Tú me diste la felicidad
Por Corín Tellado
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Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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Tú me diste la felicidad - Corín Tellado
CAPITULO PRIMERO
Carl Reilly lanzó una sarcástica mirada a través del ventanal.
A pocos metros, de pie en la acera, se hallaba su amigo Thomas Blake, besando la mano de Amy Lacigny y saludando respetuosamente al muy opulento míster Lacigny. Carl vio cómo Thomas abría la portezuela del elegante automóvil, y cómo Amy, con una sonrisa que por sí sola era una invitación, se despedía de Thomas. Vio también que míster Lacigny se sentaba ante el volante y con su mano enguantada saludaba a su amigo.
Carl sonrió.
Allí tenía Thomas una buena oportunidad. Antes de sentarse nuevamente ante su mesa de trabajo, aún miró hacia la calzada.
A aquella hora temprana de la mañana, apenas si había gente en las calles de Worthing. Mediaba la primavera y aún no había nadie en el balneario. El conocía bien la ciudad marítima inglesa. Thomas, no. Thomas era un americano con muchos años en Inglaterra, pero que no sabría jamás adaptarse a su nueva patria, pues aunque no llegara a serlo totalmente, en cierto modo lo era ya.
El lujoso «Rolls» de los Lacigny se alejó calzada abajo, y Carl vio cómo Thomas —alto, musculoso, con aspecto deportivo; rubio, ojos grises y vestido correctamente de azul marino —giraba sobre sí mismo y se dirigía al Banco.
Thomas entró en el Banco saludando aquí y allá con su sonrisa habitual de enfática indiferencia. Cruzó la nave central por la que se esparcían grandes mesas y se encaminó hacia su amigo.
—Ya te vi —dijo Carl.
Por toda respuesta, Thomas colgó el sombrero, suspiró y se sentó ante su mesa de trabajo, paralela a la de su amigo. Desplegó una carpeta. Después encendió un cigarrillo.
—¿Cuándo los has conocido? —preguntó Carl, intrigado—. ¿Sabes que son como caciques en la ciudad? Es tan rico que no sabe lo que tiene. Y… —le guiñó un ojo— sólo una heredera.
Thomas no se inmutó.
—Bonita, ¿eh? —fumó aprisa—. ¿Quieres saber cómo los he conocido? De vista lo conozco casi todo desde que llegué aquí.
—Dos meses.
—Aproximadamente. —Expelió el humo con cierta suficiencia muy innata en él—. Esa es la mía. Carl. Ya sabes lo que pienso con respecto al matrimonio.
—Ji, ji…
—Sin risa.
—No me río.
—Me estás mirando como si fuera un animal de rara especie.
—Humana.
—Carl, hablemos en serio.
—Lo mejor de todo será que trabajemos en serio. Los dos estamos aquí para ganar honores. Tú como director y yo como subdirector.
Thomas hizo un gesto de impotencia.
—Eres muy ingenuo —dijo, desdeñoso—. Yo no creo en promesas. Prefiero casarme con una mujer rica.
—¿Y el amor?
Thomas abrió el cajón, extrajo un bolígrafo e hizo un gráfico sobre la carpeta recién abierta.
—Tontadas —desdeñó—. ¿Quién piensa en el amor cuando se tienen veintinueve años? Eso queda para los muchachos de veintidós. Cuando yo los tenía, me enamoraba de todas las chicas. Después me curé.
—Trabajemos.
Thomas así lo hizo. A las doce hubo de salir. A la una los dos amigos, uno junto a otro, se perdieron calzada abajo. Iban asidos del brazo. Carl reía. Thomas parecía enojado.
—Los he conocido en la cafetería. Entré a desayunar. Míster Lacigny discutía con un camarero. Decía que se le había estropeado el auto y que necesitaba un mecánico. El camarero, muy respetuosamente, sofocado y cohibido, le decía que a tales horas no estaban abiertos los talleres.
—Tengo que llegar a mi casa a las nueve en punto —gritaba el millonario—. Le aseguro que no toleraré que por falta de un mecánico se me retrase la cita de negocios que tengo en mi residencia.
Entonces llegué yo. Tú sabes que los autos me apasionan. Además, la chica, que parecía cansada junto a su padre, me gustó. Me miraba con una expresión… Chico, uno no es de hierro.
Carl se echó a reír.
—¿Entramos aquí a tomar el aperitivo? Sentémonos en la terraza. Me cuentas eso entre trago y trago.
Thomas obedeció. Hacía calor. Tenía la garganta seca.
—Como tú sabes, siempre me apasionaron los autos. Tuve dos comprados de segunda mano y los desmonté más de una vez… Me presenté al millonario y le dije que quizá yo pudiera sacarle de su apuro. Lo hice y después tomamos juntos el café. Me presentó a su hija y me invitó para merendar esta tarde en su casa.
—Total, el camino ya trillado para que tú puedas llegar a tu objetivo.
Thomas sonrió sardónico.
—Por supuesto. Creo que estoy llegando a la meta, Carl.
—Si ella te gusta…
—Es mona, pero lo que a mí me gusta es el dinero de su padre. Estoy harto de ser un don Nadie. Pretender llegar a director de este Banco es tanto como esperar alcanzar la luna con la mano. Desde muy joven me dije que aprovecharía la oportunidad de casarme con una mujer rica. Eso es lo que pienso hacer, ni más ni menos. Me parece que Amy es fácil de conquistar.
—En Worthing tiene muchos pretendientes.
—A ésos no les tengo miedo.
—Ricos —recalcó Carl, divertido.
—Y tontos —gruñó sin mucha convicción.
* * *
Marie Leidner sacudió la alfombra y la metió dentro.
Sehila hacía la cama.
A través del pasillo se oía la voz paciente de Louise Leidner reconvenir a su esposo. La voz de Frederick sólo se oía de vez en cuando y siempre sin precipitaciones. Tan paciente como la de su esposa, pero con una paciencia diferente.
—Ya están —resonó Sehila—. ¿Tú crees que hay derecho a que se pasen así todo el día?
Marie colocó la colcha y la alisó con la mano. No contestó.
Era una muchacha joven, diecinueve años todo lo más. Esbelta como una palmera, con unos ojos almendrados, grandes, orlados por espesas pestañas negras. Tenía el color de la miel y en su rostro de rasgos exóticos producían un efecto extraordinariamente atractivo.
Vestía una bata de hilo color cereza, sin mangas, con el escote muy pronunciado. Un delantalito de flores en torno a la cintura, y calzaba chinelas.
El pelo negro lo peinaba hacia atrás, despejando la frente, pero cayendo un poco sobre la mejilla, sin horquillas ni agua. Era una melenita corta, levemente ondulada, y daba a su rostro una gracia singular.
Sehila era rubia. De un rubio oscuro como su padre. Tenía las facciones endurecidas. Unos ojos que de no mirar con aquella indiferencia, hubieran resultado muy bellos. No obstante, Joseph la amaba tal como era.
—Terminemos esta alcoba —dijo al rato Marie—. Ya sabes que a míster Blake le agrada tumbarse un poco antes de comer. Hoy estamos atrasadas.
—No me explico por qué mamá admitió este huésped. Es la primera vez que se le ocurre semejante cosa.
Marie se agitó. Se diría que algo la inquietaba mucho.
—Habría que reforzar el presupuesto familiar.
—Tonterías. ¿Qué hace papá que no trabaja?
—Sehila…
Esta se alzó de hombros.
—¿No es cierto o qué? Se pasa la vida en el club jugando al póker. Adquiere deudas que luego tiene que pagar mamá… ¡Es una vergüenza! ¿Sabes qué te digo? Si Joseph me resultara así, me divorciaba.
—Calla, calla.
—Tú no estás trallada en la vida. Tú aún no sabes de esas cosas. ¡El amor! —desdeñó—. ¿Qué es el amor? Con pan y cebolla yo no lo quiero. Joseph pretende casarse este invierno. No lo espere. Yo no me caso mientras él no ascienda y tenga todas las necesidades a cubierto. No soy de las que me ciega la pasión. He visto demasiadas cosas en mi casa. La gente por ahí considera muy felices a los Leidner. ¿Sabes por qué? Porque mamá se las traga todas. Tenemos que vivir de los pocos intereses del capital de mamá, que debe estar ya muy próximo a cero. Tenemos que meter un huésped. Tenemos que trabajar las dos, y papá, despreocupado y como si fuera un potentado, jugando con el coronel Cars en el club. El día que me case —siguió Sehila, sin dejar de trabajar en la alcoba—, no volveré jamás por esta casa.
—Mamá se sacrifica.
—Porque es tonta. —Hizo una rápida transición—. Ya está esto, ¿no? Vamos a disponer el comedor. Míster Blake no tardará en llegar. —Miró fijamente a su hermana menor—. Y tú ten cuidado. Te veo hablar mucho con él. Eres una chiquilla y quizá sufras por su causa. Te lo advierto. En amores todo no es jauja.
—Tienes una forma de hablar —reprochó Marie—. Parece imposible que estés enamorada.
—No soy una sentimental como tú.
—Sehila…
—Andate con cuidado respecto al americano —insistió, haciendo caso omiso de la exclamación de su hermana—. Tiene aspecto de hombre de mundo. Lo considero capaz de enamorar a siete chicas a la vez. Y además,