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El gambito que no fue
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Libro electrónico220 páginas3 horas

El gambito que no fue

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Lucha por ser el más grande, aunque es posible que al final todos sean pequeños.

Son cinco. El elegante y acomodado, el fullero buscavidas, el profundamente herido, el que aún es un proyecto de hombre y sobre todos ellos «el rey», que los observa desde su trono y espera a uno de los cuatro: aquel que sobreviva a los otros tres.

Se necesitan por encima de odios, desprecios o lealtades. Sin ellos y todos los que antes han quedado atras, ninguno de los cinco sería el mismo. Se admiran tanto como se detestan y se conocen tanto como se temen.

Una lucha sin cuartel con unos ejercitos de solo diez y seis pequeños soldados que manejan a su voluntad, en un minúsculo campo de batalla de cuadros blancos y negros.

El «rey» los observa desde su sillón. Ese sitial que ocupa desde tantos años atras. Es suyo y lo defenderá, como ha hecho en otras ocasiones. Será su última guerra y anhela ganarla, cueste lo que cueste. Ganarla no tiene precio; solo un gran coste.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 jun 2017
ISBN9788491129448
El gambito que no fue

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    El gambito que no fue - Enrique Rodriguez Gomez

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    El gambito que no fue

    Primera edición: mayo 2017

    ISBN: 9788491128199

    ISBN e-book: 9788491129448

    © del texto

    Enrique Rodríguez Gómez

    © de esta edición

    , 2017

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    caligrama

    A mi hermana Marina por sus correcciones y ánimos

    1

    Son cinco: El que está agotado y quiere seguir agotándose, que fuma y fuma para agotarse más, que tiene una esposa que le vela y vela, y que ha hecho de ese velar su vida y a la que acaba de regalarle un precioso collar, tal vez para agradecerle sus desvelos. También vela por él esa enfermera, pagada por el estado, porque hay que mantenerle como a una leyenda viviente. Asimismo le protege ese gran doctor especialista en enfermedades cardiovasculares, al que las autoridades no dejan salir de la Unión Soviética, por entender que es un disidente por el solo hecho de ser judío. Igualmente lo miman y cuidan, para loor y gloria de la gran nación, los gobernantes que le condecoran por cualquier motivo y le dotan de cuanto necesita para que su reinado de campeón del mundo de ajedrez dure y dure; obviando sus cincuenta y un años sus taquicardias y sus achaques.

    Es en este elenco se encuentra asimismo el que siente muy libre, el relajado que a veces consume coca, y que acaba de construirse con sus ganancias una hermosa vivienda en Miami; que tiene aires de simpática arrogancia tras su perilla cuidadosamente cuidada. Que mira el mundo desde su atalaya y su fama y al que una hermosa mujer acaba de decirle que si: que puede tener una placentera velada con él, después de cortejarla desde su simpatía y buenos modos. Es el hombre que siempre parece ser feliz y que sabe fingir que lo es cuando no es así.

    El tercero de los cinco es ese checoslovaco que vivió con esperanza la Primavera de Praga; que nunca parece contento debajo de su entreverado cabello blanquinegro y su barba blanca que le añade edad, que se olvida de tirar el cigarrillo cuando entra en algún lugar donde no está permitido fumar; que persigue con el mismo ahínco a la profesora de música que canta en bodas y funerales, para arrimar unas coronas más a su escaso jornal de profesora; como a la periodista que le entrevistó para que le detallara el torneo de Zúrich, en el que se había proclamado campeón. Que no le importa visitar a cualquier prostituta, porque ya no aguanta más y si de pasada tiene que mostrarse cariñoso con la fisioterapeuta, que le arregló esa rodilla dolorida, pone su todo su cariño. Es un hombre casado, pero nunca ha vivido con su mujer y tiene una hija que no es su hija y que esa mujer, que en realidad no es su mujer y esa hija que no es su hija es posible que le destrocen su vida.

    El cuarto hombre es ese disidente soviético que se considera ciudadano del mundo. Al que odian los dirigentes de esa inmensa nación, tanto como él los odia a ellos. Despotrica cuanto puede de esos detestables mandamases que han confinado a su esposa, a la que no ha vuelto a ver, en un sanatorio mental al que ellos denominan con otro nombre. Son tipos a los que no quisiera ver nunca más, pero teme tanto como desea que ocurra, ya que eso sería señal de que podría llegar donde tanto anhela: ser campeón del mundo. Agradece a la Confederación Helvética su acogida que le permite vivir a la orilla del lago Leman en la ciudad de Ginebra. Y espera con ansia su gran momento.

    El quinto no es hombre, lo será algún día. Ahora es un muchachito de diez y seis años: niño prodigio de esos que ocasionalmente surgen en el mundo del ajedrez. Sus juguetes nunca fueron el ovalado balón del fútbol americano, ni el mecano, ni el revólver del vaquero, ni cualquier otro de los que sus amigos disfrutaron. Lo suyo fue un tablero donde libró batallas épicas contra rivales de la edad de su padre o la de su abuelo.

    Zonales, interzonales, luego cuartos de final del torneo de Candidatos. Una lucha titánica, una pelea sin tregua en la que solo sobreviven los más fuertes, y los más fuertes han sido cuatro: el relajado y guapo, el checoslovaco mujeriego, el disidente soviético y el que todavía no ha llegado a ser un hombre. Han participado en esa pelea sin armisticio alguno y la han ganado. Y lo han hecho sin dejar de competir en otros torneos, alternado con ellos su lucha para clasificarse con un premio para uno de los cuatro. Una recompensa que significa el poderse medir al campeón. Ni siquiera el premio es el que obtiene un vencedor, solamente colocará a uno de ellos en la línea de salida que le llevará, o no, al gran objetivo: ser el rey mundial en los próximos dos años; luego empezará otro ciclo exactamente igual.

    El primero de todos estos hombres aquel de las taquicardias, que triplica en edad al muchachito que nunca jugó al fútbol americano, espera a uno de los cuatro. Observará la lucha desde su trono y cuando uno sobreviva en la batalla él estará aguardando.

    2

    El gran maestro Aurel Jelinek vive en Praga. El gran maestro Aurel Jelinek es un vividor nato. Lo suyo es engañar y estafar a cuantos más prójimos mejor. El gran maestro Jelinek no necesita estafar para comer, ni para pagar la renta de su casa que es del estado, ya que está situado en la elite ajedrecista mundial. Su lugar en la lista oficial es el noveno puesto y en Praga vive lo razonablemente bien que se puede vivir con su premios y con lo que ahorra en sus gastos de viaje y hoteles, ya que siempre tira para atrás con la maña de un usurero. Pero Aurel Jelinek lleva en la sangre el pequeño timo, la pequeña arana, su pequeña trampa, la pequeña maquinación o el pequeño embuste.

    El gran maestro Aurel Jelinek es, además de un embaucador fullero, un empecinado mujeriego. A Jelinek le atraen todo tipo de mujeres y consigue un buen número de éxitos, ya que es famoso, aparece en los diarios, y no deja de ser un extraordinario ajedrecista en un país donde este deporte ciencia se practica y se vive con intensidad. Además Aurel Jelinek es un hombre culto, que se expresa como un consumado académico, que conoce mundo y en Checoslovaquia pocos de sus habitantes en el año 1978 pueden salir de sus fronteras; bien por la falta de dinero, o bien por la falta de pasaportes o permisos.

    Jelinek no es mayor, pero con la barba blanca y su cabello entreverado en blanco y negro lo parece; cultiva deliberadamente esa imagen de profesor veterano. Su porte de hombre maduro no le perjudica, más bien al contrario. En realidad su edad es de treinta y tres años.

    Jelinek había vivido la primavera de Praga. Aquel canto a la libertad que terminó como una sinfonía inacabada. Un eufórico despertar acabó siendo un triste anochecer. Supo lo que era colocarse delante de un tanque, insultar a los soldados rusos, tener la esperanza de que se fueran y vivir la marcha del presidente de su nación, que terminaría trabajando como guardia forestal en Eslovaquia. Muchos de sus amigos fueron normalizados en Moscú y aquellos que su normalización fue considerada correcta por las autoridades fueron repuestos en sus lugares de trabajo; otros no tuvieron esa suerte. Por aquel entonces era un embrión de ajedrecista, ahora es un gran ajedrecista con un punto de amargor por lo que pudo ser y no fue.

    Aurel Jelinek llega al pequeño apartamento de Alena, profesora de música. Está decorado con gusto suficiente para disimular sus deficiencias. Antiguo, pequeño, tercer piso sin ascensor… Alena lo ha dotado de detalles que denotan un gusto tan exquisito como económico. Aurel lo observa con la atención del hombre sensible a la belleza, por qué si algo le enamora es el buen gusto y la belleza en cualquier campo.

    Aurel y Alena necesitaron pocos preliminares para acabar en el lecho. Una copa de vino acompañó a ambos. Alena se entrega con pasión y Aurel hace lo propio. Momentos para el recuerdo e ilusión de repetirlo.

    Alena había estado profundamente enamorada de Josef, también músico como ella, pero Josef había muerto dos años atrás. A veces la muerte se lleva a jóvenes llenos de vida y Josef era un joven lleno de vida.

    —Aurel no te imaginas el tiempo que llevaba esperando esto. Desde el entierro de Josef.

    —Es terrible.

    —Tanto tiempo.

    —No, lo terrible es que midamos el tiempo por funerales. Parecemos enterradores.

    —¿Tu nunca has estado casado, verdad Aurel?

    —No. Yo entiendo que el ajedrez de alta competición es tan duro y difícil que requiere mucha libertad. Mientras esté en la elite nunca me casaré.

    Aurel Jelinek entiende que la vida del ajedrecista es poco estable, siempre llena de largos viajes y competiciones que duran varios días, lo que implica escasa permanencia en el hogar, algo antagónico con la vida familiar. Pero hay algo más: a Aurel no le seduce la idea de perder la libertad de la que ahora disfruta.

    —¿Qué ha sido ese ruido? —Alena le saca de sus cavilaciones.

    —Mira. Ha sido una paloma. Esta ahí en la ventana. Las palomas se afilan el pico con el alfeizar de las ventanas.

    —Además de genial ajedrecista ¿también sabes de palomas?

    —¿Por qué me está pareciendo que te estás burlando de mí?

    —¿Por lo de genial o por lo de palomero?

    —Tú sabrás

    —A ver. ¿Por qué se afilan el pico en el alfeizar?

    —Pues mira eso si lo se: para tenerlo bien afilado.

    —¿Serás tonto?

    —Dejemos eso. Tenemos algo mejor que hacer.

    —Pues hagámoslo.

    Siendo un niño le regalaron un tablero de ajedrez con sus correspondientes piezas. Desde aquel momento Alexey Voroviov no ha hecho otra cosa que dar o recibir jaques mates. En la Escuela Serkin donde jugaba a la vez que aprendía, valoraron pronto aquel diamante en bruto y lo colocaron en un lugar preeminente. Su padre obsesionado por convertirle en un gran jugador le instó, a veces de forma poco cariñosa, a valorar el don que poseía y a esforzarse hasta límites asfixiantes. Desde entonces se enfrentó a todo tipo de presiones por la fama y el nombre que se fue ganando. Vivió la contradicción de un destino no elegido y el anhelo de complacer a cuantos creían en él.

    Abrió los ojos. Miro el reloj de la mesilla: las ocho y diez. Se levantó y se encaminó a la ducha. Bajo el agua templada sus músculos se relajaron, la sangre fluyó más deprisa por sus arterias y venas. Se abandonó; se sintió tranquilo.

    De pie frente al espejo del baño se mira la cara. Ojos marrones, cabello castaño cayéndole lacio y tapándole las orejas, frente despejada; un rostro distinto al de sus comienzos, pero también distinto al que veía el año anterior ante este mismo espejo. Ya no es el niño que empezó esta historia. Sin embargo, le recuerda de una forma vaga, a ese crio que por aquel entonces detestaba el ajedrez, y se pregunta cómo vería él a este hombre de lacios cabellos que sigue detestando el ajedrez y no obstante sigue jugando. ¿Se sentiría orgulloso?

    La pregunta le fatiga y le molesta. Su respuesta sin embargo debiera ser gratificante: ahora es un gran maestro. Lo ha sido precozmente, su gran talento lo hizo posible. Recorre el mundo, gana torneos, vive bien, bastante mejor que casi todos los ciudadanos soviéticos y está magníficamente considerado. Además se había casado con Kiska, que para él ha sido como faro que le ha guiado siempre a buen puerto.

    La línea de meta es llegar a ser campeón del mundo y número uno en el ranquing; o ser número uno y campeón mundial, no importa el orden. El objetivo es acercarse paulatinamente a esa línea, porque cuando la tienes a tu alcance, esta te proporciona una fuerza imparable. Cuando la sientes cerca, ves que esa fuerza te arrastra y él ya la ve cerca.

    Alexey piensa que el ajedrez recurre al mensaje de la propia vida. Apertura, creación, serenidad, pensamiento, resistencia. Incluso la colocación de las de las piezas al inicio del juego, protegiéndose unas a otras de mayor a menor valor como las matrioskas rusas, reproduce la estructura organizativa de los humanos.

    El ajedrez es ese deporte que te obliga a ser introvertido, En otros deportes se animan, se hablan, se abrazan si marcan un gol o encestan alguna canasta, pero el ajedrecista en competición es puro silencio. Pueden transcurrir varias horas sin emitir un solo sonido. La soledad del jugador de ajedrez se vive en cada encuentro. No puede hablar con nadie ni siquiera con su contrincante, si acaso para pedir tablas, y a veces ni eso: se puede hacer a través del juez de la contienda.

    Pero cuando no juega Alexey no es precisamente un silencioso introvertido. Se lamenta ante el oprobio de un sistema político sin libertades. Quiere que su voz no clame en el desierto. Deseaba ser consecuente y esa consecuencia le llevó a rechazar torneos en algunas repúblicas de la URSS donde el organizador era un jefecillo demasiado complaciente con prácticas políticas que él consideraba inaceptables. Desprecia, y así lo manifiesta, a los bien engrasados vividores de un régimen que él no acepta. Y todo esto lo hace sin cubrirse las espaldas a pecho descubierto y basándose en su fama.

    Contra todas estas cosas: un enemigo. El capitán Volkov de la KGB, con una orden concreta de sus superiores: vigilar las andanzas de Alexey Vorobiov. Mientras sea más ruido que peligro, bien estaba; pero el eficaz Volkov tenía que valorar cuando el peligro superaba al ruido y entones sería otro asunto. Un asunto que llevaría a hacer cambiar el relato.

    Voroviov utilizaba su fama de ajedrecista en la cima para ir más lejos que otros desde el anonimato. Pero había que hacer ciertas concesiones, y ser hábil. Él se declaraba enemigo de un régimen que le ahogaba, pero ir más allá de lo que la prudencia aconsejaba era demasiado peligroso. Si era una voz que clamaba no podía actuar de forma precipitada e insensata, porque ello conduciría al silencio de esa voz. Así que hizo del campeón Kozlov el objetivo de sus diatribas y ataques. En teoría le atacaba profesionalmente; en la práctica a través de él denunciaba abusos y situaciones políticas, a fin de cuentas Kozlov era un preboste del régimen.

    Por todas estas razones y algunas más el gran maestro Voroviov termino por huir de su país y residiendo en Suiza, pero Kiska, su esposa no logró salir con él y acabó siendo ingresada como si de una perturbada se tratara.

    El gran jugador de ajedrez Voroviov, al que no le gustaba el ajedrez, empleaba su gran sabiduría de ella de la misma forma que un soldado de infantería utiliza su fusil en una guerra. Al fusilero no tiene que agradarle su máuser, solo tiene que dispararlo bien. Vorobiov pensaba que él no jugaba al ajedrez: luchaba con un arma que se llamaba ajedrez.

    Fred Barnes es un hombre atractivo y lo sabe. Probablemente sea más exacto decir que Barnes es un joven atractivo, sus veintitrés años lo permiten. Viste con elegancia, siempre bien conjuntado, con un premeditado desgaire, sin descuidar un solo detalle, pero

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