SERAPEUM LA TUMBA DEL BUEY ORÁCULO
Amás de 40º de implacable temperatura, la arena del desierto de Saqqara amortiguaba de forma sorda mis pisadas, casi derritiéndome las suelas, a medida que me iba acercando a la entrada del Serapeum. Desde que comencé a descender la ligera pendiente que conduce hasta su emplazamiento, mis sentidos pudieron percibir, en la relativa distancia, dos realidades indubitables. Mi olfato me anunciaba que los gafires, guardianes del monumento, estaban preparando un dulcísimo té con menta; por otro lado, mi vista me advertía de que no iba a estar solo durante mi visita, pues un nutrido grupo de forasteros se arrebujaba a la sombra, bajo la ineficaz techumbre que el Ministerio de Turismo y Antigüedades había dispuesto para el descanso de los turistas que se aventuraban a las galerías subterráneas de la necrópolis menfita. Aquellas dos certezas que se avecinaban eran que acabaría tomando un té con los guardianes a cambio de una propina y que las motivaciones de aquellos turistas eran de las que hacían a Mariette retorcerse en su tumba.
Auguste Mariette había descubierto el Serapeum, la necrópolis de los toros sagrados Apis, en 1851. Había llegado hasta aquí conducido por las indicaciones de algunos anticuarios cairotas, que le habían confesado la procedencia de las esfinges que decoraban los jardines de las suntuosas casas palaciegas de Garden City. Procedían de la necrópolis de Saqqara, de un lugar donde decenas de esfinges asomaban la cabeza bajo la arena cuando las caprichosas rachas de viento jugaban a la arqueología. Allí localizó Mariette una de estas esfinges asomando bajo la tierra. Y a su lado otra. Y otras más. Y así casi ciento cincuenta, que conducían a la entrada del Serapeum. El descubrimiento convirtió a Mariette en el arqueólogo más importante del siglo XIX, llenando las portadas y titulares de noticieros y rotativos de medio mundo.
–¿ , doctor? –los gafires me ofrecieron un té nada más verme llegar.
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