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El legado de su enemigo
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Libro electrónico179 páginas3 horas

El legado de su enemigo

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Información de este libro electrónico

¿Cómo iba a convencerle de que ella no era parte de la herencia si apenas podía resistirse a sus caricias?
El silencio en la sala resultó ensordecedor mientras se leían las últimas palabras del testamento del padrastro de Virginia Mason. De repente, la vida de la inocente Ginny quedó hecha añicos. Sin herencia, su futuro y el de su familia quedarían en manos del enigmático Andre Duchard.
El francés era extraordinariamente atractivo, pero también era todo aquello que Ginny despreciaba en un hombre; era arrogante y cínico. Pero un beso robado la haría sucumbir sin remedio.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 jun 2015
ISBN9788468762937
El legado de su enemigo
Autor

Sara Craven

One of Harlequin/ Mills & Boon’s most long-standing authors, Sara Craven has sold over 30 million books around the world. She published her first novel, Garden of Dreams, in 1975 and wrote for Mills & Boon/ Harlequin for over 40 years. Former journalist Sara also balanced her impressing writing career with winning the 1997 series of the UK TV show Mastermind, and standing as Chairman of the Romance Novelists’ Association from 2011 to 2013. Sara passed away in November 2017.

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    Vista previa del libro

    El legado de su enemigo - Sara Craven

    Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 2015 Sara Craven

    © 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    El legado de su enemigo, n.º 2393 - junio 2015

    Título original: Inherited by Her Enemy

    Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total

    o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin

    Books S.A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

    ® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcasregistradas por Harlequin Enterprises Limited.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

    I.S.B.N.: 978-84-687-6293-7

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Portadilla

    Créditos

    Índice

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Si te ha gustado este libro…

    Capítulo 1

    Ginny Mason sonrió y despidió con la mano a los últimos asistentes antes de cerrar la pesada puerta de entrada. Estaban a finales de enero y hacía mucho frío. Dejando escapar un suspiro de alivio, apoyó el hombro contra el marco de la puerta y escuchó el ruido del motor del coche que se alejaba durante unos segundos. Lo peor del día había terminado por fin. O al menos eso esperaba. La capilla del crematorio se había llenado de gente porque su padrastro, Andrew Charlton, era una persona muy conocida en la localidad y respetada por sus empleados. Había dejado la dirección de su empresa de luz eléctrica unos meses antes. Muy pocos de los presentes en el servicio religioso habían aceptado la invitación de Rosina, sin embargo. Pocos se habían presentado en la casa para tomar el bufé que había preparado y casi todos se habían marchado rápidamente.

    «Todavía creen que somos unas intrusas. Seguramente piensan que Andrew debería haber sido enterrado junto a su primera esposa», se dijo Ginny, haciendo una mueca.

    Pero había otra posibilidad. A lo mejor el rumor acerca de los planes de su madre había llegado hasta sus oídos. Ese día Rosina había desempeñado su papel de triste señora de la finca, frágil y acongojada con su vestido negro. La noche anterior, sin embargo, no le había faltado tiempo para anunciar con arrogancia que estaba deseando vender Barrowdean House, que quería alejarse de todas esas camisas almidonadas y buscar un sitio con algo más de vida.

    –El sur de Francia, creo – había dicho, asintiendo con la cabeza– . Una de esas casas de campo que están en las colinas, con una piscina. Será estupendo cuando vengan a visitarme mis nietos – había añadido, mirando a su hija pequeña.

    –Por Dios, mamá – había dicho Lucilla con impaciencia– . Jonathan y yo acabamos de prometernos. No estamos pensando en tener familia todavía. Yo también quiero divertirme un poco.

    «Eso no es nada nuevo», había pensado Ginny, pero tampoco podía echarle la culpa a Cilla. Su hermana era la «guapa», mientras que ella, tal y como le decía su madre con frecuencia, había salido a su padre. Su piel clara y aterciopelada y su figura esbelta no eran suficiente porque su pelo no era rubio, sino castaño claro, y sus ojos no eran azules, sino grises. Su rostro, además, era de lo más anodino.

    Cilla, por el contrario, era una auténtica chica de oro, consentida y mimada por todos desde su nacimiento. Ni siquiera Andrew había sido inmune a su influencia. Cuando había regresado de Suiza tras terminar sus estudios en un carísimo colegio, jamás le había dicho que se buscara un trabajo o que continuara estudiando. Y cuando el único hijo de sir Malcolm y lady Welburn se había fijado en ella y el cortejo había dado paso al compromiso rápidamente, no había hecho más que asentir con resignación, como si hubiera tratado de adivinar cuánto le iba a costar la boda. Pero no había vivido lo bastante como para ver el enlace.

    Ginny sintió un nudo en la garganta al recordar al hombre alto y amable que tanta seguridad les había dado durante más de diez años. Se preguntaba por qué nadie les había dicho nada acerca de sus problemas cardiacos. Apenas había tenido tiempo de llorar la muerte de su padrastro. La reacción histérica de su madre y de su hermana había acaparado toda su atención y entonces había llegado el golpe de la decisión de Rosina en lo concerniente a la propiedad. Había dicho que iba a mudarse en cuanto encontrara a un comprador. Según ella no tenía motivos para quedarse allí porque Cilla iba a casarse con Jonathan y él iba a cuidar muy bien de ella.

    –Tú, en cambio, tienes tu trabajo en esa pequeña cafetería tan curiosa – había añadido– . Seguro que alguien del pueblo estará dispuesto a alquilarte una habitación.

    Ginny había estado a punto de decirle que esa cafetería ya no era solo un trabajo para ella, sino una esperanza de futuro, y que el alojamiento no tenía por qué ser un problema. Sin embargo, después de pensárselo dos veces, había decidido guardar silencio.

    Se alejó de la puerta y se detuvo un instante sin saber qué hacer. Escuchó el murmullo de las voces y el tintineo de la vajilla y los cubiertos. La señora Pelham, la octogenaria ama de llaves de Andrew, estaba recogiendo lo que había quedado del bufé con la ayuda de Mavis, una mujer del pueblo. Seguramente pasarían el resto de la semana comiendo lo que había quedado del bufé. La señora Pel era otra de las preocupaciones que tenía. La anciana no se hacía muchas ilusiones. Sabía muy bien que Rosina había intentado librarse de ella desde su llegada a Barrowdean House, alegando su avanzada edad y sus recurrentes achaques una y otra vez. Andrew, sin embargo, había ignorado todas sus quejas e insinuaciones. Aparte del afecto personal que le tenía a la anciana, les había dicho que la señora Pelham era parte de Barrowdean. Para él la casa siempre estaba perfecta gracias a su buen hacer y les había dejado claro que no tenía intención de hacer ningún cambio hasta el momento en que ella misma decidiera retirarse. Con la ausencia de Andrew, no obstante, todo cambiaba y despedir al ama de llaves sería una de las prioridades de Rosina.

    Ginny sabía que debía echarles una mano, tal y como hacía casi todos los días con las tareas de la casa por consideración hacia la señora Pelham, que padecía de artritis, pero ese día se dirigió hacia el estudio de Andrew para ver si todo estaba listo para la lectura del testamento.

    –Vaya paripé más absurdo – le había dicho Rosina en un tono cáustico– . Si nosotras somos las únicas beneficiarias.

    «Espero que todo sea así de sencillo», había pensado Ginny, presa de una inesperada inquietud.

    El señor Hargreaves, sin embargo, el abogado que siempre se había ocupado de todos los asuntos de Andrew, se había mostrado muy tajante al respecto y había hecho hincapié en que se cumplieran los últimos deseos de su cliente. Le esperaban a las cinco de esa tarde.

    El estudio siempre había sido la estancia favorita de Ginny, seguramente porque las paredes estaban llenas de libros. Recordaba todos esos momentos cuando se acurrucaba en una silla junto al fuego, totalmente absorta en la lectura mientras Andrew trabajaba en su escritorio.

    No había vuelto a entrar en el estudio desde su muerte y tuvo que hacer acopio de toda su valentía antes de abrir la puerta. Era difícil de creer que esa vez no fuera a estar allí, detrás del escritorio, con una sonrisa en los labios. Su presencia, no obstante, aún se notaba en la estancia. Barney, el labrador de cinco años de su padrastro, estaba tumbado en la alfombra que estaba delante del hogar. Al verla entrar, levantó la cabeza y agitó la cola un momento, pero no se levantó de un salto para ir a restregar el hocico contra su mano. Ese era un privilegio que reservaba para su amo.

    –Pobrecito mío – dijo Ginny– . ¿Creías que me había olvidado de ti? Te prometo que te llevaré a dar otro paseo en cuanto terminemos con la lectura del testamento.

    Barney era otra preocupación más. Su madre, a la que no le gustaban los perros, ya había empezado a hablar de llevarlo al veterinario para sacrificarlo y la idea la horrorizaba.

    Ella estaba dispuesta a hacerse cargo de él, pero tenía que saber a ciencia cierta qué expectativas tenía. Hasta entonces tenía las manos atadas. Echó algo más de leña al fuego, apagó las lámparas y se aseguró de que hubiera suficientes sillas. Fue hacia las ventanas y, al cerrar las cortinas, vio unos faros que se aproximaban por el camino que daba acceso a la casa. Miró el reloj. La puntualidad del señor Hargreaves nunca fallaba. El timbre de la puerta sonó unos minutos después, así que fue a abrir. Sorprendentemente, Barney la acompañó. El perro gemía de emoción.

    Seguramente pensaba que Andrew se había marchado unos días y que acababa de regresar, pero siempre había sido el sonido de sus llaves lo que reconocía...

    Le sujetó del collar al abrir, consciente de que no a todo el mundo le gustaba recibir una bienvenida tan efusiva de un enorme labrador.

    –Buenas tardes... – las palabras «señor Hargreaves» no llegaron a salir de su boca.

    El hombre que estaba delante de ella no era el abogado de la familia. Durante una fracción de segundo le pareció que había salido de la oscuridad. Llevaba un abrigo negro sobre un traje gris oscuro y de su hombro colgaba una cartera de cuero. Su pelo también era oscuro y brillante como el ala de un cuervo. Lo llevaba un poco largo, no obstante, y lo tenía ligeramente alborotado.

    Era alto. Su tez exhibía un sutil bronceado y sus ojos eran de color marrón oscuro. No era muy atractivo, o al menos eso pensó Ginny en ese momento. Tenía los labios demasiado finos y parecía que alguna vez le habían roto la nariz. Su rostro le resultaba vagamente familiar, sin embargo, y eso era lo más turbador de todo. Pero Barney no tenía reparo alguno en acercarse al misterioso visitante. Dejando escapar un gemido de pura alegría se soltó del brazo de Ginny rápidamente y se lanzó contra las piernas del extraño.

    –¡Barney! ¡Siéntate! – la voz le temblaba ligeramente, pero el perro obedeció, meneando la cola y mirándola con esos ojos de miel– . Lo siento. Normalmente no se comporta así con... gente que no conoce.

    El hombre se agachó. Le acarició la cabeza al perro y le tiró de las orejas son suavidad.

    –No hay problema – dijo una voz grave y ligeramente ronca. El acento no era de la zona.

    Cuando se puso erguido, Ginny se dio cuenta de que ella también estaba siendo observada. Su rostro no revelaba nada, pero sintió que lo que veía no le impresionaba en absoluto.

    «Pues ya somos dos», pensó.

    –Lo siento. ¿Le esperábamos? – preguntó, tomando el aliento.

    –El señor Hargreaves me espera. Me pidió que me encontrara con él aquí.

    –Oh, claro – dijo Ginny, mintiendo.

    Le resultaba difícil establecer algún vínculo entre ese hombre de aspecto rudo y con una barba de medio día y el ultraconservador bufete de abogados de Hargreaves and Litton.

    –Bueno, entre, por favor.

    «Si resulta ser un asesino en serie o un ladrón, te echaré la culpa», pensó, mirando a Barney.

    Dio media vuelta y regresó al estudio. No le hacía falta mirar atrás para saber que él la seguía. El perro iba a su lado.

    –Espere aquí un momento, por favor. ¿Desea un café?

    –Gracias, pero no.

    Era un hombre cordial, pero había una tensión implícita en su actitud. Además, la forma en que miraba a su alrededor, como si estuviera evaluando todo lo que veía, resultaba inquietante.

    –El señor Hargreaves llegará en cualquier momento.

    Él respondió con un ligero movimiento de cabeza. Dejó a un lado su cartera y se quitó el abrigo. Ginny se fijó en su camisa. Era color gris perla y estaba ligeramente abierta en el cuello. Su corbata, negra, estaba un poco floja. Consciente de que estaba siendo demasiado curiosa, murmuró algo acerca de su madre y su hermana y se retiró.

    En el salón, Rosina se puso en pie y se alisó la falda.

    –Imagino que el señor Hargreaves ha llegado ya y que podremos terminar de una buena vez con toda esta farsa.

    –No. Era otra persona, alguien de su bufete, al parecer – dijo Ginny, recordando los dedos bronceados y endurecidos que habían acariciado a Barney. Esas no podían ser las manos de alguien que trabajaba frente a un escritorio.

    Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el sonido del timbre. Se puso en pie, pero su madre la hizo detenerse.

    –Quédate aquí, Virginia. Es la señora Pelham quien tiene que abrir la puerta, al menos mientras permanezca en esta casa.

    La puerta del salón se

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