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La isla de las sombras: La batalla de Esfacteria
La isla de las sombras: La batalla de Esfacteria
La isla de las sombras: La batalla de Esfacteria
Libro electrónico516 páginas18 horas

La isla de las sombras: La batalla de Esfacteria

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En séptimo año de la guerra del Peloponeso, Atenas, a la búsqueda de una ventaja definitiva que permita derrotar a Esparta, envía una flota con destino a Corcira y Sicilia para asistir a sus aliados. Una tormenta interrumpirá dicho viaje y empujará la expedición a una pequeña bahía en la costa de Mesenia, comenzando así una de las acciones más audaces y trascendentales de la larga guerra entre estas dos ciudades. Una campaña cuyas consecuencias llegaron hasta el final de la misma, y que marcó trágicamente la vida de los que participaron en ella. Los dramáticos hechos de la bahía de Pilos y la isla de Esfacteria mostraron lo mejor y lo peor de cada bando: la audacia y la crueldad, el valor y la duda, el honor y la bajeza. Sus protagonistas, cuyos nombres se grabaron por siempre en la Historia, Nicias, Cleón y Demóstenes de Atenas, Agis y Brásidas de Esparta, la asamblea del Pnyx, los éforos… quedarán así atrapados en la vorágine de una guerra que puede acabar con ambos contendientes. La isla de las sombras es un viaje al momento en el que Atenas y Esparta se hallan en el cénit de su gloria. Una incursión al corazón de ambas polis, con sus ciudadanos como compañeros de viaje, pero también al alma de unos personajes que vivieron, lucharon y sufrieron terribles destinos. Personajes y almas de las que la ilusión del tiempo no consigue separarnos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 jul 2017
ISBN9788494714849
La isla de las sombras: La batalla de Esfacteria

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    La isla de las sombras - Juan Luis Gomar

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    La isla de las sombras

    La batalla de Esfacteria

    Primera Edición

    © Juan Luis Gomar

    Diseño de portada

    © Sandra Delgado

    © Ediciones Evohé, 2017

    www.edicionesevohe.com

    ISBN: 978-84-947148-4-9

    LA ISLA DE LAS SOMBRAS

    La batalla de Esfacteria

    Juan Luis Gomar

    logo.tif

    A mi esposa.

    Grande es nuestro amor,

    que todo lo llena de esperanza.

    PRÓLOGO

    Sicilia, bahía grande de Siracusa.

    Décimo cuarto año de la guerra entre Atenas y Esparta

    Ninguna alegría acompañó la llegada de la nueva flota que provenía de Atenas . Desde los muros de Siracusa , un general espartano endurecía el rostro mientras los refuerzos de sus enemigos entraban en la bahía sin oposición . A su espalda , los nobles de la ciudad se ponían nerviosos y reclamaban una respuesta . Él les detuvo alzando la mano . No estaba dispuesto a combatir contra una flota experta y descansada . Tenía un plan para derrotarla y se aferraría a él .

    Ninguna alegría hubo cuando tocaron tierra. Los recién llegados se sorprendieron de que los suyos los recibieran en silencio; al descender de las trirremes y avanzar por la playa hacia el campamento, lo que vieron también les hizo enmudecer.

    No quedaba nada bueno en los hombres que asediaban Siracusa. Hacía dos años que aquellos mismos ciudadanos habían zarpado del Pireo en la mayor expedición jamás emprendida por pueblo alguno de la Hélade. Aquel día hubo fiesta y celebraciones en todas las casas de Atenas, pues eran fuertes y audaces y esto complacía a los dioses.

    Pero también son estos veleidosos y su voluntad cambia como lo hacen los vientos en el mar. Llegaron cartas de Siracusa a la asamblea. Cartas del estratego Nicias. Al principio todo fue bien, mas con el paso de los meses las misivas fueron tornándose sombrías. Murieron los otros estrategos que lo acompañaban. Él mismo había caído enfermo. Los pueblos de Sicilia no se habían unido en el número que se esperaba. Al fin llegó una desesperada petición de refuerzos que fue leída con aprensión en la asamblea.

    Demóstenes se ofreció voluntario para cumplir aquella nueva y costosa misión. Experimentado en la guerra y muchas veces victorioso, no dejó de animar a sus hombres y de alentarlos durante la travesía, apremiándoles a realizar el viaje lo más rápido posible para asistir a sus amigos. Pero tan pronto como el nuevo estratego puso el pie en el campamento, supo que sus peores expectativas habían sido superadas: aquello no era una misión de refuerzo. Era un rescate desesperado.

    Lo primero que percibió fue el olor de las piras. Luego, el de la enfermedad, la miseria y la fetidez del terreno pantanoso en el que las letrinas ya no se cegaban con diligencia ni se excavaban nuevas desde hacía mucho tiempo. Mientras avanzaban, los soldados que allí permanecían los miraban pasar con el rostro desencajado, sin fuerzas para hacer nada más que un leve gesto con la cabeza. Hubo algunos reencuentros. Familiares o amigos que se veían de nuevo, aunque fuera difícil reconocerles, pues estaban sucios y famélicos y parecían haber envejecido muchos más años de los transcurridos.

    Una figura, apenas una sombra cubierta de fango, pero que aún portaba sus armas con determinación, se apartó de su puesto en el muro y caminó hacia Demóstenes como una aparición. Se puso en su camino y entonces tiró su lanza y su escudo.

    —¡Hipias! —exclamó este.

    —Demóstenes… Gracias a los dioses que has venido… Gracias a los dioses —dijo, mientras lo abrazaba.

    —¿Qué ocurre aquí? ¿Dónde está Nicias?

    Se giró y señaló un fuerte en la ladera de las Epípolas.

    —En el fuerte circular. Allí le encontrarás. Está demasiado enfermo para salir.

    —¿Puedes acompañarme hasta allí? Bien.

    Ordenó entonces a sus oficiales que supervisaran la descarga y el reparto de las provisiones que traían. Los soldados recién llegados marcharían con él hasta el fuerte, donde aguardarían entonces sus instrucciones para incorporarse a la rutina del campamento.

    Fue una subida dura y triste, pero el aire estaba más limpio allí arriba. Dos soldados de avanzada edad guardaban el acceso. Saludaron a Demóstenes, pues habían servido con él, y le guiaron a la cámara del estratego enfermo. Mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra, oyó la respiración húmeda y dificultosa de Nicias y le llegó olor de su cuerpo, esa mezcla de orín y sudor dulzón como de flores marchitas que precede a la muerte. Musitó una oración a los dioses.

    —Nicias… —dijo en voz baja.

    Del catre se incorporó una figura enflaquecida con presteza sorprendente, no obstante.

    —¡Demóstenes! ¿Eres tú? —tosió.

    —Recibimos tu carta…

    El anciano, pues en eso se había convertido, se levantó como si estuviera lleno de dolores y avanzó hasta la puerta. Allí la luz iluminó su rostro. Lloraba, y las lágrimas dejaban surcos en la suciedad de su rostro. Y mientras lo hacía, abrazó a Demóstenes como un hijo a su madre. Su cuerpo se estremecía con los sollozos.

    Demóstenes observó los muros que corrían sobre las Epípolas desde el fuerte circular. Nicias estaba a su lado, envuelto en mantas. Tiritaba.

    —Perdimos la oportunidad de circunvalar la ciudad cuando tomaron nuestro muro. Aquello fue el fin de nuestras posibilidades… —explicó este—. Si alguna vez las tuvimos…

    Desde su fortificación, un muro discurría hacia el norte. A su derecha, desde el lado de Siracusa, se veían otros dos inacabados, levantados por los defensores para poder cortar el paso a los atenienses, pero sin éxito. Sin embargo, una tercera muralla, más hacia el norte, sí había conseguido adelantarse. El muro ateniense se interrumpía antes de llegar a él. Soldados siracusanos lo patrullaban desde su parapeto.

    —Recibieron ayuda de Esparta. Vino un estratego con ellos: un hombre llamado Gilipo. Nos superó en el combate por el tercer muro y nos condenó a estar sitiados en nuestro propio campamento. Nos quedan pocos aliados y menos alimentos. En estas condiciones, intentar huir por mar sería desastroso…

    Demóstenes observaba y escuchaba atentamente. Meditaba.

    —… Pero… si tomamos su muro y proseguimos la circunvalación podemos rendirlos todavía —dijo finalmente.

    —Sí —contestó Demóstenes—. Pero… mírate. Estás enfermo. Dices que un demonio te corroe las entrañas por las noches. Y la mitad de los hombres no están en mejores condiciones.

    —Has traído casi mil hombres más. Están descansados. Podemos tomarlo.

    —Tú mismo no apoyabas esta expedición. Hay que saber cuándo parar. Hemos tenido pérdidas, pero si nos retiramos ahora podremos mantenerlas dentro de lo razonable. La ciudad ha invertido gran parte de su reserva en mi flota. Os necesitamos en el continente, no aquí.

    Nicias descubrió su cabeza. Sus ojos relampagueaban con furia.

    —¡Fui designado como estratego para esta misión! —gritó, escupiendo saliva por la comisura de sus labios—. Mientras tenga medios no cejaré. Antes de tu llegada no los tenía, pero ahora sí. —Calló entonces y rodeó a Demóstenes, mirando al norte—. Si vencemos aquí, estará todo hecho...

    —Óyete, Nicias. ¿A cuántos hemos oído decir esas mismas palabras? No pareces el mismo… —Agachó entonces la cabeza. El peso de todos los años de guerra parecía haberle caído de súbito sobre sus hombros—. Por los dioses, ¿cómo hemos llegado a esto?

    Nicias no se volvió. Su mirada seguía perdida en aquel muro que había roto casi todas sus esperanzas. Pero oyó a Demóstenes, y entonces comenzó a recordar…

    capítulo i

    Siete años antes

    En el séptimo año de la guerra contra Esparta , la asamblea ateniense guardó silencio mientras Brucetio , embajador de los sículos , aliados procedentes de la lejana Sicilia , caminaba hacia el puesto de orador . Mientras ascendía por los escalones , observaba asombrado la Acrópolis , que se elevaba frente al Pnyx , refulgiendo con brillantes colores a la luz de la tarde . Una vez en la plataforma , tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la mirada de aquella conmovedora visión y centrarse en los miles de atenienses que aguardaban sus palabras . Tomó aliento .

    —¡Ciudadanos de Atenas! ¡Nobles y poderosos atenienses! Agradezco a la asamblea la posibilidad de exponer aquí nuestra causa. Todos sabéis que nuestros pueblos están unidos en una fiera lucha contra poderosos enemigos: vosotros con Esparta y nosotros con Siracusa, y que en toda guerra es ventajoso tener aliados. Hemos tenido la fortuna de contar con la poderosa flota que vuestra ciudad envió a nuestra tierra, al mando del valiente Laques, azote de vuestros enemigos, y Caréades, que falleció combatiendo valerosamente a los siracusanos. Gracias a la unión de nuestras fuerzas hemos conseguido vencer y atraer a nuestra causa a los mesenos, así como infligir algunas derrotas a los locros y a los siracusanos…

    Algunos ciudadanos de la asamblea, los más informados, sonreían para sí al percatarse de que Brucetio olvidaba mencionar las derrotas que habían sufrido a manos de Siracusa. Pero siguieron escuchándolo.

    —Sin embargo, dada la situación actual —continuó—, mi pueblo y vuestros aliados sicilianos venimos a solicitar más tropas a esta insigne polis.

    Brucetio hizo una pausa para observar las reacciones de los asistentes. No fue capaz de extraer una impresión clara y se dispuso a seguir, eligiendo con cuidado sus palabras.

    —No penséis, atenienses, que consideramos que vuestra flota es poco poderosa. Más bien al contrario. Debéis saber que en el mar de Sicilia ningún enemigo os ha causado amenaza. Sin embargo, nuestra isla es extensa y sus tierras, abruptas, y los siracusanos, ayudados por los lacedemonios, mantienen su supremacía allí donde vuestras naves no pueden llegar. Es en tierra firme donde no contamos con suficientes soldados para hacer frente al poder de Siracusa. Nuestros progresos en este campo se han detenido. La guerra en Sicilia se ha estancado. Pero tenemos peores noticias, me temo, que nos han obligado a venir hacia aquí lo antes posible: hemos sabido que nuestros enemigos, ahora que han conseguido estabilizar su situación en la guerra terrestre, están reuniendo una gran flota para poder hacer frente a vuestro dominio en el mar. Si reúnen más barcos, actuando desde sus puertos, bien equipados y con acceso a refuerzos, los siracusanos podrían aventajaros incluso en el mar, donde los vuestros, aun asistidos y equipados por nuestro pueblo, no tienen posibilidad de contar con nuevas naves si no son enviadas desde aquí.

    »Sin embargo, una rápida respuesta por vuestra parte puede decidir la guerra a vuestro favor, atenienses. No existen trirremes más rápidas, mejores marineros ni más competentes estrategos que los vuestros. Os rogamos, pues, miembros de la asamblea, que consideréis nuestras palabras y apreciéis en ellas el interés común que nos une, aquel que me ha traído hoy aquí.

    Brucetio calló, y un leve murmullo se elevó entre los presentes. De la primera fila, un anciano se puso en pie y se dirigió a él. Le pidió al sículo que abandonara en aquel momento el recinto, ya que los ciudadanos de Atenas se disponían a deliberar. Este inclinó reverencialmente la cabeza y descendió por otra escalera hasta la siguiente terraza, donde los árboles y los misterios de la acústica le impedirían oír a los que hablaran desde la plataforma. Había cumplido su cometido y solo le quedaba aguardar a los acontecimientos.

    El mismo anciano que había invitado a salir al embajador fue el primero en tomar la palabra como próxeno de los sículos. Se llamaba Hermógenes y era el ciudadano más longevo de Atenas. Su piel clara y sus cabellos, que habían sido del color del trigo antes que del de la plata que lucía en su vejez, habían hecho correr el rumor durante años de que, en realidad, sangre de mercenario escita, y no la del esposo de su madre, corría por sus venas.

    —Miembros de la asamblea. —Su voz tronó por toda la ladera, pues Hermógenes sabía dónde dirigirla para que llegara más lejos—, todos hemos oído la petición de Brucetio de los sículos. Yo digo que el embajador ha estado especialmente acertado cuando ha mencionado el interés común. La verdad es, ciudadanos, que no podemos dejar que nuestros enemigos lacedemonios medren en Sicilia y logren imponerse allí, pues gran perjuicio podrían causarnos entonces. Seis años de guerra contra Esparta y la terrible peste nos han privado de una gran fuerza, pero todavía somos poderosos. Si Siracusa llegara a imponerse con ayuda de Esparta, se uniría después a estos contra nosotros, aportando numerosos hoplitas y la ingente cantidad de recursos con los que cuenta la isla. Hemos invertido ya considerables medios en la flota de Laques para perder las ventajas que hemos adquirido con tanto esfuerzo. Yo os digo, ciudadanos, que la fuerza de Atenas reside en el mar. La victoria sobre Esparta se gestará lejos de nosotros. Yo digo que enviemos más tropas a Sicilia.

    Hermógenes volvió a sentarse mientras otro ciudadano pedía la palabra. Este rozaba los cuarenta, y su poderoso físico lleno de cicatrices revelaba su experiencia militar. Su nombre era Pitodoro y se decía que aspiraba a ser designado estratego en la próxima elección. Se levantó y caminó con paso marcial hacia la posición de orador.

    —Ciudadanos, no cabe duda de que el consejo ha elegido sabiamente al traer este asunto a la asamblea. Lo expuesto aquí por Brucetio, además de las conclusiones que ha extraído nuestro amigo Hermógenes, nos permitiría obtener otros beneficios. Para empezar, Brucetio nos ha dicho, y los informes de Laques así lo confirman, que la guerra terrestre en Sicilia está estancada. Sin embargo, si enviáramos una nueva flota podríamos ganar por mar fácilmente lo que en tierra costaría mucho más esfuerzo. Yo propongo que reunamos al menos cincuenta trirremes y las equipemos para una guerra. Ataquemos el corazón del enemigo, Siracusa. De este modo, ganaremos la campaña rápidamente, y obtendremos así otras ventajas secundarias. Será una victoria fácil que nos permitirá mejorar la preparación de nuestra flota, formando nuevos marineros y soldados, de los que tantos hemos perdido castigados por la peste. Así como una loba permite a sus cachorros ejercitarse en la caza con presas débiles y heridas, gracias a este golpe obtendríamos al tiempo una gran victoria, muchos recursos y riquezas y, además, volvería un ejército veterano a nosotros.

    Pitodoro volvió a su sitio. Su tosca oratoria era sin embargo clara y directa; así al menos le pareció a otro de los asistentes, un hombre que había oído y sopesado cada palabra mientras trataba de pasar desapercibido. Parecía aguardar ciertos acontecimientos. De complexión delgada pero nervuda, tenía una frente ancha y despejada y el rostro plano, terminado en un mentón afilado y huidizo. Su nombre era Demóstenes y había regresado como estratego victorioso de Acarnania el año anterior. Aquel año, sin embargo, sin mando, su mente se revolvía inquieta, pues solo en apariencia estaba relajado. Quienes lo conocían decían que era como un halcón que, apostado en la cima de un precipicio, se limpiara el plumaje manteniendo un ojo abierto, esperando a que pasara una buena presa. Su instinto le decía que en aquella asamblea se estaba gestando una oportunidad para satisfacer su naturaleza. Porque Demóstenes, más que muchos otros atenienses, había nacido para el mando y sentía un intenso placer aplicando su inteligencia a las necesidades de la guerra. Era una extraña combinación entre un brazo fuerte y decidido y una mente despierta. De hecho, si algo había aprendido a lo largo de su vida era que, con mucha frecuencia, él veía más allá que muchos de sus semejantes.

    Aquella era una de esas ocasiones y el asunto que se debatía le interesaba cada vez más. Alguien que conociera al pueblo de Atenas habría notado que la mayoría estaba favor de reforzar la presencia en Sicilia. La idea era popular incluso antes de la llegada de Brucetio. Se decía que el dominio sobre la isla decidiría la guerra contra Esparta, pues eran muchos los guerreros que podrían traerse a la Hélade y aquella tierra era rica en cosechas y madera. Y los astilleros de Atenas necesitaban mucha madera.

    De modo que cuando Demóstenes, después de que otros pidieran la palabra y se manifestaran en el mismo sentido, estuvo seguro de que la resolución sería favorable, decidió ausentarse unos momentos para estirar las piernas y aliviar el vientre, acto mundano que siempre le permitía concentrarse y dejar que la información que asimilaba a lo largo del día cristalizara en planes e ideas concretas.

    Cuando regresó al recinto, se encontró en las escaleras a otro ciudadano que también había salido. Su amable y risueño rostro, tostado por el sol, estaba surcado de arrugas blanquecinas. Su cabello ya lucía algunas canas. Era al menos diez años mayor de Demóstenes, pero desde la primera vez que se vieron, hacía ya bastante tiempo, ocasión en la que ambos se midieron en silencio, cada uno reconoció tácitamente en el otro un igual.

    —Saludos, buen Nicias.

    Decían que era muy rico, aunque llevaba una vida modesta. Por cuna podría pertenecer al partido de los antiguos oligarcas. Sin embargo, Nicias, hijo de Nicérato, parecía votar según su propio criterio, coincidiera o no con el de los de su clase. Todos lo consideraban un hombre piadoso, y en mucho había ayudado con su fortuna a embellecer los templos y las procesiones sagradas.

    —Hola, Demóstenes. Qué feliz encuentro. Todos hablan de ti. Oh, están ya a punto para la votación. Vamos, volvamos a nuestras tribus.

    —Hacía mucho que no te saludaba.

    —Eso es cierto... —dijo, meditabundo—. ¡Pero podemos arreglar eso! Ven a mi casa después de la sesión. Así podrás contarme de Acarnania. Ven, por favor, cenaremos y beberemos vino como si fuéramos bárbaros.

    Demóstenes sonrió ante la broma. Nadie virtuoso bebería vino sin diluir.

    —Gracias, amigo.

    —Magnífico. Ahora apresurémonos o votarán sin nosotros.

    Ninguno de los dos recordaría años después aquel encuentro. Sin embargo, podría decirse que todo lo que ocurrió más tarde comenzó allí, con dos hombres que se saludaron volviendo a toda prisa a la votación.

    No hubo sorpresas. Tras el lento y meticuloso recuento por tribus de los brazos alzados, uno de los magistrados comenzó a pronunciar la decisión: «Al pueblo de Atenas le parece adecuado…». La expedición se aprobó mayoritariamente y el número de trirremes se fijó en cuarenta. Pitodoro fue elegido estratego para que pudiera salir con un trirreme a modo de avanzadilla e informar a la fuerza ateniense que ya estaba en Sicilia de la decisión de la asamblea, mientras se reunía la flota de cuarenta trirremes y sus tripulaciones. En la próxima sesión se elegirían los restantes estrategos.

    Cuando los ciudadanos de Atenas comenzaron a abandonar el Pnyx ya había oscurecido. En el cielo lucían las primeras estrellas fijas y dos refulgentes astros errantes. Se habían encendido a su vez pequeñas lamparitas de aceite que flanqueaban los caminos. También muchos portaban sus propias linternas o eran guiados por sus criados y esclavos que las llevaban, que habían estado esperando a sus amos. Descendieron formando una larga procesión de luces temblorosas en la penumbra, iluminando apenas el suelo apisonado y los árboles que, a un lado y otro del sendero, cubrían la ladera. El invierno estaba terminando y la perfumada brisa nocturna del sur, que provocaba un suave murmullo de hojas y ramas, anunciaba la proximidad de la primavera.

    Pero aquel año solo podía percibirse desde un lugar elevado como la colina, pues por todas partes eran visibles las secuelas de la guerra con Esparta, y el aire que se respiraba en Atenas todavía olía a pesares, pestilencia y muerte. Por doquier había toscos refugios donde todavía vivían algunos de los campesinos que huyeron de las incursiones espartanas y buscaron protección en la ciudad. En su día, al comienzo de la guerra, los refugiados habían desbordado a Atenas y ocuparon todos los espacios libres, incluso el recinto cerrado por los muros largos que llegaban al Pireo. Salvo la Acrópolis y el Eleusino, hasta los templos y santuarios se habían utilizado para acogerlos.

    Sin embargo, en aquellos momentos, muchos de esos refugios estaban vacíos. También numerosas casas habían quedado desocupadas y en algunas se habían condenado sus puertas y ventanas. Hacía apenas cuatro veranos de que la peste asolara la ciudad y la población no se había recuperado.

    La aglomeración favoreció la propagación de la terrible plaga que consumió a los que la padecieron, derritiéndolos y ulcerándolos por el interior de su cuerpo. Familias enteras habían perecido dentro de sus casas o en medio de las calles. Los animales que mordisqueaban los cadáveres también caían muertos al poco tiempo. Durante dos años, Atenas perdió miles de habitantes, e incluso Pericles, el primero de los atenienses, sucumbió a ella, dejando a su polis sumida en una suerte de orfandad política.

    Y sin embargo, el espíritu de Atenas emergía de todo aquello con fuerzas renovadas. Al Pireo llegaban de nuevo naves procedentes de todos los puertos del Mar Medio. Durante el día, no cesaban de afluir las mercancías del puerto al ágora, donde los mercaderes voceaban sus precios. Se compraba grano, pan, vino, aceite y esclavos, pero también sofisticados objetos de lujo: cerámicas, adornos, telas, joyas... Los sicofantes, siempre atentos entre los transeúntes, se ganaban la vida denunciando cualquier comercio ilegal. Las celebraciones religiosas tenían lugar entre grandes fastos costeados por las fortunas de los más ricos, que ansiaban aumentar su prestigio y popularidad. La ciudad entera vibraba en las fiestas sagradas con las obras de los dramaturgos y sus sobrecogedores coros. Las hetairas desplegaban sus artes para entretener a quienes pudieran pagar sus servicios. La democracia brillaba con la luz del sol, pero también entre las sombras no faltaban secretas sinarquías de oligarcas que no cesaban de conspirar. Atenas, espléndida, arrogante, inconstante y contradictoria, había llegado así al cenit de su gloria.

    Los hombres se dividieron en grupos y se dispersaron por las silenciosas veredas hacia sus hogares, hacia las oscuras tabernas de las que huía toda virtud o hacia casas bien conocidas donde las prostitutas ejercían su arte. Nicias se cubrió con su manto, pero Demóstenes encontraba la temperatura agradable. Juntos caminaron hacia la residencia del primero, charlando calmadamente sobre los acontecimientos del día. Al principio iban entre muchos otros ciudadanos, pero, conforme se acercaban al barrio de Nicias, fueron quedándose solos. Cuando alguno se separaba, les despedía con respeto. Demóstenes, después de su último cargo de estratego, era muy conocido.

    —No es fácil obtener la victoria en Sicilia. Haría falta un golpe rápido e incontestable al poder de los siracusanos, Nicias. Me pregunto si la asamblea ha decidido de manera precipitada.

    —Somos dados a las reacciones entusiastas. Quizás demasiado. Dudo que la flota pueda partir directamente hacia allá. ¿Sabes que han llegado hoy mismo noticias de Corcira? Al consejo no le dio tiempo a incluir el informe en la sesión de hoy, pero los corcíreos también van a solicitarnos ayuda.

    —No tenía noticias de ello. Veo que estás muy bien informado. Mejor que yo, al menos.

    Nicias sonrió abiertamente, pero no dijo nada. «Discreto y cauto», anotó mentalmente Demóstenes.

    —Los espartanos están preparando una flota para ir a socorrer a los aristócratas desterrados. No espero que tengas la discreción que yo no he tenido, pero si te revelo esto es porque no hará ningún mal. La propuesta se debatirá en la próxima asamblea. Y no tenemos recursos para dejar una flota en Corcira y enviar a otra que siga hacia Sicilia. Muchos ciudadanos tienen intereses y clientes en la isla. Presionarán para que la expedición se detenga en primer lugar allí... y así se acabará el golpe «rápido e incontestable».

    De este modo llegaron hasta la casa de Nicias. Un sirviente abrió la puerta que guiaba, a través de un corto y ancho pasillo, al patio central de la casa, al cual daban todas las demás habitaciones. Dio instrucciones para que les sirvieran la cena en su estudio y a continuación condujo a Demóstenes hasta dicha sala.

    —Mi esposa está en Eubea. Se fue antes de la peste —explicó.

    No había pasado mucho tiempo cuando una muchacha tracia, vestida con las sencillas ropas de que usaban los esclavos, trajo vino, agua y dos copas. El modo en que Nicias la siguió con la vista reveló a su invitado que tal vez fuera muy aficionado a las anchas caderas de la joven, que también lanzaba rápidas miradas a su amo. Luego salió para volver con una fuente de barro de donde salía un exquisito olor a guiso de aves y pan. Entonces los dejó solos.

    —Bien, ¿por dónde íbamos? —dijo al fin.

    —Las noticias de Corcira —prosiguió Demóstenes—. Nuestras fuerzas se diluirían allí. Nada provechoso llegaría a Sicilia. Al menos, no a tiempo. Aunque tal vez no se decida nada al respecto en la próxima asamblea.

    —Oh, sí que se decidirá. Hay tiempo para dos convocatorias más antes de que cualquier flota pueda zarpar. Es más que probable, mi buen Demóstenes. Mas no era mi intención ocupar tus pensamientos con mis tribulaciones, sino oír de tus labios el relato de tus logros. ¿Sería mucho pedir que me cuentes mientras cenamos, tus acciones en Acarnania?

    Demóstenes rió. El vino comenzaba a relajarlo, y no tuvo inconvenientes en satisfacer a su anfitrión. De este modo, narró cómo los acarnianos habían contactado con él después de los lacedemonios y sus aliados de Ampracia se apoderaran de la fortaleza costera de Olpas, desde donde podrían atacarlos.

    —Eran unos tres mil. Y entre ellos había muchos ciudadanos de Esparta. Oh, ¡eran magníficos, Nicias! Extraordinarios... Pero con veinte trirremes amenazamos el lado de Olpas que daba al mar, y yo me encargué de luchar con ellos en tierra.

    —De modo que luchaste con los espartanos a campo abierto…

    —Y los vencimos. Su estratego, Euríloco no estuvo a la altura. Pude estudiar sus técnicas con mucha profundidad. Incluso su forma de hacer las cosas. Verás, hay en ellos cierta simplicidad. Su parquedad en palabras parece extenderse también a su inventiva. ¿Alguna vez los has visto intentando algún asedio? No poseen esos conocimientos. Al menos, no todavía.

    —Pero... —adivinó Nicias.

    —Si tienen tiempo y necesidad, lo harán, en efecto —Demóstenes perdió la mirada, ensimismado en sus propios pensamientos, y retomó el relato—. El caso es que, tras cinco días, salieron de Olpas a presentar batalla. Nos superaban en número. Nosotros ocupamos el flanco derecho, y Euríloco y sus espartanos se pusieron frente a nosotros. Pero desconocían algo —Demóstenes se dirigió a una mesa, quitó todo lo que había encima y, con sus manos, modeló en el aire el relieve del terreno, describiendo la disposición de los ejércitos sobre él. Comenzó entonces a hablar cada vez más rápido—. Embosqué cuatrocientos soldados, escondidos en el barranco. Aquí —dijo señalando un punto en la retaguardia imaginaria de la línea espartana.

    Nicias observaba fascinado los desplazamientos de aquellas manos y un brillo febril destelló en sus ojos. Se trataba de la sensación que tenía cuando era consciente de la presencia de una verdadera inteligencia ante él.

    —El resto fue fácil. Se lanzaron al combate. Verlos cargar fue espectacular. Terrible. Corrían todos a la misma velocidad. Elevaron los escudos al mismo tiempo. Cuando chocaron con nosotros —Demóstenes hizo sonar su puño contra la palma de la otra mano—, el impacto fue sobrecogedor. No tardaron en desbordarnos y pronto perdí el contacto con el resto de mi línea. Estando allí trabados, las primeras filas espartanas tiraron de espada. ¿Sabes cómo son? Mucho más cortas que las nuestras —Demóstenes indicó su tamaño con sus manos—, y no rompen la formación para usarlas. No necesitaron espacio para blandirlas, sino que acometían por encima y por debajo de nuestros escudos. Uno de ellos me hirió, aunque tuve suerte y no pasó de un rasguño… Pero todo acabó cuando mis tropas emboscadas llegaron, justo a tiempo. Atacaron su retaguardia por sorpresa y no supieron responder al imprevisto. Antes de que empezaran a recibir muchas bajas se aterrorizaron y huyeron. Por supuesto, los ampraciotas se retiraron al ver hacerlo a sus aliados, a quienes creían invencibles. Todos volvieron a refugiarse en Olpas. Cuando terminamos, encontré el cadáver de Euríloco cerca de mi posición. Debieron separarnos apenas unos pasos durante el combate.

    —Asombroso —comentó Nicias, fascinado. Demóstenes pareció entonces regresar de un lugar lejano—. Dejaste huir a los espartanos. ¿Por qué?

    —Porque… aquello no fue una verdadera derrota para nuestros enemigos hasta después. Dejarlos marchar fue la auténtica victoria. Las heridas se curan y la cobardía de la huida se olvida después de la batalla. Mi verdadero objetivo no era imponerme en la lucha, sino destruir la confianza de sus aliados. Segar su ánimo —Demóstenes se sentó de nuevo y cruzó sus manos por detrás de la nuca—. Después de la muerte de Euríloco, un tal Menedayo lo relevó. Intentó contactar conmigo en secreto para que le permitiera salir de Olpas. Aquel hombre no era capaz de ver más allá de su propio escudo. No sé si era un miserable o solo le preocupaban sus propias tropas, ignorando a sus aliados. Pero aquel presuntuoso me fue muy útil. Si dejaba escapar a los espartanos, el daño que les causaría sería mucho mayor, pues ¿qué aliado podría volver a confiar en ellos? ¿Quién les llamaría para que los ayudaran en nuestra contra? La victoria en una batalla no puede compararse con aquel desprestigio. Acepté el trato.

    »La verdad es que fue hasta divertido. El día pactado, distribuí a mis hombres por caminos y barrancos, y me situé donde pudiera ver lo que iba a ocurrir. Ofrecimos una tregua a todos los de la fortaleza para que cogieran leña y hierbas. Los lacedemonios de Menedayo fueron escabulléndose poco a poco, mientras recogían ramas, alejándose más y más, hasta que los ampraciotas se dieron cuenta de que sus supuestos aliados los abandonaban, ¡y comenzaron a perseguirlos! Los espartanos se deshicieron de la leña y corrieron como si los persiguiera la Muerte. Entonces atacamos. A nuestros aliados tuvimos que detenerlos, porque no sabían que debían dejar escapar a los primeros, y algunos de los de Menedayo fueron muertos en la huida. Sin embargo, el plan funcionó.

    »Tal vez algunos digan que fui benévolo en exceso para con los espartanos. Pero si hubieras visto los rostros de los ampraciotas que capturamos, Nicias… —Una sonrisa de malicia juvenil asomó en los labios de Demóstenes—. Te aseguro que en aquel momento, si hubieran podido elegir, hubieran acabado con los espartanos antes que con nosotros. Allí no olvidarán a Menedayo ni a los suyos en mucho tiempo.

    »Al día siguiente, asaltamos al amanecer a los refuerzos que llegaban desde la polis de Ambracia. Los sorprendimos medio dormidos, y cuando huyeron, como habíamos tomado los caminos, pudimos matar a un millar de ellos. Y fue terriblemente sencillo.

    »Después, conseguí que los acarnianos y los ampraciotas firmaran un tratado de paz mediante el cual se ayudarán mutuamente para la defensa, pero se comprometen a mantenerse neutrales en nuestra guerra con Esparta. Lo cual quita a los lacedemonios el poco o mucho poder que pudieron tener en la región… Y así es como ocurrió todo.

    Nicias aplaudió entusiasmado el relato de su huésped, y llenó su copa de nuevo. Juntos rieron y brindaron, y luego Demóstenes fue quien pidió noticias sobre la ciudad.

    —Pues más o menos sigue igual que cuando te fuiste —resumió Nicias—. Las personas sensatas aún lloramos la muerte de Pericles durante la epidemia. Desde entonces, la asamblea parece haberse convertido en un gimnasio donde individuos mediocres se pavonean e intentan atraer el favor de la mayoría de pueblo para poder disponer de recursos de la ciudad y lanzarse a empresas cada vez más arriesgadas.

    »Cuando comenzamos la guerra, Pericles sostenía que la ganaríamos si nos manteníamos dentro de nuestros muros y utilizábamos nuestra flota para cuidar la integridad de nuestro imperio. El desgaste de los espartanos nos daría la victoria. Pero nuestro pueblo es inconstante. Pericles era el mejor de todos nosotros porque sabía desoír a los quejosos y convencer a todos con su firmeza. No era un populista, como los que despuntan ahora en las sesiones, sino que destacaba por su buen criterio, incluso si este era distinto al de la mayoría. Cuando murió durante la plaga, perdimos algo mucho más valioso que todo el oro que guardamos en la Acrópolis. Porque, dime, ¿podríamos poner precio a una inteligencia así?

    »Desde entonces se han lanzado expediciones que juzgo temerarias: Calcidia, Acarnania… Hemos intentado aumentar el número de nuestros aliados, en gran medida mediante el uso de la fuerza. Allí donde otras polis se han rebelado contra sus gobiernos aristocráticos, Atenas ha acudido en su ayuda. En otros casos, directamente hemos usado nuestro poder para forzar la adhesión a nuestro bando de nuevas ciudades. ¿Y por qué? La «gloria y el imperio de Atenas» es el argumento con el que se engañan. Hay individuos que no dudan en aprovecharse de estas ocasiones y utilizar los recursos de la ciudad para su propio beneficio. Nuestro prestigio puede aumentar si estas aventuras salen bien, pero en el caso de que fracasen, lo que estos individuos arriesgan es el futuro de toda la ciudad.

    »Sé lo que piensas. Tú mismo has triunfado en Acarnania, pero recuerda que poco antes, en Etolia, fuiste derrotado y fue mucho lo que se perdió allí. Atenas puede soportar que el Ática sea invadida año tras año, puesto que tenemos la flota. Los miembros de la Liga nos suministran por mar todo lo que necesitamos, pero no podemos engañarnos. Si nos debilitamos, si Atenas pierde sus recursos en campos de batalla en los que tanto arriesgamos, nuestros aliados pueden abandonarnos. Si no tenemos fuerza para mantenerlos a nuestro lado… Es nuestro poder lo que mantiene el imperio cohesionado, pues este no es aceptado con agrado por nuestros aliados.

    Demóstenes había escuchado en silencio, jugueteando con su copa y dando algún que otro sorbo ocasional. Miró distraídamente la imagen representada en el fondo del cáliz: un hoplita que derribaba a un jinete persa. Las palabras de Nicias lo habían hecho callar. No dejaba de encontrar acertada la exposición de su anfitrión. Al menos en parte, porque él también tenía experiencia de primera mano. Como estratego, conocía el desastre de una derrota.

    —Entiendo lo que dices, Nicias. En cierto modo, pienso como tú. Te opones a actuar en Sicilia.

    —En efecto. Hay que movilizar muchos recursos para que una expedición así tenga éxito, y tardarían mucho tanto en llegar como en volver —dijo Nicias.

    Demóstenes apuró el vino, y apoyó el recipiente en la mesa. Se inclinó hacia Nicias mirándolo fijamente, como si fuera a hacer una importante revelación.

    —¿Y si usáramos nuestra flota para llevar la guerra allí donde nuestros enemigos se sienten más seguros? ¿Acaso no fue esto lo que llegó a proponer Pericles durante las asambleas previas a la guerra? Dices que deberíamos limitarnos a mantener controladas nuestras posesiones marítimas y a contener a los lacedemonios desde nuestras murallas. Pero mientras hacemos eso, ellos campan a sus anchas por toda la Hélade. Y la verdad es que conseguirían atraer para sí más polis, incluso de entre las tierras que dominamos. Tú mismo has dicho que no nos hemos granjeado la simpatía de todos nuestros aliados. Que nuestro imperio, lejos de satisfacerlos, no ha hecho sino fomentar su envidia y su disposición a traicionarnos si surge la oportunidad.

    »Yo he luchado contra los espartanos y, aunque los he vencido, no soy tan necio como para no percibir la voluntad que los impulsa. No es simple determinación o valor. En el mundo en el que viven no conciben la posibilidad de ser derrotados. Están convencidos de que no hay guerreros mejores que ellos, y posiblemente así sea. ¡Ni siquiera protegen su ciudad con murallas!

    »Nuestra ventaja, Nicias, es nuestra audacia. Pero si les damos tiempo, si permitimos que dominen la guerra terrestre sin oposición, el siguiente paso será lanzarse al mar, y entonces no les faltarán aliados. Ya Corinto les ayuda, aunque afortunadamente, con nuestra flota de Naupacto, controlamos la salida del golfo. Antes me preguntabas si aprenderían todas las técnicas de las que ahora carecen. No dudo que así será. Si lo necesitan, lo aprenderán.

    —¿En qué estás pensando? —le preguntó Nicias, entrecerrando los ojos, como si intentara leer su mente.

    —Hay algo a lo que llevo dando vueltas desde mi expedición a Etolia. Pienso en atacar el Peloponeso desde el mar, fortificar algún punto de su costa y, desde allí, atacar una y otra vez su hogar, sus campos y sus suministros. Hemos lanzado este tipo de ataques antes, nunca han tenido gran penetración ni se han prolongado en el tiempo porque no teníamos ninguna base adecuada. Siempre teníamos que volver a nuestros barcos.

    »El mar está lleno de caminos por los que los atenienses no podemos ser detenidos. Si conseguimos una posición ventajosa en algún punto de su costa… Los mesenios que se rebelaron contra Esparta y fueron deportados a Naupacto me hablaron con frecuencia de la costa de su antigua tierra. No está muy vigilada, ¿sabías? Los espartanos no saben nada del mar, ni quieren saber mientras la guerra terrestre les siga dando frutos. Pero si tuviéramos éxito ya no podrían cruzar el istmo e invadir más el Ática. Amenazaríamos directamente sus hogares. Y si concentraran sus fuerzas para atacarnos en nuestra nueva posición, tendrían muchas dificultades, porque nosotros sí sabemos construir fortificaciones adecuadas y las abasteceríamos por mar. Por contra, los espartanos no tendrían el tipo de lucha que preferirían, en campo abierto, sino que tendrían que atacarnos en un terreno elegido por nosotros, con artes de asedio que desde luego les son extrañas y detestables. Con pocos soldados podríamos vencer a muchos. Y aun así, si nos viéramos forzados a abandonar la plaza, con la flota podríamos hacerlo sin problemas, y buscar otro punto desde donde lanzar más ataques.

    Nicias meditó unos instantes, sopesando las palabras de Demóstenes, y añadió:

    —Pero tú sabes que, si enviamos la flota a Sicilia y Corcira, no tendremos los medios necesarios para mantener ese tipo de guerra que propones. ¡Y la decisión ya ha sido tomada, Demóstenes!

    —En efecto. Por eso debo ir como estratego en esa flota.

    —¡Ya veo! —dijo Nicias, golpeándose la frente con la palma de la mano—. ¡Tiene que costear el sur del Peloponeso!

    —Tendría la oportunidad de inspeccionarla y explorar zonas adecuadas para mi plan. Luego, no sé, tendré que improvisar. Tal vez no me quede más remedio que seguir hasta Sicilia, aunque lo mejor sería poder disponer de un pequeño destacamento con el que establecer una fortificación, y aguardar a la flota, ya sea la que vuelva de Sicilia, o bien el resto de los barcos que se queden aquí.

    —Necesitarías apoyo en la próxima asamblea para que te eligieran estratego una vez más. Has adquirido fama en Acarnania, y eso te facilitaría mucho las cosas. Sin embargo, el mando en la expedición a Sicilia es algo muy jugoso.

    — ¿Me apoyarías?

    Nicias meditó unos instantes.

    —No lo sé. No me das mucha información. Sin embargo, lo que propones no es ningún disparate y tiene poco riesgo. Te propongo una cosa: te ofrezco todo el apoyo que pueda brindarte en la votación si logras convencerme.

    Demóstenes asintió, llenó ambos recipientes y se dispuso a compartir con su anfitrión todos los detalles de su plan.

    Hizo falta traer más vino y rellenar dos veces el aceite de las lámparas, pero cuando Demóstenes llegó al final de su exposición, Nicias no se había perdido ni una sola de sus palabras. Depositó su copa con las manos temblorosas en la mesa. Tenía la mirada de quien ha sido testigo de grandes acontecimientos. Una gran sonrisa asomó por la comisura de sus labios.

    —Cuenta con mi apoyo. ¡Y con el de mis aliados! Creo que podré jugar con la influencia suficiente para ganar una buena cantidad de votos. Empezaré a movilizarla mañana mismo. No quedan más de nueve días hasta que se elija a los estrategos.

    capítulo ii

    Nueve días más tarde , Hermógenes , el de Larga Vida , volvió a su casa tras terminar la asamblea . Cenó rápida y frugalmente , pues , a su edad , su cuerpo se conformaba con poco , y subió a su habitación . Tomó un pliego de papiro y se dispuso a escribir una carta .

    De Hermógenes de Atenas a Crátero, trierarca de la trirreme Indignación:

    Mi amado nieto, debo ponerte al día de los últimos acontecimientos de la ciudad, ya que afectarán a tu destino directamente. Como te informé en mi última misiva, la asamblea ha terminado hoy de decidir las

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