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Un buen tipo
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Libro electrónico405 páginas6 horas

Un buen tipo

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Estamos en los años sesenta y en Estados Unidos. Abigail y Ted viven en una bonita casa en Elm Grove, una pequeña ciudad en las afueras de Wisconsin (Nueva Inglaterra). Él es un vendedor de neumáticos joven y ambicioso, ella una ama de casa cuya vida probablemente habría sido diferente si no se hubiera quedado embarazada a una edad muy temprana. Tiene inquietudes intelectuales que le cuesta satisfacer porque la mayor parte de su tiempo lo dedica a las tareas domésticas y a cuidar de su hija. Una noche, mientras Ted está fuera para cerrar el acuerdo más importante de su carrera, Ted conoce a Penny, una secretaria joven y hermosa. En ese momento Ted no puede anticipar que una pequeña mentira acerca de su estado civil será sólo el primer paso en la construcción de una segunda identidad como «viudo que tiene que cuidar a una hija por su cuenta».

Inspirada en la historia personal de la autora, Un buen tipo explora la capacidad humana para el engaño y sus complicadas consecuencias. Una historia que nos engancha porque, al leerla, asistimos en directo al modo en que todos podemos llegar a creernos nuestras propias mentiras y nos demuestra que, a menudo, no tomar decisiones es también una decisión.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 feb 2017
ISBN9788490652916
Un buen tipo
Autor

Susan Beale

Susan Beale fue criada en Cape Cod (Estados Unidos), ha vivido en Francia y Bélgica pero actualmente reside en Reino Unido. Ha trabajado como periodista y editora en Estados Unidos y Europa. Se licenció por la Universidad de Bath y es especialista en Escritura Creativa. Esta es su primera novela.

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    Un buen tipo - Patricia Antón de Vez

    Susan Beale

    Un buen tipo

    Traducción

    Patricia Antón

    ALBA

    Para Austen, Mitchell, Elliot y Samuel

    Febrero de 2008

    Los copos de nieve se arremolinaban ante el cristal. Había puesto al máximo los limpiaparabrisas y el ventilador en la función de desempañado y se inclinaba en el asiento con la vista fija en la carretera, como las conductoras ancianas de las que solía burlarse. Un todoterreno pasó zumbando por el carril de la izquierda, levantando una lluvia de nieve arenosa y gris que la cegó temporalmente.

    –Gilipollas –murmuró, aunque la verdadera fuente de irritación era ella misma. Con sesenta y tres inviernos de Nueva Inglaterra a sus espaldas, debería saber que más valía no emprender el trayecto hacia la costa en medio de una ventisca de febrero. Lo que más rabia le daba, por supuesto, era que lo sabía perfectamente. Sabía, desde el instante en que había cogido las llaves del coche de la encimera de la cocina, que el único sitio en que había que estar ese día era en casa delante del fuego, con una taza de té, su labor de punto y Larry, quien, pese a no haberle pedido de forma expresa que no fuera (por norma, su marido evitaba hacer comentarios sobre cualquier cosa remotamente concerniente a la relación de ella con su madre, con el argumento de que «un hombre se busca problemas cuando se entromete en cosas que no comprende»), sí había dejado bien claro que pensaba que cometía una locura. Y en efecto la cometía, abandonando así toda prudencia, por no mencionar la cordura, y todo porque esa mañana su madre le había parecido intranquila al teléfono.

    Tomó la salida hacia su población natal despacio, para evitar pisar el freno. Los surcos de los neumáticos estaban medio enterrados por la nieve recién caída. La calle mayor estaba desierta. El paisaje era un cúmulo de misteriosos montículos que podrían ser coches, matorrales o pilas de madera. Elijan lo que más les guste. Su madre iba a soltarle un buen rollo cuando la viera.

    –Menuda doña angustias estás hecha –la regañaría, como siempre.

    –Bueno, alguien tiene que serlo –contestaría ella, como siempre.

    No iba a ser su madre quien se angustiara, eso seguro, ni siquiera después de la caída de la semana anterior, que le había dejado un moretón multicolor del tamaño de Rhode Island en la cadera. El médico dijo que había tenido suerte de no rompérsela. Su madre daba por sentado su buena salud. A los ochenta y cinco años había tenido una calidad de vida excelente, pero en algún momento se le tenía que acabar. Cada incidente de poca importancia hacía preguntarse a Penny si el declive inevitable estaría a la vuelta de la esquina. Este solo podía adoptar dos formas posibles: una enfermedad del cuerpo o una de la mente, y aunque ninguna de las dos resultaba muy atractiva, la segunda era, con mucho, la perspectiva más aterradora, y había sido eso lo que la había hecho salir por la puerta. La inquietud que había oído en la voz de su madre no era nada propia de ella. Y la ansiedad era uno de los primeros síntomas.

    Los faros del coche iluminaron el hogar de su infancia cuando entró en la zona de acceso a la casa. Barbara, la mujer a la que pagaba para que tuviera vigilada a su madre (mientras fingía no hacerlo), la recibió en la puerta.

    –Señora Burgess –exclamó–, ¿cómo ha salido con este tiempo?

    –Me ha llamado mi madre –empezó a explicar, pero entonces hizo su aparición la anciana, que arrastraba los pies y se desplazaba un poco de lado por culpa de la cadera lesionada–. Esto… porque ha llegado algo para mí en el correo, ¿no es eso?

    Su madre, en efecto, había mencionado una carta esa mañana. Era una excusa bastante floja para conducir más de cincuenta kilómetros en plena ventisca. Barbara asintió con la cabeza.

    Penny se volvió hacia la anciana.

    –¿No deberías utilizar el andador?

    –Ese trasto es una verdadera lata.

    –¿Y si te caes otra vez?

    –Está aquí Barbara, ella me agarrará.

    –El médico dijo que…

    –Qué más da.

    La madre le asió el brazo con ambas manos. La presión fue tan leve que Penny imaginó unos huesos huecos como los de un pájaro y, aun así, sus dedos la aferraban con fuerza sorprendente. La anciana alzó hacia ella unos ojos llorosos.

    –Me alegro de que hayas venido.

    A Penny se le cayó el alma a los pies. Aquello no era nada propio de su madre.

    –Prepáranos un poco de té, ¿de acuerdo, querida? –pidió la anciana dirigiéndose a Barbara por encima del hombro mientras guiaba a Penny hacia el salón–. Y, ya puesta, corta también unas tajadas del pastel de ángel. Usa los platos bonitos. Nos concederemos una pequeña merienda, para animarnos un poco con este tiempo tan espantoso que hace.

    Se dirigieron a la mesa ante el ventanal, el sitio favorito de su madre para jugar a las cartas y estar pendiente de los pájaros y de las idas y venidas de los vecinos.

    –Eso la tendrá entretenida un ratito –añadió la madre con tono de confidencia pero lo bastante alto para que llegara fácilmente a oídos de Barbara. Se negaba a llevar el audífono; según ella, oía perfectamente, siempre y cuando la gente articulara bien.

    Penny miró a Barbara, y esta le sonrió; no se había ofendido.

    –Espera a que veas lo que ha llegado –dijo su madre.

    A Penny ni se le pasaba por la cabeza que aquella carta fuera algo legal. Llevaba casi cincuenta años sin vivir en esa dirección.

    –No será de un banco nigeriano, ¿verdad? ¿O de algún gestor de bienes no reclamados? Porque ya sabrás que eso son timos.

    La anciana hizo un ademán despreciativo. De la cocina les llegaba el ruido de los armarios al abrirse y cerrarse, el tintineo de los cubiertos de plata contra los platos y el leve siseo de la tetera sobre el fogón.

    –Y se aprovechan de la gente mayor.

    –No, no. Esto es algo personal, de una tal Jennifer no sé qué. Jennifer…

    Con una sonrisa de colegiala traviesa ante su ocurrencia de esconderlo casi a la vista, levantó un montón de papeles para sacar un sobre manila, que sostuvo ante la cara de Penny.

    –Lewis –anunció–. Jennifer Lewis.

    Hizo ademán de tenderle el sobre, pero se echó atrás.

    –¿Te encuentras bien, querida?

    –Estoy bien, mamá.

    –¿No estás nerviosa o angustiada? Porque se te ve un poco alterada. No quiero darte esto si va a suponerte un disgusto.

    –Si te parezco angustiada, es porque tú me haces estarlo –espetó Penny.

    Tendió una mano y la dejó ahí hasta que su madre le hubo puesto el sobre en la palma abierta. La solapa del dorso estaba toda arrugada.

    –Has abierto el sobre con vapor, ¿verdad?

    La anciana apartó la mirada, fingiendo no haberla oído. «Te has pasado de lista», se dijo Penny, sintiendo irritación y alivio a partes iguales. Nada probaba mejor la cordura de su madre que aquel acto de fisgoneo y el torpe intento de encubrirlo.

    –No lo olvides, querida. No es necesario que hagas nada.

    Penny respondió con un gesto de exasperación que habría hecho sentir orgullosa a su nieta de quince años; luego leyó la primera frase y tuvo la impresión de que acababa de llevársela por delante un tsunami. Tuvo que leerla de nuevo, dos veces. Llena de confusión, alzó la mirada de la página y advirtió que su madre se había echado a llorar. Qué asombroso que unas marcas de tinta sobre el papel pudieran tener tantísimo poder, se dijo, y recordó al instante haber tenido aquel mismo pensamiento décadas atrás. Miró fijamente la letra en la carta, en busca de pistas sobre su autora… ¿sería cordial, buena redactora, una mentirosa?

    –No me odia –murmuró Penny.

    En la cocina, la tetera empezó a silbar.

    SEPTIEMBRE

    1964

    Capítulo 1

    Ted McDougall se contemplaba en el espejo del dormitorio mientras fumaba un pitillo y practicaba una sonrisa que pretendía decir: «Pues claro, trato con clientes constantemente».

    Se roció las axilas con Right Guard y se puso una camisa recién lavada y planchada. Los vendedores sudorosos levantaban sospechas, según su jefe, Curtis Hale, y francamente, cuando estaba sometido a presión, cuando importaba de verdad hacer las cosas bien, él era de los que sudaban. El calor insólito de esa tarde de finales de septiembre lo tenía preocupado; la temperatura llevaba semanas bajando sin parar hasta que, de repente, había subido a cerca de treinta grados, de modo que Abigail se había visto obligada a bajar los ventiladores del desván. Los pantalones de lanilla oscura se le pegaban irritantemente a las piernas y solo hacía cinco minutos que los llevaba puestos. Miró de soslayo el traje de rayadillo que colgaba en el armario y se preguntó qué sería peor: un vendedor sudoroso o un zoquete con un traje de verano tres semanas después del Día del Trabajo. Era una convención social absurda y habría pasado de ella de no haber temido que su acompañante en la cena, Ken Schmidt de la compañía de transportes Bedford, no captara la premeditación en su gesto y la tomara, Dios no lo quisiera, por pura ignorancia. Una ojeada al reloj resolvió el asunto. Se quedaría con el traje oscuro.

    El sudor le perlaba el nacimiento del pelo. Desde luego ese calor era raro, de lo más insólito, incluso para un veranillo de San Martín. Que así fuera, y precisamente ese día, le parecía más que mera coincidencia: una prueba de entereza, quizá, o una comprobación de su ambición; al final de la velada sabría cuál de las dos cosas. Inspiró profundamente, encogió los hombros y levantó los puños como un boxeador que se preparara para un asalto. Los puntos principales del trato que no tardaría en proponerle a Ken el cara de bulldog le daban vueltas en la cabeza. La compañía Bedford compraba quince mil neumáticos al año. Con una comisión sobre una cuenta así podría pagar anticipadamente la hipoteca, reservar un capital para los estudios universitarios de la pequeña Mindy, llevar a Abigail de vacaciones a Europa. Todo eso podía ser suyo; y lo sería. A los veintitrés años.

    Siempre y cuando no la cagara.

    Cogió el bote de Right Guard y se pulverizó una segunda capa.

    El suave roce de unas zapatillas en el linóleo lo puso sobre aviso de que se acercaba su mujer, y la observó con cautela aparecer reflejada en el espejo, con la bata azul claro hinchándose como un foque volante al pasar ante un ventilador de mesa giratorio. La tranquila moderación de sus movimientos hizo que a él se le erizaran los pelillos en la nuca.

    –Es una noticia maravillosa –dijo ella entrelazando los dedos, y repitió–: Maravillosa. Solo estoy un poco sorprendida, nada más. –Agachó la cabeza y su cara desapareció bajo un pañuelo con estampado de cachemir rojo–. Me gustaría haberlo sabido antes. –Se sentó en una esquina de la cama y pareció desinflarse.

    Él se abotonó la camisa.

    –He intentado llamarte esta mañana, en cuanto Curtis ha cerrado el trato, pero no contestaban.

    –Hoy es tercer jueves de mes –respondió ella a su propio regazo, y luego alzó la vista.

    –Y mañana será el tercer viernes –terció él con una sonrisa desenfadada, porque no se le ocurrió qué otra cosa decir, y estaba claro que ella esperaba que dijera algo.

    Pero su respuesta no fue la que tocaba. El aire en la habitación se desplazó de un modo que él había llegado a asociar con las lloreras de su mujer. Ted las llamaba así, lloreras, pero en realidad no lo eran. No exactamente. Ella no era proclive al dramatismo. Aunque la piel traslúcida y los zarcillos de cabello castaño rojizo le proporcionaban el aspecto de una heroína romántica –un bellezón prerrafaelita en palabras del señor Holder, el profesor de inglés y teatro y dicción, y entrenador de fútbol en su diminuto instituto en New Hampshire–, Abigail McDougall (de soltera Hatch) era más sólida que el granito, un pilar de sentido práctico y sentido común yanquis. Él siempre había admirado su lucidez y su determinación, la forma en que parecía saber no solo adónde iba, sino también la ruta más corta y eficaz para llevarla hasta allí. Lo que volvía tan perturbadores esos episodios era precisamente eso: ver a una muchacha tan formidable totalmente vencida. ¿Y qué la había vencido? Abigail no podía decirlo, o no quería decirlo. La quietud de su dolor desconcertaba a Ted. La forma en que exudaba tristeza le sugería una desesperación que él ni lograba imaginar, y mucho menos solucionar. No soportaba ver a su mujer tan apagada, ni siquiera cuando no estaba a punto de cerrar tratos comerciales capaces de cambiarle a uno la vida. Ted contuvo el aliento y la observó a través del espejo en busca de un revelador temblor del labio.

    –He preparado un estofado –dijo ella finalmente.

    Él sintió una oleada de alivio y exhaló el aire con un resoplido. No era más que el pavor de una oriunda de Nueva Inglaterra ante la idea de desperdiciar lo que fuera.

    –Mételo en la nevera –sugirió él guiñándole un ojo–. Nos lo comeremos mañana. –Levantó los brazos y detectó una preocupante tirantez en la camisa.

    –Claro –contestó Abigail asintiendo con la cabeza–. Sí.

    –La pura verdad, cielo, es que nada me apetecería más esta noche que disfrutar de un estofado contigo. Esto son negocios. Todos tenemos que hacer sacrificios. –Cruzó y descruzó los brazos, totalmente seguro ahora de notar una estrechez en los hombros–. Esta transacción podría cambiarnos la vida.

    Ella hizo chasquear la lengua.

    –Eres vendedor de neumáticos, no es una misión a la Luna.

    Aquel comentario le dolió. Había tratado de ser simpático con ella. De acuerdo, la venta de neumáticos no era la NASA, no era como salvar el mundo para que reinara la democracia, ni siquiera como la abogacía que ejercía el padre de su mujer, pero les ponía comida en la mesa y un techo sobre las cabezas. ¿No entendía Abigail lo nervioso que estaba, lo mucho que temía fastidiarla? Se quitó la camisa y sacó otra del armario.

    Ella abrió mucho los ojos.

    –La noto apretada –explicó él.

    –¿La he encogido yo?

    Ted fue consciente de que debería tranquilizarla, pero estaba demasiado molesto para hacer otra cosa que encogerse de hombros con indiferencia. Abigail se estremeció.

    Del pasillo les llegó una serie de rítmicos topetazos y susurros cuando Mindy, su bebé de diez meses, se dirigió hacia ellos desplazándose sobre el trasero cubierto por el pañal. Ver a su hija, con manchas de calabaza en la cara y los rizos ralos pegados a la piel por el calor, hizo sonreír a Ted. No acababa de creer que fuera suya, que se le hubiese confiado la responsabilidad de darle su apellido, por no mencionar cuidados y una educación, a un payaso como él.

    Ga-gu –exclamó la cría, cruzando el umbral del dormitorio con una galleta de dentición a medio comer en el puñito alzado, cual antorcha de la Estatua de la Libertad. Se movía como una remera al revés: adelantaba el pecho hasta levantar el trasero del suelo y lo llevaba hasta los talones, para entonces estirar las piernas e inclinar el pecho una vez más–. Ga-gu.

    Era lo que más le gustaba decir. Su significado era un misterio, aunque ni Ted ni Abigail dudaban de que lo tuviera. Muchas veces la hacía reír, y en ocasiones chillar de alegría. Jesús, qué mona era, se dijo él cuando la cría tendió una manita y se agarró de sus pantalones.

    –Socorro, Abigail. Va a llenarme todo de migas.

    Su mujer se inclinó para coger a la niña con tanta lentitud que costaba creer que hacía solo unos inviernos hubiera estado esquiando a velocidad de vértigo. Hasta la abuela del propio Ted era más ágil en esos momentos. Se sacudió enérgicamente la mancha oscura dejada por la manita sudorosa.

    –¿Cuándo piensas gatear, Mindy McDee? –preguntó Abigail con tono suplicante.

    –¿Para qué gatear cuando puedes remar por el suelo? –soltó Ted, y se alisó el pelo en las sienes y se ajustó el nudo de la corbata.

    –Porque lo normal es gatear.

    Aquel era un tema de controversia entre ambos. Ted consideraba el medio especial de locomoción de Mindy un indicio de una inteligencia poco corriente. La niña había afinado su técnica hasta lograr la mayor eficacia y se desplazaba sin esfuerzo por toda la casa con la cabeza erguida y las manos libres para explorar. A Abigail le preocupaba que fuera indicio de una mente perturbada.

    –Ella es normal. –Ted se pasó un dedo sobre el labio superior para comprobar que estuviera seco–. Es perfecta. Mira esos rizos, esos hoyuelos.

    Ga-gu –soltó Mindy.

    Ga-gu –respondió Ted.

    –Frannie Gill me ha contado hoy que tiene un primo que remaba como ella. Dejó el colegio y ahora trabaja de basurero.

    –Trabaja de basurero porque dejó el colegio, no porque no supiera gatear.

    –Me está volviendo loca, Ted.

    Él se agachó para besar a su hija en la mejilla.

    –A tu madre le da miedo que acabes siendo zopenca como tu papi, en lugar de lista como ella.

    Mindy sonrió, revelando cuatro dientecitos blancos y un montón de migas de galleta envueltas en baba. «Qué ojos tan brillantes y curiosos, esta cría va a ser un genio», pensó Ted, y apartó la cabeza justo a tiempo para esquivar el barquillo chupado que la niña trataba de meterle en la boca.

    –Bueno –intervino Abigail–, supongo que más te vale ir yendo. No querrás llegar tarde.

    Él le levantó la barbilla con el pulgar y notó que apretaba los dientes por la tensión. Tras esos ojos verde claro había una mente rebosante de pensamientos. Ese era el problema de Abigail: pensaba demasiado.

    –Tómatelo con calma esta noche, cielo. Pon los pies sobre la mesa, ve algo en televisión, lee un libro.

    Ella tragó saliva. A sus ojos afloraron lágrimas. «No llores. Por favor, no llores», pensó él. En ese momento no tenía tiempo para lloros. Más tarde, cuando estuviera de vuelta en casa, esperaba que, con el trato cerrado, la abrazaría, la consolaría y le diría que era hermosa, pero si no se marchaba pronto, llegaría tarde a la cena y eso le haría perder la venta porque, como decía Curtis, «la puntualidad es el alma de los negocios». Y si perdía aquella venta, ¿cuánto tiempo tardaría Curtis en darle la posibilidad de hacer otra? Una vocecita en su cabeza susurró: «¿Cómo puede hacerte esto Abigail?». Y entonces, cuando ya veía su gran oportunidad alejándose inexorablemente de su alcance, Mindy embutió la galleta empapada en la boca de su mujer con un efusivo: «¡Ga-gu!».

    –Ay, Mindy –exclamó Abigail con una risita.

    Mientras ella se quitaba migas de la boca, Ted salió disparado hacia su viejo DeSoto. Evitando pisar las manchas de óxido en el suelo, inició la delicada operación de poner en marcha el motor. La llave debía girar en el contacto a la velocidad precisa, con la presión justa del pie en el acelerador. A él le gustaba decir, en broma, que era el dispositivo antirrobo perfecto. Abigail se acercó a la contrapuerta con mosquitera llevando en brazos a Mindy, que seguía resuelta a meterle la galleta en la boca. Su madre la evitaba, pero Mindy insistía una y otra vez. Era implacable. Ted las observó con el corazón lleno de ternura. Dependían de él, él cuidaba de ellas. Y ahora se marchaba a su primera cena de negocios, para sellar un contrato de quince mil neumáticos.

    –No creo que vuelva muy tarde, cielo –exclamó cuando salía de la casa marcha atrás.

    Abigail sonrió y Ted reparó, de repente, en lo mucho que se parecía a la muñeca Raggedy Ann. La bata, el pañuelo, hasta las coletas; ¿cómo era posible que nunca se hubiera dado cuenta? La idea lo divirtió mientras conducía –despacio, porque podía haber niños jugando– por las calles de suaves pendientes de Elm Grove, la urbanización de casas unifamiliares en la que vivía, pasando ante chalets de vivos colores construidos sobre losas de hormigón y con nombres tan alegres como Charmer, Monterey, Enchantress y El Dorado, propiedad de gente como Abigail y él: familias jóvenes, maridos en los escalafones más bajos de sus carreras, esposas amas de casa con críos pequeños. Intercambiaban ideas sobre decoración y jardinería, se prestaban herramientas; se reunían en cócteles y cenas. Era la vida real y, sin embargo conservaba un aura de juego. Los accesorios eran de mayor tamaño y nadie te llamaba a gritos a cenar, pero, aparte de eso, Elm Grove no era muy distinta de los cobertizos que construían con ramas caídas en el bosque tras la cancha de Wilsonville, donde solía jugar de niño a las casitas.

    En un jardín de Americana Boulevard (todas las calles de Elm Grove llevaban el nombre de una variedad de olmo), Paul Jenks cuidaba de sus jóvenes rosales; Ted levantó la mano derecha en un fingido ademán de saludo. La cara de sorpresa de Paul al ver a Ted, de traje nada menos, alejándose al volante de su coche justo antes de cenar, fue para morirse de risa. Al día siguiente, Jean se pasaría a tomar café o a pedir un poco de azúcar y le preguntaría a Abigail adónde se dirigía.

    –A una cena de trabajo, en un asador de Boston –contestaría ella–. Un asunto de negocios importantísimo.

    Eso le daría algo sobre lo que rumiar al viejo Paul, quien creía que vivir en una casa modelo El Dorado lo convertía en amo y señor de Elm Grove.

    «Desde luego que sí», se dijo Ted mientras viraba hacia el este en la Nacional 9, hacia el centro de la ciudad y su promesa de filete y martinis, de tratos comerciales y conversación de hombres. La luz del sol poniente daba de lleno en el parabrisas trasero del coche, tan brillante que se le hizo imposible ver el lugar por el que acababa de pasar.

    Capítulo 2

    Abigail permaneció ante la puerta mosquitera incluso después de que desapareciera el coche de Ted y Mindy se hubiera escabullido para remar por la cocina.

    No pensaba llorar. Llorar por esas cosas era infantil. Por cosillas sin importancia, por cosas que no importaban en absoluto. Regañarse de ese modo no hizo más que aumentar su desdicha. Sentía una opresión en el pecho. No pensaba llorar.

    Fue hasta el horno y sacó el estofado, evitando mirar los platos sucios que llenaban el fregadero y se desparramaban por la encimera. Cuando levantó la tapa, el vapor le dio en la cara. Se sentía pegajosa. Preparar un estofado con ese calor… ¿en qué estaría pensando? Había querido que aquella velada fuera especial. Aún era una cocinera relativamente novata y en su repertorio no había demasiados platos con categoría suficiente. En realidad, solo dos: el elaborado estofado yanqui y el pastel de pollo con tartaletas de hojaldre. Ninguno de los dos era especialmente adecuado para cuando hacía calor. Su fracaso a la hora de preparar la receta de su madre de salmón frío con mousse de pepino le pareció de pronto una brutal negligencia. Ese pensamiento pareció contener las suficientes dosis de veracidad e injusticia como para llenarla a la vez de malhumor y de satisfacción.

    Sabía de sobra que aquella forma de pensar probablemente no la ayudaría a animarse pero también que más valía no intentar detenerla. Cuando estaba de ese humor era como esquiar cuando había hielo: una vez que te lanzabas pendiente abajo no había forma de parar hasta llegar al final, y reducir la velocidad era mucho más peligroso que ir cada vez más deprisa. Abigail reaccionó de la única manera que sabía: se afianzó mejor y se dejó llevar.

    La velada no estaba transcurriendo como la había imaginado. Para cuando llegara Ted se suponía que la casa tenía que estar limpia y ordenada; Mindy ya habría cenado, estaría bañada y con su aspecto más angelical, preparada para un beso rápido de papi, y a la cama. Ted prepararía unos Tom Collins mientras ella se cambiaba aquella odiosa bata por un vestido decente y el collar de perlas que le había regalado su padre por su decimosexto cumpleaños, el que había dejado de ponerse porque Mindy no paraba de darle tirones; en vez de zapatillas, se habría puesto zapatos de tacón, y los dos se habrían sentado en el sofá a tomar sus cócteles. Ted habría explicado un par de historias divertidas sobre sus clientes, o compartido una de las máximas de Curtis Hale –«Un buen vendedor conoce las necesidades de su cliente antes que él mismo»–, y luego se habría vuelto hacia ella para preguntarle: «¿Qué tal te ha ido hoy?».

    Y ella se habría desahogado, contándole una triste y vergonzosa historia: que las socias del Club Cultural de Señoras de Elm Grove habían dejado de escuchar su gran discurso, Abigail Adams: madre fundadora, al cabo de cinco minutos, y que a ella todo aquel nervioso revuelo, la cháchara en susurros y las risitas disimuladas la habían hecho perder los papeles, y que nadie había hecho una sola pregunta; mientras que, el mes anterior, se habían atropellado unas a otras cuando aquella tal Sanders estuvo dando la tabarra sobre arreglos florales. Habría descrito el silencio insoportable que la rodeó junto a la repisa de la chimenea en la sala de estar de Frannie Gill, bajo un gran retrato de un payaso de cara triste (Frannie coleccionaba payasos), sonrojada por el calor, convertida en una perfecta sosaina, deseando que se abriera el suelo y se la tragara.

    «Pero, cielo, en Elm Grove no hay sótanos –le respondería Ted, bromeando–. Si se hubiese abierto el suelo, te habrías encontrado sobre una losa de hormigón.»

    Por la calidez de su mirada, sabría que estaba de su parte. Ted sabía hacerla reírse de sí misma. Y, en el instante en que se riera, la terrible sensación de fracaso habría empezado a disminuir. Ella podría decirle que las mujeres de Elm Grove solo la aguantaban porque era su esposa. Decir la verdad en voz alta a un testigo lo volvería más soportable, incluso si Ted se limitaba a reírse y a decir que todo eso no eran más que disparates.

    Y habrían cenado en la mesa del comedor, con mantel y velas.

    Un golpetazo repentino le produjo una oleada de pánico. Se volvió en redondo y vio a Mindy bajo la mesa del desayuno, con la cara colorada, la cabeza echada hacia atrás, a punto de dar alaridos, y aferrando con los puños apretados el mantel que, solo unos instantes antes, había estado sobre la mesa, al igual que el cuenco de fruta de madera, un regalo de bodas de la tía Mildred. En aquel momento, el cuenco estaba en el suelo, partido en dos pedazos de bordes irregulares, y también las manzanas, las naranjas y las nueces que tenía.

    –Eres una niña tonta, muy tonta –gritó Abigail, lanzándose a cogerla.

    Mindy aullaba y se estremecía, con viscosos hilillos de baba temblándole en la barbilla; era claro que estaba asustada, pero ilesa, por lo que Abigail veía. La atrajo hacia sí, estremeciéndose al pensar en lo que habría pasado de haberle caído el cuenco en la cabeza en lugar de en el linóleo, y todo porque ella había estado demasiado ocupada regodeándose en la autocompasión para prestarle atención.

    Con Mindy aferrada a ella como un monito, fue al cuarto de baño para preparar la bañera, y apartó a puntapiés la ropa de trabajo de Ted y la toalla mojada, formando un montón. Estaba siendo una tontaina. Una mujer en su sano juicio querría olvidar que aquel discurso había tenido lugar, no malgastaría un tiempo valioso reviviéndolo junto a su marido. Eso era ego, una vanidad absurda. No le habría importado que Ted lo recordara de haber resultado un éxito, como creyó que sucedería esa mañana cuando salía hacia casa de Frannie.

    Había supuesto que las damas presentes se emocionarían tanto como ella al enterarse de que una de las mentes más respetadas de la época colonial pertenecía a una mujer.

    –Abigail Adams fue uno de los consejeros de mayor confianza de su marido –se imaginó diciendo.

    –Caray –dirían ellas–. ¡No tenía ni idea!

    No le había parecido tan inverosímil. La mayor parte de las mujeres del club habían pasado al menos unos años en la universidad y varias contaban con licenciaturas, que era más de lo que tenía Abigail. Se imaginó proponiendo una excursión a la Sociedad Histórica de Massachusetts, donde estaban archivadas las cartas de John y Abigail Adams, y ofreciéndose para escribir al bibliotecario para solicitar una visita guiada.

    –Vaya, Abigail –le habrían dicho–, pero qué bien se te dan estas cosas.

    Recordarlo ahora la hizo morirse de vergüenza.

    Las había malinterpretado, otro error. Uno más que añadir al montón.

    La casa, lejos de estar ordenada, tenía aspecto de que le hubiese caído una bomba. Si había habido algo bueno en toda su jornada era que Ted probablemente estaba demasiado distraído y sobreexcitado para reparar en el desorden mientras lo cruzaba a toda prisa.

    –¡No puedo quedarme, tengo que irme!

    Mindy agitó los brazos con fogosidad, olvidando el susto de antes al ver correr el agua. Abigail la dejó en el suelo y la cría se agarró con fuerza al borde de la bañera de color rosa caramelo.

    En realidad no podía culpar a Ted por estar nervioso. El contrato de la compañía de transportes Bedford era de los gordos. No iba a cambiarles la vida, semejante exageración era sencillamente irritante, pero, aun así, suponía un enorme paso adelante en su carrera: su primera cena de negocios. Llevaría a cabo la venta; no lo dudaba ni por un instante. Ted McDougall era capaz de venderle hielo a un esquimal. No obstante, era natural que estuviera un poco nervioso. Ahora no se acordaba de si le había deseado suerte; tenía la terrible sensación de no haberlo hecho.

    Recogió la ropa y olisqueó la camisa de trabajo de Ted por si estaba lo bastante limpia como para ponérsela un día más; no era así, de modo que se dirigió al cuarto de invitados al otro lado del pasillo para sacar una de la montaña de ropa limpia por planchar que una esposa decente nunca habría permitido que se formara.

    Mindy soltó un chillido de alegría. Se balanceaba y se meneaba y señalaba el agua, mirando expectante a su madre, con una «o» perfecta de asombro formada en los labios.

    –Agua –dijo Abigail.

    Mindy volvió a chillar

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