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El Libro Secreto de los Médicos: Medicina en el Antiguo Egipto
El Libro Secreto de los Médicos: Medicina en el Antiguo Egipto
El Libro Secreto de los Médicos: Medicina en el Antiguo Egipto
Libro electrónico246 páginas4 horas

El Libro Secreto de los Médicos: Medicina en el Antiguo Egipto

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En los manuales de Historia de la Medicina, el Antiguo Egipto ocupa un lugar, cuando menos, exótico. Partiendo de los conocimientos de las medicinas tradicionales occidentales y orientales, su desarrollo e historia, el doctor Juan Martín Carpio nos ofrece una extraordinaria visión del conocimiento egipcio sobre medicina global. No se trata de describir cómo los incas utilizaban hierbas o los chinos agujas metálicas o como los egipcios trataban las heridas, sino de comprender que todo ello estaba acompañado por una particular forma de entender la naturaleza humana y el cosmos donde ésta se desenvuelve.

El autor basándose en papiros egipcios médicos, trata de reconstruir la teoría unitaria, el Libro Secreto de los Médicos, de los practicantes del Arte Secreto, que no deja de ser en el fondo mas que la búsqueda enigmática del propio misterio del hombre.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 ene 2018
ISBN9781370140008
El Libro Secreto de los Médicos: Medicina en el Antiguo Egipto
Autor

Juan Martin Carpio

-Family doctor and Emergency doctor.-Lecturer for several institutions: Topics related to Ancient Egypt, Medicine in Ancient Egypt, Philosophy, History of Philosophy, Symbolism, Eastern Heritage.-Living in Egypt for more than 15 years.

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    El Libro Secreto de los Médicos - Juan Martin Carpio

    Introducción

    El estudio de la Medicina en general, de su desarrollo e historia, particularmente el de las llamadas medicinas tradicionales, posee un gran interés, no solo porque nos brinda el conocimiento de las distintas soluciones que el ser humano ha encontrado para enfrentar el eterno problema de las enfermedades, sino que también nos ofrece una visión de cómo la mente humana ubica dichos conocimientos en el tiempo y en el espacio, además de mostrar la particular concepción que del Universo tiene cada época y cultura.

    No se trata pues de describir cómo los incas utilizaban hierbas o los chinos agujas metálicas insertadas en la piel, o como los egipcios trataban las heridas, sino más bien de entender que todo ello estaba acompañado por una peculiar forma de entender la naturaleza humana y el cosmos donde ésta se desenvuelve.

    La habitual explicación positivista del desarrollo de la Medicina, en la que se contempla el origen de ésta como el esfuerzo de la razón por salir de la oscuridad de la ignorancia del tiempo pasado, apelando a nuestra admiración por aquél hombre primitivo luchando contra su propia oscuridad mental, al mismo tiempo que sutilmente burlándose de los antiguos y su ignorancia, ha quedado obsoleta. Pudo tener una justificación durante el siglo XIX y comienzos del siglo pasado, cuando los conocimientos arqueológicos y de las lenguas antiguas eran insuficientes y cuando los arqueólogos del tiempo miraban los restos de las ruinas a sus pies desde la altura de las grandes naciones civilizadas de Occidente, auténticos herederos del mesianismo bíblico.

    No es entonces extraño encontrar en los manuales de la época, que sobrevivieron hasta nuestra infancia, referencias al primer hombre que hizo un fuego, a la primera rueda, el primer... olvidando añadir, que era el primero del que nosotros, en nuestra ignorancia, poseemos noticia y que con toda probabilidad hubo otros antecesores que practicaron o descubrieron lo mismo.

    Era también la época donde arqueólogos tales como Piazzi Smith, astrónomo real en Escocia, quien llevado de un viento iluminado, casi profético, vino hasta Egipto, para comprobar sus ideas. Estaba convencido que aquellos degenerados egipcios -usando sus propias palabras- del pasado nunca pudieron construir las pirámides, que la famosa Gran Pirámide de Gizeh era la obra del pueblo elegido, y que la Inglaterra victoriana, no sólo había heredado la Biblia, sino que incluso las medidas, que él había encontrado en dicha pirámide demostraban sin lugar a dudas que el sistema de mediciones utilizado en su construcción, junto a la antorcha del pueblo israelita, había pasado a las manos del imperio anglosajón.

    Lo que sorprende aún más es que todavía hoy en día se sigan utilizando esos datos para demostrar las maravillas que encierran las pirámides, y no es extraño asistir al resurgimiento de dichas ideas, aunque en diferente formato. Y es que es tan reconfortante saberse pueblo elegido...

    La historia, tal como los clásicos nos enseñan, se comporta como una espiral, donde al mismo tiempo que, en grandes líneas, la humanidad avanza, también asistimos a periodos de retroceso parcial. Cuando se nos dice, dentro del esquema positivista, que las culturas africanas son primitivas, un concepto que ha calado hondo, tanto en el arte como en las descripciones antropológicas, nos olvidamos que esos mismos pueblos primitivos hablan de un pasado de grandeza y que ellos mismos se consideran restos decaídos del mismo. Aquí no estamos en presencia de pueblos en la aurora de la infancia, sino de pueblos terminales en muchos casos.

    La finura en el razonamiento que podemos observar en los diálogos de Platón, la minuciosidad en los comentarios de los Vedas en la India, la complejidad teológica y simbólica que rodea muchas de las llamadas concepciones primitivas, no desmerecen en nada, sino al contrario, la supuesta capacidad de análisis del hombre moderno. Y si en muchos casos, en traducciones mutiladas, que han salvado el espacio de miles de años, cruzando a través de la barbarie eclesiástica de la Edad Media, nos ofrecen el más bello ejemplo de moral y raciocinio, ¿por qué hemos de pensar que el hombre de las pasadas civilizaciones se movía dentro de razonamientos mágicos llenos de ignorancia y superstición? ¿No será acaso nuestra ceguera y desorientación la que proyectamos en el pasado?

    Cuando Platón dice que una luz especial emana de nuestros ojos posándose en los objetos y permitiendo la visión de las cosas, el crítico moderno se ríe, se burla de la ignorancia del filósofo. Olvidando que Platón, iniciado de los templos, hablaba de un conocimiento superior, pues se refería al fenómeno que hoy en día llamamos percepción. ¿No es cierto querido lector, que una especial luz que emana de tus ojos selecciona en estos momentos estos parágrafos en contraste con la oscuridad que reina alrededor, ocultando de tu conciencia todos los miles de objetos y ruidos que te rodean?

    Nos consideramos escépticos, sin embargo, en el pasado, Zenón, el fundador de la escuela escéptica, no aceptó ninguna experiencia que no llevara su sello personal. Las antiguas escuelas indias de escepticismo llegaron a una sutilidad que aún hoy en día no hemos alcanzado. Los sentidos nos engañan, es una frase usual de nuestra escasa filosofía de hombres desconfiados del siglo XX. Los Antiguos más prudentes dijeron que la mente es la que nos engaña, que en todo caso nuestros sentidos son limitados, pero no mienten.

    Cualquier dolor que percibamos, ruido, visión, pensamiento, imaginación o cualquier otro proceso natural, interno o externo, siempre pasa a través de nuestra mente. Podemos decir sin temor a equivocarnos que nuestro universo es mental. Por ello los pensadores de la antigüedad pusieron como primer objetivo averiguar cómo funciona nuestra mente, buscar las leyes fundamentales de aprehensión del Universo a través de la razón humana. Aprendamos a manejar el instrumento de conocimiento, antes que el conocimiento en sí de las cosas, se dijeron. Sin embargo en nuestros días seguimos una vía opuesta: aprendamos de las cosas y a través de ello obtendremos el conocimiento.

    Esa aproximación clásica al conocimiento presuponía la necesidad de empezar por los elementos claves, por las ideas innatas y sus desarrollos: la Unidad en la percepción de las cosas, la Dualidad, la Causalidad, etc. Elaboraron pues conceptos acordes a ello. Se trataba de establecer una especie de matemáticas de la razón, donde se trataba de averiguar los mecanismos íntimos de la mente humana, y de conocer cómo estos coloreaban nuestra percepción del Universo.

    Si tuviésemos que ser estrictos, las Matemáticas son el más puro ejemplo de Ciencia Exacta, sin necesidad de apoyo exterior para arribar a sus propias conclusiones. Las Matemáticas comienza por conceptos fundamentales: el 0, el 1, la serie de los números positivos, la serie de los números negativos, los racionales, los fraccionarios, etc. Pertrechada con esos fundamentos esta ciencia se atrevió a explorar todas las posibilidades de aplicación de sus recursos. El resultado puede observarse a nuestro alrededor: sería inconcebible nuestra civilización tecnológica sin el soporte matemático. Quizá otra civilización del futuro, o de otro mundo, pudiera utilizar otra tecnología, aún no descubierta por nosotros, quizá pudiera elaborar chips para sus computadores basados en fibras vegetales, ¿quién sabe las sorpresas que la tecnología puede darnos?.. Pero lo que es seguro es que para aplicar esas nuevas tecnologías utilizarán matemáticas, sumar y dividir seguirá siendo sumar y dividir, aquí en el siglo XX o en el siglo XXX, en la Tierra o en Marte.

    Y en eso consiste precisamente el poder de lo que yo llamo las Medicinas Clásicas, que subsistieron durante milenios: organizaron sus conocimientos alrededor un tronco fundamental de conceptos unitarios desde los que derivar el resto del conocimiento.

    Que hoy estamos más avanzados en el conocimiento físico de las enfermedades, quién lo duda. Pero carecemos de una teoría que unifique que permita colocar cada cosa en su sitio y en relación a las demás.

    Para un médico tradicional chino no era problemático comunicarse con un astrólogo, un practicante de artes marciales, un químico, un militar, un artista o un filósofo: todos utilizaban el mismo sistema unitario. Ese tipo de intercambio permitía integrar todos esos conocimientos en una estructura global que incluía todas las ramas del saber humano, el universo y el propio hombre.

    El Cientifismo Médico

    Hoy en día podemos determinar y nombrar en el plano físico muchas de las posibles causas de enfermedad, como agentes materiales de las mismas, pero nos es difícil entender la razón última de la existencia de las enfermedades, sus raíces morales y su significado. ¿Demasiada filosofía quizá? Bien, cuando uno se está muriendo supongo que la filosofía es lo único real. Unos días antes quizá tuvo importancia la cantidad de miligramos de antibiótico a introducir en una inyección, pero en el momento culminante del sufrimiento, de la muerte, el hombre no se pregunta acerca de ello, sino que se pregunta por su propia existencia, por el más allá, por las causas que le llevaron hasta ese momento.

    ¿Significa eso que nuestros descubrimientos científicos no poseen valor? Por supuesto que lo tienen y mucho, el problema es que se han vuelto excluyentes, que pretenden explicarlo todo sin dejar margen a otras posibles experiencias. La Ciencia, o mejor el cientifismo, ha tomado el papel de la religión: los perseguidos se han convertidos en los perseguidores.

    Hoy no es extraño encontrar alguien en una disputa o conversación, recurriendo a la Ciencia como aval de lo que dice: los científicos lo afirman..., la ciencia lo dice..., es científico.... Frases que recuerdan aquellas otras como la Iglesia lo dice..., el Papa lo afirma...

    Una muestra de esa interferencia cientifista en todos los campos del conocimiento quedó reflejada en un reciente debate televisivo, donde personas de distinto origen y especialidad, discutían acerca de la diferencia entre la dieta vegetariana y la normal. No es necesario ser defensor del vegetarianismo para entender que la tradición de miles de años, la experiencia acumulada, demuestra ciertos efectos relajantes en la dieta vegetariana y ciertos efectos excitantes en la dieta carnívora. Un científico, especialista en nutrición, categórica y displicentemente afirmaba en dicho debate que él no encontraba diferencia en la composición química de una patata u otro cualquier nutriente, que solo era cuestión de cantidades de proteínas, grasas e hidratos.

    Cierto que desde el punto de vista nutricional tenía toda la razón, pero eso no le daba derecho a opinar sobre la milenaria experiencia de millones de hombres, de muchas culturas que en ciertos momentos y con determinados propósitos recomendaron la práctica de una comida menos carnívora o incluso del ayuno. La experiencia de siglos avala la existencia de determinados efectos fisiológicos y psicológicos debidos al consumo de ciertos alimentos. Lo que está claro es que la mente se paraliza cuando se comen palomitas de maíz acompañadas por cerveza. Intente hablar de algo serio, de pensar profundamente mientras consume pipas de girasol, ya me dirá el resultado de su experiencia. Por supuesto después de un buen asado de carne, el espíritu y el cuerpo se desliza suavemente hacia la cama antes que al estudio sesudo de los filósofos clásicos.

    Otra muestra de la falta de visión global de nuestra medicina moderna puede verse en las revistas o manuales médicos dedicados a la psiquiatría. Cualquiera interesado en conocer las causas de la depresión, por ejemplo en el anciano, puede revisar las páginas correspondientes de uno de esos textos de divulgación. En ellas encontrará cientos de referencias y términos científicos que explican como ciertas hormonas o enzimas se encuentran en mayor menor abundancia en el cerebro de los pacientes, pero al final de dicha lectura no encontrará la razón última de todo ello.

    En ellos no se menciona si el anciano está solo o abandonado, si es pobre, si tiene alguna incapacidad, si nadie cuida de él o si está amargado porque no consiguió lo que quería en la vida, o tantas y tantas otras razones por las que un hombre anciano puede sentirse solo y deprimido. Parece ser que la única razón para todo

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