El verdadero amor
Por Sandra Field
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Travis se había pasado la vida eludiendo los compromisos... hasta que conoció a Julie. Ella era la primera mujer con la que consideraba la posibilidad de casarse... aunque Julie no parecía muy dispuesta a cooperar. A menos que el matrimonio estuviera basado en el amor, además de en la pasión.
Sandra Field
How did Sandra Field change from being a science graduate working on metal-induced rancidity of cod fillets at the Fisheries Research Board to being the author of over 50 Mills & Boon novels? When her husband joined the armed forces as a chaplain, they moved three times in the first 18 months. The last move was to Prince Edward Island. By then her children were in school; she couldn't get a job; and at the local bridge club, she kept forgetting not to trump her partner's ace. However, Sandra had always loved to read, fascinated by the lure of being drawn into the other world of the story. So one day she bought a dozen Mills & Boon novels, read and analysed them, then sat down and wrote one (she believes she's the first North American to write for Mills & Boon Tender Romance). Her first book, typed with four fingers, was published as To Trust My Love; her pseudonym was an attempt to prevent the congregation from finding out what the chaplain's wife was up to in her spare time. She's been very fortunate for years to be able to combine a love of travel (particularly to the north - she doesn't do heat well) with her writing, by describing settings that most people will probably never visit. And there's always the challenge of making the heroine s long underwear sound romantic. She's lived most of her life in the Maritimes of Canada, within reach of the sea. Kayaking and canoeing, hiking and gardening, listening to music and reading are all sources of great pleasure. But best of all are good friends, some going back to high-school days, and her family. She has a beautiful daughter-in-law and the two most delightful, handsome, and intelligent grandchildren in the world (of course!).
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El verdadero amor - Sandra Field
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Sandra Field
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El verdadero amor, n.º 1485 - agosto 2018
Título original: The Millionaire’s Marriage Demand
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9188-641-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
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Capítulo 1
ELLA vivía sola. Lo que más echaba de menos eran las rocas y el mar salpicándolas, la costa en la que había crecido. La marea llegaba al embarcadero. Se quitó las sandalias y se sentó en el muelle, dejando que las piernas colgaran por el borde. El agua le llegaba a los pies. Estaba helada. ¿Y qué esperaba? Después de todo aquello era Maine, y aún era junio. La luz dorada del atardecer se reflejaba en el mar espumoso. Estaba en casa de nuevo. Sólo temporalmente, por supuesto, y no por la mejor de las razones, pero estaba en casa.
El embarcadero estaba al final de una estrecha carretera. Podía oír el viento soplar entre los pinos y el murmullo regular del mar golpeando la costa de la isla más cercana, su destino. Iba a pasar el fin de semana en la isla de Manatuck, propiedad de Charles Strathern, cuyo hijo, Brent, la había invitado al sesenta cumpleaños de su padre que se celebraría al día siguiente.
Aquella tarde se había retrasado en el trabajo. Había vuelto a su apartamento en Portland y desde allí había conducido hasta aquella solitaria costa. Pero había perdido el último transbordador que debía llevarla junto a los otros invitados a la isla. Por eso el transbordador debía volver a recogerla.
Hubiera debido sentirse culpable, pero no era así. Esperaba que Charles Strathern tuviera una piscina en Castlereigh, la mansión de Manatuck. Brent había dejado bien clara una cosa: su padre era muy rico. Y de ello se deducía que el hijo vivía más que holgadamente.
Julie suspiró. Brent era guapo, encantador y mujeriego. Y eso significaba, sin ningún género de duda, que antes o después tendría que quitárselo de encima. Porque el espíritu de aventura que la había llevado a vivir lejos de casa durante años, en sitios inseguros e incómodos, no se extendía a otros aspectos de su vida, como por ejemplo el sexo. O el matrimonio. Sin embargo, aquel fin de semana estaría a salvo, rodeada de la familia de Brent.
De pronto giró la cabeza y aguzó el oído. ¿Qué era lo que oía?, ¿un vehículo acercándose por la carretera? No deseaba tener compañía. No en ese momento. Oliver, el capitán del transbordador, le había asegurado que sería la única invitada a última hora del viernes. Pero el ruido de grava crujiendo bajo los neumáticos de un coche se hacía más fuerte por momentos. Ojalá se detuviera en alguno de los chalets a escasa distancia del muelle. Ojalá parara en cualquier parte, excepto en el embarcadero. Ojalá la dejara sola.
Travis levantó el pie del acelerador al derrapar el Porsche negro en la grava. Conducía demasiado deprisa. En parte porque llegaba más tarde de lo que esperaba, por supuesto. Iba bien de tiempo hasta que se produjo la emergencia en Cuidados Intensivos. Había salvado al paciente, pero eso lo había retrasado.
Aunque no era ésa la única razón, el verdadero motivo era su ansiedad. Aquella preciosa tarde de junio podría haber salido a navegar o a la ópera, y en cambio se dirigía al único lugar del mundo en el que no sería bien recibido.
Medio kilómetro más y estaría en el embarcadero. Allí utilizaría el teléfono para ponerse en contacto con Oliver y pedirle que lo recogiera con el transbordador. Y una vez en la isla no lo echarían. O, si lo intentaban, lucharía.
Travis respiró hondo e hinchó los pulmones de fragancia marina. Por un instante volvió a ser el niño que recorría la costa y los riscos de la isla de Manatuck. El niño feliz, confiado, inconsciente por completo de lo que lo esperaba. No sólo volvía al seno de la familia. Volvía también a la isla. Y no sabía cuál de las dos cosas era peor. Probablemente la isla, la locura.
Travis tomó la última curva y observó por fin el golfo con sus islas de terciopelo verde, brillantes y rodeadas de espuma blanca en medio del azul del mar. Y sintió un nudo en el estómago. Una de las razones por las que había trabajado tanto durante los últimos años era para ahogar el anhelo y el vacío que la gente solía llamar nostalgia. Nostalgia del hogar.
Apretó el freno a fondo. Había alguien sentado en el muelle. Travis frunció el ceño. ¿Una adolescente? No quería compañía. Si en algún momento de su vida había deseado estar solo, era entonces. Pero no se trataba de una adolescente, sino de una mujer. Y debía de ser la dueña del coche aparcado junto al muelle.
Travis paró al lado del sedán azul. Era de alquiler, lo sabía por la matrícula. Salió del coche y se dirigió al embarcadero. La mujer se puso en pie. Se libraría de ella y llamaría a Oliver.
Ella estaba de espaldas al sol, bañada en luz. Travis caminó lentamente. ¿Cómo había podido confundirla con una niña? Llevaba un vestido estampado de falda larga y pegado al torso, los hombros y los brazos al descubierto. Y tenía los pies mojados. Su cabello era corto, una melenita castaña que enfatizaba sus rasgos. Y era exquisita, increíblemente bella. Aunque parecía tan molesta de verlo como él.
–Hola, ¿te has perdido? –preguntó ella con frialdad, tomando la iniciativa y observándolo de arriba abajo–. La carretera termina aquí. ¿Buscas Bartlett Cove? Te has pasado la desviación, está a medio kilómetro de aquí.
–No –contestó Travis con brusquedad–, no me he perdido. Eres tú quien se ha colado en una propiedad privada. Este embarcadero no es público, pertenece al dueño de Manatuck Island.
–Allí es adonde voy.
–¿Sí? La fiesta es mañana, ¿te has equivocado de día?
–No, no me he equivocado de día –respondió ella ofendida.
Las miradas de ambos se encontraron. Los ojos de ella eran verdes. Pero en realidad no podían ser de ese color, pensó Travis. Era raro encontrar a alguien con un color de ojos de ese verde tan profundo, tan parecido al de las esmeraldas. La comparación resultaba inevitable. Ella sostenía su mirada sin parpadear, con la dureza de la piedra preciosa. Era más baja que él. ¿Por qué se sentía atraído hacia aquella morenita altiva, cuando siempre había preferido a las rubias altas?
La luz del atardecer se reflejaba en sus mejillas. Deseaba acariciarlas. Le costaba mantener las manos quietas. Y se esforzaba por no mirar por debajo de su escote. ¿Qué diablos le ocurría? Debía reaccionar, recuperar su sentido común.
–Deja que adivine –comentó Travis–. Llegas un día antes porque eres la chica de Brent.
–¿Cómo lo sabes?
–Brent siempre ha sentido debilidad por las mujeres esbeltas y bonitas.
–¿Por qué me siento como si me hubieras insultado, a pesar de los halagos? –continuó preguntando ella.
El viento sopló de pronto sobre su falda, pegándosela a las piernas para desnudarlas después por un segundo. Ella tiró de la falda para abajo.
–Esos ojos… llevas lentillas de color, ¿no?
Travis no pretendía hacerle una pregunta tan personal. A pesar de ello se enfadó cuando ella no contestó, preguntando en cambio:
–¿Vas también tú a Manatuck?
–Sí.
–¿Y a quién acompañas?
–He venido solo –contestó Travis con frialdad–. No pertenezco a nadie, va contra mis principios.
–Casualmente yo también comparto ese principio.
–Lo dudo, siendo la chica de Brent.
–No soy precisamente su… –comenzó a defenderse ella, interrumpiéndose.
¿Por qué tenía que defender su virtud ante un extraño?
–Me alegro de que no hayas terminado la frase. Brent tiene una reputación que lo precede.
–Entonces yo no te preguntaré si eres su amigo, porque es evidente que no.
–En eso tienes razón –respondió él con cierta amargura que la sorprendió.
De pronto ella se dio cuenta de que él estaba tenso. Era como si estuviera a punto de estallar. Y por primera vez deseó que el embarcadero no fuera un lugar tan solitario. No solía asustarse, por lo general. Se había enfrentado sola a muchas situaciones difíciles y, al fin y al cabo, aquello era Maine. No Lima o Calcuta.
Julie lo había observado bajar del coche y caminar con la gracia de un tigre de Bengala como los que había tenido la suerte de contemplar. Los tigres siempre se movían con elegancia. Pero eran peligrosos, tenían dientes afilados. Pero, ¿y qué si él era de esos hombres capaces de hacer disfrutar de verdad a una mujer?
–Me llamo Julie Renshaw.
–Travis Strathern –contestó él estrechando su mano brevemente.
–¿Eres primo de Brent?
–No –respondió él con una brevedad impertinente.
–Voy a serte sincera. Disfrutaba a solas del paisaje cuando has llegado, y es evidente que tú tampoco deseas compañía. Pero los dos tenemos que esperar a que llegue el transbordador y navegar juntos a la isla. ¿No podríamos charlar acerca del tiempo? Tienes que admitir que es espléndido.
–Si te gusta la puesta de sol espera a ver el amanecer en el océano… –comentó él con la mirada perdida.
–Es evidente que has estado antes aquí, pero no comprendo por qué no te esperan si te apellidas Strathern. Oliver dijo que sería la única invitada a estas horas.
Nadie sabía que Travis iba de visita a la isla. Sencillamente porque él no se lo había dicho a nadie.
–Ha debido de ser una confusión –contestó él con una evasiva.
No sabía mentir, pensó Julie. ¿Pero por qué molestarse en mentirle a una extraña? Decidida a averiguar más cosas acerca de él, Julie continuó preguntando:
–¿Visitas Manatuck a menudo?
–No, hacía años que no venía. ¿Cómo conociste a Brent?
–A través de unos amigos. Sólo hemos salido juntos un par de veces, pero estaba ansiosa por ver la isla, por eso aproveché la