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Hermanos De Sangre
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Libro electrónico277 páginas4 horas

Hermanos De Sangre

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IdiomaEspañol
EditorialXlibris US
Fecha de lanzamiento19 may 2011
ISBN9781462876518
Hermanos De Sangre
Autor

Elias Chacour

Elias Chacour is the Archbishop of Galilee of the Melkite Greek Catholic Church. He is the author of Blood Brothers and recipient of the Niwano Peace Prize.

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    Hermanos De Sangre - Elias Chacour

    Copyright © 2011 by Elias Chacour.

    Título original: Blood Brothers

    Primera edición: 1984

    Tercera edición: Junio 2005 por Chosen Books

    Traducción: Carmen Zabalegui

    Portada: Matías Zabalegui

    ISBN:          Softcover                                 978-1-4628-7650-1

                       Ebook                                      978-1-4628-7651-8

    All rights reserved. No part of this book may be reproduced or transmitted in any form or by any means, electronic or mechanical, including photocopying, recording, or by any information storage and retrieval system, without permission in writing from the copyright owner.

    This book was printed in the United States of America.

    To order additional copies of this book, contact:

    Xlibris Corporation

    1-888-795-4274

    www.Xlibris.com

    Orders@Xlibris.com

    96587

    Contents

    PRÓLOGO

    UNA PALABRA PRELIMINAR (de David Hazard)

    1. NOTICIAS EN EL VIENTO

    2. TESOROS DEL CORAZÓN

    3. DESTERRADOS

    4. ACUSADO

    5. EL PAN DE LOS HUÉRFANOS

    6. EL CAMINO SE DEFINE

    7. LOS MARGINADOS

    8. SEMILLAS DE ESPERANZA

    9. INJERTADOS

    10. MILAGROS DIFÍCILES

    11. ¿PUENTES O MUROS?

    12. TRABAJAD PORQUE LA NOCHE SE ACERCA

    13. UN ESLABÓN

    Epílogo: Mis Preguntas Y Mi Reto

    DEDICATORIA

    A mi padre, que no será mencionado en los libros de historia aunque él está escrito en el corazón de Dios como su hijo amado: Michael Moussa Chacour de Birám, Galilea, refugiado en su propio país y un hombre que habla el lenguaje de la paciencia, el perdón y el amor.

    Y a mis hermanos y hermanas, tantas personas judías que murieron en Dachau; y a mis hermanos y hermanas palestinos/as que murieron en los campos de refugiados Tel-azzaatar, Sabra y Shatila.

    PRÓLOGO

    En mis muchos años de servicio público he escuchado más historias sobre conflictos y desgracias que las que puedo recordar; la mayoría de ellas basadas en quejas que, de una manera u otra, eran legítimas. Cuando las escuchaba siempre esperaba el consiguiente por lo tanto. Por lo tanto nuestra versión es cien por cien cierta y la de nuestro enemigo es un cien por cien falsa. Por lo tanto estamos justificados de recurrir a la violencia y matar a nuestros enemigos. Por lo tanto Uds. deben ayudarnos. Para los partidistas más radicales, todas las cuestiones son contestadas con fríos absolutos. No cabe la paciencia, el considerar costos y beneficios, la tolerancia, el respeto a los del otro lado o la misericordia.

    Latentes en las historias del Padre Elías Chacour de Hermanos de Sangre están las quejas personales y las quejas políticas de su gente, el pueblo palestino. Yo no conozco personalmente los hechos históricos concretos citados en este libro. Lo dejo a los estudiosos el ubicar los detalles de los recuerdos del Padre Chacour dentro de la historia completa de nuestros tiempos.

    Pero a nivel personal, sus relatos nos recuerdan cómo los grandes engranajes históricos a veces machacan las vidas de gente inocente. Aquí el autor nos habla de su familia palestina, desposeída después de haber vivido durante siglos en la misma tierra que recorrió Jesús; y nos cuenta de la Iglesia Melquita Católica a la que pertenecía su familia, la cual se remonta a los principios del Cristianismo, y en la que él es ahora uno de sus sacerdotes. Pero al llegar al final del libro, su por lo tanto es de una naturaleza fundamentalmente distinta. Por lo tanto debemos recordar el Evangelio de Jesús. Por lo tanto debemos amar y perdonar a nuestros enemigos. Por lo tanto debemos reconciliarnos con ellos y vivir juntos en paz. Estas ideas impresionan por su audacia, y resultan ser tan radicales y comprometedoras como cuando Jesús las enseñó hace dos mil años.

    Pero el Padre Chacour es más que un teólogo o teórico. Ha intentado, a veces teniendo que salvar grandes dificultades, demostrar la fuerza de estos principios en su propia vida. Mi esposa Susan y yo fuimos testigos de sus buenas obras hace unos años cuando nos invitó a ir a su casa en Ibillín, cerca de Nazaret. Vimos lo que había construido para la gente de aquella región –escuelas, bibliotecas, centros comunitarios, etc. Lo más impresionante es la universidad que ha fundado, el Instituto Educacional Mar Elías. Aquí, a pesar de siglos de discordia entre las distintas religiones, cristianos, judíos, musulmanes y drusos estudian juntos. Un pequeño huerto floreciendo en el rocoso terreno del Oriente Medio.

    El Padre Chacour busca la paz y la reconciliación de abajo para arriba, ablandando los corazones uno a uno y cambiando las vidas de personas individualmente. Mi misión fue procurar la paz en el Oriente Medio, pero de otro modo, a través de los tradicionales métodos políticos, diplomáticos… realpolitick. Para mí, el día más feliz de aquella campaña llegó la mañana del 30 de octubre de 1991, cuando en la Conferencia de Madrid, Israel junto con los Estados Árabes vecinos, incluyendo representantes del pueblo palestino, se reunieron por primera vez para negociar la paz. Aquella Conferencia inició una serie de negociaciones que llevaron hasta los Acuerdos de Oslo entre Israel y los representantes palestinos, resultando en un tratado de paz entre Jordania e Israel, y a amplias conversaciones entre Israel y Siria, que aunque sin alcanzar ningún tratado, disiparon las tensiones por un tiempo.

    Reconozco que desde mi perspectiva terrena como diplomático, todavía creo que el proceso político para lograr la paz a base de negociaciones y propuestas viables ofrece la mejor esperanza para la región. Pero al escribir esto, en verano del 2002, parece que la paz tiene más enemigos que amigos. Día tras día la violencia genera nuevas y cada vez más dolorosas quejas. Día tras día el diálogo es reemplazado por la propaganda, por ese imperioso por lo tanto que justifica aún más violencia y más muertes. Y muchísimos –incluyendo muchísimos cristianos- responden con irreflexivo y apasionado apoyo hacia un campo u otro, como si el mismo Jesús estuviera bendiciendo los tanques (algunos así lo creen) o las inmolaciones suicidas (como algunos parecen aprobar al no condenar estos actos).

    Desde mi perspectiva como creyente y como diplomático, encuentro esperanza y consuelo al saber que en medio de todo este odio, destrucción y muerte, el Padre Chacour continúa su paciente trabajo, ablandando corazones uno a uno. Él nos demuestra cómo mediante la humildad ante la Palabra de Dios y la lucha inagotable para reconciliar la fe con las tristes realidades de este mundo, un hombre valiente ha iluminado la verdad que aprendió (y que todos deberíamos aprender) de aquel otro Hombre de Galilea: Amad a vuestros enemigos y orad por quienes os persiguen, para así llegar a ser hijos e hijas de vuestro Padre celestial.

    Sí, bienaventurados quienes construyen de paz.

    James A. Baker III

    Secretario de Estado de U.S. 1989-1992

    UNA PALABRA PRELIMINAR

     (de David Hazard)

    Antes de sentarme ante mi máquina de escribir estaba consciente de que éste podía ser un libro controversial. La razón es porque Hermanos de Sangre rompe nuevo terreno en lo que se ha escrito sobre los conflictos del Medio Oriente y va más allá de del debate político acerca de ¿a quién pertenece la tierra? Molestará a ciertas personas y complacerá a otras -y por la misma razón: remueve esas áreas turbias de la conciencia y el corazón. Por encima de todo, ésta es una historia sobre gente real, no sobre política.

    Antes de haber oído nada referente a Elías Chacour, yo no era consciente de que tenía ciertos prejuicios contra los temas del Oriente Medio. Una tarde, ojeando uno de los números de la revista Sojourners Magazine (de septiembre de 1980) me llamó la atención un artículo de Jim Forest titulado Hijos de Ismael en la Tierra Prometida donde presentaba una detenida entrevista con Chacour, un líder Palestino Cristiano. Me produjo una reacción francamente confusa.

    Lo que más me movió fue su profundo anhelo de reconciliación entre palestinos y judíos y su evidente amor por los dos pueblos. Me impresionó leer sobre un aspecto del conflicto Árabe-Israelí del que se conoce muy poco. No obstante, algo estaba interfiriendo con estas simpatías.

    ¿Acaso no había oído incontables noticias y reportajes sobre el terrorismo Árabe y la Organización de Liberación Palestina (OLP)? Nunca me había parado a pensar que también había palestinos cristianos que estaban viviendo la alternativa nada fácil de la no-violencia predicada por Jesús, en medio de uno de los conflictos más amargos del mundo. ¿Cómo es que no había oído nunca sobre Chacour y su gente?

    La entrevista de Forest se me quedó grabada en la conciencia durante mucho tiempo. Hasta que por fin, en la primavera de 1983 me decidí ir a Galilea y visitar a Chacour en su pequeña aldea de Ibillín. Como colgada en las verdes montañas al noroeste de Nazaret, divisando los campos de naranjas a lo largo del Mediterráneo, Ibillín tiene una población compuesta de cristianos y musulmanes. Allí, mi mentalidad occidental acerca de los palestinos se me reveló con crudeza y me sentí tremendamente avergonzado.

    No sé por qué esperaba que Chacour, el párroco de la Iglesia Melquita de Ibillín, fuera una persona ingenua y poco sofisticada. En cambio, quedé cautivado por este hombre de mediana estatura, pecho fuerte, con una barba negra como la de los profetas pero mostrando ya alguna cana –un ser humano intenso y extraordinariamente cordial.

    Me enteré de que Chacour estudió en Paris y que tiene un doctorado, habla once idiomas incluyendo Ugaritic, la lengua madre del hebreo y el árabe, y tiene un título de la Universidad Hebrea de Jerusalén. Además, sus frecuentes viajes le llevan a visitar varios continentes, iglesias y sinagogas, monarcas y primeros ministros. Con cada persona con la que se encuentra –irlandeses católicos o protestantes, indios o pakistaníes, gentiles o judíos- comparte los secretos para una paz duradera.

    Tampoco Ibillín era lo que me esperaba encontrar en una aldea palestina. Es verdad que las casas de ladrillos de terrazo apiñadas junto a la carretera resultan pobres comparadas con las de occidente. Cabras y burros merodean por alrededor, y los gatos no parecían muy domesticados que digamos. En 1983 el pueblo estaba construyendo su primera escuela secundaria. Pero bajo su aspecto de pobreza, la vida y el espíritu son ricos. Abundan las representaciones teatrales y la lectura de poesías, muchachos y muchachas jóvenes bailan y cantan honrando a sus madres en días de celebraciones especiales y la iglesia está viva con voces de jóvenes cantores.

    De todas maneras, me sentí retado ante las fuertes afirmaciones de Chacour. Entre ellas, que los palestinos tienen un derecho divino a vivir en Israel como iguales, aunque muchos israelíes sostienen que la tierra es exclusivamente suya por mandato bíblico. Y Chacour tiene una amable impaciencia con la gente que viene a Israel a venerar los santuarios del pasado pero ignoran a los seres humanos del presente, que vienen a ver únicamente piedras santas y arena santa. Con una amplia sonrisa me dirigió este reto a mí: "¿Has venido a ver santuarios, o quieres conocer las piedras vivas?"

    Y es que estaba preocupado sobre todo de que yo fuera un escritor más venido de occidente, que acaba presentando la misma consabida y repetida visión del Medio Oriente. ¿Puedes ayudarme a decir que la persecución y el estereotipo de los judíos es tan ofensa a Dios como la persecución a los palestinos? me suplicó. Yo deseo des-armar a mi hermano judío para que pueda leer en mis ojos las palabras, ‘te quiero’. Yo tengo sueños hermosos para los niños palestinos y judíos juntos.

    Nuestro encuentro me lanzó a la búsqueda de verdad en medio de la confusión de violencia y recriminaciones, afirmaciones políticas y religiosas. El hecho de estar escribiendo la historia de la vida de un hombre no me facilitó mucho la tarea. Mi gran deseo de situar la historia personal de Elías Chacour en perspectiva hizo este trabajo penosamente lento. Y encima, mis opiniones políticas y mis enraizadas creencias de las profecías bíblicas se iban expandiendo más allá de lo que yo jamás hubiera imaginado.

    Lo que me empujó a completar Hermanos de Sangre fue el drama humano –la compasión y ese raro tesoro de paz en el interior de Elías Chacour que yo quería descubrir por mí mismo. Su relato es una verdadera historia que me ha conmovido como muy pocas –un relato de fe en medio de indignidad, odio y violencia en ese horno hirviente que es el Oriente Medio.

    En este horno comienza la historia de Elías.

    David Hazard

    Marzo 1984

    NOTICIAS EN EL VIENTO

    Seguro que mi hermano mayor estaba confundido. Yo no podía creer lo que me estaba diciendo. Me apoyé arriesgadamente en una rama alta sujetándome con los pies descalzos al tronco del árbol, y sin querer dejé caer un montón de higos que cayeron encima de la cabeza del pobre Atallah que acababa de llegar con la curiosa noticia.

    ¿Una celebración? grite desde lo alto de la higuera. ¿Por qué vamos a tener una celebración? ¿Quién te lo ha dicho?

    "He oído a mamá que decía que algo muy grande está ocurriendo en el pueblo, contestó sacudiéndose los higos que le habían caído. Y bajando la voz continuó como quien revela un secreto, y papá va a comprar un cordero."

    ¡Un cordero! Entones sí que debía ser una ocasión especial. Pero ¿por qué? Todavía faltaban unas semanas para la Pascua, pensé para mí mientras me enderezaba en la rama. En la Pascua en nuestra familia lo celebrábamos con un cordero asado –y era una de las pocas veces al año que comíamos carne. Sabíamos bien –porque nuestro padre siempre nos lo recordaba- que el cordero representaba a Jesús, el Cordero de Dios. Y por supuesto que mi padre no iba a comprar un cordero, pues raramente comprábamos nada. Como la mayoría de la gente de Birám, intercambiábamos productos cuando necesitábamos adquirir algo que no podíamos cultivar en la tierra o hacerlo nosotros mismos.

    Estoy seguro de que Atallah sabía que si se quedaba allí un poco más le iba a caer otro montón de higos y de preguntas. Ya se estaba yendo corriendo hacia la huerta detrás de nuestra casa donde yo debería haber estado ayudando a mi madre y a los demás a retirar piedras. Era una tarea interminable aún entonces, en 1947, ya que nadie en nuestro pueblo de Birám tenía maquinaria de campo para facilitar el trabajo. Cuando la jornada escolar había terminado hacía ya una hora, yo me había ido a esconder en esta higuera –mi árbol, como yo le llamaba- para escapar del trabajo. Ahora, al ver a Atallah irse, me quedé pensando cuál sería ese acontecimiento tan interesante que iba a ocurrir en nuestra vida normalmente tan ordinaria.

    Debo encontrar a mi padre y preguntarle. Decidí.

    En lugar de saltar al césped y seguir a Atallah, trepé todavía más alto, hasta la copa del árbol, donde las ramas se doblaban con mi peso formando arcos peligrosos. Ese era mi sitio favorito. Además de ser una magnífica atalaya, allí se daban no una sino seis clases diferentes de higos. Mi padre, que era una especie de genio en lo referente a árboles frutales, había realizado un fenómeno mágico natural llamado injerto y había combinado los brotes de otras cinco higueras diferentes en el tronco de una sexta. Un sarmiento recio y retorcido subía entrelazado por el tronco y se extendía también por las ramas cubriendo el árbol con racimos de uvas deliciosas. Muchas tardes me encaramaba hasta una de las ramas más altas y saboreaba la fruta jugosa hasta que me entraba dolor de estómago. Entonces, bajaba y buscaba a mi madre que me cogía en brazos y me consolaba, a mí, su niño pequeño de pelo negro, su mimado.

    Elías, me solía decir arrullándome y meneando la cabeza. Nunca vas a aprender. Y yo escondía la cara en su poblada melena gimiendo mientras mis otros cuatro hermanos mayores y mi hermana ponían cara de fastidio.

    Ahora, con un brazo doblado alrededor de la rama más alta, separé las hojas y saqué la cabeza ante el sol primaveral en su curso de tarde. Quizás mi padre estaba en su huerto. Hilera tras hilera de higueras se extendían por varios acres, bajando la cuesta de la colina desde nuestra casa, cubriendo la pendiente con frondosa vegetación. Las anchas hojas ocultaban un arroyo de agua fresca y una gruta rodeada de musgo donde nuestras cabras y vacas se refrescaban en el verano. Más allá de nuestros huertos se alzaban las majestuosas montañas de la alta Galilea. A distancia parecían de color morado –la tierra más bella de toda Palestina, solía decir mi padre con frecuencia, dibujando una mirada soñadora en sus ojos azules cada vez que hablaba de su querida tierra.

    Por mucho que oteaba no podía divisar a mi padre paseándose entre aquellos árboles. Casi todos los días trabajaba allí con mis hermanos, enseñándoles los secretos del campo. A mis siete años, me consideraban muy pequeño y demasiado travieso para aprender nada sobre higueras. Con mi ayuda o sin mi ayuda, mi padre y hermanos habían recogido cerca de tres toneladas de hermosos higos en la última cosecha.

    Con una temeridad que hubiera dejado a mi madre lívida, me tiré desde la rama en la copa del árbol hasta saltar al suelo. Y eché a correr hacia el centro del pueblo. Seguro que alguien había visto a mi padre.

    Atravesé como una flecha las estrechas calles (si es que se podían llamar calles, pues eran caminitos de tierra aplastada por las pisadas, que conectaban las casas de la aldea bajo la sombra de abundantes cedros y olivos) esquivando una cabra y alguna que otra gallina a mi paso. Birám me parecía a mí como una enorme casa. Nuestra familia, los Chacour, habían traído sus ganados a estas tierras altas de Galilea hacía cientos de años. Mis abuelos habían vivido siempre aquí, pegaditos a nuestra casa. Y había tal cantidad de tías, tíos, primos, primas y otros parientes repartidos por el pueblo que era como si cada recinto de piedra fuera otra habitación donde vivía algún familiar. El camino serpenteaba todas las casas, bien encajadas unas con otras, hasta llegar a la nuestra, la última casa al final del pueblo. Birám había crecido aquí, viendo crecer a sus niños y niñas, recogiendo sus cosechas, descansando bajo las estrellas del Mediterráneo durante tantas generaciones que todos los hogares formaban como una sola familia.

    Y hoy, pareciera como que toda esta gran familia estaba guardando un secreto que yo no sabía. Corrí de casa en casa donde grupitos de mujeres con sus faldas largas y oscuras hablaban entre ellas con excitación. Ansiosamente, irrumpí en uno de los grupos de mujeres mayores que eran como mis abuelas. Enseguida se callaron, se miraron y me despacharon pitando.

    Mis sentimientos estaban heridos, fui volando hacia la iglesia que era el corazón vivo de Birám. Aquí se congregaba todo el pueblo los domingos, codo con codo bajo sus arcos de piedra. La casa parroquial, un pequeño edificio de piedra pegado a la iglesia, servía de escuela durante la semana, cuando hasta sus cimientos temblaban con nuestras ruidosas actividades. Ese año era mi primer año escolar y estaba encantado. Ahora, en el patio de la iglesia cubierto de musgo, un grupo de hombres hablaban muy alto. Mi padre no estaba entre ellos, así es que continué hacia la plazuela que quedaba detrás.

    Normalmente vacilaba antes de entrar en esa plaza. Esta era una zona para los hombres –especialmente para los ancianos del pueblo- y me causaba cierto respeto. A los niños se nos toleraba entrar allí pero era porque éramos muchos y no nos podían parar. De todas maneras, sabíamos bien que debíamos guardar cierto margen de respetuosa distancia entre nuestros juegos infantiles y los grupos de hombres que venían al atardecer para escuchar las noticias que los mercaderes ambulantes traían de pueblos lejanos junto con sus brillantes cazuelas, cuchillos de metal, zapatos y una gran variedad de artículos. A un lado de la plaza estaban las ruinas de una antigua sinagoga. En este preciso lugar, nos había dicho mi padre, las Legiones Romanas habían construido un templo pagano muchos siglos atrás. Después, los judíos destruyeron el templo y levantaron sobre sus cimientos un lugar de culto para adorar al único y verdadero Dios. Ahora la sinagoga estaba en ruinas y parecía un fantasma. Nos estaba prohibido jugar entre las columnas caídas y el que se atrevía a hacerlo cargaba con un severo castigo, pues ese lugar estaba considerado como terreno sagrado.

    Aquel día entré en la plaza como una flecha –y casi me caigo del susto. Vi con gran asombro que allí no estaban los acostumbrados grupos de hombres que se congregaban en la plaza por las tardes. Había hombres, jóvenes y viejos, apiñados por todas partes hablando de… ¿de qué? Seguro que todo el mundo lo sabía menos yo.

    Impacientemente, mis ojos oscuros escrudiñaron aquellos grupos de hombres tratando de localizar la figura delgada de mi padre. Pero fue inútil. Casi todos los hombres llevaban kafiyis, el gran pañuelo blanco con que se cubrían la cabeza protegiéndoles del fuerte sol de Galilea y también del viento. A primera vista, cualquiera de ellos podría haber sido mi padre.

    Con pasos sigilosos fui caminando de grupo en grupo buscando aquel rostro afable y esbelto de mi padre. Todas las caras eran muy tensas y serias. Se notaba que lo que discutían era algo muy urgente. De no ser así, no se hubieran reunido aquí en una tarde de primavera cuando los campos necesitaban ser arados y los árboles estaban listos para ser podados.

    No es que yo me estuviera entrometiendo, pero entre los susurros de la discusión me enteré de que Birám estaba esperando una visita muy especial. ¿Quién sería el que iba a venir? Las visitas del Obispo eran todo un acontecimiento, pero eran normales y nunca habían causado este tipo de conmoción.

    Mi presencia furtiva no pasó del todo desapercibida. Metiendo la nariz en uno de aquellos círculos de hombres topé con

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