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Desde Arriba Todo Se Ve Más Oscuro
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Libro electrónico143 páginas2 horas

Desde Arriba Todo Se Ve Más Oscuro

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Información de este libro electrónico

La lucha larga y constante por encontrar nuestro propio destino pero bajo la sombra del padre, nos lleva por caminos que jams imaginamos.

Un pueblo desconocido tiene, sin embargo, historias conocidas por todos, ya bien porque les ha tocado, en suerte o en desdicha, vivirlas, disfrutarlas o tolerarlas segn sea el caso.

El personaje-narrador y el lugar donde se desarrolla la historia no tienen nombre porque puede ser tu pueblo, tu historia o la de alguien que conozcas

IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento12 nov 2010
ISBN9781617642272
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    Desde Arriba Todo Se Ve Más Oscuro - Martín Gómez Valadez

    Copyright © 2010 por Martín Gómez Valadez.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso: 2010939236

    ISBN:   Tapa Blanda                     978-1-6176-4226-5

                 Libro Electrónico             978-1-6176-4227-2

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

    Este Libro fue impreso en los Estados Unidos de América.

    Para ordenar copias adicionales de este libro, contactar:

    Palibrio

    1-877-407-5847

    www.Palibrio.com

    ordenes@palibrio.com

    299694

    Aunque no hubiera querido, habría terminado siendo maestro de la escuela. Mi padre la fundó allá por los años 60 y cada generación de niños que pasaba por el aula se llevaba un poco de lo que había en el viejo.

    El viejo - cuánto le gustaba esta escuela- a pesar de no ser más que un simple cuarto de ladrillos que Don Simón donó porque le sobraron de la construcción de su finca.

    Claro que había luz. El viejo habló con todo el mundo hasta que consiguió que pusieran un poste justo enfrente de la escuela. El mismo la pintó de verde.

    Verde que combinaba con el campo. El campo donde no quise trabajar.

    Aunque no hubiera querido, habría terminado siendo maestro de la escuela. Y no es que me queje. La escuela ha cambiado mucho en todos estos años. Sin embargo, los niños van y vienen cada año y todavía hay que convencer a los papás para que los manden todos los días. Está bien que ayuden con la cosecha, pero la escuela es importante., si estudian podrán . . . , podrán . . . , bueno, estudiar es importante. Pero a lo mejor lo digo yo porque no tengo hijos que mantener.

    Ni siquiera tengo que preocuparme si mañana voy a tener comida o no. La situación económica de la mayoría de la gente de este pueblo dista mucho de ser buena, apenas sacan para ir mal comiendo y mal vistiendo, a duras penas.

    Me quedo sólo en el salón revisando las tareas de los niños y no sé por qué me pongo a pensar en el pasado.

    Me llegan no solamente pensamientos aislados, sino que me pongo a revivir cada uno de los pasajes como si los estuviera viendo en una película de esas que veía con frecuencia los domingos cuando salía con María.

    Pienso en ella y en los días en que no vino a clases hace tantos años. Quise ir a preguntar si estaba enferma pero sólo lo pensé.

    Ojalá hubiera un doctor en el pueblo, o al menos cerca de aquí. ¿Y si yo hubiera sido doctor? Tal vez pudiera dar consultas en el terreno de al lado, ése que el viejo reservó para mi casa cuando me casara, finalmente.

    A Ana le hubiera gustado. Siempre que iba de vacaciones, le gustaba ir al campo, ver el paisaje, mojarse los pies en el rio con agua cristalina. Sí, creo que le hubiese gustado.

    A veces pienso como sería mi vida si estuviera casado. Tres hijos que serían mi responsabilidad, mi orgullo, mi miedo a no hacer las cosas bien.

    A Ana le gustaban los niños. Si por ella fuera, hubiese tenido seis.

    El viejo decía que el destino no existe, que uno planea su propia vida y la disfruta o la tolera, según sea el caso. Yo no sé si creer en el destino. Tantas veces he planeado lo que va a ser de mi vida y sigo aquí, en la escuela que fundó el viejo.

    He tenido tantos proyectos que poco a poco se fueron apagando. Ya me decía doña Adela, la señora de la tienda -ay muchacho, uno propone y Dios dispone.

    Y si Dios quiso que yo fuera maestro y que me quedara en este pueblo para siempre, ¿por qué siento que la vida puede ser algo más?

    Claudia era una niña recién llegada al pueblo. Su padre había muerto y ella se fue al pueblo de donde su madre era originaria pensando que al vivir con su familia, las cosas serían mucho más fáciles que si se hubieran quedado en la capital. Desde luego, las cosas no fueron fáciles y pasaron a formar parte de la gente que vive al día y que sus expectativas se reducen a cubrir las necesidades básicas: comer al menos una vez al día, lo que Dios nos dé frijoles, arroz o tortillas con salsa.

    Claudia se parecía mucho a mí. No en el físico desde luego, ni tampoco en la situación económica, sino que no encajaba para nada en el grupo de niñas que jugaban juntas a la hora del recreo, así como yo no había convivido con los niños que vivían en el rancho cuando era niño. La diferencia era que Claudia sí era una buena estudiante que se esforzaba mucho para estar en los primeros lugares de la escuela, no sé si por convicción, por competencia callada con las otras niñas o simplemente porque no hallaba otra cosa mejor que hacer en el pueblo que estudiar.

    María y Claudia sacaban siempre los primeros lugares y era obvio que, de acuerdo a sus capacidades, en este pueblo no llegarían jamás, a desarrollarlas totalmente. No eran realmente amigas pero María era la única que a veces le hablaba a Claudia a la hora del recreo.

    Cuando Claudia terminó la primaria, su madre decidió que se fueran del pueblo y no volvimos a saber de ella hasta muchos años después.

    Aislarse, estando rodeado de gente, no es la mejor manera de hacer amistades ni de conservarlas y yo lo sé porque es precisamente lo que he hecho toda la vida.

    No tuve hermanos así que jugaba sólo subido en los árboles o cazando lagartijas para luego cortarles la cola y ver como se seguía moviendo.

    No sé si mi infancia fue feliz. Vivimos en la capital durante algún tiempo pero después nos vinimos al pueblo. Siempre me sentí fuera de lugar, como si no perteneciera ni al campo ni a la ciudad. No usaba los pantalones cortos que tenía en la ciudad sino que llevaba pantalón de mezclilla y camisa a cuadros y, en lugar de los cómodos tenis, botas casi todo el tiempo.

    Un vaquero venido a menos.

    A pesar de que había algunos niños que eran hijos de los trabajadores del rancho, nunca jugaba con ellos, ya bien porque ellos no se interesaban en mi, o porque yo no me atrevía a invitarlos, así que jugaba sólo.

    La única compañía que tenía era la de mi madre, a pesar de estar rodeado de mucha gente. Sólo ella me entendía, jugaba conmigo cuando se desocupaba de los quehaceres de la casa y escuchaba las tonterías que se me ocurrían y, tal vez, aparentaba interesarse en ellas.

    Éramos lo que pudiera decirse amigos. Es raro pensar en la madre de uno como una amiga pero cuando uno es niño y se siente sólo, el refugio más acogedor es siempre la madre.

    El viejo era distinto, siempre ocupado con sus cosas.

    Cuando volvía a la casa sólo era para comer y para dormir. Algunas veces, los fines de semana, salíamos al campo. Mi madre preparaba comida, la metía en una canasta y nos íbamos. Pocas veces nos acompañaban mi tía Juana y su esposo mi tío Carlos. El viejo me mandaba a buscar una pelota, poníamos unas piedras de portería y nos poníamos a jugar. Eran las pocas ocasiones en que hacíamos algo juntos. Antes de que se hiciera de noche, regresábamos a la casa y volvía la rutina.

    Mi madre se encargaba de las cosas de la casa: la limpieza, la ropa, la comida y muchas otras cosas que la mantenían ocupada casi todo el tiempo.

    Mi tía Juana vivía junto con mi tío Carlos en una casa que estaba en la parte de atrás de la nuestra y que se conectaban por una puerta metálica que se abría con un pasador y que yo utilizaba frecuentemente para ir a comer con mis tíos cuando mi mamá iba con el viejo a la capital y yo no quería ir con ellos y tampoco calentar en la estufa lo que mi mamá había dejado para que yo comiera.

    No entendía por qué, si mi tía Juana y mi mamá eran hermanas, vivían en condiciones diferentes: En mi casa no faltaba la carne todos los días, mientras que en la de mis tíos, que como dije, sólo se separaba de la nuestra por una puerta bajita, la carne sólo aparecía sobre la mesa los domingos y en los cumpleaños de mi tío.

    Mi tía Juana se había casado con mi tío Carlos cuando ambos eran muy jóvenes. No habían tenido hijos a pesar de haberlos deseado fervientemente.

    Nunca supieron por qué, ni cual de los dos era el que no podía concebir. Así que volcaron todo el cariño que no pudieron darle a un hijo en ellos mismos. Era una pareja de ésas que se toman de la mano cuando van caminando por la calle sin importar la edad y que cuando uno empieza a decir algo, el otro completa la frase, como si los dos pensaran lo mismo y estuvieran conectados de algún modo extraño.

    Vivieron en el pueblo de donde mi tío Carlos era originario y en donde trabajaba como campesino. No tenía su propia tierra pero sabía muchísimo de ella y nadie la trabajaba como él.

    El día en que mi madre le había dicho a mi tía Juana que el viejo había heredado unas tierras en otro pueblo, no lejos de ahí, le preguntó sobre la posibilidad de que mi tío Carlos le enseñara al viejo algo de lo que sabía sobre el trabajo del campo porque el viejo no tenía ni la menor idea de lo que se debía hacer y, simplemente estaba atorado con la disyuntiva de quedarse en la ciudad trabajando como maestro o irse al campo, donde las cosas aparentemente serían mejores como para criar a un hijo. Criarme o malcriarme, no sé cual haya sido finalmente, el término adecuado.

    Mi madre y el viejo siempre me dejaron decidir lo que yo quería hacer y no sé si hicieron bien o mal, pero desde lo más simple, como ir o no a la capital con ellos, hasta decidir lo que quería estudiar o si quería hacerlo, fue siempre algo de mi única incumbencia. Así que me hice lo más independiente que pude, o más bien, lo más aislado. Pasaba largas horas sumido en pensamientos tontos, fantaseando con cosas que yo creía que ningún otro niño las entendería porque eran exclusivamente mías.

    La monotonía se rompió cuando mi madre empezó a sentirse mal. Dolores en la espalda, dolores de cabeza.

    Se tomaba unas pastillas que le recomendaron en la botica pero cada vez se sentía peor hasta que el viejo la llevó al doctor en la capital. Le dieron medicina para calmarle el dolor y le mandaron a hacer unos estudios.

    La medicina le ocasionaba mareos y por eso, casi todo el tiempo estaba acostada, no por propia voluntad, sino porque cuando se puso de necia en seguir haciendo todas las cosas de la casa, se desmayó.

    Todos nos asustamos mucho y cuando volvió en si, el viejo hizo que mi tía Juana la vigilara todo el tiempo para que no se levantara de la cama.

    Yo creo que eso la hizo ponerse peor. No estaba acostumbrada a que otros le sirvieran ni a estar descansando mucho tiempo. Cuando estaba bien, dormía como cinco horas porque tenía que preparar todo para el viejo y para mí.

    Cuando iban a dar los resultados de los estudios, me llevaron a la capital porque mi tía Juana tenía un resfriado y la fiebre apenas le dejaba abrir los ojos.

    Como no podía entrar al consultorio, me quedé en la sala de espera en donde yo era el único niño. Cuando salieron del consultorio, después de mucho tiempo, el viejo tenía una cara extraña, una que jamás había visto pero que no supe si era de miedo, frustración o de enojo.

    Mi madre salió sonriente, me dijo que íbamos a pasar a comprar las galletas que vendían unas monjas y que tanto me gustaban. Yo no pregunté nada, no tenía edad para comprender que las cosas estaban muy mal y que mi

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