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Los oscuros cuentos de Hans Christian Andersen
Los oscuros cuentos de Hans Christian Andersen
Los oscuros cuentos de Hans Christian Andersen
Libro electrónico209 páginas3 horas

Los oscuros cuentos de Hans Christian Andersen

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Información de este libro electrónico

Este libro recopila varios cuentos clásicos de Hans Christian Andersen, como La sirenita, El intrépido soldadito de plomo y El patito feo, con una maravillosa adaptación de mano del escritor colombiano Alvaro Vanegas. Así se mezlcan la melancolía y tristeza que caracterizaban al autor danés -que siempre estuvieron presentes en su vida- con el toque
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 nov 2021
ISBN9789585107496
Los oscuros cuentos de Hans Christian Andersen
Autor

Hans Christian Andersen

Hans Christian Andersen fue un escritor y poeta danés. Además de novelas, poesía y teatro, escribió una autobiografía y publicó valiosos libros de viajes fruto de sus experiencias. Sin embargo, se le conoce sobre todo por sus relatos infantiles, algunos inspirados en cuentos y leyendas nórdicas, pero la mayoría de ellos inventados por él y caracterizados por una gran imaginación, humor y sensibilidad. Algunos críticos sugieren que estas historias no eran tan inocentes, siendo censuradas cuando se editaron, y que, en cualquier caso, reflejan parte de los conflictos internos del escritor.

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    Los oscuros cuentos de Hans Christian Andersen - Hans Christian Andersen

    Los-oscuros-cuentos-de-Hans-Andersen.png

    Título original: Fairy Tales of Hans Christian Andersen

    Autor: Hans Christian Andersen

    Adaptación: Alvaro Vanegas

    ©Calixta Editores S.A.S, 2020

    Para la presente edición.

    Bogotá, Colombia

    Editado por: ©Calixta Editores S.A.S

    E-mail: miau@calixtaeditores.com

    Teléfono: (571) 3476648

    Web: www.calixtaeditores.com

    ISBN: 978-958-5107-49-6

    Editora en jefe: María Fernanda Medrano

    Traducción: Ana María Rodríguez Sánchez

    Adaptación y edición: Alvaro Vanegas

    Corrección de Estilo: María Alejandra Calvo García

    Corrección de planchas: Dahanna Borbón Hernández

    Maqueta e ilustración de Cubierta: Julián R. Tusso @tuxonimo

    Diseño, diagramación e ilustraciones internas:

    Julián R. Tusso @tuxonimo

    Primera edición: Colombia 2020

    Impreso en Colombia – Printed in Colombia

    Todos los derechos reservados: Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

    VIAJAR EN EL TIEMPO

    Desde que tengo memoria, mis padres incentivaron en mí el amor por la lectura. Aún recuerdo con claridad la carta escrita por el niño Dios –con letra sospechosamente parecida a la de mi mamá– pegada a un paquete grande que, envuelto con meticulosidad en papel de regalo, que ocultaba El libro secreto de los Gnomos , una colección de 25 tomos en los que contaban el día a día de estas criaturas del bosque y, con este pretexto, inculcaban en los pequeños lectores, valores como el respeto que debemos a nuestros padres y el amor por la naturaleza. Aquellos libros los leí una y otra vez, en especial porque cada tomo contenía un cuento clásico en la parte final y entre esos, por supuesto, había uno o dos de Los Hermanos Grimm.

    Uno de mis primeros acercamientos a la lectura lo tuve gracias a una colección de libros de cuentos infantiles llamada La biblioteca fantástica, editados por «Educar». Eran de tapa dura, portadas con ilustraciones sobre un fondo de color azul y salían cada domingo junto al periódico El Tiempo. Cada semana, además, el libro de turno incluía un par de casetes, en los que se podía oír la narración de alguno de los cuentos, interpretada de manera magistral por actores y actrices a los que me encantaría darles el crédito que merecen, pero que, infortunadamente, ya olvidé. Fueron seis entregas llenas de magia, y entre esos cuentos estaba la cruel y descarnada historia de «La sirenita».

    Durante toda mi infancia y parte de la adolescencia, tanto los Hermanos Grimm como Hans Christian Andersen, hicieron parte importante y constante de mi vida. Sus narraciones llegaban a mis manos en distintas ediciones y con traducciones que a veces –casi siempre–, estaban ‘suavizadas’ para la lectura de los niños. Hay que tomar en cuenta que esto tuvo lugar hace más de tres décadas, y los niños en esa época éramos totalmente distintos a los de estos días y, claro, mucho más impresionables.

    Con el tiempo mudé a otras lecturas. Primero la ciencia ficción de Ray Bradbury y Arthur C. Clarke –sin olvidar a Asimov–, luego Stephen King –que me abrió las puertas a otros autores del género menos conocidos, pero también maravillosos, como Peter Straub o Dean Koontz–, para después empezar a leer, palabras más, palabras menos, ‘de todo’. No obstante, aquellas historias que marcaron mi infancia seguían siempre presentes, y cada que tengo la oportunidad, leo un par de cuentos infantiles clásicos, pues siempre encuentro algo nuevo, una magia distinta, un pasaje extraordinario ya olvidado que enriquece mi espíritu. Por supuesto, no podemos olvidar series como El narrador de cuentos, o la que, creo, sigue haciendo parte de la programación nacional: Cuentos de los hermanos Grimm; series que mantuvieron y mantienen vigentes todas estas historias.

    Por esta nostalgia que intento describir, por el amor que tengo por las buenas historias y, no pienso negarlo, por el reto que implicaba, cuando Calixta Editores me ofreció la oportunidad de adaptar estos cuentos, no lo dudé un segundo. Reencontrarme con ellos, desde la persona que soy ahora, fue una experiencia increíble –y un tanto intimidante, todo hay que decirlo–.

    En el caso de los Hermanos Grimm, los primeros que adapté, la labor fue muy fluida. Me reconecté con las historias casi sin pensarlo y volverlas aún más macabras de lo que son originalmente, fue una de las tareas más divertidas que haya tenido que cumplir en mi vida. Estos cuentos están llenos de escenas inquietantes y, de plano, aterradoras. Solo tuve que hacerme una y otra vez la siguiente pregunta: ¿cómo habría escrito yo esta historia?, y la respuesta siempre aparecía en mi mente en un parpadeo.

    Por otro lado, en el caso de Andersen, la situación fue a otro precio. No tuve que investigar demasiado para enterarme, por ejemplo, de que «La sirenita» fue escrita como una declaración de amor homosexual no correspondido. Conocer este hecho le confiere muchísimo más poder y contundencia a una historia que, por sí misma, es una obra de arte. Pero, además, estos cuentos dan cuenta de un autor lleno de complejidades, con un modo muy optimista de ver el mundo, alguien que, a pesar de todo y de todos, era un filántropo empedernido, muy consciente de las distintas realidades que pululaban a su alrededor. En ese sentido, tuve que trabajar mucho más mi mente y mi forma de escribir para adaptar estos cuentos, pues, ante todo, pretendía cumplir a cabalidad el trabajo asignado por la editorial, sin perder el respeto por la esencia de las historias. Así las cosas, me tomó más tiempo, fue un trabajo más arduo, y, aunque no fue tan divertido, sí fue mucho más aleccionador.

    Espero, lector, lectora, que te conectes con estos cuentos del modo en que yo me conecté. Y claro, que los disfrutes o los sufras –o las dos cosas–, según sea el caso. Pero, en especial, espero que, a menos que ya conozcas las historias al dedillo, no notes en qué momento aparezco yo. Procuré que mi pluma no se notara, que se convirtiera en una sola con los autores originales. Procuré, en otras palabras, desaparecer. Ya decidirás tú si logré mi cometido.

    Ahora te invito a dejarte sorprender. Estos cuentos fueron hechos para conmoverte y aterrarte en sus justas proporciones; pero, en especial, y estoy seguro de que coincido con Calixta Editores en esto, fueron hechos para que, al ser leídos junto a los más pequeños de la casa, viajemos en el tiempo y recordemos ese tiempo en el que éramos tan honestos con nosotros mismos y hacíamos parte de la totalidad sin resistirnos a ello. Tanto los Grimm como Andersen vivieron hace muchísimos años, pero eso no quiere decir que estén muertos. Su legado continúa y continuará vivo.

    Y ya que estamos hablando de conexión, imagíname sonriendo mientras escribo esto. Ahora sonríe tú… y lee.

    Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y el pelo blanco, blanquísimo; sus ojos brillan como estrellas en una noche oscura, solo que mucho más hermosos, pues su expresión es dulce y da gusto mirarlos. Tiene un vestido de flores grandes, grandes, de una seda tan tupida que cruje cuando anda. Ella puede contarte las historias más emocionantes, ya que sabe muchas cosas, pues nació ya mucho antes que papá y mamá, esto nadie lo duda. Tiene un libro de cánticos con unos broches grandes de plata que lee con frecuencia. En medio de sus páginas hay una rosa plana y seca, y, aunque no es tan hermosa como las rosas que decoran los floreros, siempre la mira con una sonrisa de afecto y con lágrimas en sus ojos.

    ¿Por qué abuelita mirará así la marchita rosa de su devocionario? ¿Lo sabes? Cada vez que las lágrimas de abuelita caen sobre la flor, los colores cobran vida, la rosa se hincha y toda la sala se impregna de su aroma; se esfuman las paredes como si fuesen pura niebla y entonces se levanta el bosque, espléndido y verde, con los rayos del sol filtrándose entre el follaje. Abuelita vuelve a ser una bella joven de rubias trenzas y redondas mejillas coloradas, elegante y graciosa; no hay rosa más lozana, pero sus ojos, sus ojos dulces y tranquilos, siguen siendo los ojos de abuelita.

    Sentado junto a ella hay un hombre, joven, vigoroso y apuesto. Él le regala una rosa y ella sonríe, ¡pero ya no es la sonrisa de abuelita! Ella le sonríe a la memoria de ese día, al recuerdo del pasado, pero ahora el hombre gallardo ya no está, la rosa yace en el viejo libro de cánticos y abuelita vuelve a ser la anciana que contempla la rosa marchita guardada en el libro.

    Ahora abuelita se ha muerto. Estaba contando una larga y maravillosa historia, sentada en su silla de brazos. Cuando terminó se sintió cansada, entonces se recostó y respiró con suavidad. Luego quedó dormida; pero el silencio se volvía más y más profundo, y en su rostro se reflejaban la felicidad y la paz, parecía que lo bañaba el sol. Entonces sonrió una vez más y luego dijeron que estaba muerta.

    La pusieron en un ataúd negro, envuelta en lienzos blancos. ¡Estaba tan hermosa, a pesar de tener los ojos cerrados! Todas las arrugas habían desaparecido y en su boca se dibujaba una sonrisa. El cabello era blanco como plata y venerable, y no daba miedo mirar su cuerpo pues siempre había sido buena y querida. La rosa seguía entre las páginas del libro de cánticos que colocaron bajo su cabeza, pues ella lo había pedido así. Y así enterraron a abuelita.

    En la sepultura, junto a la pared del cementerio, plantaron un rosal que floreció espléndido, y los ruiseñores acudían a cantar allí. Desde la iglesia el órgano producía las bellas canciones que estaban escritas en el libro puesto bajo la cabeza de la difunta.

    La luna enviaba sus rayos a la tumba, pero la muerta no estaba allí; los niños podían ir por la noche sin temor a coger una rosa del muro del cementerio. Los muertos saben mucho más de cuanto sabemos todos los vivos; saben el miedo, el miedo horrible que nos causaría ver a una persona que creíamos muerta. Nos observan desde lejos, nos extrañan y, los más rebeldes, gritan para llamar nuestra atención cuando saben que estamos a punto de cometer un error muy grande, pero son mejores que todos nosotros y por eso no vuelven.

    Hay tierra sobre el féretro y tierra dentro de él. El libro de cánticos, con todas sus hojas, es polvo y la rosa, con todos sus recuerdos, se ha convertido en polvo también. Pero encima siguen floreciendo nuevas rosas, siguen cantando los ruiseñores y el órgano enviando sus melodías. Y uno piensa muy a menudo en la abuelita y la ve con sus ojos dulces, para siempre jóvenes. Los ojos nunca mueren. Los nuestros verán a abuelita, joven y hermosa como antaño, cuando besó por primera vez la rosa roja y lozana, que yace ahora convertida en polvo en la tumba.

    Ana Isabel era un verdadero querubín, joven y alegre: un auténtico primor, con sus dientes blancos, sus ojos tan claros, el pie ligero en la danza, y el genio más ligero aún. Tenía un pequeño que no heredó su belleza, así que ella, como si la fealdad fuera contagiosa, entregó el niño a la esposa del peón para que cuidara de él.

    Ana Isabel entró a trabajar en el palacio del conde, donde ocupó una hermosa habitación que se adornó con seda y terciopelo. No podía darle una corriente de aire, ni atreverse nadie a dirigirle una palabra dura, pues hubiera podido afectarse y eso tendría malas consecuencias. Su trabajo era criar al hijo del conde, que era delicado como un príncipe y hermoso como un ángel. ¡Cómo lo quería! En cuanto al suyo, el propio, el despreciado y relegado, crecía en casa del peón, en donde era más frecuente que se sintiera hambre a que se estuviera cocinando comida, además era raro que hubiera alguien en casa que cuidara del niño. Lloraba, claro que lloraba, de hambre y soledad, de frío e indiferencia; pero lo que nadie oye a nadie apena y así seguía llorando hasta dormirse y mientras se duerme no se siente hambre ni sed. Para eso se inventó el sueño.

    Con los años creció el hijo de Ana Isabel, rápido como la mala hierba. La gente decía, sin embargo, que se había quedado corto de talla. Pero se había incorporado a la familia que lo había adoptado por dinero. Ana Isabel fue siempre para él una extraña. Era toda una dama, que nunca salía sin sombrero, con una casa agradable en la ciudad. Jamás se le ocurrió ir a visitar al peón, pues este vivía demasiado lejos de la ciudad y, además, no tenía nada que hacer allí. El chico era de ellos, de la familia adoptiva, le daban de comer y él podía hacer algo para pagar su manutención, cuidaba la vaca bermeja de Mary. Sabía ya cuidar del ganado y entretenerse.

    El mastín de la hacienda se sentaba al sol, orgulloso de su perrera y ladrando a todos los que pasaban; cuando llovía se metía en la casita, donde se tumbaba, seco y caliente. El hijo de Ana Isabel se sentó al sol en la zanja, tallando una estaca; en primavera había tres freseras floridas que casi seguro darían fruto: aquel era un pensamiento agradable, un pensamiento que a menudo le llegaba de la nada. Allí estaba él, expuesto al viento y a la intemperie, calado hasta los huesos; para secarse las ropas que llevaba puestas no tenía más fuego que el viento cortante. Si trataba de refugiarse en la granja del conde, lo echaban a golpes y empujones, pues las sirvientas y los mozos decían que era demasiado feo y asqueroso. Estaba acostumbrado a aquel trato. Nunca lo había querido nadie ni esperaba nada de un mundo hostil que se empecinaba en relegarlo.

    Y así era como el mundo trataba al hijo de Ana Isabel, no podría ser de otra forma pues su destino era ese: jamás sentir el cariño de nadie. La vida lo había tratado como un insignificante cangrejo de tierra hasta que lo lanzó a la deriva, sin un propósito claro. Fue, entonces, a remar en una mísera lancha, mientras el barquero bebía; sucio y feo, helado y voraz, se habría dicho que nunca estaba satisfecho y, en efecto, así era.

    El año estaba ya muy avanzado, el tiempo era duro y tempestuoso y el viento penetraba cortante a través de las gruesas ropas. Y aún era peor en el mar, surcado por una pobre barca de vela con solo dos hombres a bordo, mejor, uno y medio: el patrón y su ayudante. Durante todo el día había reinado una luz

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