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La alquimia en Al Ándalus
La alquimia en Al Ándalus
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Libro electrónico354 páginas4 horas

La alquimia en Al Ándalus

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La alquimia en Al Ándalus fue una de las disciplinas más importantes del esplendor cultural islámico en España. Siglos de progreso en Al Ándalus que fueron tejidos con el hilo de oro de la alquimia y que cayeron en el olvido.

La alquimia en Al Ándalus y su influencia en el arte y las ciencias era un capítulo de la historia que estaba aún por escribir.

Desde la llegada de Abderrahmán I, el Inmigrado, a Al Ándalus en el año 756, hasta la caída del califato en el 1030, y tiempo después de los almorávides y almohades, los andalusíes se convirtieron en testigos de excepción de un arte que no se introduciría en Europa hasta el siglo XII. En los años de esplendor del islam, Al Ándalus se convirtió en el faro más luminoso en todas las ramas de la ciencia y las artes, a las puertas mismas de Europa. Grandes estudiosos de la alquimia que se trajeron los saberes de Oriente y que el islam recogió como antorcha al caer el Imperio romano. Su máximo apogeo llegó con Abderrahmán III quien instauró el gran árbol de la sabiduría bajo el que convivieron las tres religiones y convirtió a Córdoba en capital del saber.
Esta obra se centra en la influencia de Al Ándalus y del islam en la alquimia a través de casi cien pensadores y espagíricos como Averroes, Ibn Masarra, Ibn al-Jatib, Ibn Arabí al-Mursi o Al-Zahrawi, además de hacer un preciso recorrido desde el mito de su origen, las identidades de Hermes Trimegistro, los grandes filósofos griegos, la escuela de Alejandría hasta la alquimia en la Europa cristiana.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento9 ene 2017
ISBN9788417044022
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    La alquimia en Al Ándalus - Ángel Alcalá Malavé

    El mito del origen

    Toda la tradición alquímica occidental coincide en señalar a Hermes como el padre o patriarca fundador de su arte. Sin embargo, podríamos señalar sin temor alguno a equivocarnos hasta a tres Hermes diferentes que en distintos períodos de estos nebulosos orígenes ejercieron el papel que la propia mitología le señala: transmisor de una sabiduría emanada del Cielo. ¿Y quién fue ese primer Hermes? ¿Qué patriarca del Mundo Antiguo pudo encontrar en su cabeza, por revelación, las claves para devolver al hombre a su estado de pureza y perfección original, del que la transmutación del pesado plomo en oro no es sino su metáfora?

    En el libro Conversación del rey Calid y del filósofo Morieno sobre el magisterio de Hermes, traducido directamente del árabe a la lengua latina en 1144 por Robert de Chester, podemos leer:

    «Leemos en las antiguas historias de los dioses que hubo tres filósofos llamados Hermes. El primero fue Henoc, llamado también Hermes y Mercurio. El segundo fue Noé, llamado asimismo Hermes y Mercurio. El tercero fue el Hermes que, después del diluvio, reinó en Egipto durante mucho tiempo. Los que nos precedieron, le han llamado Triple por la triple virtud que Dios le confirió. Era rey, filósofo y profeta. Este fue el Hermes que, después del diluvio, fundó todas las artes y disciplinas tanto liberales como mecánicas.»

    Obsérvese cómo ese rey Calid al que se refiere de Chester no es otro que el emir omeya Khalid ibn Jazid, el primero de los árabes en llevar a la práctica la decisión del Profeta Mahoma de traducir absolutamente todos los libros de sabiduría que hallaran a su paso los adeptos a la nueva religión revelada por el Arcángel Yibril, es decir, San Gabriel. En esa cadena aúrea de la que hablaba Homero, los Omeya han jugado un papel de primer orden. Mas aún hallamos en los vapores del mito, nada menos que en los inicios antediluvianos, de los que nos han llegado muy escasas referencias, pero las suficientes como para dudar del pleno derecho de este patriarca mítico de considerarse el primer mortal conocido en poseer el oro de la más pura sabiduría. Esas mismas dudas son legítimamente manifestadas —y no solo él, pero con su autoridad lo ponemos como ejemplo— por el siempre sabio Irineo Filaleteo en su Tratado de la metamorfosis de los metales:

    «Hermes, de sobrenombre Trimegisto, ha sido introducido en la escena de los filósofos como Padre de este Arte; los autores muestran diversas opiniones sobre su identidad; no faltan quienes afirman que fue Moisés; todos convienen al menos en que fue un filósofo muy sabio nacido en Egipto. Es llamado Padre de esta Filosofía, por ser el primero (cuyos libros nos han llegado) en tratar de la Filosofía. Sin embargo algunos arguyen que esta ciencia deriva de Henoch, el cual, previendo el diluvio, escribió en unas tablillas las siete artes liberales (entre ellas está la química) y las dejó a la posteridad. Al entrar Hermes en el valle de Hebrón encontró aquellas tablas que hoy se llamas Esmeraldinas y de allí extrajo su sabiduría. Otros defienden con energía que Noé poseyó ese arte y lo llevó a su arca. No pocos se afanan en establecer el arte a partir de algunos lugares de las Escrituras, y escriben que el mismo Salomón la poseyó».

    Y es que el primero en mencionar a Hermes fue el insigne Homero en su Ilíada y en la Odisea. Sin embargo, es más que probable que se refiera al ser que encarna el mito, y no al patriarca bíblico al que la tradición musulmana, más clarificadora en este aspecto, también señala como el fundador de la alquimia, pero con otro nombre: Idris. Así lo afirma, por ejemplo, el astrólogo persa Abu Mash´ar (805-886) en su Libro de los miles (Kitab al- uluf), especificando que a ese primer Hermes se le denomina el Mayor, o también el Primero, o el Hermes de los Hermes, y que ya antes del diluvio, previendo por una serie de conjunciones en el signo de Cáncer —señalaría más tarde el gran Ibn Arabí— que las puertas del Cielo se abrirían para inundar la tierra emponzoñada de maldades e impurezas —he ahí la alquimia del Gran Hacedor—, ordenó que toda la sabiduría relativa a las ciencias, la escritura y la medicina se grabara en las piedras de los espacios sagrados, es decir, los templos. No sería la primera vez que este hecho, ahora sorprendente, se llevaría a acabo: posteriormente lo harían los imitadores de este mito en las catedrales góticas de Europa. Y Fulcanelli lo descifraría para la posteridad en su inmortal obra El secreto de las catedrales.

    Pero regresando a Albumasar —su nombre latinizado—, también él identifica a este patriarca bíblico con el dios egipcio Thot, dios de la escritura y las matemáticas, esa ciencia de los números que Pitágoras transformaría en un lenguaje universal capaz de descifrar las entrañas de toda la creación, y tras levantar ese velo, y otro, y otro, como una eterna danza cósmica de los siete velos, terminaría pergeñando una filosofía de recios y sólidos pilares que se transformaría en fuente para todo el gnosticismo y, por consiguiente, la alquimia.

    Los otros dos Hermes de la tradición musulmana serían: Hirmis al-Babili, aquel que ya después del Diluvio vivió en Babilonia y transmitió su sabiduría a los griegos (lo cual explicaría la llegada de la filosofía órfica al mundo posterior de Thales y Anaximandro), y finalmente el tercer Hermes, el egipcio, nacido en Menfis, maestro de Asclepios y autor del célebre Corpus Hermeticum. Nos ha llegado incluso el nombre de su maestro, Agathodaimon, y como a los dos anteriores, también se le asignan todo ese cúmulo de actos heroicos que distinguen al héroe civilizador del hombre común: fundar ciudades, crear ritos y calendarios de festividades directamente relacionadas con las puertas señaladas por el Cielo, y escribir libros de filosofía, astrología y alquimia. En breve lo desentrañaremos, más aun cabe insistir en unos aspectos muy interesantes sobre este primer Hermes, patriarca bíblico, del que también nos habla el teósofo iraní Sohravardi (1155-1191), quien afirmó que en el islam se unificaron los dos ríos de la sabiduría emanados, a través de él, de la divinidad: aquel que irriga a Asclepios, Pitágoras y, a través de Platón, a todos los iniciados por la Escuela de Eleusis; y el que fecunda las tierras persas desde el mítico Gayomarth, Faridun y Kay Khusraw.

    Y por derramar unas gotas de los famosos libros atribuidos al tercer Hermes, he aquí lo que afirma Isis a su hijo Horus en el capítulo llamado La Virgen del mundo:

    «Ahora bien, ¡oh, Horus, maravilloso hijo mío! No era en un ser de la raza mortal donde esto podía producirse —de hecho, todavía no existían los mortales— sino en un alma que poseía el lazo de la simpatía con los misterios del Cielo: esto es lo que era Hermes, el que todo lo conoce. Vio el conjunto de las cosas, y habiéndolo visto, comprendió; y habiendo comprendido, tuvo el poder de revelar y de mostrar. En efecto, las cosas que conoció las grabó, y habiéndolas grabado, las ocultó, habiendo preferido mantener un firme silencio antes que hablar de la mayor parte de ellas, a fin de que toda generación nacida después del mundo tuviera que buscarlas (…). Entonces Hermes se dispuso a volver a elevarse a los astros para escoltar a sus primos, los dioses. Sin embargo, dejaba como sucesores a Tat (Thot), a la vez su hijo y heredero de estas enseñanzas; poco después, a Asclepios Imutés (Imotep), según la intención de Ptah-Hefesto, y a otros más, a todos aquellos que por el poder de la Providencia, reina de todas las cosas, debían hacer una investigación exacta y concienzuda de la doctrina celeste.»

    Así pues, no hallaremos las pistas del Hermes islámico en la tradición mítica de los dioses del Olimpo, completamente extraños a esa revelación que fue el islam, sino en la voz de los profetas. El Sagrado y Noble Corán lo menciona en un par de ocasiones: en la sura 19, aleya 56-57: «Y menciona en la Escritura a Idris. Era un justo, un profeta, y lo elevamos a un alto lugar». Y dos suras después, en la 21, aleya 85: «Y menciona a Ismael, a Idris, y Dhu-l-Kifl. Todos ellos eran de los constantes».

    Como se puede comprobar, el profeta Mahoma especifica, refiriéndose a Idris, que fue elevado «a un alto lugar». Y es éste uno de los puntos que directamente lo relacionan con el patriarca bíblico Enoc, llamado Ujnuj en la tradición musulmana: ambos no probaron el sabor de la muerte, y en tanto que profetas que vivieron antes del Diluvio, dejaron escrita su sabiduría para la posteridad. Cualquier conocedor superficial de la tradición islámica sabe que, para ellos, antes de Noé solo existieron tres profetas: Adán, Set y su hijo Idris. Nos abstendremos de momento de emplear la cábala fonética, tan del gusto de los alquimistas, para descifrar la interesantísima etimología del nombre islámico del patriarca bíblico, al que los sabeos de Harran —he aquí de nuevo— y los hebreos también identifican con el Enoc bíblico.

    Nos refiere el Génesis en su capítulo 5, versículo 22 que Yahvé tomaba por justo a Enoc, que caminó con Él, y que vivió 365 años antes de que el Creador del Universo se lo llevara en sus alas sin probar el frío de la muerte. He aquí una constante de los patriarcas bíblicos —su increíble longevidad— que nos remite directamente al famoso elixir de la eterna juventud que persiguieron los alquimistas de todo tiempo y lugar. Sin salirnos de ese capítulo del Génesis, hallamos la exacta genealogía de este Enoc que no deja de ser nombrado en las tres tradiciones monoteístas de Occidente: bisabuelo de Noé, abuelo por tanto de Lamec, padre de Matusalén —otro longevo—, e hijo de Jared. Este nombre está emparentado en lengua hebrea con el verbo «descender», como según la tradición islámica sucedió con la Revelación de Allah hacia los hombres a través del arcángel Yibril —Gabriel de los cristianos— y de Su profeta Mahoma. En Hebreos 11: 5 leemos: «por su fe Enoc fue trasladado para no ver la muerte, y no fue hallado, porque lo trasladó Dios».

    Resumiendo: antes del Diluvio, los ángeles prometen al Creador restituir la pureza del mundo, pero una vez en él, son arrastrados por los cantos de sirena de la lascivia —esa prueba del laberinto que a punto estuvo de hacer embarrancar a Ulises en su odisea—, se aparean con las hijas de Adán, entran en coyunda carnal incluso con hombres y bestias, y para purificar Su Obra, el Creador envía el Diluvio no sin antes instruir a su fiel Enoc en la sabiduría del Cielo y de la Tierra, y en la necesidad de preservar este conocimiento a un reducido grupo de hombres que portarían la llama secreta en medio de la oscuridad de un mundo cegado por las pasiones del poder, y los apetitos de gloria y lujuria.

    Según el Séfer Hejalot, estrechamente relacionado con el Libro de Henoc: «El sabio y virtuoso Henoc ascendió al Cielo, donde se convirtió en el principal consejero de Yahvéh Elohim y desde entonces fue llamado Metatron. Yahvéh Elohim puso su propia corona sobre la cabeza de Henoc y le dio setenta y dos alas y numerosos ojos. La carne de Henoc se transformó en llama, los tendones en fuego, los huesos en ascuas, los ojos en antorchas, el cabello en rayos de luz, y lo envolvió la tormenta, el torbellino, el trueno y el rayo».

    El escritor midrásico judío Bar-Hebraeus nos legó esta perla: «Henoc fue el primero que inventó los libros y las diversas formas de escritura. Los antiguos griegos declaran que Henoc es equivalente a Hermes Trimegisto, y enseñó a los hijos de los hombres el arte de construir ciudades, y promulgó algunas leyes admirables (…). Descubrió el conocimiento del zodiaco, y el curso de los planetas; y enseñó a los hijos de los hombres que debían adorar a los Elohim, que debían ayunar, que debían rezar, que debían dar limosnas, ofrendas votivas y diezmos. Reprobó los alimentos abominables y la ebriedad, e instituyó festivales para sacrificios al Sol, en cada uno de los signos zodiacales».

    ¿Sería por ello que los setitas, descendientes de Set, hacían voto de celibato y llevaban vida de anacoretas? En los escritos islámicos, se incide una y otra vez en un punto básico si nos ceñimos a la perspectiva de la alquimia: este primer Hermes no solo inventó el alfabeto y la escritura, no solo enseñó a vestir a los hombres y a construir templos que rindieran culto a lo sagrado: también enseñó la medicina.

    En su Vida y pensamiento en el Islam, Seyyed Hossein Nasr, refiriéndose a su vez al sabio Sadr ad Din Shirazi, nos dice: «la sabiduría empezó originariamente con Adán y su progenie Set y Hermes, esto es, Idris, y Noé, porque el mundo nunca está privado de una persona en quien descansa la ciencia de la Unidad y la escatología. Y el gran Hermes es el que la propagó por todas las regiones del mundo y por diferentes países, y la manifestó y la hizo emanar sobre los verdaderos adoradores. Este es el Padre de los filósofos (Abu´l Hukama) y el maestro de los que son maestros de las ciencias».

    El maestro sufí Ibn Arabí, con todo el indiscutible peso de su autoridad moral, nos dice que este Enoc fue el primero de los hijos de Adán en escribir con el cálamo: «El primer influjo espiritual del Cálamo superior fue para él». Recordemos que para el sabio murciano, la imagen de la Creación es la conciencia divina en tanto que Inteligencia Primera, que toma con sus manos el cálamo, moja su punta en el Tintero primordial y escribe su creación entera en la Tabla. Y en ese acto, establece ya un orden: en el tintero se halla contenida la totalidad del universo representada por la tinta, y al escribir, separa la luz de las tinieblas, y por consiguiente establece la puesta en marcha de ese motor del universo que es la sístole y diástole de su corazón, resumido en el apotegma alquímico solve et coagula. De ahí que el alquimista, por encima de las ramas de la diversidad del mundo, busque un solo tronco enraizado en la tierra, y que obedece —como es Arriba es Abajo— a las leyes ocultas que directamente emanan de la Unidad. He ahí el título de una de las obras de este insigne sabio andalusí: Tratado de la Unidad.

    A él me remito, a través de su Kitab al-isfar, para cerrar este círculo en torno al padre de los alquimistas:

    «Fue llevado en viaje nocturno hasta el séptimo cielo; todas las esferas se hallaron pues abrazadas por él. Has de saber que Dios ha hecho de todos los cielos el receptáculo de las ciencias ocultas relativas a los seres que debe hacer venir a la existencia en este mundo: sustancia o accidente, pequeño o grande, estado o mutación. No hay en el cielo nada que no posea una ciencia confiada a su guardián. Dios ha depositado el descendo de su Orden hacia la tierra en los movimientos de las esferas celestes y en el tránsito de sus astros por las mansiones de la octava esfera (la corona zodiacal). Ha establecido para los astros de estos siete cielos conjunciones y separaciones, ascenso y descenso. Les ha conferido influencias diferentes y ha provocado entre los unos, atracción, y repulsión total entre otros».

    Más adelante habla de cómo ve Idris el diluvio que se avecinaba:

    «Idris, la paz sea con él, supo por la ciencia que Dios le había inspirado, que Dios había ligado todas las partes del mundo entre ellas, y había sometido unas a otras. Vio que el mundo de los elementos estaba reservado a los seres engendrados. Consideró las conjunciones y separaciones de los astros en las mansiones celestes, las diferencias entre los seres con relación al movimiento de las esferas, unos rápidos y otros lentos (…). Habiendo tenido la visión de lo que Dios había inspirado en el cielo, así como los astros próximos a entrar en conjunción en el signo de Cáncer, supo que Dios iba a hacer descender una enorme cantidad de agua y un diluvio general. Gracias a lo que había comprendido recorriendo los grados de esta esfera (Saturno), recibió una ciencia total y distintiva».

    Como puede a estas alturas inferirse, la ciencia de los astros era considerada por el islam de aquellos días como el espejo que reflejaba la voluntad superior de Allah, el Señor de los Mundos. Mas continuemos con el relato que Ibn Arabí termina de trazar sobre las andanzas de Enoc:

    «Después descendió, y escogió entre los adeptos de su religión y de su ley, a aquellos en los que había reconocido sagacidad y penetración. Les enseñó lo que había contemplado y lo que Dios había depositado como secretos en este mundo superior. Entre estos conocimientos depositados en los cielos, un diluvio inmenso, el anegamiento de los hombres y el olvido de la ciencia. Deseando que esta ciencia perdurara para los que vinieran después, ordenó que se grabara sobre las rocas y las piedras. A continuación, Dios lo elevó al alto lugar: descendió a la esfera del Sol, la cuarta, en el centro de las esferas celestes correspondientes al corazón, porque encima de él se encuentran cinco regiones, y debajo de él, otras tantas».

    Hermes, Thot, Mercurio. Egipto: la tierra de Kemí

    ¿Conocieron los sacerdotes egipcios de la más remota antigüedad, no ya ese secreto del hundimiento de la Atlántida que le fue revelado al sabio griego Solón, sino los secretos de la alquimia revelados a través de los hieroglíficos, es decir, la escritura sagrada? Solo aquellos que tenían ojos para ver y oídos para oír, como aún pueden comprobarse en los restos hallados en aquellos templos donde no fueron disueltos por la impasible arena del Tiempo. De lo que no cabe duda es que no muy lejos de donde, según todas las referencias floreció el paraíso terrenal —entre los ríos Eufrates y Tigres— se erigió un nuevo reino gobernado en la cúspide de su pirámide por un faraón, un hombre-luz. Si atendemos a la sílaba sánscrita inicial, fir o pir, describe el fuego, la llama de la sabiduría que tras el Diluvio universal quedó en manos de unos pocos adeptos que, a partir de entonces, cuidarían de ella como si de oro líquido se tratase, con el mandato tácito o explícito de hacer cumplir esas leyes de rectitud y armonía entre todos los hombres y todos los pueblos para que la nueva Humanidad pudiera superar la terrible prueba del laberinto en la que había sucumbido la Atlántida. He ahí el inicio de todas las hermandades secretas, también las de alquimistas.

    Llegados a este punto, ya podemos plantearnos el origen de la palabra alquimia, pues como bien recomendaba Ortega y Gasset —tan alejado de estos menesteres, pero filósofo al fin y al cabo—, el estudio etimológico de un vocablo podría llegar a revelar sorprendentes significados en la materia de estudio. «Kimijah» significa en hebreo «porque es de Dios». Los alquimistas Olimpiodoro y Zosímo, por el contrario, refieren que los conocimientos más altos fueron enseñados a los hombres por los ángeles caídos, uno de los cuales era llamado Chemes, Chimes o Chymes, quien fue el que enseñó la química a los hombres. El libro que relata esta caída de los ángeles ya mencionada, el Libro de Enoc, una suerte de Apocalipsis apócrifo del siglo I d. C., describe pormenorizadamente muchas cuestiones sobre ese período que abarca desde la Primera Caída de Adán hasta los prolegómenos del Diluvio, todas ellas de gran trascendencia, pero lamentablemente no transcribe el nombre del ángel caído que supuestamente daría nombre a la alquimia.

    Tradicionalmente, se ha asignado esta palabra al idioma árabe, como una composición del artículo al con la palabra que designa la química. Sin embargo, son mayoría los autores que se decantan por el origen egipcio de la palabra, toda vez que Egipto era denominado en aquellos tiempos el país de Kemí, debido al limo negro que crecía en las orillas del Nilo. Y de Kemí, procedería no solo la palabra alquimia, sino la fuente de donde irradiaría su oro líquido a lo largo y ancho de la Antigüedad, al menos en lo que hoy en día conocemos como Occidente y el Oriente Próximo.

    Otros autores, como Helmut Gebelein, prefieren atender al relato bíblico, y más concretamente al tercer hijo de Noé: Ham, Cham o Cam, quien enseñó arte y ciencia, pues es seguro que el patriarca Noé también conocería los secretos del arte hermético, y como tal, sabría a cuál de sus tres hijos revelárselo. A Jafet le gustaban más los caballos, las armas y la guerra. Sem, por el contrario, sentía predilección por la vida tranquila y sosegada del campo y sus frutos. Pero no se interesaba por el campo celeste, como esos labradores celestes que muchos siglos más tarde serían sinónimos de alquimistas. Sin duda alguna, de entre todos sus hijos, fue Cam el elegido para guardar el oro de la sabiduría en un paño secreto, para que también él lo fuera transmitiendo de boca a oreja, con sumo cuidado, a quien los signos y señales del cielo marcaran como digno depositario del tesoro.

    Y aquí ya nos encontramos con el resbaladizo pero siempre fecundo terreno de los mitos. ¿Recibió Isis, la diosa egipcia de la sabiduría y esposa de Osiris, dicho conocimiento y lo vertió a los libros, ya hacia el 2500 a. C.? Su hijo Thot, también denminado Athotis o Thaut (y Hermes por los griegos, y Mercurio por los romanos), por lo pronto, reinó en Tebas desplegando un conocimiento inusitado en las más variadas materias que, sin embargo, procedían de una raíz común: inventó la escritura, la aritmética, dictó leyes para el recto funcionamiento de su reinado, e hizo gala de un conocimiento portentoso de la astronomía. Sin embargo no es él a quien se le atribuye ese segundo Hermes Trimegisto del que hablan distintas tradiciones, sino a otro faraón que reinó medio siglo después y que algunos autores señalan como Siphaos.

    A veces, de entre toda la ciénaga de datos, mitos, leyendas, nebulosas y atisbos de realidades, el investigador riguroso se pierde en laberintos de difícil salida que se prestan a especulaciones inciertas solo porque la suma de la lógica, el sentido común, más las averiguaciones comprobables por documentos apuntan hacia un breve ramillete de posibilidades, del que se extrae la flor más científicamente comprobable. Mas en estos terrenos áridos y desérticos que pisamos, entre dunas, oasis y espejismos, en este punto de conexión entre el mito y la historia que es esta época de la Historia del mundo en la que Egipto se erige como protagonista por derecho propio, solo hay un hombre que en esas fechas concretas de las que hablamos —2500 a. C.— puede encarnar este segundo Hermes sin el cual seguramente todo el conocimiento de la alquimia no habría podido ser escanciado en las ánforas de la memoria de los hombres. Y ese hombre no puede ser sino el gran faraón Keops, el segundo faraón de la cuarta dinastía del Imperio Antiguo que reinó entre el 2579 y el 2556 a. C, cuyo nombre escrito en egipcio antiguo en la Gran Pirámide de Giza era Jufu. Sus años de reinado no están establecidos con la misma certeza, puesto que para Herodoto reinó durante medio siglo, y según Julio Africano y Manetón —que afirma que su nombre era Sufis— prolongó su reinado durante 63 largos años en los que acopió en su poderosa mano el poder absoluto. Pero a pesar de que según Manetón «Sufis se ensoberbeció contra los dioses», le fue conferido un altísimo conocimiento. Así se desprende del estudio arquitectónico, geométrico y astronómico de la impresionante pirámide que construyó no precisamente con esclavos, sino con la ayuda segura de los primeros maestros constructores. Estos harían gala de un conocimiento secreto que desde entonces se fue escanciando en los vasos comunicantes de las hermandades ocultas, sabiamente custodiadas por labios sellados y… herméticos, que no compartían su saber sino con quienes compartían una misma Ruta Sagrada, a imagen y semejanza de la que en el espejo del cielo marcaban las estrellas. (Varios autores a lo largo de la Historia, entre ellos el célebre físico —y también astrólogo y alquimista— Isaac Newton han aseverado que es la pirámide de Keops, y no otras, la que encierra un conocimiento misterioso ciertamente impresionante. Por ejemplo: la base de la Gran Pirámide representa a escala decimal la superficie exacta de la Tierra, y su altura — siempre según la escala decimal— representa la distancia entre nuestro planeta y el astro rey. Como tampoco es casualidad que el ángulo de su base sea de 52º). Al final, sigue refiriendo Manetón, el pueblo egipcio tuvo que ver en él a su faro, su guía, pues compuso el famoso libro sagrado: el Libro de los muertos.

    Y si no existe otra referencia en toda la historia de las dinastías egipcias de un faraón que en torno a esas fechas escribiera en papiros otras revelaciones de semejante calado, ¿no es lógico atribuir a Keops la paternidad de este segundo Hermes, pese a que la tradición islámica lo sitúe en una Babilonia donde aún no existía en esas fechas constancia del arte de la escritura? ¿A quién cabe atribuir la autoría de los llamados Papiro Ebers y Papiro Smith, los documentos médicos más antiguos conocidos en el mundo, sino a Keops? Recordemos que el Papiro Ebers fue descubierto entre los restos de una momia en la tumba de Assasif, en Luxor, y comprado a Edwin Smith por el egiptólogo germano Georg Ebers, quien lo tradujo directamente del egipcio antiguo. Aunque su copia date del 1500 a. C., durante el reinado de Amenhotep, en sus 110 páginas describe numerosas enfermedades con sus correspondientes prescripciones médicas y en total suma 700 fórmulas magistrales y remedios que constituyen el verdadero tesoro del auténtico espagirista. Llama la atención su descripción del corazón como el centro del sistema circulatorio y punto de reunión de fluidos como la orina, el esperma, la sangre y las lágrimas. Y para quien sabe que en la leche materna existe una porción mínima de eso que en alquimia se denomina spiritus mundi —¿no fue por eso que Hermes puso a Heracles a mamar de los senos de Hera mientras éste dormitaba?—, no deja de sorprenderse con la receta que la incluye como remedio para quemaduras.

    En dicho papiro se incluyen diagnósticos de embarazo, enfermedades de piel, intestinales, parasitarias y toda una gama de patologías oftalmológicas, así como tratamientos quirúrgicos de tumores. Pero si aun cupiera alguna duda sobre cómo los pasos aconsejados en la medicina egipcia son muy parecidos a los que aplica la ciencia actual (síntomas, diagnóstico, veredicto y tratamiento), ahí tenemos el llamado Papiro Smith, al que los especialistas, aunque especulen que haya sido escrito hacia el siglo XVII a. C., no dudan que esté basado en textos más antiguos de incluso el 3000 a. C. Tal precisión de datos anatómicos, a nuestro entender, no puede sino remitir a ese Hermes Trimegisto que al igual que Cristo y todos los profetas, vinieron a redimir a la Humanidad con la sabiduría de sus palabras. ¿Es concebible que en esos años se especifiquen las meninges, la superficie externa del cerebro, el líquido cerebroespinal, amén de una exacta descripción del hígado, bazo, riñones, uréteres, vesícula y el corazón? ¿Quién sino Hermes pudo verter ese conocimiento? ¿Y quién sino Keops podía reunir en su figura todos los atributos y menciones suficientes como para atribuírsele la paternidad de ese segundo Hermes? No deja de ser sorprendente que las autoridades competentes tacharan de «supercherías egipcias» la parte del Papiro Smith en la que se habla de la curación por el espíritu.

    Si todos los faraones ostentaban un uraeus junto a su tercer ojo para que, en función de su tamaño, se supiera el grado de iluminación que había alcanzado, ¿cómo sería el del faraón Kheops?

    Sea como fuere, toda la mitología egipcia está preñada de simbolismo alquímico: Set despedaza a Osiris en catorce pedazos, que posteriormente serían recogidos y devueltos a la vida por Isis, por ejemplo. Pero no compete a este escrito el desentrañar estas claves evidentes para todo estudioso de la alquimia, sino seguir explicando todos los eslabones de la cadena áurea.

    No obstante, es necesario recalcar la visión que da el insigne ocultista Plutarco a estos hechos míticos y legendarios en su libro Sobre Isis y Osiris. Para el sabio griego, Set equivale al helénico Tifón, y si Osiris es la palabra sagrada —equivalente al Cristo, pues el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros—, Tifón va sepultando simultáneamente todo lo que su supuesto enemigo ha ido sembrando para bien del alma de los hombres, y así sumirlos en la oscuridad. Mas he aquí que Isis, cual María de Magdala, —esa Madeléine que tanta importancia tendría en el gótico francés por la cantidad de iglesias y catedrales que se erigieron en su nombre— lo restablece para que sea entendido únicamente entre los hombres «que están realizados en la divinidad». En otra leyenda mítica se nos refiere que Isis, interesada por conocer los cien nombres del Creador, suelta una serpiente con a intención de que pique a Ra para que a cambio del antídoto, el astro solar le revele ese centésimo nombre — el shem shemaforas— que después el sabio Rey Salomón colocaría debajo de su famosa Mesa (esa Mesa o Espejo que, cual Santo Grial islámico, irían buscando algunos musulmanes en España siguiendo las órdenes del califa Omeya, ya llegaremos ahí). Siglos más tarde, el Pseudo-Dionisio Aeropagita escribiría un tratado sobre los cien nombres divinos, inaugurando una tradición que irrigó tanto la religión musulmana como la cristiana, hasta el punto que los más preclaros

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