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Tanta sangre vista
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Tanta sangre vista

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Dos generaciones marcadas por las cicatrices de la guerra. Una lucha ya sin rumbo, ni sentido, cargada del ambiente hostil que causa la rutina del conflicto. La Guerra de los Mil Días marcó un momento en la historia colombiana, cargado de avaricia, ansias de poder, violencia y terror, que aún retumban en las páginas de esta novela.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 nov 2015
ISBN9789585917224
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    Tanta sangre vista - Rafael Baena

    Baena

    1

    Apenas el viento barrió con la neblina tensé las bridas de Marengo, clavé los talones en sus ijares y escuché tras de mí el alarido rabioso de cien gargantas tragándose a bocanadas la humedad de la mañana mientras nos lanzábamos colina abajo. Nuestra carga golpeó el flanco de los godos con la fuerza de la sorpresa y semanas de paciente espera llegaron a su fin con una andanada de disparos a quemarropa, golpes de sable y crujir de madera astillada y huesos rotos.

    Se trataba de detener a la caravana de los gubernamentales, ese largo tren de acero y madera erizado de bayonetas que bajaba por el camino de la cordillera para lanzarse sobre las sabanas sin que nada ni nadie, salvo nosotros, se lo impidiera. Ni siquiera el clima, porque ese año el verano había sido tan largo que el antiguo territorio rebelde estaba tan liso como una mesa y los ríos, más que obstáculos, eran caminos de arena sobre los que rodarían con facilidad los carromatos del general Lázaro Hidalgo, prohombre de la patria, protomacho de la nación, adalid de la cristiandad y todos los calificativos que la prensa oficial había creado en medio de la competencia por ver quién lograba el adjetivo que mejor describiera la condición mesiánica del señor presidente, el hombre que pretendía modificar los mapas para ponerlos a su servicio y al de sus amigos.

    Por eso era vital detenerlo allá arriba, en los caminos de la montaña, con la intención de ganar algo de tiempo y permitirle al ejército rebelde organizar una retirada, una de esas que los generales llaman repliegue táctico para salvar su dignidad y su orgullo, cosas que cuidan con más esmero que la propia vida de sus hombres, aunque de boca para afuera le digan a la tropa que se trata del honor militar, no vaya a ser que sus verdaderas motivaciones salgan a flote.

    Eran pocos los jinetes bajo mi mando. Mi gente, me gustaba llamarlos con orgullo paternal, pues tras varios años de cabalgar juntos los conocía como si todos, incluso aquellos que me superaban en edad y en experiencia, fueran mis hijos. Muchos habían matado por primera vez para acatar mis órdenes, y a unos cuantos se les había derrumbado el alma en vivaques donde la desesperanza y las lágrimas eran la ración principal; campamentos en los que la cantidad de dolor, sangre seca y vendajes disparaban las deserciones. Pero los que quedaban conmigo eran mi gente, mis pupilos que se lanzaban tras las ancas de mi alazán de batalla con los sables en alto, los revólveres escupiendo muerte, las piernas aferradas a los flancos de sus monturas y las riendas en la boca, en un intento desesperado por golpear a los invasores.

    Sacudida, la retaguardia goda derrapó de mala manera y sus carros rodaron cuesta abajo en medio del estruendo. Desde la profundidad del abismo nos llegaron los gritos de agonía de algunos soldados asidos con desesperación a los arbustos que crecían entre las rocas. Esa sección de la columna enemiga estaba integrada en su mayoría por jóvenes reclutados a la fuerza, armados con viejos fusiles o simples garrotes con los cuales recibían instrucción durante la marcha, de modo que nuestro ataque no tenía nada de meritorio sino que, todo lo contrario, la que creíamos una gallarda carga de caballería se convirtió en una masacre a mansalva, una acción cobarde que no se diferenciaba de los métodos de hacer la guerra que tanto nos repugnaban del ejército oficial y que nos habían hecho abrazar la causa de la rebelión.

    La vergüenza de saberme responsable de la muerte de niños mal armados me hizo buscar con la mirada a Peregrino, el joven corneta del regimiento, para ordenarle tocar a retirada. Cabalgué a través del caos esquivando cadáveres de hombres, caballos y bueyes, y le encontré sentado sobre los restos de un barril con su clarín empuñado en una mano, las riendas de su montura en la otra y atacado por un temblor incontrolable. Él había estado antes en combate, pero era la primera ocasión en que mataba muchachos de su misma edad y, como si eso le hiciera tomar conciencia de su propia juventud, parecía incapaz de sobreponerse a la experiencia. Cuando golpeé el ala de su sombrero con el canto de mi sable y le ordené llamar a retirada sus piernas saltaron como resortes y empezó a tocar con la misma desesperación que yo sentía ante la necesidad de sacar a mis lanceros de allí, pues ya empezábamos a encajar los disparos de las tropas que iban en la parte media de la caravana y desandaban el camino con la intención de coparnos. Le señalé la ruta de escape cuesta arriba, por el mismo sector del bosque por donde minutos antes habíamos cargado. El sonido del clarín fue perdiéndose entre la niebla y en el acto de seguirle nos reagrupamos llevando de cabestro un botín representado en caballos y algunas mulas cargadas con harina, sal y munición para fusil.

    Nos perdimos de nuevo entre la niebla, como si nuestro destino no pudiera ser diferente a vagar por los filos de la cordillera esquivando al enemigo, pero al mismo tiempo teniéndolo a tiro de fusil. Los gubernamentales eran tantos y contaban con tal cantidad de recursos, que no teníamos la más mínima posibilidad de detenerlos antes de que bajaran a apoderarse de la llanura. Es más, podía apostar que algunos de sus oficiales aconsejaban al presidente Hidalgo que se expusiera a nuestros ataques, porque tras cada escaramuza nosotros quedábamos aún más menguados. Yo conocía bien a algunos de ellos, pues había peleado a su lado, en el mismo bando, en los tiempos en que las cosas estaban claras, cuando lo blanco era blanco y lo negro negro, sin los matices que los políticos, los comerciantes y los leguleyos fueron introduciéndoles a unos ideales que ya no lo eran. Los miembros del ejército regular y nosotros peleábamos ahora por cosas muy fáciles de explicar y de entender: tierras de cultivo y potreros para el ganado. Solo que ellos estaban más cerca de conseguirlos que los rebeldes, desgastados por años de lucha que habían cobrado lo mejor de sus líderes, incluido el general Edmundo Santiago, el primer hombre que había hablado de reforma agraria, antes de caer asesinado durante unas conversaciones que pretendían lograr un armisticio duradero y justo para ambas partes.

    Y aún más lejos de tierras y ganados propios estaban los hombres de nuestro regimiento, condenados a pelear lejos de su tierra una guerra interminable y costosa, con los pies yertos dentro de las botas y unas ganas de echarse monte abajo, hacia los llanos donde esperaban algún día acostumbrarse a vivir en paz y criar hijos a los que el destino no les torciera el rumbo, hijos libres de escoger su camino, hijos que no debieran obedecer órdenes militares ni despertar con el redoble del tambor y los gritos urgentes de los sargentos.

    De momento nos retirábamos aún más arriba, hacia las tierras frías del páramo, donde las hojas de los frailejones eran la única cama posible. Por el camino mal enterramos nuestros muertos porque los piquetes de persecución del enemigo no cesaban de dispararnos, ignorantes de que en cualquier momento podíamos girar grupas y darles otra vez candela. Era evidente que lo suyo no era valentía ni ardor combativo sino estupidez, porque eran blancos tan fáciles de abatir que el sargento Medina, sin desmontar y con la Sharp apenas sostenida con su brazo derecho, consiguió tumbar el caballo de uno de los perseguidores. Aun así, los godos persistían en su afán de rompernos el alma porque nosotros éramos el único y último obstáculo en su bien planeado avance sobre las sabanas, donde esperaban poner punto final al conflicto y repartirse el botín de nuestras tierras.

    Al llegar a una cima desde donde divisábamos la tumba de los lanceros caídos, vimos cómo la avanzadilla del enemigo retiraba las pocas paletadas de tierra con las que habíamos cubierto los cuerpos. Mientras unos los desenterraban, otros apilaban leña en medio del camino con la intención de quemarlos ante nuestra vista para provocarnos y obligarnos a entablar combate. No les faltaba razón, porque la reacción inmediata de buena parte de mis jinetes fue galopar colina abajo en una carga ciega.

    ¡Quietos! ¡Al que se mueva lo quemo!, grité a sabiendas de que sería incapaz de cumplir con la amenaza. Por fortuna Medina se puso de mi parte, porque hubiéramos caído en la trampa si él no detiene con un cantazo de sable a Gutiérrez, el más alborotador de todos, uno de esos tipos a quienes bastaba echarles una ojeada para hacer que uno se preguntara qué demonios iban a hacer con sus vidas cuando se firmara la paz y a todos nos tocara ir a echarles maíz a las gallinas y a criar potros cerreros.

    2

    El abuelo habla, camina por la carrilera y patea con desgano las piedras alojadas entre los durmientes, como si estuviera pasando las cuentas de un rosario mientras mantiene asido a su nieto, no con la callosa mano sino con palabras que parecen encantar los oídos del niño, concentrado en hacer equilibrio sobre los rieles al tiempo que escucha las historias. El monólogo matutino del abuelo es ya una rutina establecida entre ambos amigos, porque eso son, amigos más que abuelo y nieto. Y cómplices también, pues los dos procuran escapar del matriarcado impuesto en casa por la abuela Camila, quien no soporta que algo escape a su control de reina madre inquisidora. Ricardo intuye que Enrique es un espíritu libre para el cual un régimen semejante es poco menos que asfixiante, y por eso le gusta ser uno de los dos conjurados que cada mañana, nada más levantarse de la mesa del desayuno, emprenden el camino hacia la estación del tren para, desde allí, tomar hacia el norte o hacia el sur, dependiendo de si la moneda de la suerte que el abuelo le regaló para su octavo cumpleaños cae sobre la cara, en cuyo caso toman hacia los pantanos del norte, o sobre el sello, que los enrumba hacia los pastizales donde corretean y cocean los potrillos destetados.

    ¡Enrique habla y habla, en parte por el gusto de hacerlo, en parte como forma de exorcizar aquellos demonios del pasado que no le dejan volver a conciliar el sueño después de la meada de las tres de la madrugada. También porque es lo único que se le ocurre para acallar los remordimientos que le asaltan de tanto en tanto por impedir que Ricardo acuda a la escuela. Es una de las pocas batallas que le ha ganado al matriarcado de Camila, pero la luchó como si fuera la última de su vida. No quiero que le llenen la cabeza de cuentos de beatas, ni que le metan el miedo en el alma, había vociferado apoyado en el mango del bastón con el que acababa de trazar una raya imaginaria sobre el piso de la sala. De nada habían servido los argumentos con que su mujer intentó convencerle de que no era tan grave, que después de todo era un colegio estatal, laico y nada confesional, aunque no faltara la clase de religión dictada por el padre Elpidio. No importa, de sotanas, cero. Y no hubo poder humano ni femenino que le hiciera cambiar de opinión. Pero en el fondo le atormenta pensar en el futuro de un Ricardo sin nociones de ciencias exactas, porque de la historia, de la geografía y de los buenos escritores se encargarán él y su hija Merceditas, la menor de la prole, que ve por los ojos del sobrino y parece quererle más que Julia, la que lo trajo al mundo en medio de lamentos que, más que de dolor, parecían de protesta e inconformidad ante la pérdida de la belleza de su cuerpo. Por eso el abuelo no cesa en su monólogo, impulsado por el secreto temor de no alcanzar a educar debidamente al nieto antes de que le llegue el turno de irse para el barrio de los acostados, como llaman al cementerio los lugareños de esta tierra que les ha acogido con calor y desinterés, en el entendido de que se trata de una familia urgida de sumergir el pasado en el lago de la amnesia.

    Sus charlas pedagógicas siempre empiezan con temas prácticos como las capitales de Europa, o el legendario camino de la seda, o el sistema de gobierno de Siam, o la guerra de los treinta años o cualquiera de las guerras que de manera inevitable hacen derivar su memoria hacia rutas más conocidas y familiares, para beneplácito del muchacho, quien percibe el pasado bélico de su abuelo mucho más atractivo y por tanto más educativo que las lecciones sobre aquellos temas que, después de todo, siempre estarán en la biblioteca del tío Ezequiel.

    Ricardo es huérfano de padre desde hace apenas dos años, pero la figura de Manuel Palacio se le ha desdibujado por completo. Dos años son muchos cuando aún se bordea el uso de razón, piensa el abuelo, quien nunca sintió aprecio hacia su desaparecido yerno, un discreto tenedor de libros con un talento para la pintura tan grande como esa timidez que jamás le permitió evadir su destino gris. A Manuel parecía importarle más ejercer su papel de oficinista urbano, de constructor de una sociedad empeñada en recuperar el tiempo perdido tras tantos años de guerras. A los ojos de Enrique tal actitud era poco menos que una claudicación, una pérdida de principios vergonzosa, digna de pusilánimes y no de hombres hechos y derechos como aquellos con quienes había compartido las duras y las maduras.

    De cualquier modo, Manuel fue un buen padre para Ricardo, y es lamentable que no pueda acompañarle y educarle en esta etapa clave de su infancia, aunque bien miradas las cosas no hay mal que por bien no venga, concluye el abuelo al ver a su nieto correr tras un grupo de mariposas para atraparlas con el sombrero. Dado el temperamento apocado de Manuel, es bastante probable que se lo haya transmitido al niño durante los años en que tuvo a cargo su educación, si es que, mala pata, no lo hizo a través de la herencia. Por eso él se siente obligado a prestar especial cuidado a la ilustración del caballerito, como le gusta llamarle para que vaya acostumbrándose a su condición de señor, un título que aun escrito con minúscula es en su opinión el más honroso que puede ostentar cualquier hombre de bien, tanto en la paz como en la guerra.

    De nuevo la guerra, el monotema, su monotema. No puede sacársela de la cabeza aunque se esfuerce. Ni siquiera cuando toma algún libro de la biblioteca de Ezequiel para usarlo como carta de navegación de su charla. Una novela de amor, o un manual de máquinas de vapor, cualquier tema le conduce hasta el suyo. Maldita sea, es molesta semejante obsesión, aunque no demasiado. Después de todo siempre hay que contar con la posibilidad de que Ricardo se vea obligado a alzarse en armas contra algún régimen, o a defender determinado régimen revolucionario que por fin pretenda cambiar las cosas para siempre. Ese tipo de gobierno es atacado por los godos de costumbre, que siempre estarán, mijo, siempre estarán, porque el egoísmo, la avaricia, el afán de poder y la mala leche de la condición humana son tan difíciles de erradicar como la plaga del hormiguillo de los potreros, que convierte a un semental en una belleza inútil parada sobre cuatro corchos quemados.

    Ricardo nunca está más contento en compañía de su cómplice que cuando la charla del viejo deriva hacia los caballos, porque son los personajes que mejor conoce. Los hay de todas clases en el corral de su memoria y sus personalidades, que ambos bautizaron «caballosidades» una mañana en que flotaba en el aire cierto humor zumbón, tienen casi tantos matices como las humanas. Por supuesto, están los nobles corceles, los sementales líderes con carácter indomable que solo acceden a dejarse llevar por tipos que siempre miran más allá de las orejas de su montura. O los apacibles y tranquilos, de andar desgarbado y perezoso, que paran las orejas y se convierten en máquinas batalladoras nada más escuchar el toque del clarín. O los tercos que jamás fueron bien domados o no tuvieron buen trabajo de silla y son un tiro al aire que en veces obedecen y en veces cocean o muerden el brazo de cualquier recluta descuidado. Esas son las caballosidades más divertidas, aun por encima de las pajareras, que se salen de la formación ante el más mínimo reflejo del sol sobre una gota de lluvia y botan al jinete por encima de su cabeza con una súbita frenada en seco. Se aprende mucho de los humanos a través de su relación con los caballos, es una de las lecciones claras que Ricardo tiene gracias a su abuelo.

    3

    Al sargento Gregorio Medina habría que levantarle un monumento, y no solo porque aquel día evitó que la cohesión de nuestra unidad se desmadrara, sino porque sus actitudes y su sentido común nos permitieron sobrevivir a toda suerte de peligros durante los años de las guerras. Tenía un acendrado sentido de la lealtad, no tanto hacia mí y hacia el ejército revolucionario, que alguna vez había sido la fuerza legítima de la república, sino hacia sus amigos y compañeros de armas, que dada su manera de entender el servicio eran su familia. Cabalgar a su lado era un privilegio y él, que parecía darse cuenta de ello, movía su tordillo hacia arriba y hacia abajo de la columna, como queriendo estar al mismo tiempo en todas partes y en ninguna, atento a los detalles, repartiendo consejos más que órdenes a lo largo de la formación. Que una Sharp mal terciada o una canana demasiado rala, que tal o cual sable parecía más un machete para cortar caña que un arma de caballería, que el potro de aquel recluta nuevo estaba tallado por la cincha, que esto o aquello, y siempre con una diligencia que era el rasgo más importante de su personalidad. Yo había aprendido a quererlo y a respetarlo, al igual que todo el regimiento, o lo que quedaba del regimiento. Nos gustaba seguir llamándolo así, Cuarto Regimiento de Lanceros, aunque nuestro diezmado número a duras penas sobrepasaba el de una compañía y quizás el único que sabía empuñar una lanza y emplearla con mortal eficacia durante las cargas era el propio Medina, que conocía todos los secretos de su uso desde la guerra de independencia.

    Sí, lo respetábamos y lo queríamos, aunque tratándose de él el respeto primaba sobre el cariño, sobre todo porque su aspecto no invitaba al diálogo, e incluso sus superiores en rango nos limitábamos a intercambiar con el sargento mayor apenas las cortas palabras necesarias para mantener la tropa en movimiento. El aspecto de Medina era ominoso, por decir lo menos. Repleto de cicatrices, la mayoría de ellas estaban cubiertas por el uniforme, pero no podía ocultar una bastante ancha que le cubría desde la barbilla hasta la frente y pasaba sobre su ojo izquierdo, apagado en medio de la huella escarlata dejada por un sable, o un lanzazo, o vaya usted a saber qué tenebroso instrumento de muerte. Cada vez que ingresaba un recluta, era inevitable que intentara indagar, en vano, por el origen y las circunstancias de la marca exhibida por el hombre que les trataba tan duro y jamás daba muestras de debilidad ni mostraba sumisión ante ningún oficial, sin importar los galones que este tuviera sobre los hombros. Las bandas de sargento mayor en sus mangas parecían darle un poder supremo dentro del regimiento y eso, sumado a la cicatriz, bastaba para hacer de Medina una figura temible.

    El hombre de la cara cortada había sido destinado al Cuarto de Lanceros hacía quince años. La intención del ejército que, como ya dije, constituía en ese momento la fuerza legítima de la república y no una banda de chusmeros, como se nos denominó después, era darle un descanso tras la campaña culminada con la toma del poder y la instauración de una dictadura civil. De paso, se aprovechaba su experiencia para que metiera en cintura a los lanceros de un regimiento que apenas tenía condecoraciones en su bandera y en cambio exhibía un prontuario sin parangón, repleto de motines, deserciones, violaciones, saqueos y asesinatos de paisanos. Ninguna otra unidad militar, en ninguno de los dos bandos, gozaba de tan mala fama y estaba tan deslucida como el Cuarto. Medina asumió la labor de saneamiento con su flema habitual, pero le puso tanto empeño al asunto que apenas en un lustro el regimiento pasó de ser un grupo de hombres de relleno, limitado solo para misiones de reconocimiento y de búsqueda de forraje, a convertirse en la fuerza de tarea hacia la cual volvían los ojos los generales cuando se metían en algún callejón sin salida.

    Ese era Medina, el hombre que con apenas el canto de su sable acababa de sofocar el brote de insubordinación y tomaba la punta de la formación para llevarnos hacia el corte de la montaña, donde nos perdimos para lamer nuestras heridas durante el repliegue y quedar otra vez a solas con nuestros pensamientos. El incidente de allá abajo me dejó muy cabezón, pues desde hacía meses buscaba la manera de garantizar no solo la lealtad sino la disciplina de los hombres de la columna, a quienes ya no podía ofrecerles, como en el pasado, participación en el material incautado o en las tierras ocupadas, costumbre practicada por los ejércitos desde la campaña que culminó con la derrota de las tropas realistas durante la primera gran revolución. Ahora, dadas las circunstancias y la evolución de la guerra, permanecía la brumosa promesa de finca propia, pero era una posibilidad tan remota que ya ninguno la mencionaba.

    Por eso ahora que veía a los lanceros envolver con trapos los cascos de los caballos para que nuestra marcha sobre las piedras no retumbara entre los valles, era inevitable preguntarme por qué carajos peleaban. Podía ser por mí, porque todos me habían jurado lealtad y era más que sabido que muchos de ellos incluso me querían. Estaba la posibilidad de que lo hicieran por respeto y miedo a Gregorio Medina, quien ponía en la caza de desertores casi tanto empeño como en el combate. Incluso no faltarían aquellos que aún se permitieran soñar con una pequeña hacienda ganadera cuando llegara la paz, pero seguro eran menos que aquellos que aún sufrían la fiebre juvenil del amor a las armas, y más si estas eran las de la caballería, que jamás dejarán de tener cierto encanto romántico en las impresionables mentes de los jovencitos, gracias a los desfiles del día de la independencia.

    Pero ya muy pocos eran jóvenes y bastaba verles las caras a la mayoría de ellos para darse cuenta de que ninguna de esas razones era suficiente para retenerlos en las filas. La verdad es que peleaban por costumbre, porque no sabían hacer nada más, porque a lo mejor tanta sangre vista y tanto retumbar de cañón les habían aturdido las entendederas, lo cual explicaba ese

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