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El Último Tren a Haifa
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Libro electrónico223 páginas2 horas

El Último Tren a Haifa

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“Hay otros Dioses y están aquí”
Una sucesión de increíbles eventos macabros comienzan a desencadenarse a raíz de un simple caso policial de suicidio en la ciudad de Haifa, Israel.
Para el inspector Avigor Lieberman, policía de la particular ciudad Mediterránea, el increíble caso se transforma rápidamente en una pesquisa internacional que involucra lóbregas depravaciones ancestrales propias del salvajismo primitivo.
Depravaciones que pensabamos olvidadas, que suponíamos disipadas del espíritu del hombre moderno por efecto de la civilización y el progreso hoy despiertan de un largo sueño con inusitada crueldad.
La peligrosa investigación llega apenas a rasgar el velo que nos oculta la naturaleza perversa de nuestra raza ahora muy favorecida por las enormes espesuras mundialistas del poder político, la tecnología a favor del mal y el imperio omnipotente del dinero.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 sept 2018
ISBN9780463482223
El Último Tren a Haifa
Autor

Roberto González Oliveira

Titular: Profesor de la Universidad Nacional de las Artes con la disciplina académica Historia del Arte, Semiólogo, fechas de estudios o fecha de graduación prevista 2000 – 2006. Actividades y asociaciones: Historia del Arte, Pintura Europea, Pintura Flamenca, Pintura Española Siglos XVI, XVII, XVII, XIX, Grandes Maestros, Pintura Latinoamericana, Renacimiento Italiano y Escuela Rioplatense. Marchand de obras de Arte, Anticuario, Periodista, Crítico de Arte, Semiólogo. Director de Galería de Arte, Presidente de A.CRI.ATE.A.

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    El Último Tren a Haifa - Roberto González Oliveira

    Dos horas 20 minutos después del suicidio

    Nunca pensé que tendría la suficiente fuerza como para escribir esto antes de suicidarme.

    Intranquilo y bastante molesto, fue lo primero que leyó el inspector Jacob Lieberman de la policía Israelí. Lo leyó porque era imposible no verlo, era imposible no prestarle atención. La nota, salpicada de sangre, estaba primera entre la decena de papeles que aparecían a medias dentro del exclusivo portafolio de cuero marrón y sobre el escritorio del fallecido profesor Samuel Felman.

    Era imposible no verlo, cada letra estaba remarcada, resaltada una y otra vez con inmensa furia, con violencia contenida, con rabia, con profunda irritación. Pero del mismo modo era tan extraño el mensaje que emanaba de todas y cada una de ellas una enorme impotencia, brotaba de su centro una sensación de inutilidad de la condición humana verdaderamente agobiante.

    Cuando se leía toda la nota en su conjunto esta aparecía como la admisión, el reconocimiento de la formidable inutilidad, el convencimiento y la aceptación de la insignificancia de cualquier cosa que el hombre pretendiera interponer ante una inminente y tremendamente maligna desgracia desatada por fuerzas que nos miraban con infinito desprecio.

    Con sumo cuidado el inspector había sacado la hoja de papel cuadriculado, arrancado tal vez de algún cuaderno de apuntes y pretendió extenderlo sobre el amplio escritorio.

    Fue imposible, todo el lugar estaba ocupado por el cadáver del inmolado profesor y por su desparramada sangre o por lo menos así parecía.

    Con la mano protegida por un guante de látex negro, la supuesta nota suicida la había tomado de adentro del maletín y trato de no mancharla más de lo que estaba con la abundante sangre esparcida por todo el escritorio. Era verdaderamente angustioso ver aquello, había sangre y trozos de masa encefálica por todos lados y sangre muchísima sangre. La roja marea, abundante e infamemente desparramada por todo el escritorio, trepaba por la blanca pared, salpicaba el pizarrón, manchaba el sillón, mancillaba las blancas cortinas del gran ventanal y también se desparramaba por buena parte del piso.

    Toda aquella escena conformaba una imagen horrorosa, un cuadro que nadie que lo presenciara lo podría olvidar en su vida y el espanto no era por la visión de un cadáver de una persona que había fallecido con extrema violencia, sin dudas una visión siempre perturbadora, el espanto en realidad se producía por las circunstancias en que había ocurrido el hecho.

    Hombre experimentado en este tipo de cosas, Avigor Lieberman había sido adiestrado en las mejores academias de policía del mundo. Condecorado en varias Academias de Europa y Estados Unidos, el Inspector General era un sabueso de raza, un policía de alma que seguía haciendo trabajos de campo como cualquier oficial de policía novato pero que estaba para general como decían sus superiores y varios políticos que revoloteaban a su alrededor con intención de captarlo para sus filas, pensando siempre en el respecto y la anuencia que tenía en la fuerza, que representaban en definitiva unos cuantos y nada despreciables votos.

    El nunca hizo caso, sabía perfectamente que no se sentiría a gusto sentado en un escritorio, simplemente fingiendo sonrisas, no era lo suyo. Prefería la calle, entreverarse con la gente, sentir como palpitaba su ciudad, Haifa, la segunda en importancia de Israel.

    Una ciudad extraña, muy particular. Haifa está colgada del Monte Carmel, la urbe cae desde lo más alto del bíblico promontorio y se desparrama por una de sus laderas ocupando toda la Bahía del mismo nombre. Su extensa área metropolitana llega 30 kilómetros más al sur, hasta prácticamente la ciudad de Acre, Akko como la conocen los israelíes, Akka en árabe o San Juan de Acre como se la conoce en el mundo cristiano, la milenaria ciudad de los Templarios. Como todo en Tierra Santa, las cosas tienen varios nombres, y distintos significados, la mayoría, totalmente opuestos y absolutamente beligerantes con el resto. En esta franja de tierra todo es según la óptica religiosa con la que se lo mire.

    Todos los grandes Imperios de la antigüedad pasaron y conquistaron esta bahía y la tierra que va desde el Mediterráneo hasta el Rio Jordán, La Galilea, una estrecha franja de tierra que contiene infinidad de colinas bellísimas y de apenas unos cincuenta kilómetros de ancho.

    Todos los grandes Imperios y las civilizaciones que surgieron en los últimos 5000 años de historia de la humanidad, reclamaron su propiedad, todos la consideraron como su tesoro irrenunciable, imprescindible y por eso su pertenencia sigue acumulando, a pesar de los siglos, guerras, muerte y destrucción. La ciudad de Haifa acoge en su seno cosmopolita a más de tres cientos mil habitantes.

    El puerto, corazón vibrante de la ciudad, está situado en el extremo más oriental del Mar Mediterráneo. En un punto que se puede ver, si trazáramos una línea recta, como exactamente opuesto a las Columnas de Hércules, la antípoda del estrecho de Gibraltar.

    Esta bahía es un lugar donde siempre hubo gente, y no hablo solo de los pueblos hebreos o los fenicios, primeros habitantes conocidos históricamente de la zona hace más de cinco mil años. Me refiero a muchos miles de años antes, cuando los hombres todavía no habíamos salido de las cavernas y recién estábamos emprendiendo la aventura de navegar aferrados a un tronco flotante. Bueno, desde esa época, de cuando en Europa recién se estaban retirándolos los hielos de la última glaciación son los vestigios de asentamientos humanos encontrados en la bahía de Haifa, en Akko y en las increíbles cuevas que tachonan todo el Monte Carmel.

    Lieberman estaba acostumbrado a lidiar con casos extraños, truculentos y siniestros, su día a día hubiera terminado definitivamente con la estabilidad psíquica de muchas personas en no más de un par de jornadas pero su salud mental era como una roca en la orilla del mar haciendo frente a una tormenta de verano, siempre permanecía firme e inalterable aunque el caos reinara a su alrededor.

    El inspector nunca recordaba haber perdido los estribos, ni siquiera cuando estaba en el frente de batalla, cuando era apenas un soldado de elite del Ejército Israelí, ni cuando aun siendo un niño pequeño vio cómo los hombres de la KGB bielorrusa se llevaron preso y a los golpes delante de toda su familia a su padre Boris Lieberman, en la ciudad de Minsk, en su Bielorrusia natal, cuando aún esta república de Europa Oriental era una ínfima parte de la antigua Unión Soviética.

    Por supuesto que se conmovía como cualquiera persona, en realidad era un tipo bastante emotivo y sumamente solidario con las personas que lo rodeaban, pero lo que nadie podía decir es vi a Lieberman, lo note muy nervioso e indeciso

    Este caso era distinto, desde un principio, apenas comprendió en su totalidad la escena del hecho, algo le comenzó a incomodar sobremanera. Este suicidio no podía hacerlo encajar en ninguna categoría, no había punto de comparación con los suicidios comunes con los que lidiaba asiduamente y además por alguna razón que no podía explicar estaba muy disgustado, enfadado e inquieto desde que comenzó con este caso no hacía más de una hora.

    Tampoco era que tuviera alguna duda con respecto a la autoría, a pesar de la categorización policial primaria de muerte dudosa que seguramente llevaría el informe, era un suicidio evidente. Había testigos presenciales, estaba el arma de la cual evidentemente había salido el disparo, el fallecido profesor aun la aferraba en su mano derecha, ahora a causa del aparente rigor mortis, estaba esa nota que el inspector trataba de leer y sin embargo su instinto se agitaba, lo tomaba por las solapas y le decía. No Avigor, no creas solo en lo que vez, algo está muy mal en todo esto, ten mucho cuidado.

    Obviamente el muerto era un hombre zurdo o ambidiestro porque si se hubiera disparado en la cien, como se presentaban la mayoría de los suicidios por arma de fuego, lo hubiera hecho con una sola mano, la izquierda o la derecha y la pistola hubiera caído al suelo. Pero al tomarla con las dos manos e introducírsela profundamente en la boca, el arma había quedado aferrada al dedo índice, esto era de manual, no aceptaba ninguna discusión.

    Lieberman estudiaba meticulosamente cada detalle del hecho, principalmente en la posición en que había quedado el cadáver. Al principio le pareció raro que hubiera quedado con la cabeza, o mejor dicho con lo que quedaba de ella, sobre el escritorio pero al analizar el sillón de respaldo alto y firme se dio cuenta que el mismo había obrado como una especie de colchón o muelle que primero contuvo el impulso hacia atrás que le dio el disparo y luego por efecto látigo, trajo el cuerpo hacia adelante dejándolo en la posición que estaba ahora.

    Si todo esto hubiera acontecido en la soledad de un estudio, en la intimidad de la última decisión de un ser humano, la cosa hubiera requerido una cantidad de papeleo determinada por el protocolo, más tarde en el expediente, se adjuntaría el informe técnico del forense, un par de impresiones personales en la jerga policíaca, del tipo ´´Se encontró al occiso yaciendo de cubito dorsal´´ u otras aún peores expresiones de ese lenguaje que tanto les gusta a los oficiales superiores cuando leen los informes policiales tal y como lo exige la formalidad. Luego alguna impresión personal del investigador a cargo del caso, y todo listo, sello, firma, caso cerrado, archivado.

    Pero esto no solo era diferente, era algo tan aberrante que Lieberman todavía seguía pasmado, le costaba acomodar su mente y mucho menos emplear algún procedimiento policíaco lógico, valerse como detective de alguna táctica establecida e instaurada para analizar los hechos.

    Por eso ahora, había decidido dejar el análisis del cuerpo para más tarde y trato de centrarse únicamente en las hojas de papel que había sacado del portafolio del muerto. Algunas de ellas, la mayoría, eran manuscritas por el profesor, y se encontraban esparcidas en el escritorio y dentro del portafolio.

    La mente del policía se agitaba bastante descontrolada, le costaba horrores examinar. Estaba casi superado por el espanto. Cuanto más avanzaba en la lectura de esas hojas dejadas por el profesor Samuel Felman.

    Digámoslo de una vez por todas, antes de volarse la cabeza delante de toda su clase, unos treinta adolecentes ahora totalmente aterrorizados que difícilmente podrían recobrar el equilibrio emocional después de lo que habían visto, el inspector Lieberman cuanto más avanzaba en la investigación, más se daba cuenta que en este lugar y alrededor de este suicidio había algo muy anómalo, tremendamente extraño y que además estaba escondido a mucha profundidad.

    Algo si era evidente. El profesor Samuel Felman ya había tomado su decisión de muerte mucho antes del suicidio, seguramente hace días que la idea era irrevocable, hacia muchos días que la pulsión de muerte, como una cortante navaja, había rayado su cerebro en forma definitiva, irreversible. Probablemente si no hubiera consumado el acto acá, en su aula, lo hubiera hecho esta noche en su casa, o mañana, o la semana que viene en algún otro lugar apartado, sin duda que era algo concluyente, pero lo hizo acá, en este sitio, de la peor manera imaginable y eso lo cambiaba todo.

    ¿Entonces? Que lo indujo a adelantar tan bruscamente el acontecimiento. ¿Que fue lo que Felman vio o escucho un minuto antes de morir?

    La mente adiestrada del inspector Lieberman, ahora un poco más despejada, empezaba a levantar revoluciones, intentaba tomar velocidad.

    Levanto la cabeza de la escritura del suicida y otra vez miraba y atendía cada detalle del cuerpo sobre el escritorio.

    Suavemente alzo el lienzo blanco que apenas cubría la cabeza destrozada por el disparo pero no vio nada raro, algún detalle para consultar a los forenses tal vez, pero estaba seguro que de ahí no iba a sacar nada importante.

    Estaba clarísimo, el suicido obviamente fue como un impulso no meditado, algo espontaneo que además lo llevo a cabo porque tenía en su portafolio y muy a mano la pistola, la tremenda Sig Sauer p220 Exelent, calibre 45, un arma pequeña de formato y no muy precisa pero de una potencia monstruosa y la prueba estaba a la vista, la mitad de su cabeza quedó esparcida en un radio de 5 metros.

    Lieberman decidió una vez más dejar el cuerpo, no tocar nada más y esperar la llegada de los peritos forenses.

    Levanto la vista y miro hacia el aula, no pudo imaginar aunque lo intento, el horror de esos chicos mirando este acto demencial, inaudito de su profesor volándose literalmente la cabeza delante de toda la clase.

    Este espeluznante hecho, el del aula llena de adolecentes obligados a presenciar algo tan espantoso, por si solo ponía en evidencia que no estaba frente a un suicidio común. Era inverosímil, una aberración que seguramente escondía cosas muy pero muy raras.

    Además no lo podía contener, algo le gritaba interiormente que debía alejarse lo más rápidamente que pudiera de ese lugar y particularmente de este caso, eso era la raíz de su disgusto, pero ya era demasiado tarde,

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