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Sola en Oriente Medio
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Libro electrónico173 páginas2 horas

Sola en Oriente Medio

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Información de este libro electrónico

          Mercedes es una mujer con las ideas claras, madura, experimentada y culta con una conexión especial con Oriente Medio. Su gran espíritu viajero la llevará a recorrer escenarios como Egipto, Israel, Argel, Irán y Líbano.
          A través de sus relatos nos hará cómplices de su transformación, ya que haremos junto a ella el viaje exterior e interior simultáneamente. Nos impregnaremos de la esencia oriental, eliminaremos viejos clichés sociales y descubriremos que el detalle más insignificante puede ser vital para una persona y puede marcar la diferencia en todos los aspectos de nuestra vida.
          Mercedes sabe que, en esos rincones, se sigue encontrando una especie de magia que se ha perdido en el mundo occidental y que sin duda necesita tenerla en su vida para sentirse plena y a gusto consigo misma.
Una lectura deja un aromático sabor oriental.
Con ilustraciones de Blanca Lafuente Martínez. 
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 ene 2018
ISBN9788408180708
Sola en Oriente Medio
Autor

María Gómez y Patiño

            María GÓMEZ y PATIÑO, licenciada en Ciencias dela Información, se doctoró enla Universidad Complutense de Madrid (1996), es profesora universitaria desde 1991, actividad con la que ha recorrido algunos países, impartiendo clase en distintas Universidades (Milán, Roma, Helsinki, Jena, Rotterdam, El Cairo) y asistiendo a congresos internacionales en todos los continentes. Actualmente esla Coordinadora del Grado de Periodismo enla Universidad de Zaragoza.              Ha publicado varios libros: Propaganda Poética en Miguel Hernández. Un análisis de su discurso periodístico y político (1936-1939), (1999), Calderón: una lectura desde el siglo XXI (2000), Paz: Femenino, singular (2005), Las Huellas de la violencia invisible (2005), Escapistas de la realidad. Los intangibles del turismo (2012), y traducido el libro de Irving Crespi: El proceso de Opinión Pública (2000). Ha participado en diversos Proyectos Europeos y fue Directora-Fundadora del Seminario Permanente de Estudios sobre la Mujer (UEM-Madrid).              Posee diversas contribuciones científicas en journals (español e inglés) y ganado algunos premios tanto académicos como literarios: ensayo, relatos y de teatro y artísticos, de pintura.  

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    Vista previa del libro

    Sola en Oriente Medio - María Gómez y Patiño

    Portada

    Índice

    Dedicatoria

    Advertencia

    Boda en Tel Aviv

    Cleopatra para siempre

    La gitana cairota

    Mestiza religiosa

    Despertar en Argel

    La leyenda persa

    El abanico de San Fermín

    Epílogo. Adonai y Alá también hacen milagros

    Notas

    Biografía

    Créditos

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    A ti,

    que estás ahí,

    porque sí

    Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

    BODA EN TEL AVIV

    1_llegada.jpg

    Era un mes de julio. Al aterrizar en el aeropuerto internacional Ben Gurión de Tel Aviv, me envolvió esa inmensa bola de fuego que surge siempre al abandonar la nave en todas las pistas de los aeropuertos meridionales en verano. Era una sensación que últimamente estaba empezando a convertirse en algo habitual. Para mi sorpresa, la superaba sin ninguna dificultad, mientras elevaba la cara mirando al cielo, exactamente igual que hacen los peces cuando sacan la cabeza del agua, buscando... oxígeno quizá o un sentimiento de dominio del medio natural. No sé lo que sentirían los peces, pero yo, además de mover la nariz para olisquear las nubes, me aferraba fuertemente a mi fin-de-semana estilo vuittoniano, de piel color avellana natural y cantoneras de metal dorado, que era el único elemento presente, constante y permanente en todos mis viajes, y que, habida cuenta de las limitaciones de peso y espacio de las compañías aéreas, tendría que empezar a dejar en casa. Pronto solo me acompañaría en los desplazamientos por carretera, en los que mi maletero ofrecía un generoso espacio para el equipaje. Hacía ya tiempo que había observado que el asa de este maletín había adquirido un color más oscuro, resultado sin duda de alguna que otra angustia sudorosa por no perder algún vuelo o más probablemente por su edad, como sucede siempre con la piel, con todo tipo de pieles. En fin, aquella pequeña caja me reconfortaba, al tiempo que reforzaba una parte de mi identidad, y me daba seguridad y confianza. Mi otra parte identitaria la buscaba en el azul del cielo, en ese color celestial conocido y que siempre me podría recordar un mar, unos ojos, una mirada o una caricia, o ¿por qué no todo ello a la vez?

    A pesar de encontrarme en un país verdaderamente controvertido y plural, desde el punto de vista sociológico, aquella bóveda celeste cubría por igual las tres grandes religiones monoteístas: el cristianismo, el islam y el judaísmo, por seguir un estricto orden alfabético, sin otra prioridad, además de un sinfín de otros pequeños colectivos religiosos, sectas o agrupaciones menores.

    Caminaba por la pista siguiendo un sendero imaginario iniciado y marcado por los viajeros que, con más prisa que yo, habían abandonado aceleradamente el avión. Yo nunca me apresuraba en las llegadas. Me gustaba sentir el olor del país. Al descender de la aeronave disfrutaba dejándome acariciar por la humedad o la sequedad del aire. Mis pasos parecían seguros. Mis incertidumbres nunca las llevaba en los pies, sino en la cabeza. Siempre me preguntaba por qué la gente aligeraba el paso para llegar al edificio del aeropuerto. Siempre me contestaba que debían de querer llegar antes a la interminable espera de las maletas en aquellas cintas sin fín transportadoras de equipaje, mientras rezaban (cada cual en su propia lengua y religión) para que las maletas no se hubieran extraviado.

    Tan ensimismada iba yo en mi tránsito que, cuando entré en el edificio, no me extrañó que una joven me entregara un ramo de flores. Simplemente sonreí y dije gracias. Di por hecho que se le entregaba uno a cada mujer que llegaba al aeropuerto. Las maletas procedentes de Madrid estaban anunciadas en la cinta número siete. Este número era uno de mis favoritos, pero, además, en Israel se solía creer que era el número de brazos de la menorá —el famoso candelabro judío—, cuestión controvertida porque los expertos en judaísmo, bien por conocimiento de las religiones o por pertenencia a ellas, siempre decían que el único requisito imprescindible en la menorá era que el número de brazos debía ser impar, mientras que otras personas afirmaban que la condición más importante para los candelabros era que fueran dos, al menos para la celebración del sabbat. Sea como fuere, estaba ante la banda transportadora número siete.

    Mientras esperaba allí, reparé en algo que me había pasado inadvertido hasta aquel momento. Las otras mujeres que esperaban sus maletas no llevaban ningún ramo de flores en las manos. Miré a mi alrededor y era yo la única que lo tenía. Me pregunté: ¿por qué yo? Me respondí: habré sido el pasajero femenino número siete. Busqué una tarjeta entre las flores. No hallé nada. Eran siete orquídeas de un suave color rosáceo que parecían sentirse felices en mis manos. Yo también con ellas. La reciprocidad siempre me parecía natural. Si yo estaba feliz con alguien, daba por hecho que ese alguien también lo estaba conmigo. Esto, que parecía muy simple, no era cierto con demasiada frecuencia. En muchas ocasiones se imponía una distancia física, espiritual, o ambas.

    Tocadas con su pañuelo-velo, tanto hiyab como nicab, las mujeres musulmanas esperaban. También lo hacíamos las cristianas y las judías, pero no había diferencia externa alguna entre nosotras. De hecho, siempre me tomaban por una judía: ¿los idiomas, la nariz, los ojos o el éxodo permanente? Claro, aquella debía de ser la razón. Me habían vuelto a confundir con una judía eminente y por eso me habían entregado aquel ramo de orquídeas. Debía de tratarse de un error, dado que yo no había hecho ningún mérito para ello. Parecían demasiadas casualidades: orquídeas, de un color malva suavísimo, y el siete. Por muy eficiente que fuera el servicio de espionaje israelí, ni yo ni la razón que me llevaba a Israel eran temas susceptibles de ser espiados. Mientras me seguía formulando algunas otras estúpidas preguntas de esta índole, reconocí mi maleta. Finalmente me podía ir; mi espera había concluido. No habían sido más de quince minutos. Ahora ya tenía todas mis pertenencias conmigo. Imaginé que Eduardo me estaría esperando en el vestíbulo. Solo pensar lo contrario me hacía temblar. Necesitaba su presencia para sentirme segura en Israel. Pero se me había olvidado algo importante: no estaba en Europa. Necesitaría pasar por el control de pasaportes y visados. ¿Otro cuarto de hora quizá? Para mi desgracia, los ordenadores no funcionaban y el paso por las cabinas se hacía imposible. Las colas eran tan largas que, aunque los equipos hubieran funcionado, habríamos necesitado un buen rato para superar las barreras fronterizas. En cierto modo, esta era una forma de suerte, pensé, porque cuando se arreglaran, ante la enorme masa de gente allí apiñada, los aduaneros no tendrían otro remedio que agilizar los trámites. Así fue. Menos mal. De no haber sido así, todavía estaría allí. Mi miedo había cambiado; ahora no era saber si Eduardo habría podido llegar, sino pensar si ya se habría marchado, aburrido por la larga espera. Nunca se lo podría reprochar; es más, ni siquiera me debería extrañar. Todo lo contrario. Lo extraordinario sería que estuviera allí esperándome, como si no tuviera mejor cosa que hacer. Desde luego no era ese su caso. Si había hombres ocupados en el planeta, él era uno de ellos. Es cierto que, en el mundo que yo conocía, los profesores universitarios no ganaban mucho dinero, pero los excluía del aburrimiento. Estos días eran muy especiales para él, no porque viniera yo, por supuesto que no, sino porque yo venía precisamente para acompañarle en un momento muy íntimo y feliz.

    Ahora ya era una sherpa auténtica: bolsa de viaje en ristre, flores y fin de semana eran los bultos añadidos que yo portaba, además del sempiterno bolso de mano, compañero fiel de mi vida cotidiana. Así pertrechada, me dirigí a la puerta de salida buscando ansiosa unos ojos verdes y a su propietario. Allí estaban: vivos y brillantes, tal como los recordaba. Caminamos al encuentro. Yo me deshice de mis bultos dejándolos caer al suelo y él soltó a Yael, a quien llevaba de la mano. ¡Qué cálido, reconfortante y cómplice nuestro abrazo! Ni una sola palabra salió de nuestras bocas; el contacto físico fue más que suficiente por su expresividad.

    Solo pregunté:

    —¿Me habéis reconocido fácilmente?

    Eduardo contestó:

    —¡Claro, sabíamos que vendrías con un ramo de orquídeas en la mano! Mientras, Yael me miraba expectante. Su mirada indicaba que esperaba ver a un ser extraordinario: yo. Pronto desaparecería esa expresión de su cara. Se daría cuenta de que yo era tan normal como cualquier persona. Nada excepcional en mí.

    Yael no hablaba español. Yo no hablaba hebreo, así que, una vez más y sin preguntarlo siquiera, como si con anterioridad hubiera sido pactado, comenzamos a hablar los tres en inglés.

    Agradecí que ella hubiera venido a recibirme. Me constaba que no lo había hecho por cortesía, sino más bien por curiosidad. Necesitaba saber quién y cómo era la mujer que tan decisivamente había influido en sus vidas. No necesité más que una mirada para comprobar que efectivamente era una mujer muy interesante y atractiva, tal y como Eduardo me la había descrito. Quizá incluso más de lo que él me había querido o sabido transmitir. Sus ojos grises eran de una profundidad y de una dulzura tal que uno se sentía irremediablemente atraído, penetrado y acariciado por ellos.

    Mi viaje a Israel no tenía otro objeto que ser testigo de su felicidad y de su unión. Yo iba a ser el testimonio de que los problemas se solucionan y que el amor, si es fuerte, vence. Esa conclusión siempre resultaba esperanzadora.

    La ceremonia era al día siguiente. Nunca había estado en una boda judía. Habitualmente no hay invitados trans- o interreligiosos. Es más, todavía quedaban algunos matices que yo desconocía hasta entonces. Este tipo de rituales no transcienden las religiones. La boda se llevaría a cabo por el rito sefardí. Se había dudado entre la elección de esta ceremonia o la askenazí, porque ella procedía de Polonia, pero los invitados eran mayoritariamente sefardíes. Al decir de Eduardo, yo era una mujer con mucha suerte porque iba a presenciar un ritual que era interesantísimo, tanto desde el punto de vista sociológico como histórico, y además, al ser en ladino, entendería todos los diálogos y tendría la sensación de estar en el siglo XVI. El ritual se había mantenido casi idéntico a su fórmula original desde el tiempo de los Reyes Católicos en España, antes de la expulsión masiva de judíos de Sefarad.

    Presenciar, vivir y participar en aquella ceremonia no solo era emocionante, sino que me hacía revivir una cierta culpabilidad histórica. Me sentía parcial y personalmente responsable de la expulsión de los judíos de tierras españolas. Para mí este episodio siempre había sido una experiencia histórica vergonzante, algo que mis antepasados habían hecho, de lo que me sentía históricamente copartícipe.

    La novia estaba radiante, más aún que la víspera en el aeropuerto. La alegría de su cara transmitía esa sensación de éxito y de superación triunfante de todos los obstáculos existentes. Una expresión imposible de felicidad cuando las cosas se consiguen fácilmente y sin esfuerzo, sin problemas, sin resistencias. Su felicidad no era un producto beatífico y estúpido, sino un logro perseguido, luchado, denodado pero triunfante, al fin. Curiosamente, hace solo unos meses yo no habría distinguido estos matices en la expresión de la felicidad humana. Ahora lo sabía bien, demasiado bien. Yo misma luchaba por una felicidad final similar, y siempre resonaba en mi cabeza el grito pucciniano vinceró de Turandot. Quizá por eso, o no, la música de la ceremonia, las propias canciones, la vocalidad del solista y el ambiente creado me conmovieron. No pude evitar llorar. Nunca he sabido cómo operan en mí los mecanismos del llanto,

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