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La universidad. Estudios sobre sus orígenes, dinámicas y tendencias: Vol. 4. Historia universitaria: los movimientos estudiantiles
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La universidad. Estudios sobre sus orígenes, dinámicas y tendencias: Vol. 4. Historia universitaria: los movimientos estudiantiles
Libro electrónico486 páginas6 horas

La universidad. Estudios sobre sus orígenes, dinámicas y tendencias: Vol. 4. Historia universitaria: los movimientos estudiantiles

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La Pontificia Universidad Javeriana se complace en ofrecer al mundo universitario la presente obra, que recoge la mayoría de los escritos del P. Alfonso Borrero Cabal, S.J., sobre la historia, la naturaleza, las características, funciones, realidades y proyecciones futuras de la universidad. Se trata de una colección de trabajos gestada a lo largo de muchos años, fruto de su intensa experiencia universitaria, de una paciente investigación personal, y de una continua interacción con sus colaboradores, colegas y amigos universitarios. La obra, tal como se presenta en la presente edición, consta de siete tomos organizados de la siguiente manera: los cuatro primeros recogen las conferencias relativas a la Historia de la universidad; el tomo V agrupa las conferencias sobre los Enfoques o la filosofía universitaria; el tomo VI se refiere a la Organización de la universidad y el tomo VII a la Administración universitaria. Confiamos en que los lectores sabrán descubrir y gustar la pureza del pensamiento del autor, considerado como uno de los mejores conocedores contemporáneos de la universidad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 jul 2008
ISBN9789587168099
La universidad. Estudios sobre sus orígenes, dinámicas y tendencias: Vol. 4. Historia universitaria: los movimientos estudiantiles

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    La universidad. Estudios sobre sus orígenes, dinámicas y tendencias - Alfonso Borrero Cabal

    GENERAL DE LA COMPAÑIA DE JESÚS Y

    GRAN CANCILLER DE LA UNIVERSIDAD

    Adolfo Nicolás Pachón, S.J.

    PROVINCIAL DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS EN COLOMBIA Y

    VICE-GRAN CANCILLER DE LA UNIVERSIDAD

    Gabriel Ignacio Rodríguez Tamayo, S.J.

    RECTOR DE LA UNIVERSIDAD

    Joaquín Emilio Sánchez García, S.J.

    RECTOR DE LA SECCIONAL DE CALI

    Jorge Humberto Peláez Piedrahita, S.J.

    CONSEJO DE REGENTES

    Gabriel Ignacio Rodríguez Tamayo, S.J. (Presidente)

    Eduardo Uribe Ferrero, S.J.

    Luis David Prieto Martínez

    Alberto Múnera Duque, S.J.

    Julián Garcés Holguín

    Guillermo Hoyos Vásquez

    Joaquín Emilio Sánchez García, S.J.

    Mary Bermúdez Gómez

    Jorge Humberto Peláez Piedrahita, S.J.

    Álvaro Vélez Escobar, S.J. (Secretario)

    CONSEJO DIRECTIVO UNIVERSITARIO

    Joaquín Emilio Sánchez García, S.J. (Presidente)

    Jorge Humberto Peláez Piedrahita, S.J.

    Consuelo Uribe Mallarino

    Vicente Durán Casas, S.J.

    Iván Solarte Rodríguez

    Antonio José Sarmiento Nova, S.J.

    Sergio Bernal Restrepo, S.J.

    Roberto Enrique Montoya Villa

    Pablo José Quintero Delgado

    Catalina Martínez de Rozo

    Ismael Rolón Martínez

    Aura Bernarda Parra Santos

    Fabio Ramirez Muñoz, S.J

    Ángela María Robledo Gómez

    Víctor Hugo Restrepo Botero

    Jaime Alberto Cataño Cataño (Secretario)

    La Universidad

    ESTUDIOS SOBRE SUS ORÍGENES,

    DINÁMICAS Y TENDENCIAS

    Alfonso Borrero Cabal, S.J.

    TOMO

    IV

    HISTORIA UNIVERSITARIA:

    LOS MOVIMIENTOS

    ESTUDIANTILES

    Compañía de Jesús

    Pontificia Universidad Javeriana

    Comité editorial de la obra

    La Universidad. Estudios sobre sus orígenes, dinámicas y tendencias 

    Gerardo Remolina Vargas, S.J.

    Jairo H. Cifuentes Madrid

    Arnoldo Aristizábal Hoyos

    Nicolás Morales Thomas

    Nelson Arango Mozzo

    Recopilación de textos

    Consuelo Gutiérrez de González

    Reservados todos los derechos

    © Compañía de Jesús

    © Pontificia Universidad Javeriana

    Derechos exclusivos de publicación y distribución de la obra

    Primera edición: Bogotá, D.C., septiembre de 2008

    ISBN de la obra: 978-958-716-121-2

    ISBN del tomo: 978-958-716-132-8

    Número de ejemplares: 500

    Borrero Cabal, Alfonso, S.J., 1923-2007

    La Universidad. Estudios sobre sus orígenes, dinámicas y tendencias / Alfonso Borrero Cabal, S.J. -- 1a ed. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana,  2008.

    7 v. : ilustraciones, cuadros, diagramas y gráficas; 24 cm.

    Incluye referencias bibliográficas.

    ISBN: 978-958-716-121-2 (obra completa)

    978-958-716-122-9 (v. 1)

    978-958-716-130-4 (v. 2)

    978-958-716-131-1 (v. 3)

    978-958-716-132-8 (v. 4)

    978-958-716-133-5 (v. 5)

    978-958-716-134-2 (v. 6)

    978-958-716-137-3 (v. 7)

    Vol. 1. Historia universitaria: la universidad en Europa desde sus orígenes hasta la Revolución Francesa. -- Vol. 2. Historia universitaria: la universidad en Europa desde la Revolución Francesa hasta 1945. -- Vol. 3. Historia universitaria: la universidad en América, Asia y África. -- Vol. 4. Historia universitaria: los movimientos estudiantiles. -- Vol. 5. Enfoques universitarios. -- Vol. 6. Organización universitaria. -- Vol. 7. Administración universitaria.

    1. UNIVERSIDADES. 2. UNIVERSIDADES - HISTORIA. 3. MOVIMIENTOS ESTUDIANTILES. 4. ADMINISTRACIÓN UNIVERSITARIA. 5. AUTONOMÍA UNIVERSITARIA. 6. PLANIFICACIÓN UNIVERSITARIA. 7. EDUCACIÓN SUPERIOR - HISTORIA.

    CDD   378 ed. 21

    Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca General

    __________­­­­­____________________________________________________________________

    ech. Julio 28 / 2008

    LAS CRISIS UNIVERSITARIAS EN LA HISTORIA

    El desajuste político causado por la Revolución Francesa y las subsiguientes conquistas napoleónicas devastaron el panorama universitario de Europa, complementado, desde el ocaso del siglo XVIII, con las nacientes instituciones de formación práctica y tecnológica para los entrenamientos militares y las nuevas profesiones exigidas por el auge empresarial, prolífico desde la centuria decimonónica.

    En 1789, había en el Viejo Continente ciento cuarenta y tres universidades, de las cuales sólo subsistían ochenta y tres en 1815, pues, en Francia, veinticuatro habían sido abolidas o sustituidas, en doce ciudades, por escuelas especiales o facultades aisladas; en Alemania, dieciocho de sus treinta y cuatro universidades desaparecieron y, en España, sólo diez de las veinticinco universidades preexistentes daban señales de vida. Después de quince nuevas fundaciones, Europa contaba con noventa y ocho universidades hacia mediados del siglo XIX, cuando ya la expansión universitaria cubría casi la redondez del orbe¹.

    La vigésima centuria, que vivió el agobio de la Primera Guerra Mundial y apenas si dispuso de tiempo para remover escombros y concebir y brillar armas nuevas para la Segunda, encontró cuatrocientas once instituciones de educación superior, con veintiséis en Latinoamérica, más las establecidas por los nuevos Estados del mundo, modeladas al modo de los estilos universitarios nacidos a partir de 1800, insertas en los nuevos escenarios que transformaban la fisonomía cultural, política, científica y económica del universo, y a la vista de una demografía inflada y trashumante.

    Recogida la primera gran cosecha de la Revolución Industrial, cifras aproximadas a unos cuarenta millones de emigrantes europeos, y de chinos unos nueve quizás, dejaron sus continentes para cruzar los mares. Aquéllos, a América y a Australasia. Los amarillos, en parte, hacia los mismos destinos o a intentar fortuna en la orla tropical y la Rusia asiática.

    ¿Cuántas de estas y otras migraciones retornaron?, imposible calcularlo. Los muchos más permanecieron porque con tal propósito habían emigrado y contribuyeron a poblar la periferia del globo. Antes de la aviación comercial, otro vuelco de los medios de transporte y comunicación avecindaba las relaciones intercontinentales. Se abulta el intercambio de productos en masa.

    La industria pulula. Entretejió y compactó mercados. Apretó las ciudades. Pero la pujanza productiva demostraba mayor fuerza, y fuerza mayor en la Europa noroccidental donde tan magno incremento había nacido. Luego, en los Estados Unidos y en el polo opuesto de Japón, que anunciaba las primicias precursoras de su despampanante desarrollo².

    El auge incipiente de las comunicaciones, hijo de la industria, acercó las culturas, pero sin unirlas. Les redujo distancias pero les interpuso lejanías espirituales. Ortega y Gasset describe las causas y efectos de la barahúnda cultural a la manera de bocanadas y montones de hombres proyectados sobre la historia con premura acelerada. Si no era fácil saturarlos de la cultura hallada en tierras desconocidas, menos aún podrían mantenerse asidos a las raíces de la tradición, dejadas en el albergue lejano de sus mayores.

    Las universidades crecían y aumentaban. Aparecen los montajes postsecundarios y de la educación permanente. Hubo anticipos de una inminente crisis educativa. Dominio de las ansias industriales y comerciales interesadas en instruir las masas en las técnicas de la vida moderna, sin lograr educarlas³.

    Todo esto se sentía en el orto del siglo. El progreso industrial congestionaba las ciudades y transformaba los regímenes de la vida humana. El enorme progreso material se dejó venir combinado con el empobrecimiento y la confusión de la cultura.

    Otra pincelada significativa parte de los días previos a la Primera Guerra, y se alarga y acentúa cuando el segundo conflicto bélico termina. En la primera posguerra, la humanidad recogió los fragmentos de una cultura desarticulada. Junto a las presiones actuantes a lo largo de la guerra, hubo fuerzas no menos poderosas en cada nación, corrosivas de la unidad cultural del mundo y la integridad intelectual. Hermann Goering, designado primer ministro de Prusia en 1933, diría echar mano al revólver cuando oyera la palabra cultura.

    A partir de 1920, afirma David Thomson, se dio el divorcio entre el artista creador y su público, advertido en 1914. El desarrollo artístico develó la manía de formar agrupaciones e intentar experiencias esotéricas, torturando esfuerzos de autoexpresión, sólo apreciables por quienes se situaban por fuera del resto de la humanidad. En la poesía y las bellas artes, los artistas de nueva generación consideraron inadecuadas las líneas suaves para expresar la ansiedad incierta de la posguerra, y prefirieron la expresividad del verso libre, la disonancia y el surrealismo. En pintura y en poesía, el gusto cubista discurrirá del dadaísmo hacia el surrealismo, proclamando en el trayecto los elementos del absurdo en el arte y la identidad de los contrarios.

    Los rasgos principales de la actividad cultural en Europa sumaron el resultado de los conflictos internos, ya existentes en 1914, exagerados por las relaciones contra el nacionalismo posbélico. Digo nacionalismo, pues no obstante su fuerza centrípeta, las nuevas tendencias culturales y artísticas viajaron por el mundo en alas de los nuevos medios de la comunicación.

    La nueva cultura fue de las masas. A raíz de estos hechos, prosigue Thomson, el consumo de la cultura en los tiempos modernos superó su producción, y la historia cultural en los años entre las dos guerras no puede apreciarse sólo a la vista de sus nuevos escritores y artistas. Los medios de difusión de la cultura se desarrollaron mucho más de lo logrado hasta entonces, y quizás más que la cultura misma. La nueva cultura se internacionalizaba, pese a los esfuerzos por nacionalizarla. Esfuerzos hubo para hacerla más doméstica e interna, y espiritualizarla. Pero aun el arte ruso, imán de tantas novedades, fracasó en su doble propósito. También sucumbieron los propósitos de sistemas fascistas de Italia, Alemania y España, durante el estrecho espacio de aparente paz.

    Por las fronteras del saber, la producción y el consumo de nuevas ideas se superaron más en las ciencias que en las artes. Los países occidentales –;afirma Thomson–; concederán medios mayores al servicio de la educación científica y tecnológica, los gobiernos dedicarán cuantiosas sumas para la investigación científica e industrial. La ciencia develó su rostro escondido: la tecnología. En muchos aspectos, la Primera Guerra Mundial fomentará el acopio de conocimientos científicos útiles. Los medios y el saber médicos se amplían en casi todos los países.

    Las ciencias matemáticas y físicas progresaron y retuvieron su índole internacional, y en los años treinta se toparon con crecientes obstáculos por parte de los celosos Estados de partido único, mientras en los democráticos el saber científico se acumulaba y circulaba con amplia libertad. Después de 1945 los hombres de ciencia tendrán motivos para preocuparse por el conflicto entre las exigencias nacionalistas y sus deberes humanitarios y por la búsqueda objetiva de la verdad, conflicto que tanto había atosigado, dos decenios atrás, a los hombres de letras.

    Entretanto, lo político, visto en conjunto el escenario mundial de 1914, muestra como rasgo sobresaliente el impacto de las potencias expansionistas sobre las de corte más antiguo y poco elásticas, y el efecto sobre las relaciones entre las potencias expansionistas. Tal era el esquema de la situación. Rusia, Japón, Gran Bretaña, Alemania y Francia chocaban en China, y Rusia, Italia, Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos, en el Imperio Otomano. Los impactos estimularon la revolución nacionalista, seguida de otras rebeliones nacionales, algunas separatistas en el seno de esos antiguos imperios.

    Así era la situación de Europa tras un semi-internacionalismo que organizó las naciones en dos grupos, sin ofrecerles vínculos de amistad. Apenas si pueden concebirse condiciones más desfavorables para la paz y la guerra. El equilibrio era tan delicado, que un soplo podría destruirlo, y las enormes fuerzas de ambos lados estaban tan equiparadas, que una lucha entre ellas sería arrolladora. En ese sentido, el éxito mismo del equilibrio de poder fue su némesis.

    La ruptura del equilibrio hacia la guerra aconteció el 28 de junio de 1914. Por la acción magnicida de un estudiante, el archiduque Francisco Fernando, heredero al trono de Austria, y su esposa cayeron asesinados en Sarajevo. Lewis Feuer señala algo por lo general dejado en el olvido: el asesinato de Sarajevo fue también consecuencia del conflicto generacional y de la imposición de rasgos psicológicos del movimiento estudiantil al proceso de cambio político.

    A comienzos del siglo XX germinó en Bosnia una nueva clase estudiantil, producto de las becas y subsidios otorgados por el gobierno servio a las sociedades de beneficencia. Hijos de campesinos bosnios fueron a las universidades de Belgrado, Zagreb y Viena. Allí los compenetró la literatura revolucionaria de Bakunin, Ibsen, Kropotkin. Aprendieron a odiar la mentalidad campesina y sumisa de sus padres, mientras se asqueaban de los austrohúngaros opresores. En 1913 el gobierno austríaco introdujo algunas revisiones reformistas de corte liberal.

    Todo en vano. Los jóvenes, impacientes, miraban con desdén esta situación medieval del parlamento. Para ellos, los partidos políticos existentes, voceros de la burguesía, recurrían de modo exclusivo a procedimientos legales, y eran sólo el reflejo de una vieja generación condescendiente. La nueva generación, la joven Bosnia, desaprobaba a los políticos y los medios lícitos de oposición. Nutrida de violencia, prefería los recursos violentos.

    La conspiración para asesinar en Sarajevo al archiduque Francisco Fernando fue obra de tres estudiantes: Trifko Grabezh, Vladimir Gatchinovitch, verdadero inspirador del regicidio, y Bogdan Zherajitch. Con sus dudas, su desesperación y su designio autodestructivo, eran prototipo de la joven Bosnia. Sería erróneo –;escribe Feuer–; atribuirle a la mano agresiva de Gavrilo Pricip la causa de la Primera Guerra Mundial. Pero el magnicidio fue la realización culminante del movimiento estudiantil yugoslavo. No fue sólo el acto aislado y demencial, sino la consecuencia de ideas y emociones activistas del movimiento estudiantil, según lo relata Gatchinovitch:

    Nosotros, los más jóvenes, debemos rehacer la historia. Traer la luz del sol a nuestra aterida sociedad. Despertar a los muertos y dar ánimo a los resignados. Debemos librar batalla implacable contra el pesimismo, el temor y la falta de ánimo; nosotros, los ¡mensajeros de las nuevas generaciones y de la nueva humanidad! Si sentimos una convicción más fuerte que el apego a la vida y un amor capaz de levantar a la gente de sus tumbas, venceremos⁴.

    Otras guerras, asevera Thomson, hubo más largas y crueles. Pero el estallido de 1914 era novedoso en la historia de la humanidad. Fue la guerra de masas incrementadas desde principios del siglo XIX. Fue el primer conflicto general entre los Estados nacionales del siglo XX, organizados y capaces de aprovechar la energía ciudadana; de movilizar la capacidad productiva de las industrias pesadas, y de utilizar los recursos tecnológicos para el logro de nuevos medios destructores.

    Era la primera guerra de escala suficiente para dislocar las economías del mundo, entretejidas en el siglo precedente. Desde un principio se vio que semejante guerra resultaría, además de destructiva de vidas y bienes, también de mayor alcance y de incalculables e incontrolables consecuencias.

    Una tras otra, las potencias y naciones cultas del mundo se armaron para el conflicto por consideraciones de seguridad nacional y de prepotencia individual. A estos intereses se mezclaron otros de cuño idealista moral y liberal. El rasgo principal de los problemas entre manos de los encargados de hacer la paz en 1919, fue, sin duda, esa confusa combinación de pretensiones morales y realistas.

    Por estos y por muchos motivos y ansias no satisfechas, la semilla de la Segunda Guerra quedó sembrada al culminar la primera. Hacia 1936, las naciones vencedoras –;si las hubo–; y cualesquiera hubieran sido las vencidas, todas habían recuperado su potencia.

    En el período interbélico, opina Franz Marek, al menos las universidades europeas estuvieron dominadas por todos los grupos estudiantiles reaccionarios, patrioteros y racistas⁵. Quizás esto explica la sumisión de la juventud alemana a la furia hitleriana, gestora principal de la segunda contienda.

    1. RECUENTO DE ANTECEDENTES DE CRISIS UNIVERSITARIAS

    La vida universitaria no ha sido siempre edénica. Bien está volver pie atrás en la historia para hacer recuento de las crisis universitarias de tiempos idos; hilarlos con los nuestros, y advertir cómo las universidades nunca han vivido paraísos de paz. Nos sorprenderemos, porque no todo tiempo pasado fue mejor.

    Noticia hubo de los sucesos de Bolonia en los siglos XII y XIII, causantes de migraciones universitarias hacia diversas ciudades norteñas de Italia. De los habidos en Francia desde tiempos de Felipe Augusto y de cuantos agitaron la Europa central en los siglos XIV y XV. Conocimos los conflictos entre las autoridades y la academia: town and gown controversies, desde el siglo XIII impulsadas por la fuga de bandadas de maestros y estudiantes hacia Cambridge, disturbios activos en las dos centurias subsiguientes. España no se quedó atrás, pese a las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio, con sus normas sobre la conducta estudiantil y las relaciones entre los studia y las autoridades del lugar.

    En su momento recordaremos cómo la floración universitaria de sus tres primeros siglos, apenas si significó reforma y renacer a partir del Renacimiento y la Reforma, pese a haberse inaugurado los primeros lapsos de la Revolución Científica. Las universidades se comportaron capciosas ante el pensamiento de Copérnico⁶.

    Más tarde, sensible mengua de la autonomía académica –;autonomía del saber–; frente al absolutismo de los poderes imperiales o regios. Desde principios del siglo XVI, las iniciales formas de la civilización institucional de la Edad Media, cuna de las universidades, empezaron a descaecer: el feudalismo, los gremios o guildas, la Iglesia misma como institución humana, pero ante todo divina. Todo lo medieval fue mal visto. Vendrá la nueva clase media emergente de mercaderes y científicos. Pero más que un grupo unido, será el agregado de individualismos.

    Para todos ellos, las universidades y los monasterios, recintos del saber, llegaron a ser de menor valía. La Iglesia, los gremios, las corporaciones, les resultaban fastidiosas. Querían un nuevo orden de cosas donde cada quien pudiera salir adelante con su actividad individual. Los grandes pensadores de los siglos XVI y XVII estaban en cierta manera desprendidos de las universidades.

    A Erasmo le interesaban más los impresores. Bacon, Harvey, Descartes, Galileo, Leibniz, desentendidos en alto grado de los colegas universitarios por parecerles reaccionarios, se acogieron al mejor amparo de los gobernantes. Cuando Lutero, Descartes, Galileo o Leibniz cambiaron de residencia, no fue, como antaño, para emigrar a alguna universidad más prestigiosa, sino en procura de sombra protectora cabe los príncipes.

    Se hendió la unidad del saber, sustento de la cohesión universitaria, a causa de nuevos saberes creados en el Renacimiento por fuera de los linderos universitarios, en academias e instituciones como el Colegio de Francia (1530). Incapaz la universidad de absorber todo el ímpetu sucesivo de la ciencia experimental, fue de condición tímida para asimilar las nuevas filosofías germinadas en reductos ectópicos.

    Con todo y esto –;afirma Alfred North Whitehead, de quien tomo estos pensamientos–;, las universidades sobrevivieron a esos cambios, con éxitos superiores a otras instituciones procedentes del Medioevo. En cierto modo pasaron a vivir buenos tiempos, a pesar de haberse encogido a estrechos nacionalismos⁷.

    Estos y otros eventos nos imanan para pensar en muchas causas de decadencia universitaria, suficientes para haber producido la muerte de las instituciones, desprovistas, desde la Reforma, de esa unidad de fe, unidad religiosa y también científica, y unidad de pensamiento. Desdeño de la teología, sangre y aliento y otrora congénito principio de la cohesión institucional. Menos universal y autónoma, menos científica en el sentido de la scienza nuova de Galileo, víctima de la Inquisición ciega, quien morirá después con ceguera senil, pero abiertos los ojos de su mente al principio enunciado por Copérnico.

    ¿Qué le restó a la institución universitaria de sus notas esenciales, despojada también del monopolio sobre el saber humano?, ¿cómo seguir siendo árbol institucional de la sociedad, con qué savia? ¡Y menos institución! Triunfante la Revolución Francesa, en actitud violenta contra todo lo institucional de su tiempo, por Ley del 5 de septiembre de 1793 el Directorio embistió contra la institucionalidad universitaria para crear las escuelas especiales. Luego, Napoleón, militar y organizador en fin de cuentas, expidió leyes a granel para montar a su arbitrio la universidad imperial. Mas, sin ciencia, sin autonomía, sin universidad, sin investigación, cuyas proyecciones el cónsul y después emperador no pudo percibir.

    Si quisiéramos buscar en la historia de las universidades una crisis de muerte, óbito y funeral florido, la encontraríamos en el ápice crítico del marchitamiento universitario del siglo XVIII. Por entonces estaba también deteriorada la universidad de la contrarreforma española: Alcalá de Henares, fundada por la mente amplia y clara del cardenal Cisneros. Luego, en el siglo XIX, las universidades hispanoamericanas se verán privadas del ropaje salmantino, e ingenuas se inclinarían ante el profesionalismo militarizado de Napoleón. En fin, tan menoscabado llegó a estar el bello logos-universidad, que Wilhelm von Humboldt y los pensadores alemanes de principios del siglo XIX, quizás inconscientemente lo trastocaron por el insípido término establecimiento.

    Las debidas relaciones entre la investigación y la docencia, desde finales del siglo XVIII, también le lanzaron a la institución universitaria un reto aún no bien solucionado: en el siglo XVIII –;dice Stephen D’Irsay–; se advierte el movimiento convergente y eficaz de esfuerzos dispersos durante los dos siglos precedentes. Las universidades se disponen a no limitarse a la enseñanza, y a la investigación científica y al trabajo libre les reconocen su función legítima en todos los dominios de la inteligencia.

    Gotinga (1734) llegó a ser la primera fundación moderna de tal género: al trabajo científico puro dedicó su célebre biblioteca, sus hospitales, su jardín botánico. Mas pese al espíritu práctico y utilitarista de la época universitaria, se requerirá el esfuerzo de tres generaciones para convencer de la legitimidad y la grandeza, inmanentes aun en los más humildes esfuerzos de investigación⁸.

    2. AJUSTE DE CUENTAS CON EL SIGLO XIX UNIVERSITARIO

    Le llegó su fin al siglo XVIII. De la universidad decimonónica y sus movimientos estudiantiles, noticias hubo en abundancia. A ellas remitimos, y al desenvolvimiento de los modelos o modos de ser universitarios, conformados desde el primer decenio de 1800.

    Avancemos, mejor, hacia el término del siglo XIX, 1885, cuando Hastings Rashdall escribía las páginas finales de su Historia de la universidad medieval. Por entonces, el historiador inglés sometía a juicio de inventario el decurso histórico de las universidades, incluida la decimonónica, y muchos, como al término del siglo XX, sentenciaban a muerte la varias veces secular institución del saber y de la ciencia. Leyendo a Rashdall hallaremos, reinstauradas, pero sin mucho de novedoso, las dudas o interrogantes de hoy en torno a las misiones y funciones de la institución universitaria.

    2.1. Crítica a la universidad investigativa alemana del siglo XIX

    Rashdall, cuando escribió, estaba avisado de las críticas del siglo XIX contra el clásico modelo investigativo de la universidad alemana, y quizás avizoraba las venideras en el temprano siglo XX.

    Friedrich Nietzsche (1844-1900), en conferencias dictadas en 1871 y 1872, descubrió vigentes dos tendencias: una antielitista y otra favorable al sometimiento de la autonomía y las libertades académicas a las exigencias del Estado. Fustigó ambos desvaríos, fiel a los principios del modelo neohumanista de Humboldt. Paul de Lagarde acusó su visión crítica sobre los insoslayables defectos de la didáctica propia del modelo clásico germano⁹.

    Max Weber (1864-1920), en 1918 preconizó el deber vocacional y profesional de la universidad alemana –;antinomia del modelo clásico–; al registrar la irretractable división de la ciencia, entrada en un estadio de especialización antes desconocido, y en el cual se mantendría para siempre, subyugada bajo la fragmentación científica y técnica del trabajo. Weber advirtió incongruencias prácticas de la simbiosis de investigación y docencia. Pues si en armonía con el modelo clásico, las universidades alemanas debían responder a esta noble exigencia, aseveró: "La posibilidad de darse unidas estas dos funciones en un mismo individuo es una simple casualidad¹⁰".

    Deprimido también por la intromisión de lo político en lo científico, Weber no dejó de subrayar que la política no tenía nada que hacer en las aulas, y que las virtudes del político son incompatibles con las del hombre de ciencia; mas pese a su preocupación por separar ambas actividades, en su aguda conciencia las veía inexorablemente ligadas¹¹ porque, pensaba Weber, los medios de destrucción puestos por el progreso de la ciencia en manos de los jefes civiles o militares se habían hecho tan desmesurados, que los sabios, autores de esos descubrimientos y de sus aplicaciones, se interrogaban sobre su personal responsabilidad.

    Todo aumento en la capacidad de producir se ha visto acompañado, desde hace algunos siglos, por un incremento en la capacidad de destruir. Weber escribía al término de la Primera Guerra. De donde su invocación a la autonomía universitaria para impedir las reiteradas e imponentes intromisiones oficiales en los debidos destinos del saber científico.

    En cuanto al gobierno de las universidades, Weber suscribió la usanza del modelo clásico alemán: el poder de la razón o liderazgo científico sobrepasa el poder de la tradición y del carisma electorero. Los juegos democráticos frente a la antinomia entre selectividad y educación científica deben ceder ante los imperativos de la aristocracia espiritual.

    Weber también objetó el ingenuo optimismo que festejaba en la ciencia, es decir, en la técnica científicamente fundamentada, el camino hacia la felicidad, pero aceptó el presupuesto utilitarista de la ciencia y de la creatividad para el desarrollo, y de manera afín develó los óbices a la investigación en cuanto tarea de la universidad moderna. Ya la universidad alemana del siglo XIX había pactado alianzas entre la investigación y la docencia, y del profesor y del alumno en torno al esfuerzo investigativo.

    Por entonces, la universidad norteamericana coronaba sus instituciones con el posgrado investigativo. Investigar se estaba haciendo una más firme realidad hasta aceptarse, de hecho o de palabra, la insubsistencia de la enseñanza superior si se tornaba de espaldas a la búsqueda investigativa.

    A pesar de tan encumbrados ideales, después de la Segunda Guerra Mundial y no obstante las experiencias germana y norteamericana, las universidades del mundo seguían averiguando los modos para unir investigación y docencia. Pedagógicamente hablando, fue la respuesta, el aprendizaje ha de surgir a propósito de la investigación, como hoy lo pretenden los sistemas pedagógicos de la educación personalizante¹².

    Visto el asunto desde otro ángulo, la cuestión subsiste, impositiva como un reto: ¿ha de ser la investigación una actividad personal del profesor, incluso para enaltecer su fama, incrementar su salario y renovar sus publicaciones? Para lo cual se asesoraba de estudiantes, como si fueran los cargaladrillos del maestro alarife. Pero las revueltas parisienses del mayo de 1968 demostraron el rechazo estudiantil a esta tarea. En Berkeley, cuatro años antes, muchos estudiantes buscaban a los profesores investigadores para conocerlos, pues los tales no habían tenido contacto con el alumno.

    Weber se había preguntado si la investigación habría de ser labor de unos cuantos profesores, los más cualificados y mejor pagados. ¡Que sean otros quienes enseñen!

    O, según Weber lo afirmó con afín alusión, no le bastaría al profesor estar cualificado como sabio, sino también como docente, y estas dos cualidades no se implican entre sí ni muchísimo menos. Alguien puede ser un sabio excepcional y al mismo tiempo un desastroso profesor.

    Estructural e institucionalmente, a la universidad le compete investigar. Pero ¿es ésta misión exclusiva de los institutos, centros y laboratorios universitarios? La universidad no investiga, dijeron los estudiantes alebrestados de Berkeley en 1964: investigan los institutos y, en ellos, ¡sólo unos pocos investigadores!

    Vistas sus metas, ¿ha de ser pura la investigación proclamada como función universitaria?, es decir, ¿desentendida de la aplicación útil e inmediata? ¿Es libre o debe estar planificada y concertada por alguien? ¿Es indiferente que cada disciplina lo haga por sí misma, olvidadiza de las otras, con rechazo a cualquier límite, así sea éste de orden ético, moral, jurídico? ¿Ha de ser interdisciplinaria? ¿La investigación deberá tener intereses lucrativos y sumisos al poder que la contrata, la financia, la impone, la conduce? Este es el debate actual sobre la pertinencia de la investigación.

    Ante la exigencia de una nueva clase de cultura popular sistemática, Max Scheler (1874-1928) concluyó por afirmar la necesidad de una universidad popular. Para esta exigencia hubiese bastado, dice un investigador mexicano, buscar la adecuada organización de los departamentos de extensión universitaria y exigir una verdadera constitución democrática de la universidad. Porque no se dan, en buena tesis, universidades populares y universidades antipopulares.

    La universidad es simplemente universidad. Pero Scheler osó llevar la universidad al banquillo de los acusados. Quiso una universidad popular, no marxista, en consonancia con una nueva Alemania republicana y democrática. A este efecto, Scheler propuso como objetivos universitarios: la conservación y transmisión de los supremos bienes del saber y de la cultura, la enseñanza e instrucción metódica y pedagógica de profesiones especializadas, la continuación metódica de la investigación científica y la formación y cultivo espiritual e integral de la personalidad humana.

    Para estas metas, el filósofo no insistió en un totum comprehensivo y conjugante. La universitas, pensaba él, ya no es posible. Era necesario abrirle paso a una lenta superación y distribución de las tareas fundamentalmente distintas, correspondientes a cinco categorías de personas, a saber: profesores competentes en las diferentes disciplinas, investigadores, mentalidades sintéticas, educadores del pueblo y, en fin, ideólogos sociales y políticos¹³.

    2.2. Las dudas del historiador británico

    Si el talante alemán de la universidad se plegó a críticas severas en el mismo siglo que lo gestaba, igual suerte corrieron los restantes modelos universitarios, de los cuales sin duda alguna estuvo Rashdall muy bien enterado. Retornemos al pensamiento del historiador británico para continuar la defensa institucional, pues hacia el lindero final del siglo XIX fue de moda, igual que ahora, hablar de crisis universitaria y augurarle a la institución su deceso fatal.

    Cuantos consideren el término medieval –;afirmó Rashdall–; como sinónimo de ideales, o aquellos para quienes éste significó un abuso, coinciden en suponer la subsistencia de las universidades. Tal es la hipótesis. Sin embargo, las universidades no existieron en las sociedades más cultas de la Antigüedad.

    Advirtamos cómo el historiador inyecta de entrada fuerte dosis de sospecha sobre la necesidad de la institución universitaria, con argumento expandido bajo más de trece siglos de cultura, frente a ocho de la era universitaria. Y él mismo lo apuntó: Es errado dar este nombre a las escuelas de Atenas o de Alejandría. Esos fueron otros modelos, otros cauces del saber.

    Pero Rashdall dio pasos adelante para hesitar sobre la universidad hecha institución, por ser ella, en su origen, una típica criatura del Medioevo:

    El genio de la Edad Media –;aseveró–; se hizo patente, sobre todo, en la creación de instituciones. Éstas son más grandes, quizás más imperecederas, que sus catedrales. La universidad es, a las claras, una institución medieval, (...) y es curioso ver cómo y en qué gran medida, dicha idea aún gobierna nuestros sistemas modernos de educación. (...) Ella, la universidad, es una creación tan medieval como el gobierno representativo o el juicio con jurado. Es pieza de la maquinaria institucional, sobreviviente a casi todos los elementos educativos que tenía como misión impartir.

    Pues bien, al declarar paladinamente la universidad como institución medieval, el historiador británico aceptó someterla a juicio por parte de un siglo, el XIX, no muy querendón del Medioevo, a pesar de las espurias reanimaciones medievales en los campos del arte y de la arquitectura ecléctica.

    Rashdall aportó nuevos datos de la entraña medieval universitaria, cuando dijo:

    Si la educación superior ha de existir, es obvia la existencia de profesores que la impartan. Pero no es necesario que quienes profesan asignaturas diferentes enseñen en el mismo lugar y estén unidos en una institución única, los profesores no pueden llegar a ser representantes del ciclo total del conocimiento humano. No es necesario agrupar a los estudios en facultades específicas ni inscribirlos en una de ellas casi exclusivamente. A la autoridad no le es necesario marcar determinadas líneas de estudios ni asignar períodos anuales para cada carrera y que al final del lapso fijado, el estudiante deba someterse a examen y recibir, con cierto grado de ceremonia y formalidad, un título de honor.

    Rashdall pronosticaba cuanto hoy afirmamos sobre la educación permanente o no formal, y sin rodeos se declaró en contra de tantos formalismos educativos y pedagógicos, en muchos casos mantenidos desde la Edad Media.

    Si de crítica de lo medieval se trata, más lugar a ello se dio en el ocaso de un siglo tan crítico e incisivo como el XIX. Con sus sinceros comentarios, Rashdall, afinó, enhiestas, fuertes objeciones contra la subsistencia de la universidad: la universidad no existió desde siempre, ¿por qué entonces para siempre? Cuando empezó a existir la universidad, lo hizo en el Medioevo del cual se dice, por desconocimiento de la realidad, haber sido penumbroso y oscuro, ¿por qué entonces no desechar la universidad, inventora de los formalismos académicos, temporales y locales? ¿Son éstos de veras necesarios?

    Pero Rashdall, testigo de los encadenados movimientos estudiantiles entre 1800 y 1885, se respondió y aportó razones. La universidad subsistirá

    porque las tradiciones educativas son tenaces, aun sin tener en cuenta una maquinaria institucional como las universidades. Porque la educación debe ser siempre, según las necesidades del caso, una tradición. Porque en toda maquinaria existe siempre un grado de pérdida y, sin embargo, es sólo mediante la maquinaria como la cultura puede mantenerse viva y difundirse con amplitud. Porque es meta de las universidades, y en campos más amplios de la organización social, política y religiosa, preservar la continuidad histórica hasta lo posible. Porque es de evitar la introducción de solecismos históricos cuando la adhesión a la forma y usanza antiguas sería igualmente fácil; dispendiosa la destrucción de las instituciones, cuando con modificarlas sería suficiente, e imperdonable el abandono de las costumbres tradicionales cuando en nada perjudican.

    Al término de estos acodos de reflexión basados en la historia, Rashdall izó un principio ineludible cuando apuntamos miras al futuro. Las instituciones universitarias deben someterse a cambios constantes, tal como lo hicieron en el pasado. De lo contrario, insinuó Rashdall, bien sepultadas estarían bajo la canicie terca de su institucionalidad secular y gloriosa. Las universidades deben ser flexibles para acogerse sabias a las formas circunstanciales, mientras las circunstancias persistan, para retornar después a su estado propio. Plásticas, por cuanto en estos casos las universidades deberán retener en su ser las concavidades institucionales impresas en su ser.

    En su calidad de historiador, Hastings Rashdall, sin pretenderlo, escribió para nosotros. Crítico justiciero de lo que bien conocía: la historia de las universidades, fue sincero al señalarnos, con algo más de una centuria de antelación, junto a las virtudes, los cambios necesarios de las universidades en su entraña institucional si las acompañaba el deseo de subsistir a lo largo del siglo XX, por entonces ya cercano. Como filósofo de la historia, Rashdall nos dio criterios de juicio porque sintió la universidad de sus días y conoció su crisis institucional al vuelco del siglo. Precioso legado para aproximarnos, con mente serena, al análisis de la situación universitaria y, luego, a nuestro actual intento de percibirle rumbos a la universidad del futuro.

    3. EL DECENIO DE LOS SESENTA

    Qué aconteció con los estudiantes y los movimientos estudiantiles en los años de guerras y sucesivas posguerras, dejémoslo para los intersticios del texto por venir. El crimen de Sarajevo a manos homicidas de estudiantes enlaza bien con cuanto se dijo de los movimientos estudiantiles del siglo XIX,¹⁴ y anuncia los índices de rebelión y desasosiego juvenil manifestados en la vigésima centuria.

    Los años sesenta fueron de violencia universitaria. Allá por diciembre de 1964, en Berkeley (California), y luego en Berlín, en Tokyo, en Roma... Cada año y cada día emitieron su noticia desde diversas capitales y distritos de la vida universitaria¹⁵. En contraste, Juan XXIII, fallecido tres meses antes del asesinato de Kennedy en noviembre de 1963, dejaba a la humanidad su luminoso mensaje sobre la paz y en favor del desarme y la defensa de los derechos humanos: la Pacem in terris.

    Una fecha, mayo de 1968, y un evento, el de París, nos recordaron cómo la ciudad junto al Sena fue testigo de tempranos conflictos universitarios en los siglos XII y XIII. Muy sonado desde entonces es el éxodo audaz de la comunidad de maestros y escolares cuando, emigrante, abandonó la isla de la ciudad y el abrigo románico y gótico de sedes catedralicias, para acogerse a la orilla izquierda del río. Como diciéndoles a los jerarcas locales: podrán ustedes mandarnos en lo religioso y administrativo, pero nosotros

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