Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Un fraile en el infierno: Las aventuras del hermano Mateo
Un fraile en el infierno: Las aventuras del hermano Mateo
Un fraile en el infierno: Las aventuras del hermano Mateo
Libro electrónico585 páginas8 horas

Un fraile en el infierno: Las aventuras del hermano Mateo

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Un fraile en el infierno está ambientada en los años más truculentos del siglo xx en Europa. El hermano Mateo, un fraile franciscano, va relatando su vida desde que nace hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, acontecimiento que le toca vivenciar debido a su condición de diplomático vaticano. Va describiendo cómo se desarrollan los conflictos desde España hasta Alemania, con las intrigas políticas y personajes que atraviesan la actualidad de la época. Una historia trepidante, sin pausas, de uno de los muchos héroes ocultos que arriesgó su vida en defensa de la misma, de la libertad y de la dignidad del ser humano.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ago 2016
ISBN9788416881185
Un fraile en el infierno: Las aventuras del hermano Mateo

Relacionado con Un fraile en el infierno

Libros electrónicos relacionados

Ficción religiosa para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Un fraile en el infierno

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Un fraile en el infierno - Txema Logroño

    Grossman.

    Capítulo primero

    La infancia: Sos del Rey Católico. 1901-1916

    I

    Jerusalén, diciembre de 1995

    ¡Por la gracia de Dios!

    Comenzar hablando de muertes parece el sino de mi vida. Son los jalones de muchos años viviendo de prestado. Como si las tinieblas siempre se hubiesen impuesto a la luz.

    Tengo la vista cansada y estas lentes que llevo puestas, por muy progresivas que sean, no me permiten ver con la claridad de antaño. Mi superior, el hermano Klaus, me sugirió hace ya mucho tiempo que pusiera por escrito mis experiencias en esta Tierra Santa. Me negué, en un principio, con la excusa de no recrearme en el pasado, para poder evitar caer en una falta de inmodestia. Creí…, creo, que volver sobre mis pasos podría significar un ejercicio de egoísmo intelectual innecesario.

    Mi superior no lo entendió así e hizo notar mi voto de obediencia para que no pusiese más obstáculos.

    Estos alemanes…, siempre con su acusado sentido del deber y de la disciplina. Pero este hermano mío es una buena influencia para mi alma. No en vano ha sido mi director espiritual y mi confesor en los últimos diez años.

    Hace ya un mes que mataron al primer ministro Rabin, después de un mitin por la paz, en la plaza de los Reyes de Israel, en Tel Aviv. Un extremista judío, un tal Yigal Amir, acabó con la vida de una de las personas más extraordinarias que he conocido jamás. El general, como yo le llamaba, cayó cerca de su mujer, Lea, y de su rival útil en mil batallas y fatigas, Simón Péres.

    La noticia, vista por la televisión, me impactó tanto que no pude moverme durante unos minutos del sillón de la sala de estar. La presencia de un joven hermano hizo que volviera a mi ser. No reprimí las lágrimas y, apoyado en mi bastón, me dirigí al templo para orar, encima de la roca donde, dos mil años antes, otro hombre, otro judío extraordinario, había rezado, sudando sangre ante el conocimiento de los tormentos que se le avecinaban.

    No me percaté de los peregrinos que allí se encontraban. Ellos contemplaban lo que para mí era una rutina diaria. Pegué mi rostro a tierra pidiendo a Dios clemencia y perdón por su tierra prometida, por su pueblo elegido. Cuánto sufrimiento, cuántos años de luchas, de penurias, de lloros…

    Con la frente en la roca recordé la vez que conocí a aquel muchacho al llegar a Tierra Santa. Era un pionero, nacido en Palestina, un sabra, un joven con ganas de luchar por la tierra de sus antepasados.

    Pertenecía al Haganah, el ejército clandestino que tenía la Agencia Judía durante los años anteriores a la creación del Estado de Israel, para defenderse de los árabes y de los británicos, dueños, estos últimos, de Palestina hasta 1948.

    Durante veintisiete años sirvió en la fuerza de defensa de Israel, llegando a ser uno de sus grandes generales, uno de sus halcones.

    Unos días antes de partir hacia los Estados Unidos para firmar con Arafat —el eterno enemigo de Israel— los acuerdos de paz, pude verle en su despacho ministerial. Siempre que se lo pedía, él me recibía con un gesto de complacida alegría. Le aconsejé entonces que fuera justo y clemente.

    Y en la medida que pudo, hizo el esfuerzo de estrechar la mano a su rival sin hacer, eso sí, una mueca de satisfacción. Debió de costarle un mundo y por su cabeza debieron agolparse los años de luchas sin cuartel contra los palestinos, sus particulares filisteos.

    Sí, lo recuerdo bien, con su pelo alborotado, curtido por el sol, con el entusiasmo que da la juventud y unos ideales en los que se cree con intensidad a esas edades del despertar…

    Los peregrinos pasaban junto a mí sin reparar en mi dolor. Creyeron que se trataba de una mortificación o de una oración más intensa. «Orad para no caer en la tentación», les había dicho el Salvador a sus discípulos unos cuantos metros cerca del lugar donde me encontraba. Siempre pensé que el hecho de vivir en Tierra Santa supondría un antídoto frente al sufrimiento personal. Qué equivocado estaba.

    En mi convento del Monte de los Olivos las tristezas se volvieron amargas, como si Dios quisiese un sacrificio mayor por parte de los que teníamos el privilegio de palpar los sitios por donde Él había dejado su impronta. Su cáliz amargo perdura en este huerto milenario. Pasó para Él, pero continúa para nosotros…

    II

    Mi infancia se vuelve amarillenta cuando recuerdo los campos de cereal de las tierras del alto Aragón, las cumbres de los Pirineos, lejanos, cubiertos por la nieve del invierno, el olor a pan recién hecho, los bullicios de la infancia…, los ojos de Ursi…

    Han pasado muchos años. Nadie de los míos queda ya en mi tierra. Pero el hermano Klaus no me perdonaría que fuese descuidado ni desordenado en mis ideas, así que comenzaré por el principio…

    Nací un 21 de septiembre del año 1901 en Sos, provincia de Zaragoza, en España. Era este…, es, un pueblo pequeño situado en lo alto de una loma, dominando la zona, cabeza de la comarca de las Altas Cinco Villas. Desde él se puede divisar la sierra de Leyre en la cercana Navarra, el monte Arangoiti, su altura más destacada, y el pueblo de Javier, la cuna del santo misionero.

    Estando yo fuera de aquel lugar, en 1925, el rey Alfonso XIII tuvo a bien otorgarle el sobrenombre de Rey Católico a instancias del ayuntamiento, por ser mi pueblo el lugar donde viniese a la vida, allá por los tiempos de «Maricastaña», el rey aragonés Fernando II, casado después con Isabel de Castilla.

    Fui el tercer hijo, el pequeño, y me pusieron el nombre del santo del día, una costumbre muy de siempre entre las familias de España: Mateo, como el evangelista y publicano. Los otros dos nombres eran: uno Pánfilo y el otro…

    Mis padres, Manuel y Micaela, eran oriundos de Guipúzcoa y se habían llegado hasta allí para regentar una fonda, mi madre, y el correo de Sos a Sangüesa, mi padre. Una concesión administrativa que derivó en ruina, unos años antes de nacer yo, cuando los caballos de la diligencia de mi padre se arrojaron por uno de los barrancos cercanos al pueblo en un atardecer de intensa tormenta.

    No conocí la opulencia, ni las ayas en mi casa, ni siquiera la profunda tristeza que le entró a mi padre y que le llevaría a la tumba. Murió a los pocos meses de nacer yo. Siempre, a lo largo de los años, oí a mis paisanos hablar bien de él.

    Decían que era un hombre corpulento, fuerte, con un carácter afable y un genio endemoniado, cuando las cosas pintaban en bastos. Había nacido lejos de allí, entre praderas y valles verdes, en Gaviria, un pueblecito de Guipúzcoa cercano al pueblo de Oñate.

    Mi madre había visto la luz del mundo en Lezo, una localidad al lado del puerto de Pasajes, también en Guipúzcoa.

    Se conocieron, cogieron sus vidas, sus arreos y pertenencias y se trasladaron a Sos, lejos de sus familias para fundar la suya y prosperar…

    Tuvieron tres hijos y el último, como he dicho, fui yo.

    Primero llegaría mi hermana la mayor, Consolación, luego vendría Mª Cruz y al final, después de catorce abortos naturales, saldría yo. Es por lo que pienso que el haber llegado a mi vejez tiene que ver con la fortaleza genética. Me había propuesto nacer a pesar de los pesares.

    Oí contar que, antes de mi nacimiento, mi casa era un lugar de alegría y de piedad cristiana.

    A la fonda que regentaba mi madre solían acercarse los curas de la parroquia de san Esteban y algunos clérigos de paso. También pernoctaría muchas veces, a lo largo de mi infancia, don Ángelo Gianarelli, el encargado de dorar los vasos sagrados de la iglesia y la cubertería de plata de mi madre. Todos los cubiertos llevaban las iniciales de ella: MA, Micaela Ansola.

    Al morir mi padre muchas cosas cambiaron en el ambiente familiar. La pérdida del negocio del correo supuso un serio contratiempo en la economía de la casa.

    Mi madre tuvo que prescindir del servicio que tenía y mis hermanas tuvieron que compaginar sus estudios en el colegio de las Hijas de la Caridad con la ayuda en las tareas de la fonda: limpiar, cambiar las camas e incluso cocinar. Tan sólo una de las sirvientas de mi madre se quedó con ella, más por lealtad que por el exiguo sueldo que pudiera recibir. De todo aquello yo apenas me enteré.

    Mis primeros recuerdos son en forma de olores; a lavanda de las sábanas tendidas en las casas para que el sol las secase, a humos de los leños quemados en las chimeneas, a la madera antigua de las vigas que sostenían las estructuras de las viviendas…

    En mi infancia inocente fui incapaz de percibir las dificultades a las que mi madre se vio abocada. Incluyendo el asistir a los moribundos del pueblo en su última hora con cuidados y afanes propios de una buena cristiana. En las postreras horas de algún vecino llamaban a mi madre para que obrase, con sus pocas maneras de enfermera improvisada, un buen tránsito hacia la otra vida.

    Recuerdo aquellas noches donde nos levantaban a todos, sin miramientos:

    —¡Señora Micaela, que el fulano de la casa grande se muere y dice su hija que vaya sin demora!

    Mis hermanas, por ser mayores, ya estaban acostumbradas, pero a mí, que me gustaba dormir más que a un tonto una pelota, aquellos despertares de madrugada los llevaba muy mal. Y que Dios me perdone porque hubo veces en que maldije a aquellos pobres moribundos.

    Una mezcla de rezos y… que Dios no me lo tenga en cuenta.

    Al comenzar a tener uso de razón pude captar el verdadero sufrimiento por el que estábamos pasando. Y para colmo de males mi madre, no sé muy bien por qué, volvió a casarse…

    Un hijo no debe nunca juzgar a sus mayores y menos a una madre, pero hasta hoy jamás entendí el proceder de ella al contraer matrimonio con un sujeto, de apellido Narezo, que le haría la vida imposible y por ende a todos nosotros, sobre todo a mis hermanas…

    Mi hermana mayor, Consolación, tenía el carácter de mi difunto padre, con un genio muy vivo. La recuerdo alta y espigada, con su cabellera rizada y castaña. Sus ojos hablaban por ella y sólo con mirarla se sabía si estaba triste o contenta. Las monjas le tenían aprecio y muchas veces presionaron a mi madre para que profesara de novicia en el convento.

    Los jóvenes de su edad la cortejaban con frecuencia y recuerdo que tuvo dos noviazgos dignos de ser llamados así. Con uno de aquellos hice mis migas.

    Un hermano pequeño puede ser una puerta abierta para conquistar el corazón de una chica. Me aproveché de ello y así me inicié en la caza por los parajes cercanos al pueblo.

    Aprendí a cazar conejos con cepos y con tirachinas. A punto estuve de que me enseñaran a disparar con una escopeta de perdigones, pero mi madre y sobre todo mi hermana mayor se opusieron de forma tenaz. Consolación amenazó a su novio con no volverle a ver si ponía un arma en mis manos.

    Una tarde de septiembre, con el sol bajo dándonos en los ojos, volvimos, triunfantes, al pueblo con siete conejos. Yo más feliz que unas pascuas. Durante los días siguientes fui la envidia de mis amigos. Y el zagal también, por poderlos vender en la única carnicería que había.

    Mª Cruz, mi otra hermana, la de en medio, era mucho más especial, más asustadiza, más mirada para sus cosas. Desde siempre fue muy devota, pero muy lejos de las gracias con que la naturaleza había dotado a mi hermana la mayor. Fue discreta en los estudios, aunque siempre tuvo una letra limpia y clara que yo siempre envidié.

    No hay cristiano que pueda descifrar mis garabatos. Compadezco al hermano Klaus cuando tenga que leer este relato, pero él lo ha querido así…

    Ella no tuvo pretendientes esperándole a la puerta de nuestra casa. Siempre callada y obediente fue, con mucho, la que más lloró la muerte de mi padre. Conmigo se mostró solícita y cariñosa, pero nunca fue amiga de mis bromas ni de mis estridencias infantiles.

    Más de un cachete fuerte me llevé de ella al ponerle bichos de aspecto asqueroso en sus vestidos. Era rápida en sus respuestas y pocas veces fueron las que pude eludir su justa furia.

    No recuerdo los hechos, yo aún llevaba pañales cuando mi madre contrajo nuevas nupcias con el ya mencionado Narezo. Cuentan que fue todo un acontecimiento en el pueblo. Se dieron cita los principales del lugar y la ceremonia tuvo tres curas para realzar, aún más, el evento.

    Algunos cuchichearon por haber pasado poco tiempo entre la muerte de mi padre y la boda. Unos parientes de mi padre, que residían en Ejea de los Caballeros, rompieron toda relación con nosotros.

    El tal Narezo —por caridad omito ahora su nombre— se reveló por ser un hombre con pocos escrúpulos que creyó ver en mi madre a la portadora de una suculenta fortuna.

    ¡Qué desengaño se llevó y qué desgraciados nos hizo a todos con su comportamiento disoluto!

    No hubo meretrices nuevas, llegadas a Zaragoza, que él no conociera, ni tascas ni tabernas que él no cerrara en sus noches de alcohol en la capital.

    Poco a poco fue dilapidando lo poco que teníamos…

    Mis hermanas y yo, mientras fuimos bisoños, callábamos, pero al tener uso de razón y arrestos nos enfrentamos al sujeto, unas veces con bien y la mayor parte de ellas con algún que otro golpe que dolía más en el orgullo que en la cabeza, la cual siempre la tuve dura.

    Gracias a mis amigos de aquella época pude sobrellevar la tensión que se vivía en mi casa y que mi madre llevó con abnegación y silencio. De ella aprendí el valor del perdón y el sentido cristiano del sufrimiento. En cierta manera la vocación que nació en mí fue en gran parte gracias a su comportamiento y a sus enseñanzas.

    Mi padrastro, como ya he dicho, Dios también le perdone, nos hizo la vida imposible durante los años que vivió junto a nosotros, que tampoco fueron muchos.

    La manera que yo tenía de defenderme y vengarme de sus afrentas hacia los míos era la de, en compañía de mis amigos, tenderle auténticas trampas entre las callejuelas del pueblo, muy aptas para las emboscadas de niños y de mayores. Y es que Sos era un verdadero laberinto de calles estrechas.

    Una tarde de invierno, el sol se había puesto ya, Miguel y Javier, mis buenos condiscípulos y yo, le esperamos agazapados en una esquina con las manos llenas de estiércol seco. Los mil y un recovecos que nos ofrecían las calles del pueblo servían para nuestros propósitos.

    Los excrementos olían a rayos. Cuando pasó a nuestra altura y aprovechando las primeras sombras de la noche comenzamos a ponerle perdido su traje nuevo comprado en Zaragoza unos días antes. Sus gritos y maldiciones llenaron la calle y fueron muchos los vecinos que salieron a los balcones para averiguar qué podría ser aquel alboroto.

    Menos bonitos, nos dijo de todo, ignorando quiénes éramos sus asaltantes.

    Nos amenazó con el peor de los castigos. Mientras, nosotros corríamos por entre las calles riendo con ganas, ajeno yo, incauto de mí, a sus ajustes violentos en casa con mi progenitora y mis hermanas.

    Esa noche de autos estuvo muy violento con todos. A mi madre la cogió por los pelos y la arrastró por toda la casa mientras ella gritaba y lloraba en silencio para que la vecindad no se enterara… Pero todo el pueblo sabía ya la pasta de la que estaba hecho mi padrastro.

    A mis hermanas intentó pegarles también, incluso quiso propasarse con Consolación, pero su borrachera hizo que se desplomara en medio de la sala para alivio de mi hermana y del resto, que contemplábamos la escena sin poder hacer nada.

    Quizás fue entonces cuando aprendí a conocer el justo sentido del perdón.

    Mi madre lo llevó hasta su habitación con palabras suaves. Lo desvistió con cariño y lo puso sobre la cama abrigándole con una manta. Al salir de la habitación nos ordenó que olvidásemos lo ocurrido… Por no contradecirla callamos una vez más.

    Cómo olvidar aquella noche de difuntos… Como si la providencia o el destino, según quienes lean estas palabras mías, tuviesen preparado el final de la agonía familiar. Mi padrastro volvía de Sangüesa, era noche cerrada y sin luna, como en las leyendas que nos contaba el viejo Martín en la plaza del pueblo la noche de san Sebastián al calor de las hogueras.

    En el Portal de la Reina unos hombres embozados, según alguien dijo haberlos visto, esperaban a mi padrastro. Este no se percató de la celada y entre las tinieblas de la noche fue apuñalado con saña. Los rumores, proclives en los pueblos, dijeron que gritó como un perro y que las puñaladas fueron numerosas, tantas como las deudas que había contraído en sus años de penoso comportamiento.

    Mi madre, como ya he dicho, le lloró con dolor y con pena… Mis hermanas y yo no quisimos disgustarla y compartimos en apariencia su llanto, pero en nuestro fuero interno dimos gracias a Dios por aquella justicia anónima. Dios me perdone ahora de estos pensamientos míos tan poco caritativos.

    Del funeral contaré lo justo. Estuvieron unos pocos, los más allegados. Nuestra familia de Ejea de los Caballeros vino para cerciorarse de que el muerto lo estaba de verdad, y además bien enterrado con grandes paladas de tierra encima.

    Así se reconciliaron otra vez con mi madre. Durante los días siguientes, fue cuando nos enteramos por boca de nuestros vecinos, sobre todo mis hermanas y yo, del verdadero talante del que estaba hecho el tal Narezo.

    III

    A partir de aquel suceso mi vida transcurriría sin sobresaltos perceptibles.

    Aprendí las primeras letras con los Escolapios y descubrí que tenía una habilidad especial para el aprendizaje de los idiomas. El francés se me dio bien desde el principio y el hermano Bartolomé, viendo mis cualidades, le refirió a mi madre la conveniencia de profundizar en ese conocimiento, lo que supuso más horas en el colegio para burla de mis amigos.

    Cuando ellos salían a jugar por las calles del pueblo yo tenía que aprender la correcta pronunciación del idioma de Voltaire. Según el hermano Bartolomé había que poner cara de imbécil para tener una dicción más que correcta.

    Durante el año estudiaba y ayudaba a mi madre en las tareas de la fonda. Compaginar estudios y trabajo no era nada agradable pues apenas tenía yo tiempo para mis cosas. Mis amigos Miguel y Javier siempre anduvieron más holgados a la hora de disfrutar con sus juegos.

    En el verano, y para ayudar a la escasa economía familiar, mi madre encontró para mí un trabajo nada relajado. En las tierras de un conocido de la familia me puse a cosechar el cereal, muy abundante por la zona. De sol a sol con el espinazo doblado durante horas. Aquello modeló mi cuerpo, endureció mi espíritu e hizo que aborreciera las tareas del campo para el resto de mis días.

    Ni el olor a verano que despedía la tierra ni el agua fresca a mitad de la mañana consiguieron que me entusiasmara con aquel tormento. La única alegría que tenía era el poder ayudar a sacar adelante a mi familia.

    Los pocos ratos que tenía para mi asueto los dedicaba a jugar con mis compadres. Entre las callejuelas o en los bosques próximos, cazando según el modo y maneras que me había enseñado uno de los novios de mi hermana mayor. Casi siempre eran pequeños pajarillos matados con la honda, aunque alguna vez cayó alguna liebre o conejo silvestre. Entonces nos sentíamos, los tres, los mejores cazadores del mundo.

    Con Miguel y Javier fui creciendo, viendo la vida pasar, ajeno a las durezas que esta me traería con el transcurrir de los años.

    Cómo olvidar las hogueras de la noche de san Sebastián, el 20 de enero. En la plaza mayor, junto al ayuntamiento. Todos nos reuníamos en torno al fuego que hacían los mozos para escuchar las historias de los más viejos.

    La fiesta servía también para juntarnos todos y así compartir con los vecinos las preocupaciones del día a día. Recuerdo las historias del viejo Martín.

    Aquel hombre que había combatido en las dos guerras entre isabelinos y los partidarios del rey don Carlos, que algunos llamaron el quinto y el séptimo. Tenía tanta vida corrida que le daba para saber de todo y de todos.

    Una noche nos contó, ante la atenta mirada de los más pequeños, la leyenda de la fuente del perjurio. No sé si al hermano Klaus le será de utilidad esta anotación, pero me resisto a omitirla, como homenaje a mi pueblo del que estoy cada día más lejos.

    La leyenda de la fuente del perjurio era de origen medieval. Trataba de dos amantes; ella de sangre noble y él un pobre pastor.

    Dicha fuente se encontraba cerca del río Onsella en el camino de Sos a Undués de Lerda. Todos la conocíamos por haber ido muchas veces a aquellos parajes en nuestras cacerías.

    Pues bien, el joven pastor, viendo que su diferencia de linaje sería un impedimento serio para poder contraer matrimonio con su amada, marchó a la guerra contra los moros para poder alcanzar fama, riqueza y una nobleza a base de mandoblazos con la espada.

    Ella, antes de la partida de su amado pastor, le juró que le esperaría y que si no lo hiciera su alma vagaría eternamente por aquella fuente de la Bóveda, así llamada también.

    El tiempo pasó y las noticias sobre el joven se dilataron en el tiempo hasta hacerse casi desconocidas. Ella, desesperada, no pudo cumplir su promesa y sucumbió a uno de los nobles pretendientes de la zona.

    Narraba el bueno de Martín con aquel deje de misterio que siempre ponía a sus relatos, que la boda fue fastuosa en los preparativos y en su plenitud y que a ella acudieron todos los linajes nobles de la comarca.

    Todos, incluyendo un misterioso caballero embozado que, en el momento de dar la dama el consentimiento a su futuro esposo, se descubrió ante todos como el joven pastor vuelto de la guerra. Y narraba el anciano que gritó: «¡Que el Señor castigue tu perjurio y te aplique el castigo que tú misma elegiste!», y que en ese preciso instante la mujer desapareció.

    La leyenda contaba que, desde entonces, el alma de aquella desdichada vagaba por la fuente.

    Al terminar, como siempre que Martín contaba una de sus historias, se hizo el silencio entre los presentes. Y al volver aquella noche a casa fui cantando y andando deprisa para despejar los terrores que la historia me había dejado en mi mente. Amor eterno, promesas incumplidas, almas en pena… Qué romántico todo y qué funesto.

    Añoro los olores del pueblo en invierno. Las chimeneas echando humo con olor a leña y a carbón. De las casas salían aromas de asados y de dulces, de castañas…, de lumbre, de hogar caliente. Los gatos junto al fuego. Las sombras de las personas sobre las paredes de piedra caminando rápido hacia sus casas… y la nieve cayendo.

    Al final de mis días no puedo olvidar esas fragancias de mi infancia…

    IV

    Cuando uno es un bizarro sin experiencia, la vida siempre se torna dramática en todos sus aspectos. Al ir creciendo, mis sentidos se desarrollaron y ya no veían de la misma manera a aquellas personas que conocía desde mi niñez. Eso pasó con Úrsula, Ursi, para sus amigos, entre los que me encontraba. Era la hermana pequeña de Javier, tenía un año menos que nosotros y como todas las chicas del pueblo estudiaba con las Hermanas de la Caridad.

    A Ursi siempre la había visto, hasta entonces, como la hermana pelma que trataba de fastidiar los planes que hacíamos mis amigos y yo. Una niña consentida con coletas que, cuando no se salía con la suya lloraba sin parar para horror de mi amigo Javier, su desgraciado hermano.

    En el verano que yo cumplía los 14 años, un verano especial por las cosas que referiré, descubrí que Ursi, la pelma, se había transformado en algo especial para mí; era como un ángel del cielo que me tocaba con su gracia. Imagino que Adán debió de pensar lo mismo al conocer a Eva.

    Ese verano de 1915 fue triste para mi familia. Mi hermana mayor, Consolación, se nos casó con un buen chico de Sangüesa al que había conocido dos años atrás en las fiestas del pueblo navarro. No estábamos tristes por su matrimonio; Juan, que así se llamaba mi cuñado, era un buen hombre y tengo para mí que siempre la hizo feliz, hasta el final de sus días.

    La pena venía por la decisión de ambos de marchar a ultramar,—hacer las Américas se decía entonces— a encontrar mejores oportunidades para sus vidas al igual que antaño hicieran mis padres al dejar su tierra y venirse a Sos.

    Mi madre lloró de pena, mi hermana Mª Cruz también y ¿yo?… Yo estaba más pendiente de la sonrisa grácil y de los contoneos de Ursi que de despedirme para siempre de mi hermana.

    Y digo para siempre porque jamás volví a ver a mi hermana con vida. Una epidemia de tifus se la llevaría 20 años más tarde en la lejana Argentina, dejando huérfanos de madre a cuatro niños.

    De mis sobrinos, a lo largo de estos años, sólo he tenido noticias suyas por correo y en una ocasión, hace años, vinieron dos de ellos con sus respectivas parejas a verme, aprovechando una peregrinación a Tierra Santa de una diócesis de aquel país.

    Consolación miró hacia atrás, con lágrimas espesas en sus ojos, sacando su cabeza por la ventana de la diligencia que les conduciría hasta Tauste para, desde allí, tomar otro carruaje hasta Zaragoza. Luego el tren hasta Barcelona y tomar el barco hacia lo desconocido. Miré el carruaje hasta que desapareció de mi vista pero, como digo, pensando más en el rato que habría de pasar con Ursi. Fui egoísta entonces al no reparar en la pena de mi madre y de mi otra hermana. Yo a lo mío…

    A los pocos días de la marcha de Consolación y de su marido comenzaron las fiestas mayores de agosto. Solían ser la tercera semana del mes y en ellas se desbordaba la alegría de todo el pueblo y de parte de la comarca que también acudía a participar en ellas. Verbenas con música, comidas en la plaza mayor, los actos religiosos…

    Eran días donde la fonda se tornaba festiva y el negocio nos permitía ir tirando el resto del año. Se multiplicó el trabajo, más aún cuando éramos mi hermana y yo quien ayudábamos a mi madre en todos los quehaceres: arreglar las habitaciones, servir las mesas, limpiar los platos… Se notaba que nos faltaba mi hermana la mayor.

    Ella era muy buena organizadora y nos sentíamos seguros con su saber hacer y su buena mano para los clientes.

    Soportaba los trabajos encomendados gracias al pensamiento de poder ver a Ursi en las verbenas de la tarde. Ponía todo mi empeño en terminar deprisa, aunque me llevé alguna que otra bronca de mi madre por no finalizar bien mis faenas. Rompí algún plato y las camas de las habitaciones que me había tocado arreglar quedaron manga por hombro, teniendo mi santa madre que ir detrás de mí para poner a su gusto las sábanas y los embozados.

    —Que no se puede estar en misa y repicando —me dijo más de una vez.

    Lo recuerdo como si fuera ayer mismo… Tengo metido, aquí en Jerusalén, después de ochenta años transcurridos, los rumores del verano que venían del campo, mezclados con el aire del norte proveniente de los Pirineos. El calor, las sombras de los árboles, el sonido de las chicharras y de los grillos, el murmullo de la fiesta entre las calles…

    Habíamos quedado a la entrada de la iglesia de san Esteban, delante de su pórtico, con todo el valle a nuestros pies, contemplando el monasterio de Valentuñana y, a lo lejos, las tierras de Navarra.

    Yo llegué primero y me senté en el muro. Como todo muchacho de la edad me temblaba todo y los nervios se apoderaron de mí. Pasó el tiempo, cuánto no lo sé, pero cuando Ursi apareció el mundo, el mío al menos, se detuvo en ese instante. De la marcha de mi hermana mayor apenas si quedaba algún rescoldo en mi cabeza.

    Su sonrisa era preciosa. Cuando reía se le formaban unos hoyuelos en sus mejillas muy divertidos. Era delgadita, menuda, bien proporcionada, con una incipiente elegancia para su edad y para aquellos pagos.

    Pronunciaba la erre a la manera de los franceses, de forma casi imperceptible, lo que le terminaba de dar a su personalidad un aura mágica. Creo que al hermano Klaus estos detalles le supondrán un desaire, pero quiero contarlo todo como me lo ha pedido, así que obedezco.

    —Hola Mateo…

    Nos vimos y sin decir una palabra, nos quedamos mirando los dos ensimismados. Fueron unos instantes de espera, en silencio, sin que ninguno de los dos abriera la boca. Fui yo el que tomó la iniciativa cogiéndole de la mano camino de la verbena.

    No era cuestión de dar ningún escándalo, por lo que aparecimos en la fiesta como dos buenos amigos contándonos los chismes más recientes que se habían producido en el pueblo. No levantamos sospechas. Para todos era normal vernos juntos.

    Las fiestas en la plaza del mercado, fuera de los muros del pueblo, tenían de todo: música de rondalla, bailables, festival de jotas, puestos con dulces y otros de recreo en donde los jóvenes procurábamos mostrar nuestra puntería y destreza delante de las chicas.

    Estuvimos con el resto del grupo. Miguel y Javier se dedicaron a molestar con sus bromas a unas buenas mujeres que tomaban la merienda en un puesto de refrescos. Otros de la pandilla, he olvidado sus nombres, intentaban malbailar unos pasodobles. Ursi se acercó a sus amigas y estuvieron un rato largo hablando, quitándose la palabra unas a otras, riendo y chillando en corro.

    Lo que hubiese dado yo, en aquel momento, por saber de qué o de quién estarían hablando. En las pausas musicales se acercaba a mí para decirme algo o simplemente para mirarme. Yo entonces me sentía un ser dichoso, aunque hubiese preferido que no se separara de mí en toda la tarde.

    La felicidad humana siempre es efímera y al parecer, únicamente en la eternidad lograremos la dicha perfecta. En aquella tarde de jarana no estaba escrito que yo la disfrutara.

    Además de mí, a Ursi le pretendía un tal Celedonio. Un sujeto, dos años mayor que yo, que vivía en Petilla de Aragón, el enclave navarro en tierras aragonesas. Un chaval alto y recio que era conocido en la comarca por ser un buen mozo y mejor partido al tener su padre muchas tierras de labranza en propiedad. Al parecer, el tal Celedonio también iba detrás de mi «amada» y claro, una fiesta como aquella era el lugar propicio para lanzar sus ataques.

    Eso sin contar, como ya he dejado escrito, que era un tipo de posibles, con buena planta. No tuvo problemas para acercarse al grupo donde Ursi y sus amigas se encontraban y tampoco le fue difícil sacarle a bailar una jota que, por cierto, ella bailaba divinamente.

    ¡Qué peligrosos son los celos! Y más en la juventud. No supe qué hacer. Miré a Javier y este se encogió de hombros como diciendo: «A mí no me digas nada». Miré a sus amigas… Se reían, continuando con sus cuchicheos secretos.

    Ursi bailaba con frescura y gracia y el Celedonio de los demonios, Dios me perdone por este pensamiento, le seguía, bailando con soltura y acierto. Pensé en marcharme y llorar mis penas en solitario, pero al punto la idea de la venganza pasó por mi mente y esperé a que terminara la música para pedirle explicaciones a mi rival.

    Soy consciente de que al hermano Klaus esta reflexión le traerá al pairo, pero quiero plasmarla aquí, sin cortapisas ni censuras. Siempre he pensado que algunas mujeres, no todas, sienten un orgullo oculto cuando dos hombres se enfrentan por conquistar su corazón. Ver quién es el más fuerte, para poder conceder sus favores al vencedor de la lucha. No creo que Ursi fuera de esas, pero tengo para mí que sintió una vanidad especial al verme tan alterado cuando terminó de bailar.

    Cogí al muchacho por las solapas —sin percatarme de que me sacaba dos cabezas o más— de su traje nuevo, o eso al menos parecía por su aspecto y su olor a lavanda, mientras le soltaba una retahíla de insultos… en francés.

    Debió pensar que el enano saltarín se le había aparecido, así de repente, y tardó en reaccionar, pero cuando lo hizo, a los ojos de todos los presentes me lanzó con un empujón tremendo hacía el suelo. Intenté levantarme con aire retador, pero las manos amigas de Javier y de Miguel impidieron que me lanzase de nuevo al ataque. Un buen detalle porque a buen seguro el tal Celedonio me hubiese puesto la cara como un mapa. Tras aquello llegó la calma y el chico de Petilla se marchó, aparentemente, en paz de Dios…

    La vergüenza de la derrota siempre es horrible. Ursi no se acercó a mí. No corrió rauda y veloz para ver cómo me encontraba. Continuó con sus amigas, eso sí, con cara de circunstancias. El resto de la fiesta se tornó de negro. No tenía sentido ya ni la diversión ni la alegría. Lo que había empezado como una tarde de felicidad, era, después del incidente, desazón y desgana. Cuando me sentí repuesto del golpe, más en mi fuero interno que en mi costado, decidí volver a casa y purgar mi torpeza.

    Cogí el camino más largo mientras alguna que otra lágrima me corría por las mejillas. Menudo sentimiento de impotencia y de rabia que arrastraba.

    —¡Mateo!

    Escuché a mi espalda. Era su voz…, pero yo continué sin mirar hacia atrás.

    —¡Mateo, no seas imbécil, espera!

    —Esperar a que me veas así —le dije, siguiendo mi camino. Ella se puso delante de mí mirándome con cariño.

    —¿Pensabas que estaba interesada en ese chico por bailar con él? ¿Con quién he quedado esta tarde para ir a la verbena, Mateo, dime, con quién?

    No tuve los arrestos suficientes para mirarle a la cara. No supe qué contestarle y me limité a quedarme callado fijando la mirada en el suelo. Ella, más entera que yo, se acercó para limpiarme las lágrimas y sin saber cómo, me arrastró hacia uno de los rincones más discretos del pueblo: el portal del Mudo.

    Caía la tarde y en ese lugar, típico para encuentros amorosos entre los novios de toda la comarca, estuvimos sentados, al abrigo de la oscuridad que ya se cernía.

    Me cogió de la mano y como expresión suprema de su cariño me dio un beso en la mejilla, cerca de la comisura de mis labios. Al momento me sentí transportado al paraíso… Bueno, quizás sea un poco exagerado, pero sí es verdad que me sentí flotar al contacto de su piel con la mía.

    Le acompañé hasta su casa entre las callejuelas, intentando robarle otro de sus besos, pero no hubo suerte. Puso una barrera invisible de modestia real entre los dos. Su mirada al despedirnos decía muchas cosas. Quise entender que quería volver a estar conmigo en otra ocasión. Sonrió antes de entrar en su casa y sin mirar hacia atrás cerró la puerta del portal en mis narices de alelado.

    La vuelta a casa fue diferente al resto de los días. Me sentía bien, olvidada ya la humillación de la tarde. Las calles estrechas del pueblo me parecieron como de cuento. Escuchaba el rumor del bullicio en la lejanía, el frescor de la noche golpeaba en mi cara… No reparé en las gentes con las que me crucé.

    Al llegar a casa ni siquiera el enfado de mi madre, al enterarse de mi pelea, me afectó. Me dormí con un halo de bienestar mientras detrás de la puerta mi santa madre refunfuñaba para sus adentros sobre los disgustos que le daba su hijo, el pequeño.

    No sabía qué haría conmigo, cómo enderezarme y ser un hombre de provecho. Entre sus ronroneos de fastidio, los sonidos de la noche y la fiesta lejana, cerré los ojos. Sentí, entonces, que era un chico afortunado.

    V

    El resto del verano pasó entre juegos, tardes de caza y encuentros furtivos con Ursi, cerca del Palacio de Sada. Ahora bien, por las mañanas continuaba en el campo preparando las futuras cosechas de cereal.

    Mencionaré que el tal Celedonio volvió un domingo a Sos para buscarme y dar buena cuenta de mí. De veras que lo consiguió, poniéndome la cara como un trapo para horror de mi madre y de mi hermana, que no podían comprender cómo convivían con un ser tan pendenciero.

    Cuando al día siguiente mis amigos me vieron no pudieron ocultar un gesto de desagrado al ver mi cara tumefacta, y eso que me habían curado los golpes con ungüentos mágicos de no se sabe qué recetario oculto…, y vinagre, mucho vinagre.

    No quise ver a Ursi durante días para que no me viera con desagrado, pero tal tuvo que ser la versión que recibió de su hermano Javier, que armándose de valor vino a la fonda a verme, contraviniendo las buenas formas de la época. Eso de que una chica fuese a ver a un chico…, incluso en un pueblo pequeño como Sos…, no era de buen tono.

    Al verme tuvo que reprimir un grito de espanto para que mi madre, que merodeaba por allí, no entendiera el interés que tenía por mí. Se suponía que mi amigo era su hermano y no ella.

    ¡Ah, los secretos de los amores de la adolescencia…! Menos mal que en mi casa nada sabían de los encuentros secretos que teníamos mi chica y yo y el buen hacer de Ursi convenció a mi buena madre de que aquella visita era de cortesía para saber de mi estado y manifestarme su apoyo ante un ataque tan salvaje. Aunque al despedirse me echó una mirada tan dura que no supe dónde esconderme, como queriendo decirme que era un idiota sin remedio… Y eso que yo no había tenido la culpa de que Celedonio hubiese vuelto buscando su particular venganza.

    VI

    Llegó aquel septiembre, como todos, con sus colores dorados y sus frescos días. El verano poco a poco se convirtió en rumor y sus olores se dispersaron.

    Volvimos a la escuela, a las clases de francés, a las redacciones, a los dictados, a los problemas de aritmética…, a la doctrina del catecismo.

    Mis encuentros con Ursi se redujeron al fin de semana, a los sábados por la tarde y a los domingos a la salida de misa de doce. No veíamos el momento de estar juntos y hubo semanas en las que tuvimos que conformarnos con mirarnos en la distancia, con disimulo.

    Javier hizo de correo en alguna ocasión llevando a su hermana mis notas de apasionado e inconsciente amor. El otoño tiene esas cosas de tristeza y de melancolías.

    Después de la fiesta del Pilar don Sérvulo, el párroco de Sos, que comía con asiduidad en la fonda, nos comentó que vendrían al pueblo los monjes franciscanos a predicar unas misiones. Aquello me sonó como quien oye llover o ver pasar las nubes todos los días. Pero reparé en el comentario que le hizo a mi madre el mosén:

    —Señora Micaela, ¡qué bien le vendría a Mateo escuchar a esos santos varones! Le centraría mucho al muchacho, que últimamente lo veo muy despendolado.

    ¿Despendolado yo? ¿Por qué lo diría? Imagino que por un suceso, sin apenas importancia aparente, que había ocurrido el domingo anterior a la salida de la iglesia, después de la misa mayor.

    Miguel no había tenido mejor ocurrencia que tirarse un pedo en las escaleras de la iglesia ante la carcajada general de los que allí estábamos.

    Y yo, para rematar la faena y sin saber que el bueno del señor párroco estaba justo detrás de nosotros, dije con chanza: «Para don Sérvulo y su sobrina la Hortensia», lo que hizo que la mofa aumentara de tono. El carraspeo del cura nos advirtió de su presencia y en ese instante todos salimos corriendo de allí como alma que lleva el diablo.

    —¿Y cuándo dice Ud. que esos hombres de Dios vendrán por el pueblo? —le preguntó mi madre.

    —A finales del mes de octubre —le contestó el sacerdote.

    —Pues descuide Ud., que mi Mateo estará en la iglesia el primero de todos.

    El primero de todos… El primero de todos. Para ella la palabra del cura era una sentencia como venida del cielo sin discusión posible. Ninguno de los dos pudo ver la mueca de asco que puse ante semejante perspectiva.

    VII

    Lo de escuchar a unos santos varones con hábito, como que no me entusiasmaba mucho, y eso que todavía faltaban dos semanas para que llegaran a Sos. Al comentarlo con mis amigos ellos me dijeron que el párroco, a modo de venganza sutil, también había aparecido por sus casas para informar a sus familias de las predicaciones franciscanas. ¡Lo que nos iba a costar el pedo de Miguel!

    Por fin uno de aquellos domingos por la tarde Ursi y yo pudimos estar juntos dando un paseo hasta el monasterio de Valentuñana.

    Es una caminata, teniendo en cuenta que el monasterio se encuentra en la parte más baja de Sos. Hacía fresco y el tiempo amenazaba lluvia, pero aquella circunstancia no nos arredró para ir caminando juntos hablando de nuestras cosas, después de semanas sin poder intercambiar más que gestos y monosílabos.

    Ella estaba muy guapa con su vestido de los domingos. Comentamos las noticias del pueblo y, cómo no, salieron a relucir las dichosas misiones franciscanas. Le quedó muy claro que iría a ellas obligado por mi madre.

    —A mi hermano también le van a obligar a ir.

    Sé que lo dijo para consolarme y que no me sintiera un bicho raro.

    Al llegar al lugar nos sentamos en un banco de piedra y nos quedamos callados. Siempre nos sucedía eso cuando nos encontrábamos en un sitio, quietos y solos. En un impulso que ni yo mismo pude explicar en mucho tiempo, la besé en su boca cerrada ante el gesto encarnado de su cara mitad de ira, mitad de vergüenza.

    —¿Pero qué haces Mateo? —me dijo con enfado.

    No supe dónde meterme, quise desaparecer en el acto para no tener que explicarle que aquello había sido un arrebato, sin pensarlo.

    El que estaba más que azorado era yo, que no supe dónde esconder mi frustración. Y entonces, cuando yo ya estaba esperando el bofetón correspondiente ante tal desatino, ella cogió mi cara y la acercó a la suya.

    Aquella fue la primera y última vez que una mujer me haya besado en la boca. Cerró sus ojos y comenzó a darme pequeños besitos hasta encontrar

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1