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El asesinato de mi tía
El asesinato de mi tía
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Libro electrónico264 páginas3 horas

El asesinato de mi tía

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Edward Powell es un solterón sin remedio, con un alto concepto de sí mismo, encantado de su sensibilidad, proclive a sentirse humillado y dudosamente perspicaz. Vive en Gales, que aborrece, en una población de nombre impronunciable, Llwll, en el caserón familiar, con la detestable tía Mildred, usufructuaria de su herencia –Edward recibe una parca asignación– y recelosa de sus sueños de independencia. Oprimido por esa hostil convivencia con una pariente caprichosa y autoritaria, y harto de la irritación que le producen tanto las chicas del servicio como los vecinos de la zona, se propone liberarse de tantos lastres maquinando accidentes para matar a su tía, cuidándose mucho de no dejar rastro.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 ene 2018
ISBN9788490654002
El asesinato de mi tía
Autor

Richard Hull

Richard Henry Sampson (conocido con el seudónimo de Richard Hull) nació en Londres en 1896. A los dieciocho años se incorporó al ejército y combatió como oficial de infantería en la Primera Guerra Mundial. Después de la guerra vivió tres años en Francia. Al volver a Inglaterra, montó una oficina de asesoría contable. En 1934 publicó su primera novela, <i>El asesinato de mi tía</i>, que tuvo un gran éxito y a la que siguieron otras del género de crimen y misterio como <i>Keep It Quiet</i> (1935), <i>Murder Isn't Easy</i> (1936), <i>And Death Came Too</i> (1939), <i>Mi propio asesino</i> (1945) o <i>Prueba de nervios</i> (1952). En la Segunda Guerra Mundial fue auditor en el Almirantazgo de Londres, puesto que conservó hasta su jubilación en 1950. Publicó su última novela, <i>The Martineau Murders</i>, en 1953. Fue asistente de Agatha Christie en la presidencia del Detection Club, una asociación de escritores de novelas policiacas fundada en 1929. Murió en Londres en 1973.

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    El asesinato de mi tía - Richard Hull

    Richard Hull

    El asesinato de

    mi tía

    Traducción

    Ismael Attrache y Carmen Francí

    rara avis

    ALBA

    Nota al texto

    El asesinato de mi tía se publicó por primera vez en 1934 (Faber, Londres). 

    I. Una tarde calurosa

    1

    Mi tía vive a las afueras de la pequeña –y totalmente espantosa– población de Llwll. Ese es precisamente el problema, se mire en el sentido en que se mire.

    ¿Cómo puede nadie con un mínimo de razón vivir en un lugar cuyo nombre ningún cristiano es capaz de pronunciar? Llwll es un lugar imposible. Me gustaría empezar la historia por el principio, pero con Llwll no hay manera: hay que empezar antes del principio, lo que resulta totalmente absurdo. Me dice un escritor que en la lengua local una «ll» al inicio de una palabra se pronuncia como «thl», con la «t» casi muda, pero se trata de una indicación tan inútil como irrealizable. Otro me recomienda una ligera oclusión con la parte posterior de la garganta, como si fuera a decir «cl» y alguien me agarrara por el cuello en ese mismo momento. Lo único que puedo decir es que, si cuando te preguntan dónde vives te agarras por la garganta y empiezas a estrangularte, lo más probable es que la escena suscite algún comentario.

    Pero, aunque consigamos empezar a decir el nombre del lugar, tendremos dificultades para seguir adelante. Por supuesto, la «w» se pronunciará como una «u», pero ¡con un sonido cercano a un «yu»! El signo de exclamación es mío (al parecer, el autor no consideró necesario el énfasis). Con todo, después de agarrarnos la garganta y escupir un poco, estamos ya en condiciones de abordar la «ll» final y aquí ya no cabe la menor duda: se pronuncia «lth». ¡Cuánto lío para una palabra de cinco letras!

    En cualquier caso, yo casi siempre lo llamo Puaj. Creo que esa interjección describe bien el lugar.

    Tal vez no sea necesario que diga que Llwlll –no es así, me he excedido con las l: es Llwll– está en Gales. Muchos lo adivinan de entrada. Y es el sitio más feo que he visto en mi vida. Me sorprende cuánta gente admira el paisaje galés; y lo cierto es que siempre me dicen que soy muy afortunado por vivir en un paraje tan hermoso. No se me ocurre qué pueden ver en él. No hay nada más que aburridas pendientes, costosas de subir y que hay que bajar sin solución de continuidad; bosques empapados en los que, si intento hacer correr a mi perro, algún guardabosques me alcanza rápidamente y me dice que perjudico a los malditos faisanes y los estúpidos prados. ¡Uf! ¡Qué tedioso! Prefiero mil veces Surrey.

    Y las carreteras. Son horribles. Caminos llenos de curvas, la mayoría cubiertos de piedras sueltas e irregulares, con frecuencia con taludes laterales, de tal manera que no se ve nada más que zarzas, rosas silvestres y cosas parecidas, todas ellas llenas de espinas afiladas, como se advierte de inmediato en cuanto se intenta cruzar un seto; y debo añadir que, cuando uno consigue hacer un agujero, alguna persona diligente lo tapa enseguida con alambre de espino. Pero si, por casualidad, se consigue atravesar el talud y el seto, más propios de una cárcel, ¿qué se ve? Pues lo mismo por todas partes. Extensiones de cerros y bosques, todos iguales. Nadie ha hecho nunca nada de provecho con esa selva descabellada creada por la naturaleza. Está todo por hacer.

    Pero volvamos a las carreteras. No hay ni un solo tramo en toda la comarca por el que pueda conducir mi automóvil a una velocidad decente. ¡Inconcebible! Creo que ningún coche ha superado los 55 kilómetros por hora en toda la región. Qué alivio sentiré cuando pueda dejar atrás todo esto, circule por Watling Street y pueda pisar a fondo por una carretera recta hasta el horizonte, sin ninguna de estas malditas pendientes, sobre una superficie buena tan diferente de estas tremendas carreteras de Llwll, que reparan con un poquito de alquitrán y muchas piedras afiladas del tamaño de un huevo de gallina, con la esperanza de que el tráfico las redondee en un proceso que dura varios años.

    Releo lo que he escrito para aliviar mi ánimo de los sentimientos que me inspira este sitio horrible y veo que he sacado a relucir los «bosques empapados». Es el adjetivo exacto. Nunca, nunca deja de llover excepto en invierno, cuando nieva. Dicen que por ese motivo crecen esos árboles maravillosos que suministraron los robles de las flotas de Nelson y de Rodney. Bueno, pero ahora ya no se fabrican barcos de madera, por lo que no son de ninguna utilidad, y yo tengo la sensación de que, visto un árbol, vistos todos. Preferiría ver menos árboles y menos lluvia y más hombres y mujeres. «Oh, soledad, ¿dónde residen tus encantos?»¹ Eso mismo digo yo. Preferiría que me arrullaran las llamadas de alarma a morar en este paraje desolado.

    Árboles y ríos; ríos y árboles. Debe de haber miles de árboles por cada ser humano. Y diría que en un radio de 30 kilómetros hay más truchas que hombres. Y entre todas las personas tediosas no hay como las que disfrutan con la trucha –al pescarla, no al comerla, por supuesto: la truite meunière es excelente y en Ciro la preparan como nadie–, pero el modo que tienen los molineros de agitar el agua con un mayal para pescarlas es aburridísimo. El juego de palabras –en francés meunière significa «molinera»– resulta un poco traído por los pelos, lo admito.

    Aunque se diría que hay algunas personas que parecen apreciar este lugar –en mi opinión, personas muy raras, o tal vez simplemente ignorantes que desconocen la región–, es imposible que a ninguna de ellas le guste Llwll. No puede decirse nada en su favor. En realidad, casi no puede decirse nada en ningún sentido. Es una mera colección de casas feas de ladrillo rojo, todas muy parecidas y en similar estado de decrepitud, con el inevitable río en medio, en una hondonada entre cerros, todos iguales, con una iglesia de piedra a un lado y varias capillas protestantes. No he llegado a saber nunca cuántas capillas de esas hay, siempre me encuentro con una nueva que, al parecer, pertenece a una secta distinta. O ¿debería decir una religión distinta? No lo sé.

    El pueblo tiene una calle principal con su oficina de Correos, desde la cual, de vez en cuando, se reparten las cartas; hay algunas tiendas de comestibles que despachan sobre todo comida enlatada del tipo más básico y, por lo general, un cincuenta por ciento más cara que su precio justo; y, por último, algunos carniceros que venden, sobre todo, cordero neozelandés, tocino danés y buey argentino, cosa ridícula en una región que, al margen de sus defectos, está llena de ovejas –de ovejas especialmente idiotas– y de cerdos muy inquisitivos. De todos modos, qué podemos esperar de un gobierno como el que tenemos en estos momentos, aunque lo cierto es que me interesan tan poco estas cosas que no estoy muy seguro de qué tipo de gobierno tenemos en estos momentos. Sin embargo, los habitantes de Llwll siguen comprando salmón en conserva o albaricoques en lata cuando quieren darse un capricho y, para ello, ahorran comiendo carne congelada y margarina mientras los granjeros vecinos… En fin, no hablemos de los granjeros.

    Hay una sala de cinematógrafo. Por supuesto, ni se me ocurre asistir a un entretenimiento semejante: un esparcimiento vulgar, común y poco refinado con payasadas y gansadas en lugar de ingenio exquisito, donde reinan los sentimientos empalagosos sin ningún argumento, sin composición artística en su técnica y donde no se abordan los auténticos conflictos de la vida con un planteamiento original o nuevo. ¿Alguien ha oído hablar de una película de Wilde, Pirandello o Chéjov? La mera idea es ridícula.

    Pero aunque quisiera asistir a semejante entretenimiento, no consentiría en ser visto en el cine Wynne, llamado así por el nombre de lord Pentre, el principal terrateniente de la zona. Las entradas son tan baratas que uno podría encontrase sentado prácticamente al lado de cualquiera y, además de las incuestionables diferencias de clase, algunos trabajadores del campo huelen muchísimo.

    Pero regresemos a Llwll. Claro que, a menos que se vaya en coche, es difícil regresar a Llwll y todavía más llegar a casa de mi tía. La vía férrea se abre paso serpenteando desde Inglaterra hasta ese país bárbaro con gran lentitud. Siempre me imagino –una linda fantasía– que el motor es reacio a ir a un lugar tan tremendo como Abercwm, la ciudad principal donde se halla el mercado, situada a unos 15 kilómetros de Llwll. En Abercwm es necesario tomar un tren ligero y lento como un caracol: no conozco un recorrido más tedioso que la hora que tarda en recorrer esos 15 kilómetros. Prefiero correr un tupido velo sobre el viaje.

    2

    Creo que he dicho lo suficiente para convencer al lector –si alguna vez alguien lee estas notas, el motivo de cuya existencia explicaré más adelante– de que vivir en las cercanías de Llwll es algo terrible. Pero vivir en la casa de mi tía es todavía peor.

    Su casa, llamada Brynmawr, está situada a algo más de tres kilómetros de donde termina su recorrido el ridículo ferrocarril ligero, y mi tía es el tipo de persona que, si puede, se las apaña para que los demás recorran andando esos tres kilómetros. En especial, le gusta organizar las cosas para que yo tenga que ir a pie por el mero hecho de que sabe muy bien que odio andar en cualquier ocasión y no soporto el camino de Brynmawr. Según creo, Brynmawr significa «la gran montaña», un nombre muy tonto para una casa, pero en este caso está justificado. Al salir de Llwll hay que subir una cuesta unos dos kilómetros, y ¡qué cuesta! Mi tía, tras estudiar el mapa oficial con mucha atención, considera que hay unos 180 metros de desnivel, cosa que, por lo que parece, no está mal. Me lo creo, aunque esa cifra signifique poco para mí. Sin embargo, es típico de mi tía que no solo posea muchos mapas en los que se muestra con el mayor detalle el asqueroso entorno sino que encuentre placer en contemplarlos horas, «leyéndolos», como le gusta decir, y citando de memoria la altitud de todos los cerros que la rodean. Por otra parte, en toda la casa no hay ni un mapa de carreteras que sea de la menor utilidad para quien pretenda circular en automóvil.

    Sin embargo, después de subir los 180 metros o kilómetros o lo que sean, uno se encuentra en la inmediata necesidad, tal como sucede en esta irritante región, de bajar de nuevo para volver a subir de inmediato. El último kilómetro es brutal. Mi tía dice que todo eso es muy hermoso; por mi parte, solo me parece interesante en la medida en que puedo poner a prueba mi coche, porque, aunque las pendientes no son muy fuertes, las abruptas curvas, especialmente la que se halla junto al puente que cruza el riachuelo en lo más hondo de la cañada, presentan la dificultad de obligar a reducir la marcha casi por completo. Pero subir andando es otra cosa muy distinta…

    Me hierve la sangre al pensar en la argucia que ha empleado mi tía esta tarde para obligarme a bajar andando hasta Llwll y, además, ¡volver andando! del todo innecesariamente.

    Todo ha empezado a la hora de comer. Por la mañana, he terminado La Grotte du Sphinx² y me estaba preguntando qué podría leer por la tarde. Por supuesto, mi tía no tiene en su casa nada legible: está llena de Surtees y Dickens, de Thackeray y Kipling, y un montón de tipos así que ahora no lee nadie. El gusto de mi tía por las novelas modernas llega hasta Los buenos camaradas³ e If Winter Comes, de ese hombre interminable, Hugh Walpole⁴. Por supuesto, yo ya he arreglado las cosas a mi modo, en parte con el Club del Libro del Próximo Siglo y en parte con una magnífica librería francesa que he encontrado detrás del Museo Británico. Algunas veces me mandan cosas muy entretenidas.

    Por lo general, intento no verme obligado a recurrir a las novelas de mi tía, pero, por una razón u otra, el paquete que yo esperaba no ha llegado con el correo de la mañana, debido, supongo, a la incompetencia de la oficina de Correos local. No es una perspectiva agradable encontrarse sin nada que leer, y no estaba especialmente alegre cuando he visto la menuda y decidida figura de mi tía subir por la cuesta procedente del puente. Sin duda, he reflexionado, tía Mildred vestida de campo tiene un aspecto lamentable. Sin embargo, me ha parecido que sería agradable pasar un rato en el jardín y he salido a su encuentro.

    Me ha saludado con la mano desde la mitad de la pradera y ha empezado a gritarme a veinte metros, hábito suyo sumamente molesto.

    –No te habrás pasado toda la mañana de un día tan precioso como este cociéndote en la casa, ¿verdad? –ha preguntado, echándose hacia atrás la boina demasiado juvenil, de un feo tono de azul, que cubría su pelo gris–, aquí fuera se está de maravilla. Le sentaría muy bien a esa cara tan pálida que tienes que salieras un poco.

    Odio los comentarios personales de mi tía. No me habría costado nada contestarle en el mismo tono que, en cambio, su cutis no parecía muy mejorado por el aire libre. Pero me he conformado con lanzar una mirada a sus mejillas sonrosadas y burguesas; unos goterones de sudor en la frente empeoraban, si cabe, el conjunto. Me parece que mi tía ni siquiera conoce los polvos de maquillaje.

    –Hace mucho calor –me he limitado a responder débilmente–. Demasiado calor para disfrutar de una caminata incluso para quienes se deleitan dedicando su tiempo a estas cosas.

    Mi tía ha comprendido a la perfección lo que quería decir. Para hacerle justicia, nunca se le escapa nada y siempre capta lo que oculta cualquier palabra, algunas veces incluso con habilidad excesiva.

    –Bueno, quizá esté sudando…

    –Pero ¡tía Mildred! –he exclamado.

    –… pero peor es perder el tiempo leyendo sucias novelas francesas.

    –Querida tía Mildred, La Grotte du Sphinx no puede calificarse, como usted ha hecho, de sucia –he replicado, alzando las cejas.

    –Bueno, pues supongo que mi nariz sí lo está –ha sido su irrelevante respuesta–. Llegarás tarde a comer si no vas a lavarte las manos ahora mismo.

    Se ha quitado un abrojo de su anodina falda de tweed de color verde azulado y se ha encaminado hacia la casa.

    –Me parece que tardaré menos que usted, querida –he murmurado. No soporto que me traten como a una criatura y me parece que a ella le molesta que la llamen «querida». Mi tía, a pesar de su escasa estatura y sus viejas ropas, ha entrado con paso regio en la casa.

    –Por cierto –ha dicho después de que transcurriera la mitad de la comida en un silencio ominoso–: esta mañana me he encontrado con Owen Davies en el bosque de Fron.

    Por un momento he dejado de interesarme por la tarta de grosellas silvestres. Owen Davies es el cartero local, pero no tengo ni idea de dónde está el bosque de Fron. A mí todos estos bosques me parecen iguales.

    –Me ha dicho –ha proseguido, sirviéndose una cantidad exagerada de azúcar moreno– que hay un paquete de libros en la oficina procedente de algún lugar de Francia, pero que la etiqueta se ha arrancado parcialmente. Pensaba que podía ser para ti puesto que, como ha dicho, sabe que «el señorito Edward es la única persona de la zona que lee cosas así» –ha añadido mi tía, remedando el espantoso soniquete galés. He conseguido no estremecerme al oír lo de «señorito Edward»–. Seguro que son para ti, pero tendrás que ir a Llwll a buscarlos. Mira, ya tienes un buen motivo para dar un paseo –ha concluido con aire triunfal.

    –No tengo la menor intención de dar un paseo, gracias, tía Mildred. Me parece que será un paquete pesado. Probablemente, su protegido, Davies, ha considerado que pesaba mucho y ha sido demasiado perezoso para subirlo hasta aquí. Me parece harto probable que haya sucedido eso –he continuado, cada vez más convencido–, ¿desde cuándo las etiquetas se despegan en la oficina de Correos? Mis amigos de La Bibliothèque Moderne son muy cuidadosos.

    –Sin duda –ha replicado mi tía con una desagradable carcajada–, no quieren que Correos devuelva los libros, no vaya a ser que, al investigar un poco, los lea la policía. Pero te has olvidado del ferrocarril de Llwll. Ya sabes que los techos de los vagones tienen goteras y tal vez la lluvia de ayer mojó la etiqueta y ha terminado por rasgarse.

    –Me parece mucho más probable que haya sido Davies quien la haya roto deliberadamente. No le gusta nada subir cargado hasta aquí.

    –Pues le pasa lo mismo que a ti. En realidad, te desagrada la sola idea de bajar andando y recorrer por una única vez lo que le obligas a hacer a él todas las semanas.

    –Es su trabajo, no el mío –he contestado con dignidad, pasándole el queso.

    –Y ¿es más agradable por ese motivo? En su lugar, yo también odiaría llevar libros así de un lado a otro.

    –Para eso le pagan, ¿no?

    Por algún motivo, esta simple afirmación ha parecido molestar a mi tía, que se ha levantado de la mesa.

    –Por supuesto, es una tontería imaginar que Owen Davies ha arrancado a propósito la etiqueta, pero me las voy a apañar para que no tengas el paquete a menos que bajes andando hasta Llwll.

    –Cosa que no tengo la menor intención de hacer –he respondido. Al parecer, a mi tía se le había olvidado que tengo coche. Me he retirado a mi pequeño dormitorio, que mi tía, con mucha malicia llama «tu boudoir»⁵ para echarme unos minutillos de siesta después de la comida, lo que, en mi opinión, constituye un hábito muy saludable. Me he alegrado de perder de vista a mi tía, dado su mal humor.

    Sin embargo, el sueño no ha llegado tan deprisa como de costumbre. Para dormirse enseguida hace falta tener el pensamiento del todo libre de preocupaciones y el mío no lo estaba. Resulta muy impropio de mi tía olvidarse de que tengo un automóvil, si bien he puesto mucho cuidado en no decirlo y me ha parecido muy segura cuando ha dicho que ya se las apañaría para que me quedara sin los libros si no era después de una buena caminata. De repente, se me ha ocurrido una idea horrible. ¿Sería mi tía capaz de sabotear mi coche, mi querido coche? La mera idea ha desterrado toda posibilidad de siesta. Me he dirigido directamente al garaje pero, al pasar por el vestíbulo, la he oído hablando por teléfono. Le decía al jefe de Correos de Llwll que yo estaba tan preocupado por los libros que le rogaba que tuviera la amabilidad de encargarse de que solo se me entregaran en mano en Llwll. He deducido que el

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