Enigma asiático
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Enigma asiático - Carolin Philipps
Carolin Philipps nació en Baja Sajonia en 1954. Estudió historia e inglés. Es maestra de bachillerato en Hamburgo y escribe obras para niños y jóvenes desde 1989. Se interesa sobre todo en temas que tratan de niños y jóvenes, así como en temas políticos de actualidad. En 2000 obtuvo Mención de Honor del Premio para la Paz y la Tolerancia de la UNESCO por su novela Milchkaffee und Streuselkuchen (Café con leche y pastel). Sus obras han sido traducidas a múltiples idiomas.
Carolin Philipps
Enigma asiático
Traducción del alemán
María Ofelia Arruti
Primera edición en alemán, 2004
Primera edición en español, 2008
Sexta reimpresión, 2014
Primera edición electrónica, 2016
© 2004, Verlag Carl Ueberreuter, Viena
Título original: Weisse Blüten im Gelben Fluss
D. R. © 2008, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.
Empresa certificada ISO 9001:2008
Editores: Miriam Martínez y Carlos Tejada
Diseño de forro: La Máquina del Tiempo®
Traducción: María Ofelia Arruti
Comentarios:
librosparaninos@fondodeculturaeconomica.com
Tel.: (55)5449-1871
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.
ISBN 978-607-16-4635-4 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
La vida sólo se puede entender hacia atrás,
pero hay que vivirla hacia adelante
S0REN KIERKEGAARD
1
Lea agitó desesperadamente los brazos en el aire para amortiguar la caída. Aun así, se dio un golpe bastante fuerte con el piso de tierra. Se quedó ahí sentada, sobándose la espalda. Desde arriba, la miraban sorprendidas las personas que la rodeaban. Manos compasivas se extendieron hacia ella, como si hubiera caído en la jaula de los leones y en cualquier momento pudiera ser devorada.
Pero en realidad estaba tendida en la reproducción de la tumba del primer emperador chino, en medio de los famosos soldados de terracota, la principal atracción de la gran exposición que albergaba el museo.
Se puso de pie con las rodillas aún temblorosas. Junto a ella se erguían con todo y su armadura las grandes figuras de un metro ochenta del ejército de terracota. Lea, con su metro y cincuenta y dos centímetros de estatura, se sintió aún más pequeña que de costumbre. Sin inmutarse, los soldados seguían mirando hacia el frente, cada uno con rasgos distintos en el rostro: había unos con bigote o largas barbas, otros con el ceño fruncido y la mirada furiosa, algunos pensativos o incluso pícaros y contentos.
—¡Está prohibido entrar en la galería de las figuras! —exclamó desde arriba un guardia furioso—. ¿Cuántas veces debo decirlo? Apenas me doy la vuelta se aprovechan. Si todos hicieran lo mismo, las figuras se harían pedazos. ¡Sube ahora mismo! Espero que no hayas roto nada.
Extendió la mano hacia ella.
—Alguien me empujó. No me caí a propósito. ¡Ni que me gustaran los moretones! —le replicó Lea furiosa.
Ignorando la mano del guardia, trepó a gatas hacia arriba.
—Por lo menos no te lastimaste —dijo el guardia mirando a Lea sacudirse su vestido para quitarse el polvo—. La próxima vez no te acerques tanto al barandal. Es peligroso con tanta gente. Uno se puede caer fácilmente.
Gracias por la advertencia —pensó Lea—, aunque llegó demasiado tarde.
Por lo menos pudo tener una vista totalmente privilegiada de los soldados de terracota. Tenía el encargo de escribir un artículo sobre la exposición para el periódico escolar y esto le daba buena tela de donde cortar. Un buen periodista utiliza incluso las adversidades como material para escribir, pensó contenta y, sacando de su mochila una libreta y un lápiz, se paró frente a uno de los tableros que relataban la historia de las figuras.
Suspirando, comenzó a leer. Mañana tenía que entregar el artículo a primera hora para que lo aprobara la junta de redacción y saliera publicado en la siguiente edición del periódico escolar.
Al principio le había preocupado tener poco material, así que rápidamente se metió de lleno en la información de los tableros.
Así leyó que el primer emperador chino, Shi Huang Di, vivió de 259 a 210 a.C. y fue el primero en unir muchos estados individuales en un gigantesco reino. Todos los niños de China conocían su nombre y las muchas historias que se contaban sobre su vida.
Supuestamente, el emperador había buscado desesperadamente y desde su juventud una hierba que, según la leyenda, debía proporcionarle la inmortalidad. Durante muchos años envió inútilmente una expedición tras otra para que la buscaran en las montañas del mar de Oriente.
Finalmente, el emperador tuvo que comprender que también él, el hombre más poderoso de su época, debía morir algún día.
Ya lo había presentido desde hacía mucho tiempo: paralelamente a su búsqueda de la inmortalidad y poco después de su ascenso al trono empezó a construir una tumba gigantesca. Como no sabía qué le esperaba después de la muerte, mandó crear un imponente ejército de terracota de más de ocho mil hombres que debía protegerlo en el más allá.
El lápiz de Lea volaba sobre la libreta. ¡Pobre tipo! —pensó—. Poseía toda la riqueza del mundo, decidía sobre la vida y la muerte de cientos de miles de hombres y no podía disfrutarlo porque tenía muchísimo miedo a su propia muerte.
Dos mil años después, setecientos de esos soldados contemplaban rígidos y atentos las interminables filas de visitantes que desfilaban ante ellos: eran la vanguardia del ejército, cuyas reproducciones se mostraban por todo el mundo.
Después de todo, era un ejército de terracota de más de dos mil años de antigüedad y, junto con las pirámides de Egipto, los jardines de Semiramis en Babilonia y otros monumentos de la Antigüedad, era considerado como una de las ocho maravillas del mundo.
En 1974 unos campesinos de los alrededores de la aldea Xiyang, en la provincia china de Shaanxi, encontraron restos de cerámica mientras construían un pozo. En ese lugar siempre había pasado lo mismo. A veces sólo se hallaban pedazos, otras veces aparecía una pierna completa o incluso una cabeza. Pero los campesinos, supersticiosos, siempre volvían a enterrar sus hallazgos, pronunciando fórmulas mágicas para defenderse de los malos espíritus.
Sin embargo, esta vez los campesinos llevaron su hallazgo a la ciudad más cercana, donde inmediatamente llamó la atención. Los arqueólogos determinaron que aquellos pedazos habían estado bajo tierra desde hacía dos mil años y que pertenecían a la tumba del primer emperador chino. Así empezaron las excavaciones y se hicieron nuevos hallazgos que entusiasmaban al mundo.
Con su libreta en la mano, Lea se paseaba de vitrina en vitrina. En una sala del museo se proyectaba una película sobre el lugar del hallazgo. Diversas escenas mostraban cómo se construyó la tumba: durante treinta y ocho años, setecientos mil obreros trabajaron en la tumba, que abarcaba más de cincuenta metros cuadrados y debía construirse como un palacio lleno de suntuosos tesoros. Para proteger la tumba de saqueos, se construyeron aspilleras ocultas cuyas flechas se disparaban automáticamente sobre los posibles ladrones.
El suelo de la tumba formaba el mapa de China, y en él se señalaban con mercurio los ríos y los mares. En el techo estaba pintado el cielo con el sol, la luna y las estrellas.
Antes de que la tumba quedara enterrada bajo ciento quince metros de tierra, se encendieron en su interior miles de velas. Estaban hechas de grasa humana y aceite de pescado para que ardieran mejor durante más tiempo. Todas las concubinas que no le habían dado un hijo a Shi Huang Di fueron enterradas vivas junto con él, al igual que los arquitectos y los constructores.
Al terminar la proyección, Lea se mantuvo sentada mientras los demás visitantes salían. Siempre que oía algo o veía una película sobre China sentía un vuelco en el corazón. Los campos de arroz, el río con los búfalos de agua y la gente le resultaban infinitamente familiares y, al mismo tiempo, lejanos. Lea esperó hasta que volvió a empezar la película.
La tumba del emperador se encontraba al sur del río Wei, a una hora de vuelo desde la capital china, Beijing, que en Europa llamaban Pekín. Beijing, donde ella había nacido hacía dieciséis años.
Eso era todo lo que sabía sobre su vida en China. Nadie conocía en qué calle u hospital había nacido. ¿Cómo habían muerto sus padres? ¿Tenía hermanos? Lo ignoraba. Y no había nadie a quien pudiera preguntárselo.
Lo único que sabía es que había vivido en un orfanato en las afueras de la ciudad hasta que Hanne y Jost Kaufmann la adoptaron y la llevaron a Alemania.
Lea Kaufmann. ¿Alguna vez tuvo un nombre chino? No lo sabía y sus padres adoptivos tampoco.
A Lea no le quedaba más que reírse cuando pensaba en el desconcierto que suscitaba su nombre en relación con su aspecto asiático. Dondequiera que lo pronunciaran, la gente se sorprendía cuando se daba cuenta de que aquel nombre alemán pertenecía a una joven con cabello negro y ojos rasgados.
Más sorprendidos se mostraban cuando Lea hablaba: las palabras en alemán fluían de su boca sin problemas, sin acento y con un vocabulario que superaba al de la mayoría de los jóvenes de su edad.
En cambio, no hablaba ni entendía chino, y mucho menos lo podía leer o escribir. Sus padres, que trabajaron mucho tiempo en Beijing y hablaban algo de ese idioma, la inscribieron a los ocho años en una escuela en la que todos los sábados por la mañana los niños de origen chino se reunían para aprender el idioma de sus padres.
A Lea nunca le gustó aquello. No entendía por qué tenía que aprender un idioma que jamás iba a necesitar. Los otros niños regresarían algún día a China con sus padres para estudiar o conocer a sus abuelos. Pero para ella no tenía sentido. Además, ellos hablaban chino en casa, con su familia.
Lea no conocía a nadie en China. Sabía que sus verdaderos padres estaban muertos y que Hanne y