sin embargo, produjo el efecto de calcificar una mirada canónica del periodo de la formación nacional, que no fue realmente superada o alterada en el siglo

    XX

    .

    Con el transcurso del primer siglo republicano el país logró consolidar su territorio e instituciones, su economía y una red de comunicaciones; en fin, una identidad compartida y una estructura estatal con densidad y penetración territorial. En estos procesos las provincias fueron parte de una larga negociación, no siempre pacífica. Se trata de un diálogo de ida y vuelta entre las élites locales, los pueblos y las autoridades centrales, que interesa revisitar desde la periferia hacia el centro.

    Pendiente se encuentra en Chile una aproximación más descentrada y equilibrada de la historia de la organización del país. Si bien los eventos regionales son consignados en los grandes relatos nacionales, no aparecen significados en forma que recoja su influencia en la narración general. Comúnmente resultan anecdóticos o desconectados, sin capacidad explicativa, o bien los actores provinciales –los sujetos y las provincias mismas– figuran como arcaicos, defendiendo un régimen (la monarquía) o un modelo (la autonomía provincial), que está destinado en forma inevitable a ser superado por la historia. Algo similar puede decirse del tratamiento del mundo indígena, que aparece desprovisto de objetivos o de una geopolítica propia.

    La historiografía regional también tiene su cuota de responsabilidad en la baja penetración de estas miradas renovadoras. Con pocas excepciones, se redujo a la mera crónica o a la historia local; sin contribuir al diálogo región-nación, en la búsqueda de aportar complejidad o matices al gran relato nacional. En las provincias, por carencia de fuentes y otras razones, se desarrolló una historiografía de corte localista, que pocas veces miró al país en su conjunto, contribuyendo por omisión a la construcción centralista de la historia nacional⁶⁸. Se hace necesaria, en consecuencia, una historia regional que dialogue mejor con la gran historia de Chile; de la misma forma, hay que avanzar en la construcción de una historia verdaderamente nacional, de manera de otorgar complejidad y riqueza al análisis del periodo clave de la organización del Estado.

    Mucho se ha avanzado en años recientes. Superando la mera extrapolación irreflexiva de procesos del Chile Central, desde distintos territorios se levantan propuestas historiográficas que miran al país desde la región. Ya nadie estima la mirada regional a la historia como mera expresión de chauvinismo local. Destacados historiadores regionales han aportado a la construcción de una imagen más descentrada de la historia de Chile: Mateo Martinic, María Angélica Illanes, Sergio González, Milton Godoy y Leonardo Mazzei, por nombrar solo algunos. Se han escrito diversos trabajos que apuntan en la dirección que señalamos⁶⁹. En seminarios⁷⁰ y publicaciones académicas⁷¹ el problema de la participación regional en la organización del Estado se instala, ya no como expresión de fenómenos locales sino que en una perspectiva más amplia y comparativa⁷².

    El análisis de la construcción del Estado abarca innegables dimensiones territoriales o locales. Son los casos de la cartografía, la fiscalidad, los municipios, las divisiones provinciales, los caminos o los censos, por nombrar algunas, que han sido objeto ya de buenas monografías⁷³. Hay otras pendientes, o insuficientemente trabajadas, en la lógica regional, como las relaciones de familia y la formación de redes comerciales⁷⁴ o las dimensiones socioculturales del centralismo.

    Estas últimas resultan muy interesantes. Se traducen en fenómenos diversos, como las migraciones campo-ciudad y de provincianos rumbo a la capital. La provincia, de espacio político privilegiado, se vuelve peyorativa, y la capital en un objeto de imitación y de deseo. Así lo recoge la literatura, como puede apreciarse en obras muy exitosas en su época, como el Martín Rivas (1861), de Alberto Blest Gana; las Cartas de la Aldea de M. J. Ortiz (1908); los escritos de José Joaquín Vallejo, Jotabeche; o la pieza teatral Como en Santiago (1881), de Daniel Barros Grez. Su éxito de otrora, más allá de un innegable mérito literario, es señal de que dieron cuenta de la creciente hegemonía cultural, política y social de la capital del país. Se instala una actitud desdeñosa que también exhibieron historiadores y ensayistas, como Francisco A. Encina, en su Historia de Chile (1938-1952) y Alberto Edwards (1928). Es un aspecto del proceso de construcción de la sociedad centralista chilena que no se ha estudiado en una perspectiva de historia cultural.

    En los últimos años nuevas voces han surgido, que controvierten y matizan, desde Chiloé, Atacama o Valdivia, por ejemplo, la mirada tradicional de un país que se construyó desde el centro a la periferia, como mero reflejo o imitación mecánica⁷⁵. Se suman a los abordajes temáticos ya referidos y constituyen trabajos útiles, sin duda. Hacía falta, no obstante, estudiar todavía varias provincias con esta perspectiva y reunir todas esas miradas en una obra de conjunto. También a Santiago, la hermana mayor, en la expresión de José Miguel Carrera, como ciudad y provincia. E incluso a aquellas que no fueron parte del Chile histórico de 1810, pero que fueron aportando, al incorporarse, a la identidad múltiple y compleja del país que –no sin sombras y vacíos– ya se presenta como una nación consolidada al mundo en 1910, año del primer Centenario de su emancipación.

    Es necesario, en síntesis, un abordaje sistemático de la evolución del país, en el siglo

    XIX

    , planteado desde las provincias. Solo de esta forma las singularidades y contradicciones de territorios entonces más diversos y autónomos pueden evidenciarse y aportar a una comprensión integral de la organización de Estado y la construcción de la nación chilena. Aspiramos a que este texto avance significativamente el camino.

    E

    L LIBRO QUE PRESENTAMOS

    El presente volumen propone una lectura provincial del proceso de construcción de Estado en Chile, en el siglo

    XIX

    . Pretendemos ofrecer, con las plumas sumadas de varios investigadores, una mirada renovada a la actuación de actores y fuerzas regionales. De eso se trata la invitación que he formulado a destacados historiadores y especialistas en espacios subnacionales: a pensar el pasado del país entero desde las regiones.

    Los capítulos no siguen la nomenclatura de las regiones que conforman la división político-administrativa vigente del país. El texto se ha estructurado, más bien, con base en los territorios como una realidad geohistórica, considerando los eventos que han condicionado la historia local, en diálogo con procesos nacionales e internacionales. Los espacios considerados son el Norte Grande, Copiapó, Coquimbo, Valparaíso y Aconcagua, Santiago, Colchagua, Talca, Concepción y Chillán, la Frontera, Valdivia, Osorno, Puerto Montt, Chiloé y Magallanes. Más que una estructura de límites precisos, pero cambiantes, propia de las divisiones administrativas, seguimos una lógica de centros de poder representados por las antiguas ciudades y sus zonas de influencia en el siglo

    XIX

    . Lo mismo ocurre con la diversidad de actores y colectivos que protagonizan el devenir de cada provincia.

    Las periodificaciones se han construido de la misma manera, recogiendo la diversidad de los problemas y ciclos históricos. Así, mientras el largo siglo

    XIX

    se inicia antes de 1800 en el Valle Central, en Magallanes comienza tardíamente y se proyecta hasta las primeras décadas de la siguiente centuria. Son definiciones que pueden cuestionarse y que muestran, por lo mismo, la plasticidad de la región, como espacio-tiempo y problema historiográfico.

    Los trabajos incluyen, en la medida de lo posible, una caracterización de los territorios, a partir de 1810 y durante el siglo

    XIX

    , más las referencias que parezcan indispensables a procesos previos o posteriores. Aunque interesa sobre todo el análisis, se mencionan los eventos y personajes más significativos, pensando en un público diverso y no necesariamente especializado, propio de un libro que se interesa en la historia de Chile y sus regiones.

    En Chiloé y desde esa isla mitológica, con ocasión de las Jornadas de Historia Regional de Chile, convocamos a una pléyade de historiadores a sumarse a este proyecto, todos especialistas en sus territorios; entre ellos cuatro Premios Nacionales, y también varios historiadores jóvenes, que representan la renovación necesaria de la disciplina. Y casualmente casi todos, pues no fue intencionado, nacidos en regiones. Aceptaron de inmediato, sin conocer más antecedentes que la motivación y el propósito de la obra, y sin otra retribución que la satisfacción de ser parte de este volumen. A todos les estoy muy reconocido por su generosa confianza y el profesionalismo con que acogieron sugerencias y nuevas exigencias.

    Aunque hubo pautas y contenidos sugeridos, los textos en su pluralidad expresan la propia de sus autores. Unos eligieron un tono más descriptivo; otros optaron por el ensayo, género reservado a la reflexión madura de quienes han mirado una región y un problema histórico por largo tiempo. En su variedad de enfoques, expresan la propia de nuestra historia y territorio, que vemos como una virtud. Esperamos que el volumen, más allá de su propósito científico, contribuya a promover la diversidad cultural y la cohesión social, valores que requieren para plasmarse de un reconocimiento mínimo común del pasado, en el cual todos los territorios puedan ser protagonistas y constructores de la región y la nación, en una necesaria relación de ida y vuelta. Es la contribución de la historia, a propósito de los debates recientes sobre el currículo estudiantil, a construir una visión compartida de futuro.

    El volumen está organizado de norte a sur, como un largo viaje. Lo precede este, mi trabajo, que busca fijar el campo del enfoque provincial de la historia nacional; una perspectiva reciente en Chile, pero antigua en América, en especial en aquellos países en que el federalismo, en cualquiera de sus formas, acabó por imponerse. Busca sumarse a los enfoques clásicos y a los más recientes de la historia social y cultural, pero no suplantarlos, pues pienso que miradas diversas contribuyen a dar inteligibilidad y sentido al pasado.

    El Norte Grande es una región construida, histórica y geográficamente, desde múltiples dimensiones. Aunque su adscripción formal al Chile republicano es relativamente reciente, pues solo se completa con el Tratado de Lima, en 1929, su identidad e historia tienen profundas raíces precolombinas y coloniales. Puede remontarse a culturas y civilizaciones como Tiawanaku (aymara) y Tiwantinsuyo (quechua), seguidas del virreinato peruano. Con la creación de los Estados-nación americanos se inauguran sus aspiraciones soberanas, basadas en esquivos títulos esgrimidos por cuatro países a este enorme territorio.

    Más allá de la soberanía, ha debido construirse también internamente. Sergio González describe bien al Norte Grande, a la vez como un territorio y un imaginario. La región debió definir sus propios y elusivos límites con el llamado Norte Chico. Fueron chilenizados Antofagasta, Tarapacá y Arica, mas esta, hoy devenida en Región, se siente a la vez distante y distinta de Tarapacá. Su conformación sociológica le debe mucho a la economía del guano y el salitre y a la modernidad que arribó con el ferrocarril. La enorme extensión casi vacía del pasado colonial atrajo con su riqueza a inmigrantes desde países cercanos y de otros muy lejanos. Fueron los trenes el hilo vertebrador de la industria y la población, que conectó a los nortinos con el país del centro y los países vecinos, pero sobre todo a las oficinas del desierto con los puertos.

    De Chile Central llegó mucha gente, buscando la quimera del filón, o bien a sumarse a la dureza de la oficina del desierto. En ese proceso, el desierto mismo ha sido un escenario que se desvanecía al ritmo de la ingente actividad minera. Con ella, explica González, emergía la identidad de pioneros y pampinos, propia de aquellas apartadas provincias. Una identidad que la literatura ha recogido y que coexiste, con matices singulares, con la cultura nacional chilena.

    Más al sur, Atacama es un ejemplo de la evolución singular de una provincia, alejada del centro político del país, pero que contribuyó a modelar el decurso nacional desde su propio desarrollo económico y político. La actividad minera, en primer término, dio lugar a una sociedad dinámica, de mentalidad abierta y alta movilidad, cuya riqueza generó grandes fortunas, que se vincularon con la burguesía de la zona de Santiago-Valparaíso, modificándola y expandiéndose a otros rubros económicos. En la tensión que generó la instalación burocrática del Estado en la provincia y la presión fiscal, las élites locales, sintiéndose desplazadas, abrazaron las banderas del municipalismo, el liberalismo, el regionalismo y, últimamente, la rebelión. Un grupo más avanzado añadió demandas sociales de igualdad y participación política, que derivaron en la formación de un partido que marcaría el siglo

    XX

    chileno: el radicalismo.

    Una rebelión derrotada en 1859 fue el punto más alto del conflicto entre la capital y la provincia, cuyo estudio, como bien muestra el trabajo de Joaquín Fernández y Dany Jerez, no debe solo estudiarse desde la óptica local ni asumir que concluye con la derrota de Peñuelas. Por el contrario, la tremenda conmoción que provocó la conflagración, cuyos ecos violentos estremecieron hasta la Frontera, abrió el camino de la joven república chilena hacia la libertad electoral, la participación política y, al cabo de unos años, una incipiente democracia.

    La provincia de Coquimbo forma parte del espacio tradicional chileno, y su capital, La Serena, es una de las ciudades fundacionales del país. Su desarrollo colonial estuvo siempre ligado a la minería y a una modesta agricultura, pero también marcado por el aislamiento. Participa en las contingencias de la independencia con una adscripción mayoritariamente patriota y sin sufrir demasiado daño. Estas circunstancias le permiten, sumadas a un creciente auge económico, adquirir un renovado protagonismo en los primeros años de la república.

    El comprensivo trabajo de Alex Ovalle pone el foco en la educación y la economía minera, como clave explicativa del surgimiento de una creciente burguesía, con ambiciones políticas e imbuida de los nuevos aires liberales. La instalación del Estado en la provincia, en desmedro de los poderes provinciales, representados por sus familias tradicionales, el autoritarismo pelucón y las presiones tributarias, impulsan una fuerte resistencia. Estallará violentamente en 1851 y 1859. El regionalismo convive, sin embargo, con la identidad nacional que estimulan, confirmando la tesis de Mario Góngora, las guerras externas, en especial la Guerra del Pacífico, en la que la provincia reafirma sus identidades locales, a la vez que la pertenencia a un Chile tempranamente consolidado.

    Valparaíso inicia tempranamente su vida de puerto, asociado a la ciudad de Santiago, aunque en volúmenes poco significativos. Ya para el siglo

    XVIII

    se fue configurando una red de intereses que comprometía a los grandes comerciantes de Lima y Santiago y conectaba el interior, las haciendas del Valle Central, en especial del Aconcagua, con la ciudadpuerto.

    La independencia y la libertad de comercio, que reordenaron soberanías y jurisdicciones, dan paso a una disputa por el control del comercio en el Pacífico. Valparaíso deviene el gran puerto de salida y acceso de bienes, lo que implicó un efecto desequilibrante para el conjunto de las regiones chilenas, según explican Eduardo Cavieres y Jaime Vito, refiriéndose a los años de instalación del nuevo orden republicano. Son los años en que se afirma la primacía de Santiago y Valparaíso como centro de las actividades financieras y comerciales y, en el caso del puerto, como enclave estratégico en la expansión ultramarina británica.

    A partir de 1820, a medida que se expande su actividad naviera y comercial, se estrecha su vínculo con los intereses del Estado-nación y la capital, Santiago. Los ingresos fiscales se benefician con el bullente dinamismo de las bodegas y almacenes. Con las ciudades del interior, en cambio, el puerto no logra formar vínculos estrechos, lo que dificulta el surgimiento de una identidad regional profunda. Esta parece situarse más a nivel de las localidades y del Estado nacional que en el nivel intermedio de las regiones. La posibilidad de una identidad regional más acentuada en el plano político entre Valparaíso y el Valle interior, dicen los autores, no convenía necesariamente a la oligarquía de Santiago y su papel centralizador. Con los años surge una tensión político-financiera entre el alto comercio de Valparaíso y la oligarquía política financiera de Santiago, que se resuelve en favor de esta última. Se impone, así, un ordenamiento más homogéneo de carácter suprarregional y supralocal, que fue la base de la conformación de una economía propiamente nacional.

    Santiago, como provincia y ciudad capital, es estudiada por Valentina Verbal, en un enfoque centrado en la lucha de los conservadores por construir una identidad nacional homogénea y esencialista, de manera autoritaria. En su visión, las disputas regionales se subordinan a esta tensión mayor entre orden y libertad, que cruza las primeras décadas de la construcción nacional, pero que se proyecta incluso hasta el presente.

    En los años iniciales de la emancipación Santiago se habría presentado como la hermana mayor, que lideraba el proceso; en tanto que, con los años, a partir de la hegemonía alcanzada mediante la fuerza militar, el soporte constitucional de la Carta de 1833 y el triunfo de las élites conservadoras aliadas de Santiago y las provincias, habría devenido en una madre protectora.

    Las luchas regionalistas, en este cuadro, en particular las rebeliones de mitad del siglo

    XIX

    , habrían sido meros escenarios estratégicos de las luchas del liberalismo contra el orden autoritario. Las provincias, en su visión, aunque tuvieron demandas propias y se organizaron en asambleas, fueron parte de una pugna mayor entre dos grandes proyectos ideológicos, liberal y conservador. Esta sería, a juicio de Verbal, la cuestión central de la historia de Chile en el periodo.

    En varias provincias del país, según expone Juan Cáceres, las élites locales acordaron una especie de pacto de no agresión no explícito con las élites santiaguinas, a cambio de conservar el control de sus respectivas sociedades. No fue ese el caso, sin embargo, de Colchagua, que es justamente la provincia que estudia. Allí, dice, no había pacto que firmar, pues la élite colchagüina estaba conformada por miembros de la élite santiaguina. La zona sufrió el drama, además, en los años siguientes a la independencia, de situarse entre las dos grandes ciudades que se peleaban el dominio del país, Concepción y Santiago.

    La construcción del Estado en la provincia tuvo fuertes incidencias sobre las culturas locales, que sufrieron el efecto homogeneizador de la cultura nacional y republicana. En Colchagua ocurrió algo distinto, pues fue justamente su tradición huasa de cueca, cazuela y rodeo, propia de la zona central, lo que devino, por decreto y por imitación impulsada desde el nivel central, el folclor típico del país, especialmente celebrado durante las Fiestas Patrias.

    En el tránsito a la nación moderna el disciplinamiento del pueblo llano fue un proceso repetido en muchos lugares. También en Colchagua, con especial participación de jueces, preceptores, policías y curas. El microcosmos del fundo, explica Cáceres, fue el espacio local en que las familias de élite fueron moldeando el carácter de campesinos, tardíamente devenidos en ciudadanos. Un proceso que replica, a escala local, la construcción de la nación a nivel social y cultural.

    El surgimiento y la evolución de la provincia de Talca en el siglo

    XIX

    es objeto del estudio de Carlos Zúñiga. En la transición republicana esa ciudad, situada en los límites entre las provincias originales de Santiago y Concepción, experimenta los avatares de las disputas políticas y sufre los embates de la guerra. Sus familias tradicionales, con excepciones, se suman primero al bando patriota, luego a la provincia de Concepción en la coyuntura de la abdicación de Bernardo O’Higgins y, finalmente, al grupo conservador liderado por Portales, pero siempre teniendo en vista el interés local. En ese sentido, si bien el autor afirma que la provincia no fue un actor central en

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