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La muerte teñida de rojo
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Libro electrónico250 páginas3 horas

La muerte teñida de rojo

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Los secretos y el alcohol no hacen buenas migas... El amanecer de un cadáver en pleno Salón de Belleza con unas tijeras clavadas en la espalda desatará una peculiar mezcla de misterio, sospechosos y, por supuesto, el chismorreo del agitado vecindario de un pueblecito sureño de Carolina de Norte.  

Myrtle Clover, octogenaria detectivesca aburrida de ganarle a todo el mundo al Bridge, se valdrá de su astucia, descaro y veteranía para intentar esclarecer, detrás del telón de la mismísima policía estatal, la razón por la cual ciertos secretos pueden costarle un disgusto a más de uno.

Esta novela bestseller es la primera de la aclamada serie de Myrtle Clover en ser adaptada al idioma español universal.  

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 nov 2017
ISBN9781507192535
La muerte teñida de rojo

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    La muerte teñida de rojo - Elizabeth Spann Craig

    Capítulo Uno

    —¡Felicítame, Red! Y únete a mí en un brindis. ¡Por la conducción! —exclamó Myrtle antes de darle un trago a su copa de vino.

    Su hijo, Red, le lanzó una mirada incrédula a su esposa mientras abría la puerta trasera con un crío en una cadera y una bolsa de comestibles en la otra. Resistió el impulso de colgarle a su madre: —¿Y eso, madre?  ¿Por fin le ganaste a la señora Meyers jugando al Scrabble?

    —Tú sabes que siempre dejo que esa pobre mujer gane. No, acabo de regresar del Departamento de Vehículos Motorizados. ¡Han renovado mi licencia de conducir por diez años más!

    Tomando la bolsa de la compra de Elaine, Red dejó caer el teléfono. Recogiéndolo, dijo: —Pero madre, ¡si ni siquiera has conducido con regularidad un coche desde hace al menos cinco años!

    —Eso no pareció incomodarles ni una pizca a los del DVM. Además, he tomado algunas prácticas de conducción de vez en cuando. Miles me llevó esta mañana. Me hicieron una foto fantástica.

    —¿Por qué demonios necesitas conducir? Me place llevarte donde quieras. Ni siquiera tienes coche. Es más, madre, el centro de la ciudad queda a tan sólo unas cuadras de distancia.

    —Voy a conducir el coche de Caroline Wilson. Me dijo el otro día que quiere que se lo caliente de vez en cuando.

    A Red lo arrastró una marea creciente de pánico.  Como Jefe de Policía de Bradley, en Carolina del Norte, se tomaba muy en serio su deber de mantener la seguridad pública.  Tener a la octogenaria de su madre aterrorizando a la ciudadanía en un Cadillac Fleetwood prestado del 78 no encajaba con su visión.

    Elaine observaba a medida que el rostro de su marido se volvía más y más rojo debido a su presión sanguínea in crescendo. Elaine, diez años más joven que los cuarenta y cinco de Red, consideraba a la madre de este más como una abuela sustituta en vez de la suegra que era. Esto evitaba que Myrtle le pusiera a Elaine de los nervios. Preocupándose por la seguridad de su madre (o así lo dijo), Red ya había intentado el año anterior poner en práctica la inoportuna idea de orquestar el ingreso de su madre en la residencia de ancianos de Greener Pastures. Después de una pelea de titanes, Myrtle se salió con la suya. Naturalmente.

    —Veamos, madre. ¿Qué tal si te traigo el almuerzo? Para, oh, celebrar. Elaine acaba de regresar de la tienda y tiene...—miró a Elaine con urgencia mientras esta sacaba varios alimentos del fondo de las bolsas de supermercado—pan de centeno recién horneado y carne asada estilo Cajún. Mmm... y un tazón de melón, también. Si tienes papas a la barbacoa—y apuesto a que es el caso—entonces tenemos almuerzo garantizado. Sellando el trato, Red colgó, frunciéndole el ceño a la horquilla del teléfono.

    —Tengo que averiguar qué está pasando con mamá. Hoy son coches. ¿Qué sigue? ¿Motocicletas? Ya sabes cómo se obceca con estas ideas—dijo Red alzando la vista hacia el reloj de pared—. Mamá debió estar en el DVM cuando abrieron porque ni siquiera es hora de almorzar aún. Incluso le dio por descorchar una botella de vino.

    El ceño de Elaine arrugó su frente: —Figúrate lo aburrida que debió estar al haberse pasado la mañana al completo en el DVM.

    Red podía imaginar a su madre adornada por un alegre sombrero de montar, accionando el claxon y pitando por el camino a cualquier peatón que conociera. Gimió y se aprovisionó de algunos de los comestibles. Dando un beso fugaz a Elaine, salió apresurado, enderezando su uniforme mientras caminaba hacia una casita justo al otro lado de la carretera.

    ***

    Myrtle observó desde su ventana cómo Red salía raudo por la puerta de su casa, con una bolsa de comestibles colgándole de la mano. Esbozó una sonrisa. Todo un récord para ella: una conversación telefónica de dos minutos le granjeó un almuerzo gratis y una visita de su hijo.

    Observó su progreso con un ojo crítico. Era un chico guapo, incluso si ese gesto le arruinaba las facciones. Todavía era un crío para ella, a pesar de que el pelo rojo que dio lugar a su apodo se encontraba en la actualidad generosamente salpicado de gris.

    Red entró sin golpear a la puerta, se dirigió a la cocina y descargó la bolsa del supermercado. El estómago de Myrtle le envió a su cerebro el recordatorio gruñón de que no había comido en todo el día.

    —¿Qué hay de nuevo en el trabajo hoy? —preguntó Myrtle, buscando el pan.

    Red la miró exasperado: —La señora Peterson quiere que vuelva a pasarme después del almuerzo.

    ¿Aún hay chavales del barrio que le pisotean el césped?

    Eso o puede que se trate del rastreador sospechoso que ha vuelto a la carga con sus hortensias. O igual puede que se queje del viejo sordo Smith, por tener su televisor pasado de volumen en la casa de al lado. Cualquier cosa. A ella le encanta contarme sus chismes todos los días.

    Myrtle olisqueó: —Probablemente esté aburrida y quiera compañía.

    —No seas presumida, madre; tú sí que tienes pinta de estar aburrida. El porqué, no lo sé. Pensé que todavía estabas mangas arriba ganando al pueblo entero a partidas de bridge.

    Myrtle negó con la cabeza: —Ya no hay emoción, Red. Nadie quiere jugar contra mí. Creen que soy una especie de Séneca jugando a las cartas. Es el desafortunado inconveniente de mi gran éxito.

    —Podrías probar otros juegos de naipes —dijo Red—.  Al ver su mirada inquisitiva, añadió inocentemente: —¿Póker? 

    Myrtle se levantó y clavó sus ojos en Red. Su afectada mirada de mujer aristocrática sureña contrastaba con su imagen deshuesada y sólida: —Voy a fingir que no sospecho de tus insinuaciones—dijo regiamente.

    —O prueba a jugar al Bunco, a Crazy 8 o a La Solterona. Aunque sea como favor, para mantenerte alejada de los problemas. No te aburras, ¿sí? ¿Recuerdas la última vez que te aburriste? Te enredaste en asuntos de política local... y no te olvidarás de lo bien que resultó.

    —Para tu información, Red, las sentadas son una excelente manera de llamar la atención en pos de una causa. Ya sabes, desobediencia civil y todo eso.

    —Las sentadas no son lo ideal para ancianas artríticas, madre. La señorita Hanover todavía aún tiene la figura moldeada de tanta sentada a día de hoy.

    —La próxima vez traeremos sillas—Myrtle frunció el ceño—. Cosa terrible, eso de la vejez.

    —Supera a cualquier alternativa—dijo Red.

    —No estoy tan segura.

    —¿Y qué hay de Envejece junto a mí; gozarás del porvenir? Red parecía satisfecho consigo mismo al invocar aquel dicho. Habiéndose criado con una profesora de inglés como lo fue su madre, sin duda había oído citas por doquier. Ella siempre tuvo la esperanza de que alguna de ellas se le clavará en la memoria.

    —Robert Browning era un mero niño—dijo Myrtle dando un respiro—. ¿Qué sabría él? Anne Bradstreet dio en el clavo cuando dijo:

    Mi memoria es corta; mi cerebro, seco.

    Mi cabellera gris ya no flojea.

    La espalda se estira, pero rápido arquea.

    Red la estudió: —Tu espalda se mira muy estirada, madre. En cuanto a tu cerebro y tu cabello gris... eso ya es otra historia. ¿Cómo es que te ha dado por los refranes? Parece que has estado tirando mucho de ellos últimamente.

    Citas.  Nada, simplemente trato de evitar que mi cerebro se vuelva papilla. Lo cual es difícil, teniendo en cuenta que en el caso de Bradley hay una tremenda falta de estimulación intelectual.

    —¿Y qué hay de tu club del libro? Red parecía estar tratando de esconder una sonrisa.

    —¡Por favor! Ni se te ocurra mencionarme ese horrible club del libro.

    —¿Acaso volvió a mutar el club del libro a su verdadera naturaleza desde su actual etiqueta de club de cenas con amigos? Ya perdí la cuenta de sus múltiples reencarnaciones—dijo Red.

    —Pues sí, ya está de vuelta. Y tengo entendido que hay que leerse una novela soporífera este mes. Casi me da por renunciar. Los libros son todos del tipo de El amor perdido de Heather o algo así. Myrtle lanzó un suspiro exasperado.

    —Tal vez deberías volver a centrarte en el arte.

    —¿Acaso se supone que el arte es algo en lo que uno deba volver a centrarse? ¿No te parece que más bien se trata de una vocación?—preguntó Myrtle.

    —Ni idea. De todas formas, acaban de volver a llamar a Elaine.  Anda bien ocupada pintando estos últimos días.

    Myrtle frunció el ceño: —¿Qué pinta? ¿Lienzos? ¿No pintaba cuartos? No sabía que supiese pintar.

    Red respondió con delicadeza: —Bueno, eso queda por ver. Lo único que digo es que está pintando. Y por lo que pude ver del lienzo que se trae entre manos, creo que tú podrías ser el tema de una de sus obras maestras.

    Le echó un vistazo a su reloj: —Siento concluir nuestra fascinante plática de sobremesa, pero me toca hacer mis rondas en casa de la señora Peterson. Disfruta de la tarde—dijo dándole a su madre un beso en la mejilla—. ¿Por qué no visitas a Elaine? Podrías jugar con Jack un ratito. O mirar cómo va el cuadro de Elaine.

    —A lo mejor después de Promesas del mañana . Me lo perdí ayer y aún no he visto el episodio que grabé. A lo mejor me paso por el mercaíllo a por algo de verdura también. ¿Tiene lío Elaine para más tarde?

    —No creo. Más tarde es probablemente una mejor idea. Casi es hora de que Jack se eche la siesta—añadió abriendo la puerta de la despensa y agarrando un par de galletas de chocolate—. Me alegra que sigas manteniendo la despensa a rebosar con mis chuches —dijo con un guiño, y se fue.

    Myrtle sonrió y tomó otra galleta. Con control remoto en mano, se dejó caer en el sofá y prendió el televisor. Ya puede cambiar la vida, las relaciones y las rutinas, pero su telenovela era algo fijo para ella.

    Después de una hora de seguimiento fervoroso de la mayoría de las complicadas subtramas de Promesas del mañana, Myrtle apagó el televisor, agarró su bastón y salió de camino al mercadillo en un corto paseo por las calles arboladas. Suspiraba. Las mismas tiendas enladrilladas. Los mismos ancianos. Algunas cosas nunca cambian. Y a veces deseaba que lo hicieran.

    Se dirigió hacia las áreas comunes del Ayuntamiento donde los agricultores vendían sus productos en los sábados de verano. ¡Córcholis! Se había dejado la bolsa de la compra en casa. Y el maíz tenía una pinta muy buena para dejarlo pasar. ¡También había duraznos! ¿De dónde habían salido? Seguro que debían quedar pocos duraznos a estas alturas.

    Agnes Walker, que llevaba un sombrero grande para proteger sus rasgos distinguidos, sostenía una cesta de verduras de mimbre mientras miraba algunas habas. Estudiaba el verdor de los frijoles con la misma cuidadosa consideración que aplicaba a todo en la vida.

    —¿A qué viene esa cara tan rancia esta mañana?—preguntó Agnes, viendo a su amiga.

    Myrtle frunció el ceño: —Ya ves.  Olvidé mi bolsa de la compra.

    —¿Eso es todo?—Agnes alzó las cejas—. ¿Esa es tu única queja?

    —Bueno la verdad es que... Estoy un poco aburrida.

    Agnes depositó los frijoles en una bolsa de papel: —De eso ni hablar. Creía que sólo se les permitía aburrirse a los niños.  Miró fijamente a Myrtle de arriba a abajo, desde su fino cabello cuidadosamente arreglado hasta sus delicados zapatos SAS. Myrtle seguro que no encajaba en el perfil de un niño.

    —Me he ganado el derecho al aburrimiento—dijo Myrtle—. He probado todo tipo de entretenimiento habido y por haber para ancianos en este pueblo. Bingo y Bridge, por no mencionar otros. Los tés del Sombrerero Loco y las ofertas de cena para pájaros tempraneros. Clubes del libro y la sociedad histórica. Ya llevo bastante recorrido. Después de haberlo visto y hecho todo, ya nada me encandila.

    —Bienvenida a Bradley—le respondió Agnes molesta —. Igual te da por trabajar para la junta de turismo.

    Agnes reflexionó acerca del problema mientras un vendedor pesaba sus frijoles: —Siempre puedes viajar—sugirió.

    —¿Quién iba a acompañarme? Red y Elaine están ocupados con Jack. Y todos mis antiguos amigos están cayendo como moscas —aseguró, al tiempo que se le vino algo a la mente—.  Por cierto Agnes, ¿y si tú y yo...?

    —...para el carro amiga. Mis días de viaje ya se terminaron. Punto. Además, pasármela sentada en un auto durante largas distancias me pone tiesa.

    —Hay aviones—explicó Myrtle por si Agnes no se hubiera percatado.

    —¿Te crees que no lo sé?—dijo Agnes con dignidad—. Tampoco me llaman los cuartos de hotel llenos de polvo. No, Myrtle: se acabaron los viajes. No me queda nada de importancia que visitar. Cualquier familiar que quiera una visita puede venir a mí.

    Myrtle suspiró: —Está bien. Aunque, puesto que no te va eso de viajar, tal vez tú y yo podamos por lo menos ir mañana de visita a la residencia de ancianos. La cena que ponen los domingos es decente.

    —Eso es ser terriblemente altruista—dijo Agnes, con un brillo sospechoso en la mirada—. ¿Estás segura de que no estás queriendo ir a Greener Pastures para pavonearte de tu vigor y tus bríos?

    —Para nada. Es la comida lo que me atrae—aseguró Myrtle inclinando el mentón.

    —¡No ha pasado una semana desde la última vez que te oí quejarte de la comida que ponen allí! No hay quien te entienda, Myrtle. Si te digo la verdad, me resulta bastante encantador que Bradley sea un pueblo tan tranquilo y sereno. Y tú mientras tanto no haces más que dar patadas al bordillo de la acera mientras esperas al cartero. 

    Myrtle se sonrojó.

    —Por si fuera poco, la semana pasada me llamaste para chismosear acerca de las deficiencias del servicio de recolección de basura. Andas bien sobrada de tiempo—dijo Agnes.

    —¿No te habrás ido de copas con Red? No hay ninguna razón por la cual un ciudadano no deba esperar razonablemente que su correo sea entregado o que su basura sea recogida a la misma hora cada día de cada semana —dijo Myrtle.

    Agnes sonrió: —¿Aún seguimos calificando las previsiones meteorológicas enviándole al hombre del tiempo un correíto electrónico con la lista de todos sus errores?

    —¡Y bien que se lo merecen esos gusanos plagados de erratas!

    —Aun así, no hay razón para que te aburras—dijo Agnes—. Estamos sobrados de intrigas locales.

    Las orejas de Myrtle se alzaron: —Te escucho—insistió.

    La discreción natural de Agnes pareció entrar en conflicto con su impulso de chismosear. Fue la discreción la que ganó la batalla. Ratas. Agnes cerró los labios en una línea apretada para evitar que los chismes brotaran. Se limitó a añadir misteriosamente:

    —Lo descubrirás mañana por la mañana en el Salón de Belleza.

    —¿Tammy volvió a las andadas con sus locuras?—Tammy era peluquera y antigua confidente con cualquier señora que se le cruzara, pero la bebida le aflojó los labios, y algún trapo sucio que otro había salido a la palestra con asombrosa regularidad en las últimas semanas.

    —Verás.

    —Lástima que Tammy se esté hundiendo así. ¿Sigue saliendo con Connor?—trató de asegurarse de que en su expresión tan sólo se reflejara una preocupación amistosa. Connor, único hijo, orgullo y alegría de Agnes, había entablado una relación de altibajos con Tammy.

    O bien Agnes no la oyó, o bien fingió no oírla: —Nos vemos mañana—le respondió mientras se alejaba.

    ***

    Tanto Elaine como el pequeño Jack sonrieron a Myrtle cuando abrieron la puerta. Jack corrió para agarrar un camión remolque de juguete con el fin de mostrárselo a su abuela. Myrtle se plantó en el flanco elevado del sofá. Había aprendido la lección hacía tan solo una semana cuando se quedó agarrotada en el suelo mientras jugaba con Jack. Sentarse no le daba molestia, pero ponerse de pie treinta minutos más tarde era otra historia.

    Elaine se unió a ellos en la sala de estar, observando a Myrtle con el afán de un ama de casa atrapada en su hogar:

    —¿Y bien? ¿Algún chisme de los buenos?—preguntó su nuera

    —Se nota que tú y yo estamos en el mismo barco. Pero puede que tenga algo jugoso pronto, cortesía del Salón de Belleza. Al parecer, es ahí donde se concentra toda la acción.

    Elaine alz una mano protectora cubriendo su cabello mientras respondía: —Le cedo a usted todos los honores. La Tammy destrozó mi cabello la última vez y no he vuelto a pasarme por ahí desde entonces. Incluso Jack podía haber hecho un mejor trabajo de peluquería. ¿Se acuerda? Así es como acabé con esta melenita. A Red le gustaba más mi pelo largo, y aún echa humo por la cabeza con lo que hizo la Tammy.

    Tal vez tenga razón. Pero su pelo replegado iba bien con el rostro en forma de corazón que exhibía, realzando sus altos pómulos. Red era un hombre afortunado.

    —Me encanta tu cabello—dijo Myrtle—. Pero no te culpo por mantenerte alejada del Salón de Belleza. Tammy es un cúmulo de inseguridades en estos momentos.

    —Es una lástima. La Tammy siempre destacó por sus espléndidos masajes de cuero cabelludo. Salía bien relajada cada vez que iba—Elaine soltó un profundo suspiro—. Bueno y ¿qué es lo que se cuece últimamente en el Salón?

    —Agnes no entró en detalles, por desgracia. Pero, a juzgar por lo visto, Tammy aparece en todos los titulares últimamente.

    Elaine vio cómo Jack estrellaba el camión contra una ambulancia de juguete:

    Estooo. ¿Qué pasa... la Tammy le da al frasco? Eso podría tener consecuencias peligrosas. Conoce todos los secretos del sector femenino del pueblo al completo. Sería como un barman soplando secretos.

    Myrtle asintió con la cabeza: —O como un cura. Tammy conoce bien todo el polvo que yace debajo de cada felpudo. Incluso si alguien no le cuenta su secreto particular, siempre saca a relucir su instinto personal para descifrarlo. Esa etiqueta no le hacía ningún mal cuando era lo suficientemente profesional como

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