Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La universidad. Estudios sobre sus orígenes, dinámicas y tendencias: Vol. 2. Historia universitaria: la universidad en Europa desde la Revolución Francesa hasta 1945
La universidad. Estudios sobre sus orígenes, dinámicas y tendencias: Vol. 2. Historia universitaria: la universidad en Europa desde la Revolución Francesa hasta 1945
La universidad. Estudios sobre sus orígenes, dinámicas y tendencias: Vol. 2. Historia universitaria: la universidad en Europa desde la Revolución Francesa hasta 1945
Libro electrónico755 páginas15 horas

La universidad. Estudios sobre sus orígenes, dinámicas y tendencias: Vol. 2. Historia universitaria: la universidad en Europa desde la Revolución Francesa hasta 1945

Calificación: 4 de 5 estrellas

4/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

La Pontificia Universidad Javeriana se complace en ofrecer al mundo universitario la presente obra, que recoge la mayoría de los escritos del P. Alfonso Borrero Cabal, S.J., sobre la historia, la naturaleza, las características, funciones, realidades y proyecciones futuras de la universidad. Se trata de una colección de trabajos gestada a lo largo de muchos años, fruto de su intensa experiencia universitaria, de una paciente investigación personal, y de una continua interacción con sus colaboradores, colegas y amigos universitarios. La obra, tal como se presenta en la presente edición, consta de siete tomos organizados de la siguiente manera: los cuatro primeros recogen las conferencias relativas a la Historia de la universidad; el tomo V agrupa las conferencias sobre los Enfoques o la filosofía universitaria; el tomo VI se refiere a la Organizaciín de la universidad y el tomo VII a la Administración universitaria. Confiamos en que los lectores sabrán descubrir y gustar la pureza del pensamiento del autor, considerado como uno de los mejores conocedores contemporáneos de la universidad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 jul 2008
ISBN9789587167993
La universidad. Estudios sobre sus orígenes, dinámicas y tendencias: Vol. 2. Historia universitaria: la universidad en Europa desde la Revolución Francesa hasta 1945

Lee más de Alfonso Borrero Cabal

Relacionado con La universidad. Estudios sobre sus orígenes, dinámicas y tendencias

Libros electrónicos relacionados

Métodos y materiales de enseñanza para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para La universidad. Estudios sobre sus orígenes, dinámicas y tendencias

Calificación: 4 de 5 estrellas
4/5

1 clasificación0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La universidad. Estudios sobre sus orígenes, dinámicas y tendencias - Alfonso Borrero Cabal

    GENERAL DE LA COMPAÑIA DE JESÚS Y

    GRAN CANCILLER DE LA UNIVERSIDAD

    Adolfo Nicolás Pachón, S.J.

    PROVINCIAL DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS EN COLOMBIA Y

    VICE-GRAN CANCILLER DE LA UNIVERSIDAD

    Gabriel Ignacio Rodríguez Tamayo, S.J.

    RECTOR DE LA UNIVERSIDAD

    Joaquín Emilio Sánchez García, S.J.

    RECTOR DE LA SECCIONAL DE CALI

    Jorge Humberto Peláez Piedrahita, S.J.

    CONSEJO DE REGENTES

    Gabriel Ignacio Rodríguez Tamayo, S.J. (Presidente)

    Eduardo Uribe Ferrero, S.J.

    Luis David Prieto Martínez

    Alberto Múnera Duque, S.J.

    Julián Garcés Holguín

    Guillermo Hoyos Vásquez

    Joaquín Emilio Sánchez García, S.J.

    Mary Bermúdez Gómez

    Jorge Humberto Peláez Piedrahita, S.J.

    Álvaro Vélez Escobar, S.J. (Secretario)

    CONSEJO DIRECTIVO UNIVERSITARIO

    Joaquín Emilio Sánchez García, S.J. (Presidente)

    Jorge Humberto Peláez Piedrahita, S.J.

    Consuelo Uribe Mallarino

    Vicente Durán Casas, S.J.

    Iván Solarte Rodríguez

    Antonio José Sarmiento Nova, S.J.

    Sergio Bernal Restrepo, S.J.

    Roberto Enrique Montoya Villa

    Pablo José Quintero Delgado

    Catalina Martínez de Rozo

    Ismael Rolón Martínez

    Aura Bernarda Parra Santos

    Fabio Ramirez Muñoz, S.J

    Ángela María Robledo Gómez

    Víctor Hugo Restrepo Botero

    Jaime Alberto Cataño Cataño (Secretario)

    La Universidad

    ESTUDIOS SOBRE SUS ORÍGENES,

    DINÁMICAS Y TENDENCIAS

    Alfonso Borrero Cabal, S.J.

    TOMO

    II

    HISTORIA UNIVERSITARIA:

    LA UNIVERSIDAD EN EUROPA

    DESDE LA REVOLUCIÓN

    FRANCESA HASTA 1945

    Compañía de Jesús

    Pontificia Universidad Javeriana

    Comité editorial de la obra

    La Universidad. Estudios sobre sus orígenes, dinámicas y tendencias

    Gerardo Remolina Vargas, S.J.

    Jairo H. Cifuentes Madrid

    Arnoldo Aristizábal Hoyos

    Nicolás Morales Thomas

    Nelson Arango Mozzo

    Recopilación de textos

    Consuelo Gutiérrez de González

    Reservados todos los derechos

    © Compañía de Jesús

    © Pontificia Universidad Javeriana

    Derechos exclusivos de publicación y distribución de la obra

    Primera edición: Bogotá, D.C., septiembre de 2008

    ISBN de la obra: 978-958-716-121-2

    ISBN del tomo: 978-958-716-130-4

    Número de ejemplares: 500

    Borrero Cabal, Alfonso, S.J., 1923-2007

    La Universidad. Estudios sobre sus orígenes, dinámicas y tendencias / Alfonso Borrero Cabal, S.J. -- 1a ed. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana,  2008.

    7 v. : ilustraciones, cuadros, diagramas y gráficas; 24 cm.

    Incluye referencias bibliográficas.

    ISBN: 978-958-716-121-2 (obra completa)

    978-958-716-122-9 (v. 1)

    978-958-716-130-4 (v. 2)

    978-958-716-131-1 (v. 3)

    978-958-716-132-8 (v. 4)

    978-958-716-133-5 (v. 5)

    978-958-716-134-2 (v. 6)

    978-958-716-137-3 (v. 7)

    Vol. 1. Historia universitaria: la universidad en Europa desde sus orígenes hasta la Revolución Francesa. -- Vol. 2. Historia universitaria: la universidad en Europa desde la Revolución Francesa hasta 1945. -- Vol. 3. Historia universitaria: la universidad en América, Asia y África. -- Vol. 4. Historia universitaria: los movimientos estudiantiles. -- Vol. 5. Enfoques universitarios. -- Vol. 6. Organización universitaria. -- Vol. 7. Administración universitaria.

    1. UNIVERSIDADES. 2. UNIVERSIDADES - HISTORIA. 3. MOVIMIENTOS ESTUDIANTILES. 4. ADMINISTRACIÓN UNIVERSITARIA. 5. AUTONOMÍA UNIVERSITARIA. 6. PLANIFICACIÓN UNIVERSITARIA. 7. EDUCACIÓN SUPERIOR - HISTORIA.

    CDD   378 ed. 21

    Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca General

    __________­­­­­____________________________________________________________________

    ech. Julio 28 / 2008

    Capítulo 1

    LA REVOLUCIÓN FRANCESA

    Y LA EDUCACIÓN.

    LA UNIVERSIDAD NAPOLEÓNICA Y LA UNIVERSIDAD EN FRANCIA, ITALIA Y ESPAÑA

    INTRODUCCIÓN

    Ninguna nación del mundo ha emprendido aventura tan audaz para romper con su pasado, ni tan resuelta estuvo a construir de la nada un nuevo régimen como la Francia de 1789. En un cuarto de siglo –dice Michel Serres– pasaron por Francia y por París todos los regímenes posibles: monarquía, república, imperio, variedades de un mismo caos para todas las tiranías, como si París y Francia hubieran repasado la historia universal de las instituciones. Mas no todo se destruyó ni todo fue inventado. Contra opuestas suposiciones y opiniones, los resultados distan de cuanto se esperaba. Muchos hombres de ese crítico momento no pudieron menos de rescatar del odiado Ancien Régime costumbres, instituciones y modos de pensar. Con los escombros repentinos y humeantes del asolamiento causado en terrífica fiesta de sangre y crimen, buscaron recomponer el futuro de la nación.

    La Revolución Francesa, impensadamente cultivada por años en el magín de los intelectuales, sorprendió desprevenidos a grandes personajes de esos tiempos europeos, cuando el país testigo y paciente del colapso transitaba por el reinado, próspero según algunos, de Luis XVI. Fue un movimiento de reformas políticas, económicas y sociales que a pesar de cuanto en contrario se opine, pretendía fortalecer la estabilidad y la jurisdicción de los poderes centrales. Por ello se quiso suprimir la institución social descrita como feudalismo, sostenida por siglos en la mayoría de los países de Europa pero, en Francia, más que en las restantes nacionalidades, proclive a la ruina.

    El feudalismo no cesó del todo. En la historia nada desaparece de repente, aunque a los restos de la organización feudal se les indujeron los conceptos de mayor libertad e igualdades abarcantes. Fue el espíritu de la Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano (26 de agosto de 1789).

    El ánimo revolucionario intentaba el cambio absoluto de la civilización tradicional para darles nuevos modos a las estructuras sociales de Occidente. No fue así, aunque lo hubieran anhelado. Pero el reventón tuvo repercusiones continentales, y transcontinentales como lo demuestran los movimientos emancipadores en las colonias de la América española. La Revolución Francesa –dice Gusdorf– fue el mayor y más decisivo acontecimiento para la constitución de los Estados modernos.

    La Revolución tampoco quiso, en primera instancia, suprimir ni combatir la autoridad de la Iglesia, víctima, sin embargo, de atropellos y abusos cuando el espíritu extremista jacobino, aliado con el revolucionario, se apoderó de la bien conocida mística de los movimientos religiosos.

    En la Revolución confluyeron las ideas políticas del XVIII; las corrientes pedagógicas en que la centuria fue prolífica y, a partir del Consulado y del Imperio, el cesaropapismo napoleónico. Pertinente a nuestro tema es lo educativo: política de la educación, destinada a adaptar la enseñanza a las edades progresivas de los educandos, y concebirles un sistema de establecimientos encargados de velar, en las sucesivas etapas del desarrollo humano, por la formación intelectual, moral, corporal, profesional y técnica. Se vislumbraban en la historia los prenuncios de la Revolución Industrial.

    Napoleón recogió de la mente de algunos revolucionarios estas miras educacionales, unidas al propósito de sólo confiarlas a instituciones y funcionarios oficiales. A diferencia de la tradición anglosajona, Napoleón se propuso procesos sometidos al mandato del Estado. Se los logrará, lo veremos, al ser establecida la educación obligatoria a cargo de un cuerpo de instructores decididos a impedir la participación educativa de cualquier otro sector de la sociedad y el influjo de la Iglesia. Monopolio educativo como si se tratara de distribuir la sal y el tabaco, escribirá Taine.¹

    Los textos precedentes, recordatorios de las sustancias de opinión emitidas por Alexis de Tocqueville en su obra sobre El Antiguo régimen y la Revolución, publicada en 1856, y por Roger Dufraisse sobre la Revolución Francesa, nos introducen a la primera parte que gira en torno a la situación universitaria de Francia en el siglo XVIII y a los actos revolucionarios sobre la educación durante la Asamblea Constituyente (1789-1791), la Legislativa (1791-1792), la Convención (1792-1795) y el Directorio (1795-1799).

    Temas de la segunda y la tercera partes son, respectivamente, el estudio de los preámbulos a las leyes educativas de 1802 y 1804, sancionadas por Napoleón Bonaparte durante el Consulado (1799-1804), y a las leyes de 1806 y 1808 constitutivas de la Universidad Imperial.

    En la cuarta parte se estudia la vida de la educación y la universidad francesas al deceso de Napoleón (1821), ya instaurado el período de la Restauración. La presencia del concepto educativo napoleónico en Italia y España, es asunto de la quinta parte.

    Se concluye con las relaciones entre el positivismo y el desarrollo de las ciencias en Francia durante el transcurso del siglo XIX, y con la situación de la autonomía universitaria.

    Primera parte

    LA REVOLUCIÓN FRANCESA Y LA EDUCACIÓN

    El siglo XVIII es conocido como el período de la Ilustración y del enciclopedismo. El Siglo de las Luces.

    La Ilustración resulta de un estado del espíritu en todos los aspectos de la vida humana y del pensamiento filosófico. Espíritu procedente del racionalismo del XVII y del auge alcanzado por la ciencia de la naturaleza, que incrementó, mucho más que en el Renacimiento, el optimismo y la confianza del hombre en el poder de la razón. Este estado de ánimo hizo ver en el dominio de las fuerzas naturales, añorada esperanza de reorganización social.

    El talante de la Ilustración se extendió por Inglaterra, Alemania, y sobre todo por Francia donde se originó la Enciclopedia, que en lo educativo significa el sistema comprehensivo de todas las disciplinas y sus fundamentos, sin claro ánimo, por parte de varios corifeos del movimiento iluminado, de procurarle al saber sentido alguno de unidad.

    El siglo XVIII es también el siglo de la historia, ante cuyo influjo en el presente el pensamiento ilustrado adoptó actitudes críticas: el pasado no es forma necesaria de la evolución de la humanidad. Es el conjunto de los errores, explicables por el insuficiente poder de la razón.²

    1. LA UNIVERSIDAD FRANCESA EN EL SIGLO XVIII

    La perfectibilidad como consecuencia del progreso de la razón humana; su dominio en todos los campos del quehacer y los comportamientos humanos, y el utilitarismo, fueron luces o ideas maestras de la época. De ellas brotaron la concepción democrática y pacifista de la justicia universal y el optimismo acostumbrado a ver en el Estado la expresión directa y joven de la sociedad convertida en su instrumento.

    Para la Revolución, el aparato estatal pretenderá ser garantía de las libertades sociales e individuales, y se agudizó el estatismo francés, de ya largo camino recorrido. La sociedad, a la vez, al considerar al Estado como expresión de la voluntad soberana, proclamó la libertad del trabajo y vetó las corporaciones que pudieran estorbarla. Por ende, la indiferencia ante el letargo decadente de las universidades o, al menos, el rechazo a su nota corporativa, fueron manifestación de la dinámica destructora. El Estado se enarboló como el mejor sustento de la libertad individual de aprender, enseñar y trabajar. Libertades de mayor preponderancia cuando por efecto ya bien sentido de la Revolución Industrial, se urjan inaplazables el cultivo de la inteligencia y el entrenamiento práctico para las tareas laborales, derecho de todos.

    Mas el revolucionario no advirtió que rompiendo el alma de las corporaciones en lo educativo y laboral y en otros campos, ampliaba ruta fácil al paso de los déspotas. Desapareció la conciencia colectiva que el Estado sería incapaz de aglutinar, y facilitó el triunfo del individualismo.³

    Los afectos a la Ilustración y la Enciclopedia apenas si habían asomado cabeza a las puertas de la universidad, decrépita al aproximarse el término del siglo XVIII. La Revolución la encontró marchita e, indiferente, le acentuará su agonía mortal.

    Denis Diderot (1713-1784), radiante difusor de las ideas ilustradas, ya había producido un cuadro minucioso de la situación universitaria de Francia, a propósito de haber sido llamado por Catalina II para trazarle un plan a la universidad rusa. Según Diderot, el gusto por las futilidades escolásticas seguía dando humos de sabios a unos despreciables habladores, y se alzó contra el aprendizaje prolongado, pero estéril, del griego y del latín, lenguas útiles para un pequeño grupo de ciudadanos. El filósofo francés estigmatizó la retórica en boga, por ser más un arte del buen decir que de producir ideas. Criticó la elocuencia prolija, la moral confusa, la metafísica autosuficiente y la física teórica carente  de toda noción de historia natural, y desentendida de la química. Así en cuanto a las artes. Pero, además, establecido que hubo Diderot un parangón entre Francia y el prestigio científico de las universidades de Alemania y de la holandesa de Leiden, fustigó las facultades francesas porque sus juristas persistían acantonados en el derecho romano; sus teólogos, pertinaces en discusiones sin término, y sus médicos más solícitos por fijar el orden y la duración de los estudios que por vivir en alerta del contenido científico. Diderot se volvió contra los esquemas curriculares universitarios derivados del Renacimiento, y acusaba la venalidad en el reconocimiento de los títulos universitarios. Aunque severas, a juicio de Bayen, las críticas de Diderot recogían la opinión general sobre la decadencia universitaria en la Francia del XVIII.

    Mientras tanto, la actividad científica seria estaba reducida al esfuerzo de los grandes espíritus y de los investigadores ingeniosos, y a descubrimientos que no procedían de la acuciosa gestión docente y académica de las universidades. Como es sabido, en Francia las academias izaban con su puño las banderas de la investigación científica.

    Otro elemento de juicio sobre la situación educacional en Francia a fines del siglo XVIII, nos lo aporta la solicitud de Robert Turgot, el hacendista de Luis XVI, para establecer un Consejo de Educación Nacional de funciones tan amplias que por igual viera con las academias, las universidades y las más pequeñas escuelas de las urbes. Así lo tuvo consignado el ministro economista en Decreto de 1776. De este modo se ampararía el derecho natural al trabajo y a la propiedad.

    El historiador Louis Liard nos devela a su manera el estado de las 22 universidades de Francia en 1789, poseedoras, las más, de las tres facultades superiores: teología, derecho y medicina; de dos en algunas, y de sólo los estudios jurídicos en Dijon y Orléans. Común denominador les era la facultad inferior y propedéutica de las artes, encargada de las lenguas clásicas, el latín y el griego; de las artes literarias, mas sin nada para prescribirles la docencia de la historia, la geografía y la lengua francesa, y de las ciencias naturales, exceptuadas la botánica y la química, pertinentes al cuerpo de los estudios médicos. Las universidades estaban desentendidas del pensamiento de Newton y Descartes.

    En gran medida, estas instituciones aún se ceñían al Edicto de 1598 y a la Carta de la Enseñanza Pública, instrumentos jurídicos sancionados por Enrique IV. Rollin (1741), rector que fuera de la Universidad de París, inspirado en los colegios de la Compañía de Jesús, quiso suplir algunas deficiencias curriculares de los dos documentos mencionados. La situación universitaria seguía en descenso. Muchos, buscando la universidad, no la hallaban, era el rumor popular.

    Por entonces no existió en las instituciones universitarias diferencia alguna entre la educación superior y la secundaria. Los niños de entre 9 y 10 años de edad hacían su ingreso, para egresar titulados, hacia los 17, de la Facultad de Artes, y de 20 a 22 de los estudios jurídicos y médicos. Parlamentarios hubo, como Rolland, afecto a distinguir entre las universidades completas que enseñaran todas las artes y profesiones, y las incompletas, de una o a lo más dos facultades. Otros insinuaron medrar de la expulsión de los jesuitas en 1762 y del cierre de sus colegios, para establecer en Francia un sistema de educación oficial pública, gratuita y común para todos los ciudadanos. Leyes de 1791 emanadas de la Constituyente, recogieron este propósito popular. Todo inútil. En la fecha, las universidades francesas yacían heridas de muerte. (...) Estaban virtualmente destruidas, a pesar de haber sido corporaciones independientes y privilegiadas.

    Afín al juicio de Liard sobre las universidades francesas al estallido de la Revolución, será el pronunciamiento de Gusdorf: Las corporaciones universitarias, replegadas en sí mismas, defendían sus privilegios y franquicias frente a la autoridad regia. Olvidadizas del avance de los conocimientos e indiferentes al progreso y esplendor de los colegios de los jesuitas, no advirtieron que con tal actitud despectiva y estéril se ausentaban más de la tradición cultural francesa. Es que en Francia, de tiempo atrás, la palabra universidad estaba vacía de su significado original. La Convención hará el ensayo de reconstruirlo, pero fue un intento efímero. Las universidades verán su fin en 1793.

    Ya estaba en marcha la Revolución Francesa, preparada en el pensamiento de filósofos, políticos y economistas. Veamos sus momentos y episodios.

    2. LOS ESTADOS GENERALES (1789) LA REVOLUCIÓN FRANCESA (1789-1799)    Y LA EDUCACIÓN

    En la Francia de 1789 y ante la mirada indolente del gobierno, se agudizaba la desigualdad en la distribución de los cargos públicos. En vano Turgot –discípulo de los fisiócratas o adictos al sistema económico que atribuían a los recursos naturales el origen de la riqueza– ensayó introducir reformas a la economía, reclamadas por la opinión. Todas se estrellaron en la resistencia de las clases altas, mientras el vulgo anhelaba una sociedad igualitaria, sustitutiva de la vigente fincada sobre los privilegios, incluidos los de orden educativo.

    Grandes genios habían enaltecido la pedagogía francesa desde el siglo XVII: Fenelón (1651-1715) y San Juan Bautista de La Salle (1651-1719), entre otros. Pero las generaciones hijas del enciclopedismo e ideólogos de la Revolución no cejaban en sus pretensiones de depositar por entero la educación en manos del Estado. Entretanto, Barentin, ministro de Luis XVI y consciente de los reclamos populares en materia educativa, discurría con vanas esperanza: Sólo mediante la atención escrupulosa sobre los estudios y la aplicación de los reglamentos antiguos, modificados en lo pertinente, puede ser posible la formación de hombres virtuosos, útiles al Estado, competentes para restaurar la pureza original de las costumbres y, en una palabra, capaces de inspirar confianza en los destinos que la Providencia les depare.

    Del mismo corte fueron las palabras de Barentin ante la Asamblea de los Estados Generales, convocada por Luis XVI el 1 de mayo de 1789. No se la reunía desde 1614. Pero la situación social, manifestada en los Cahiers de Doléance, era ya intolerable. Amenazas de ruina y bancarrota forzaron la voluntad real para congregar en Versalles el encuentro representativo de la nobleza, del clero y del pueblo o estado llano. En los tres estamentos brillaban hombres doctos, pero dominó el sentimiento popular, y la magna reunión, en sesiones desde el día 5, el 17 de junio se declaró en Asamblea Nacional. Personera de enardecidos anhelos revolucionarios, el 20 de junio juró no disolverse hasta haber logrado un nuevo estatuto político. Era endeble el poder regio, y el 9 de julio la Asamblea Nacional se convirtió en Asamblea Constituyente para darle a Francia la Constitución del 6 de agosto, que consagró los Derechos del hombre y el ciudadano. Ratificada el día 26 y contra su sentir, la débil voluntad del rey capeto hubo de aceptarla. Había triunfado, según Gusdorf, la primera Revolución lucubrada por los Ideólogos.

    ¿Qué venía sucediendo a las inmediatas y qué sucederá? Id a decir al rey que estamos aquí por la voluntad del pueblo y que sólo saldremos por la fuerza de las bayonetas, fue el recado de Mirabeau a propósito de las palabras del monarca, el 23 de junio de 1789, ante la Asamblea Constituyente. Un mes después, el 14 de julio, la turba parisiense asaltó la fortaleza prisión de La Bastilla, rendidos sus guardianes al ímpetu del populacho en audaz procura de armas y libertad para los reclusos. Lafayette asumió el comando de la Guardia Nacional. El rey, su familia y su corte se vieron obligados a trasladarse de Versalles a París, mientras emigraban, por donde hallaron escapes, los leales a la realeza. Incapaz ante la situación y en infructuoso intento de fuga, Luis XVI fue sorprendido y apresado en Varennes el 21 de junio de 1791. El 17 de julio ocurrió la masacre del Campo de Marte en París, y el 30 de septiembre la Constituyente dio paso a la Asamblea Legislativa, prolongada hasta 1792, cuando el 21 de septiembre se instauró la Convención. Luis XVI, forzado, declaró la guerra a Austria, patria de la reina María Antonieta.

    Entre el 10 de agosto y el 20 de septiembre de 1792, la Comuna revolucionaria de París instauró el Régimen del Terror, y tras las matanzas septembrinas comprendidas entre los días 2 y 6, se instituyó la Convención el 21 de septiembre. Al siguiente día, depuesto el rey, fue proclamada la Primera República Francesa. Se iniciaba la victoria de la segunda Revolución. Ya nada fue óbice a los desafueros de las turbas, en dos ocasiones invasoras del Palacio de las Tullerías, en junio y el 10 de agosto de 1792.

    Dominados por los jacobinos –partido revolucionario y exaltado propulsor de las ideas democráticas– al mando de Danton, los convencionistas, el 12 de diciembre de 1792, montaron juicio contra Luis XVI, guillotinado el 21 de enero de 1793. Igual suerte correría María Antonieta el 16 de octubre del mismo año. En la dictadura de Robespierre, quien también morirá al filo de la guillotina el 27 de julio 1794, llegó a su clímax el Régimen del Terror: junio de 1793 a junio de 1794. Sus causas, apenas si se pueden entender. ¿Acaso la justicia, la paz, la verdad y la razón, a la par con la igualdad, la libertad y la fraternidad, no estaban llamadas a inspirar la ley escrita de nuevas situaciones? La Declaración de los Derechos del Hombre tenía establecido que a todo hombre se lo supone inocente antes de ser declarado culpable, y que nadie puede ser castigado sino en virtud de leyes promulgadas con anterioridad a la comisión de los delitos y aplicadas de conformidad a normas legales inspiradas por razones estrictas y necesarias. Sin embargo, el Terror aconteció con crímenes superiores a los cometidos en el odiado Ancien Régime. Garat, ministro de justicia y después del interior durante las terroríficas etapas, declaró: Dejaremos atónitos a los siglos venideros y habrá escándalo por el contraste entre tantos horrores y nuestros principios revolucionarios. (...) Así como la Revolución verdadera comenzó cuando las luces de los filósofos se hicieron luz de los legisladores, no se la complementará antes de que la luz de los legisladores se constituya en luz del pueblo. ¿Por qué la celebración del nacimiento del nuevo régimen y la sepultura del antiguo debió enlutarse con el sacrificio de vidas y de libertades? Este apasionado y transitorio dominio de iras desatadas le dispondrá caminos al afortunado y ambicioso soldado Napoleón Bonaparte.

    Rodaron cabezas de políticos, filósofos, científicos y poetas de la derecha girondina, contraria a la ejecución del rey: Saint Just, Demoulins, Lavoisier, Chenier. Murió asesinado (1793) por Carlota Corday el físico y revolucionario Marat. En tan aciagos días, como símbolo de la ruptura con odiadas situaciones, el 24 de noviembre de 1793 entró en vigencia el Calendario de la Revolución.

    Al mandato de la Convención lo sucedió el Directorio, el 26 de octubre de 1795. En su decurso ocurrieron el Golpe de Estado del 4 de noviembre de 1797, organizado con ayuda de Napoleón, y el Golpe de Estado del 18 de junio de 1799. Poco después, el 9 de noviembre, fecha del tercer Golpe de Estado, verá su fin el Directorio y, al día siguiente, bajo el mando del Napoleón cubierto de gloria en las campañas militares de Italia y Egipto (1798), se estableció el Consulado, final de la explosión revolucionaria, cuyas cavilaciones y disposiciones en materia educativa nos disponemos ahora a señalar en los siguientes apartes.

    2.1. La Asamblea Constituyente (1789-1791) y la Asamblea Legislativa (1791-1792 )

    La Asamblea Constituyente, sin sancionar leyes directas contra los establecimientos educativos, por otros medios les impidió su subsistencia. Decreto del 4 de agosto de 1789 tuvo suprimido el derecho del clero a los diezmos, y el 21 de noviembre fueron confiscados todos los bienes eclesiásticos. A lo cual comentará Taine en su obra La Revolución Francesa: Privadas de sus rentas, ¿cómo las numerosas comunidades religiosas podrían sostener sus escuelas, asilos y hospitales?

    Pero también las Órdenes religiosas estaban llamadas a desaparecer. Los constituyentes las suprimieron en febrero de 1790, mantenidos, sin embargo, los establecimientos de misericordia. El 12 de julio de 1790 la Asamblea decretó la Constitución Civil del Clero y declaró dimisionarios a los obispos, párrocos y demás sacerdotes renuentes a acatarla. En febrero de 1791 cesaron los arbitrios municipales de consumos, fuente de sustento para multitud de escuelas y colegios. Comentará de nuevo Taine: Todos los establecimientos de beneficencia y educación morían por instantes. Las fuerzas que los alimentaban fueron a consumirse y perderse en el lecho desecado del erario. A tanta insensatez se agregó que el 17 de marzo de 1791, la Asamblea Constituyente suprimió las recepciones regulares de médicos, cirujanos, farmaceutas y abogados, y sancionó la ley de libertad en los ejercicios profesionales. Quienes habían aprendido las artes respectivas se confundirán con los carentes de la adecuada formación. El empirismo y la charlatanería desvergonzada abusaron como les plugo de la buena fe pública. Ninguna prueba de habilidad se exigió. Inútil se hizo haber estudiado siete o más años en las cuatro escuelas de medicina: París, Montpellier, Estrasburgo y Caen, y en buena se verían los médicos para demostrar los conocimientos adquiridos. El ejercicio de los farmaceutas y también el de los abogados, quedó al garete de la arbitrariedad y el desorden.

    Poco o nada restaba del Ancien Régime en materia educativa. Es el momento, lo había declarado Danton, de proclamar: los niños pertenecen a la República antes que a sus padres, y la escuela nacional ha de ser la leche alimenticia de las nuevas generaciones republicanas. Los hijos del Estado deben ser educados por miembros del Estado, fue aserto de La Chalottais. Nunca en el futuro Francia desistirá de ejercer plenos poderes sobre la educación, determinó la Asamblea, que bajo solicitud angustiosa de su presidente Talleyrand (1794-1838), apoyado por la voz de Chenier, el 3 y el 14 de septiembre de 1791 logró legislar: Será creada y organizada una instrucción pública, común a todos los ciudadanos, gratuita en lo referente a las enseñanzas indispensables para todos los hombres, y cuyos establecimientos serán distribuidos de acuerdo con la división del reino. A Talleyrand se le acredita la idea, después recogida por el derecho público francés, de escalonar los niveles primario, secundario y superior del proceso educativo formal.

     Tiempo para más no hubo. La Constituyente tiene cosas más importantes de que ocuparse, se le escuchó a Marat, cuya voz hizo eco en la Asamblea Legislativa (1791). En 1792, ésta explicará: Un Estado de veras libre no debe soportar en su seno corporación social alguna que le sea extraña, ni siquiera los establecimientos dedicados a la enseñanza pública, aunque hubieren merecido bien de la patria.

     Pobres en leyes, según Liard, y exaltadas en proclamas y en disposiciones estériles, la Asamblea Constituyente y la Legislativa fueron prolíficas en proyectos de reconstrucción educativa, fluctuantes entre la concepción de establecimientos abiertos a todas las ciencias –¿Universitas scientiarum?– y a todas las personas, o diferenciados por sectores del saber profesional. En suma, dos tendencias que al menos determinaron el comienzo, si no con los hechos sí con las ideas, de una nueva era en Francia para la educación.

    A la primera tendencia pertenecieron las sugerencias de Auger, Ferlus, Audrein y Mirabeau. El abate Auger, vicario general de Lescar, se inclinó (1789) a reducir el número de las universidades de Francia, a seis o siete. Dom Ferlus, rector del Collège de Sorrèze, sugirió (1791) sustituir las universidades con unos establecimientos que carentes de las cuatro facultades de tradición, dispongan de disciplinas, gabinetes, laboratorios y hospitales para atraer los estudiantes por sus gustos e inclinación personal. Los de leyes estarían obligados, además, a tomar cursos de elocuencia, historia, filosofía y alemán. Los seminaristas complementarían sus estudios de rigor, con filosofía, elocuencia, griego, historia y botánica y química. El plan (1790) del abate Audrein, del Collège des Grassins, reiterada la instancia de suprimir las universidades, sugirió crear, en vez, escuelas superiores de lógica y metafísica, teología y moral, física general y física experimental, matemáticas y elementos de agricultura. Estas escuelas se erigirían en polos geográficos de Francia: París, Estrasburgo, Grenoble, Tolosa, Rennes y otras localidades, junto a grandes colegios comprehensivos de algún campo del saber: medicina, historia natural, dibujo, pintura y escultura, arquitectura, derecho, administración civil y política, comercio, artillería, astronomía, marina y puentes y caminos. Otra iniciativa recogió ideas del ya fallecido Mirabeau, conducentes a crear un gran Lycée National o institución enciclopédica donde algún centenar de estudiantes, elite de la juventud francesa, prosiguieran y terminaran su educación; aprendieran métodos para el arte de conducir el entendimiento hacia la investigación de la verdad y sus aplicaciones, y llegaran a ser maestros e inventores.¹⁰

    Inclinado a la segunda tendencia fue el proyecto del Oratorio –congregación religiosa creada por San Felipe Neri (1515-1595)– traído por los oratorianos de Tournon ante la Asamblea Constituyente. Emitidas algunas críticas a la educación francesa, confusa frente al complejo marco de la formación profesional, el proyecto (1790) lanzó la idea de unos establecimientos de alta enseñanza especializada a los jóvenes distribuidos de acuerdo con sus vocaciones profesionales: escuelas de derecho, medicina, estudios eclesiásticos, comercio o trabajos públicos. Desligados entre sí los diversos establecimientos, poco importaba que fueran disolventes del cuerpo integral del saber, fragmentado en sus aplicaciones prácticas.¹¹

    Estas proposiciones y otras de esos tiempos turbulentos, coincidieron en el sesgo de elevar un edificio educativo de tres órdenes o grados de enseñanza: el primero, común a todos los ciudadanos y comprehensivo de sólo cuanto se juzgara necesario en diversas condiciones de vida; el segundo, no destinado a todos, de enseñanza general y requerida para desarrollar facultades y capacidades, descubrir intereses y preparar para los estudios superiores y especiales –tercer orden o grado–, y enfrentar al estudiante con su profesión y el estado de vida preferidos. Daunou, ante la Constituyente, denominó premières écoles, collèges y écoles spéciales a los sucesivos órdenes o grados, y aun propuso la distribución geográfica de los segundos, los collèges: tres habría en París y uno por departamento, con el encargo de enseñar seis cuerpos de disciplinas: francés, griego y latín, historia antigua e historia de Francia, lógica, metafísica y moral, teoría del estado civil y sus aplicaciones en la constitución y las leyes, elocuencia y poesía, y física y matemáticas. Además, los seis cuerpos disciplinarios deberían dar cabida a un análisis semanal de los principales acontecimientos políticos de Francia y del mundo.

    En cuanto a las escuelas especiales, la Convención pensó situar los estudios médicos cabe los hospitales; los jurídicos, donde hubiere tribunales; los seminarísticos, a la sombra de la sede episcopal; los de comercio, en las ciudades activas en compraventa de productos y, vista al mar, los estudios náuticos. En la sugerencia de Daunou, los collèges y su contenido académico se asimilaron a la tradicional Facultad de Artes,¹² pero desprendida de la universidad. Por su parte, las écoles spéciales responderían al triple conjunto de las facultades medievales, si bien ampliado el elenco, en consonancia con el desarrollo de las ciencias y el incremento numérico de las profesiones.

    A la vez y según se dijo, las diferentes propuestas de construcción educativa y en particular del tercer grado u orden, develaban las tensiones revolucionarias en la factura de una constitución. Los constituyentes divagaban entre unas verdaderas escuelas universales y consecuentes a la vez con la unidad y la variedad del espíritu humano, o escuelas especializadas, más adscritas a la cultura profesional y menos afectas a la investigación científica. Propuso entonces Talleyrand, que sobre los tres grados u órdenes de enseñanza e instrucción, se estableciera un órgano general de la ciencia, propagador de los principios y rector de los métodos, destinado al complemento de la instrucción y al rápido avance de las ciencias. En definitiva, no tres sino cuatro órdenes o grados de enseñanza, distribuidos de acuerdo con la división del reino: en la base, las premières écoles en toda la expansión territorial; las écoles moyennes asignadas por distritos, las écoles spéciales en localizaciones claves y, en fin, en París, la École Nationale Universelle, con eficaz función legislativa en materia científica.

    Los objetivos propuestos por Talleyrand para las escuelas primeras o primarias, coincidían con los señalados por Daunou, y eran hijos del modo vigente en la enseñanza de los elementos básicos y universales. Las escuelas medias o distritales, no sólo orientadas a la instrucción sino ante todo a la educación, recogerían contenidos, en parte reorganizados, de la Facultad de Artes, pues conservarían, obligatorios, los estudios gramaticales y humanísticos, las lenguas clásicas y, por supuesto, el decir vernáculo, la retórica y la lógica, las matemáticas, y la física desprendida de la filosofía, e incluidas la química, la historia y la geografía. Además, algo novedoso: el estudio de los Derechos del Hombre en el cuerpo de la gramática y el de la Constitución en los cursos de humanidades. Respecto a las escuelas medias, bien estaba que fueran, a la vez, propedéuticas a cuatro especies de escuelas especiales: las de teología para formar a los ministros de la religión, no distribuidas por departamentos sino en sedes episcopales; las de derecho; las de medicina para abarcar la clínica, la cirugía y la farmacia, y otras propuestas por Talleyrand, denominadas las escuelas militares, de dos clases: unas destinadas a los primeros conocimientos de la milicia y el mantenimiento de las armas, con cursos de inglés y alemán, dibujo, elementos de las matemáticas aplicadas al arte de la guerra y geografía e historia. La segunda clase, de la formación militar, situaría sus escuelas en las fronteras, con cursos adicionales de artillería y del arte de las fortificaciones.

    Mientras los tres primeros órdenes o grados responderían a los intereses de lo general educativo y de lo profesional especializado, a la École National Universelle –en parte equivalente al lycée sugerido por Mirabeau– Talleyrand, entusiasta y convencido, le asignó funciones relativas al conjunto de las ciencias. Todas deben participar de un espíritu común y expresar una misma verdad, a pesar de sus diferencias la diversidad de sus aplicaciones. Si bien es cierto que en una sociedad bien organizada no todos sus miembros han de acceder a la totalidad del saber, sí es necesaria la comprensión del todo. De ahí la exigencia de disponer escuelas para las personas de toda edad y condición. La École National habría de ser recinto de los sabios.¹³

    La lectura del proyecto de Talleyrand se hizo cuando la Constituyente llegaba a su fin. En su tortuoso trayecto, se había limitado, en materia educativa, al mandato de "organizar la educación pública" por medio de la ya mencionada Ley del 3 de septiembre de 1791, dada a conocer el 14 y votada el día 26, y a las disposiciones provisorias de mantener las instituciones educativas existentes. La subsiguiente Asamblea Legislativa recibió el proyecto de Talleyrand con beneficio de inventario y lo puso en manos de un Comité d’Instruction Publique, en cuyo seno fue sometido a estudio otro proyecto presentado por Condorcet. Coincidentes ambos proyectos en los principios de justicia sustentantes de la educación pública, diferían por el enfoque más estatista y de político de Talleyrand frente al enciclopedista de Condorcet, y por la composición y denominación de los órdenes o grados de la instrucción.

    De estos grados, cinco propuso Condorcet: Las écoles primaires y las écoles secondaires, en realidad conjugadas por su común carácter elemental. Seguirían los instituts, al modo de instituciones de secundaria para enseñar los elementos de todos los conocimientos humanos requeridos por el individuo en el desempeño de sus actividades sociales y públicas, y prepararlo para estudios más profundos mediante el ejercicio intelectual, en cinco conjuntos disciplinarios, así: matemáticas puras y aplicadas, física, química e historia natural; ciencias morales y políticas y, para el análisis de las sensaciones y de las ideas morales, lógica o método de las ciencias; los principios generales de las constituciones políticas, elementos de legislación, economía política, comercio, e historia filosófica de los pueblos: anatomía comparada, arte veterinario, arte militar y los principios generales de las artes y los oficios; por fin, teoría general de las bellas artes, gramática general y el arte de escribir en latín y, si acaso, el griego, y una lengua extranjera. Más alto en la jerarquía, vendría el orden o grupo de instrucción constituido por los lycées, en los cuales se abandonaría la tradicional división universitaria de las cuatro facultades, sustituidas por los mismos cuatro conjuntos disciplinarios indicados para los instituts, pero éstos más henchidos de cursos, asignaturas y aplicaciones profesionales. Condorcet coronó su montaje jerárquico con la Societé Nationale des Sciences et des Arts donde nada se enseñaría –se investigaría– y con organización de los saberes, similar a los antedichos cuatro conjuntos disciplinarios, en ninguno de los cuales habría espacio para la teología, mas sí para la religión que, sin embargo, siendo de libre elección, cada quien la asimila en su correspondiente templo y con sus ministros. El Comité Nationale administraría los lycées.

    Se ignora, dice Liard, cuál hubiera sido la opinión global de la Asamblea Legislativa sobre el proyecto de Codorcet. Hubo pareceres aislados: Es como caer en la aristocracia de las luces, mientras venimos huyendo de la aristocracia política, objetó Bancal. Lo propuesto por Condorcet equivale a elevar una especie de sacerdocio más poderoso que el asolado por la razón del pueblo, recriminó Fourcroy, futuro consejero de Napoleón. Condorcet, enemigo de las corporaciones, quiere ahora sustituirlas con algo similar a una Iglesia académica.¹⁴

    2.2. La Convención (1792-1795) y el Directorio (1795-1799)

    Con la Asamblea Legislativa cesa la etapa de ideas y proyectos nacidos del ambiente revolucionario en materia educacional, y la Convención se sintió urgida y forzada por la opinión pública a diseñar lo tangible de la educación pública legislada por la Constituyente.¹⁵

    2.2.1.  La educación primaria y popular

    Para acelerar la marcha y verter alguna luz sobre el estado de unas quinientas escuelas de primeras letras y cerca de novecientas instituciones que podrían decirse de educación secundaria, casi desiertas tras el golpe revolucionario, los convencionistas crearán el Comité d’Instruction Publique que sancionó, el 12 de diciembre de 1792, el Decreto sobre la organización de las escuelas primarias. Dice así: A cargo de sus institutores, las escuelas primarias conformarán el primer grado de instrucción. Enseñarán los conocimientos de rigor necesarios a todos los ciudadanos.

    Fue entonces cuando la palabra instituteur aparece, por primera vez, en un instrumento legal de Francia. Lo cual, comentan Mialaret y Vial, desborda los límites de la filología. Aquí el Comité confundió la instruction con la institution, conceptos bien distinguidos por los enciclopedistas. Hasta ese momento, institution había significado educación, como Montaigne lo tuvo consignado en sus Ensayos, y la Enciclopedia estimaba que la instruction debía ser pública y confiada a establecimientos creados para el efecto. La Convención, en cambio, decidió encargarle a la nación –el Estado– la tarea de educar y no sólo de instruir a todos los niños ricos y pobres, y de dar a todos cuanto los hijos de los plutócratas recibían en privado de boca de sus precepteurs.¹⁶

    Otros decretos de la Convención ordenarán la existencia (30-V-1793) de escuelas primarias en todos los lugares de más de cuatrocientos niños; señalarán los contenidos de la instrucción (21-X-1793), y fijarán sus objetivos (17-XI-1794). Un significativo decreto del 15 de septiembre de 1793 determinó: Independientes de las escuelas primarias al cuidado de la Convención, habrá en la República tres grados progresivos de instrucción: el primero, para los conocimientos indispensables a los artesanos y obreros de toda condición; el segundo, para conocimientos ulteriores, necesarios a quienes se dedican a otras profesiones de la sociedad y, el tercero, para otros objetivos instruccionales cuya dificultad de estudio no los hace accesibles a todos. Este decreto fue solicitado por el departamento de París, los distritos rurales y las sociedades populares de artesanos.¹⁷

    En tal torrentera legislativa sorprendió el Decreto de 19 de diciembre de 1793, relativo a la organización general de la instrucción pública. En su sección primera declara la libertad de enseñanza con facultades para determinar la especie de las ciencias o artes que serán enseñadas, si bien sometidas las instituciones a la vigilancia de las municipalidades.

    De la Asamblea Constituyente venía el propósito revolucionario –ahora reiterado por la Convención– de arrebatarles la educación a las instituciones sociales del Antiguo Régimen y someterlas al Estado. ¿Por qué entonces ahora el contradictorio decreto de la libertad de enseñanza? En el calor de las discusiones, quiso Lakanal que la tal libertad no rigiera sólo para la primaria. Mas la alarma dominó en los convencionistas y cedieron a la posibilidad de apoyarse en los educadores particulares. Por tal motivo, el artículo 300 de la Constitución de 1795 reconoció el derecho de todo ciudadano a fundar establecimientos de educación e instrucción, y sociedades libres para el adelanto de las ciencias, las letras y las artes, aunque en el mismo año esta apertura fue restringida: el nombramiento de maestros y la elaboración reglamentaria quedaron sometidas a las administraciones provinciales, y a las autoridades municipales la inspección de las escuelas de primeras letras.¹⁸

    2.2.2.  La educación en los niveles superiores

    Serenados en parte los afanes por la educación popular, la Convención estaba también constreñida a decidir algo en torno a otros establecimientos educativos de nivel superior. Las universidades, despobladas de estudiantes y con profesores sospechosos, en su precaria subsistencia más se asemejaban, dice Liard, a fortalezas carentes de guarnición.¹⁹ El mencionado Comité d’Instruction Publique abordó el tema, tenso, como vamos a verlo, por las ya conocidas encontradas opiniones: en un flanco, los enciclopedistas afectos a la educación superior, los propulsores de las corrientes intelectuales del siglo XVIII, los corifeos del progreso científico y gestores –como sentían serlo– del espíritu revolucionario, y girondinos y montaignards liderados por Danton; en campo adverso, los medrosos de la ciencia y la filosofía por percibirlas conducentes a conformaciones aristocráticas, incompatibles con una sociedad fundada sobre los principios de la fraternidad y la igualdad: la fraternité et l’égalité.

    En una sesión del Comité, el matemático Romme, montaignard, resucitó el proyecto presentado por Condorcet ante la Asamblea Legislativa, condenatorio de las universidades cuyo espacio sería suplido por los instituts y los lycées, de tinte enciclopedista por estar abiertos a todas las ciencias y dotados de las bibliotecas, jardines botánicos, observatorios y laboratorios, imprescindibles para formar investigadores, ingenieros, profesores y a otros más.

    Según era de esperarse, esta concepción, jerarquizada por grados y por órdenes de la instrucción, fue blanco de objeciones alzadas por Siéyès, Daunou y Lakanal, siempre más partidarios de prestar atenciones inmediatas a la educación popular a cargo de escuelas primarias sembradas en todo el territorio nacional y a cargo de darles a los niños de ambos sexos la instrucción necesaria a todos los franceses: lectura y escritura, aritmética, geometría y física, uso de los diccionarios, y orden social y moral. A fin de nada sisarle a la ciencia, estas escuelas se complementarían con menor número de otras escuelas denominadas por Bancal, vocero de la oposición, écoles centrales adecuadas a la aplicación especializada de las artes en diversos campos profesionales. Al debate se sumó Durant de Maillase, quien temeroso de posibles peligros procedentes de la politización del enorme cuerpo sugerido por Condorcet, repleto de maestros a cargo del Estado, concluyó en la romántica y elitista actitud de limitar la ciencia a quienes fueran capaces de arribar a la virtud.

    En el fondo del enfrentamiento tempranamente reinstaurado, persistía el conflicto entre la intelectualidad científica y enciclopédica y, por ende, superior y elitista, y la tendencia favorable a la educación popular y universal. Las ciencias y las artes, proclamaba Bancal, son hijas del genio individual, viven por sí mismas animadas del principio inmortal y garante de su existencia a perpetuidad. Ellas viven y florecen espontáneas, sin ser necesario enseñarlas en establecimientos a cargo de la nación. Déjeselas, si acaso, a la iniciativa particular. La libertad es fecunda y, si se le permite actuar, nacerán por sí mismos institutos, liceos y academias en todo el territorio de la República.²⁰

    Estos arrebatos –en parte explicables por la aridez científica de la universidad francesa en el siglo XVIII– disonaban con el espíritu estatista de la Revolución. Muchos otros desplantes sorprendieron: Nosotros estamos obligados a solventar con la bolsa común la educación universal de todos los ciudadanos, exclamó el convencionista Lakanal. En el proyecto de Condorcet, replicado por Romme, se denunciaba el designio de crear una corporación que dictaría el pensamiento público y administraría la opinión. (...) Las ciencias y las letras son objeto de lujo para el cual no es lícito erogar dineros del erario. (...) La República no está para hacer sabios; ¿por qué privilegiarlos? Su privilegio es su genio. Y se llegó a decir en el seno de la Convención: "No necesitamos sabios. (...) La libertad no es fruto de las ciencias y las artes. (...) No nos la conquistaron los sabios. (...) Los sans-culottes no son sabios y los sabios no son republicanos. Las naciones libres no requieren la casta de sabios especulativos".

    Expresiones de este cariz nos develan un cambio radical de posiciones en un sector del Comité. A la teoría de la enseñanza y la educación como tareas esenciales del Estado, se les oponen el laisser faire y el laiser passer absolutos. A la postre, estos propósitos no prosperaría. Enfrentados con nuevas ideas sobre el tapete de la discusión, obligaron a remitirlo todo a una Comission Spéciale de seis miembros.²¹

    Ante ésta se dio lectura póstuma a un proyecto suscrito por Lepelletier, partidario e inspirador de una educación selectiva en una cierta especie de república platónica. Es curioso, pero a este proyecto adhirieron los jacobinos, tan afectos a concepciones educacionales de talante espartano. La Comisión se embarcó entonces en divagaciones en torno a procesos educativos a cargo del Estado y en instituciones en donde las familias, obligatoria o libremente, consignaran a sus hijos desde las primeras edades: selección meritocrática que sugirió volver a la jerarquía de institus y lycées, a instancias de Condorcet. A la postre, la Convención, en sesiones del 13 de agosto de 1793, elaboró un decreto en virtud del cual se crearían establecimientos nacionales para educar e instruir en común los niños de los ciudadanos, salvo la libertad familiar deseosa de hacerlo en la casa paterna.²²

    Una idea más para incrementar el acervo de meras proposiciones. Corría el septiembre de 1793 cercano a los tiempos del Gran Terror y a la dictadura pontifical de Robespierre. Movimientos contrarrevolucionarios habían causado la sanción (septiembre 17 de 1793) de la Ley de Sospechosos, seguida de tanto derramamiento de sangre. Con el reforzado odio a las instituciones del Ancien Régime, se avivaron los deseos de dar al traste de una vez por todas con los collèges, las facultés y las universités, y suplirlas cuanto antes con instituciones educativas del Estado. En este clima nació el ya citado decreto, angustioso, recursivo y populista, del 15 de septiembre de 1793.

    De este decreto se borró, en la víspera de su sanción, el artículo que suprimía los collèges en pleno ejercicio y las facultades de teología, medicina, artes y derecho, en todo el territorio de la República. Las universidades, tema sobre el cual retornaremos, se mantuvieron en capilla, prevista, sin embargo, su posible suplencia con instituts y lycées. Causante de esta determinación de última hora fue el dantonista Bazire, quien objetó: Se felicitarán las potencias extranjeras. Sobre todo Inglaterra, al ver cómo nosotros, por tan desgraciado error, nos dispondremos a ser un día sus servidores. Demandado el tal decreto, se aplazó su discusión.²³

    En cierto sentido satisfechos con este arbitrio, los persistentes seguidores de las ideas de Condorcet reiniciaron el debate, henchido de instancias adicionales. Dada la existencia –consideraron algunos– de dos clases de utilidad, la privada y la general, proponemos dos tipos de escuelas: las de primera educación con el objeto de responder a las necesidades del individuo y, las segundas, a los requerimientos de la sociedad. En las primeras, de diversos grados, se enseñarían disciplinas elementales y útiles a la variedad de individuos: ciencias y letras, asuntos sociales, y artes prácticas y cotidianas como alimentación, vestuario, vivienda, defensa... El segundo tipo de escuelas se relacionaría más con las profesiones, y poco con la ciencia. Así las cosas, el renovado debate siguió girando en torno al consabido dilema: lo popular, universal y para todos; o lo intelectual, científico y superior, que nos arrima al estado y al destino futuro de las universidades, las academias, y las escuelas existentes en Francia al estallido de la Revolución.

    2.2.3.  Hacia la suerte final de las universidades. La Escuela Normal, las Escuelas Centrales y el Instituto Nacional de las Ciencias y las Artes

    En 1789 había en Francia 27 universidades. La Asamblea Constituyente las sumió en estado letal al abolir el feudalismo –bajo el cual se amparaban– y suprimir los diezmos –dimes et octrois– base de su subsistencia. Luego, leyes del 2 de noviembre de 1789 y del 22 de abril de 1790 pusieron los bienes de las corporaciones y las congregaciones en manos de la nación para ser administrados por los departamentos. En forma más directa, un Decreto del 22 de diciembre de 1789 había provisoriamente sujetado los bienes de las universidades a la externa y suprema vigilancia de las administraciones departamentales. Estas disposiciones jurídicas modificaron de modo radical el régimen universitario. La Ley del 25 de mayo de 1791 que creó los ministerios; y dejadas la instrucción y la educación a cargo del ministerio del interior, las hundió bajo los dominios oficiales.

    Las universidades –objeto de sospechas por ser instituciones del Antiguo Régimen y por su escasa colaboración a la causa revolucionaria– sintieron germinar un nuevo orden de cosas. La Ley del 8 de marzo de 1793, emanada de la Convención, ordenó suprimir los collèges y otros establecimientos de instrucción; poner en venta sus dotaciones, y legislar sobre diversos regímenes profesorales.²⁴

    A decir verdad, las universidades se habían salvado por el veto a un artículo de la arriba citada Ley del 15 de septiembre de 1793. Pero la Ley del 25 de febrero de 1795 les agudizará su incierta y prolongada agonía. Esta ley dice: Para la enseñanza de las ciencias, las letras y las artes, serán establecidas, en toda la República, Escuelas Centrales, proporcionalmente distribuidas en razón de una por cada trescientos mil habitantes. El desarrollo ejecutivo de esta ley dio por resultado la creación (Ley del 1 de marzo de 1795) de tres escuelas centrales en París y de varias otras (Ley del 7 de junio de 1795), distribuidas en el territorio de acuerdo con la convenida proporción.²⁵

    2.2.4. Las Escuelas Centrales

    Mientras proseguía la olvidada agonía universitaria, mal comienzo y pobre marcha tuvieron las Escuelas Centrales. Desligadas de un proyecto orgánico de la educación, ambiguas en sus objetivos, débiles en sus procesos de administración, heterogéneas en la calidad del profesorado y en su fluctuante acervo estudiantil, y contrarias a la tradicional cultura de los internados, no pudieron llenar el vacío dejado por la supresión de los collèges. Las Escuelas Centrales funcionaban con un sistema de clases y cátedras, correspondientes a tres bloques de cursos híbridos: historia natural, dibujo y lenguas; matemáticas y ciencias físicas y químicas experimentales, y letras, historia y política, agricultura y comercio, que no obstante aparentar arreglos sistemáticos, carecían de integración y armonía intelectual. Las gobernaba el espíritu utilitarista de la Ilustración y el enciclopedismo abigarrado. A los estudiantes se los repartía por edades: 12 a 14, 14 a 16 y 16 a 18, cada uno adherido al curso o cursos de su gusto y antojo, bajo un régimen disciplinario ajeno al rigor académico. Eran tiempos de revolución.

    Expandidas por el territorio geográfico francés y pese al benévolo juicio de Fourcroy, severo se mantuvo el pronunciamiento popular sobre las Escuelas Centrales. Definidas por la Ley de 1795, equivalían a institutos de educación superior, pero homogéneas e incapaces de responder a las fisonomías regionales. El profesorado de las Escuelas, por demás independiente en la fijación de sus asignaturas, había creado un hondo vacío respecto a las escuelas de primera enseñanza, hijas de la Convención. Desfalleciente el fragor revolucionario, las Escuelas Centrales no ganaron el afecto de la época consular, y fueron suprimidas en 1803.²⁶

    2.2.5.  La École Normal

    Tuvo mejor suerte. Los convencionistas, dando oídos a inquietudes vigentes, habían creado (Ley del 30 de octubre de 1794) la École Normal en donde ciudadanos instruidos en las ciencias útiles, aprendieran, bajo la égida de los más hábiles en todos los campos, el arte de enseñar. Los normalistas serán ejecutores del plan que tiene por objeto la regeneración del entendimiento humano para una República de 25 millones de habitantes, a quienes las gestas revolucionarias los han hecho iguales. Así reza el Rapport de la propuesta. Con solemnidad, la Escuela Normal inició sus labores el 20 de enero de 1795. Por primera vez en el mundo –dijo entusiasmado Garat– la verdad, la razón y la filosofía van a tener un seminario. La enseñanza, en cursos y exposiciones abiertas seguidas de preguntas y discusión, producirían el avance del saber. Hábiles estenógrafos dejarían constancia escrita en actas comprehensivas. Figuras de la altura de Lagrange, Laplace, Monge, Bertholet..., pusieron sus mentes al servicio de la llamativa institución. Aún se conservan sus lecciones, admirables por la sencillez, la claridad y el método pedagógico, cuidadoso de los fundamentos históricos y filosóficos de las matemáticas, la química y la filosofía de la ciencia.

    Pese a pompas y prenuncios, a la Escuela Normal le esperaba, el 19 de mayo de 1795, muerte prematura a los pocos meses de existencia. Los usuarios, numerosos, diferentes en edad y en intereses, y afectos a la pedagogía rutinaria y pedestre, fueron incapaces de seguir los vuelos de tan altos pedagogos. Válganos el juicio de d’Irsay sobre la Escuela Normal: En ella, enciclopédica, cada cual enseñó y aprendió cuanto quiso y pudo; geometría unos, historia otros, como si se tratara de la universidad popular tan publicitada en esos tiempos, o de la universidad de extensión estilada y emprendida en América del Norte. En esas tales universidades los profesores no sabían a quién y por qué hablaban. De la Escuela Normal, motejada como la Torre de Babel del Jardín Botánico, subsistió el nombre, usado en 1808 para restablecerla y fortalecerla, en 1845, como Escuela Normal Superior.²⁷

    2.2.6. El Instituto Nacional de las Ciencias y las Artes, y Organización de la educación pública y las Escuelas Especiales

    Los convencionistas, en compendio de sus debates sobre la educación, dejaron sancionada, el 25 de octubre de 1795 (3 de Brumario, año IV), la Ley sobre la organización de la instrucción pública, contentiva de títulos referentes, por su orden, a las écoles primaires, a las écoles centrales, a las écoles spéciales y, en la cima, al Institut National des Sciences et des Arts o Institut de France, que aún subsiste.

    El Instituto, según Liard, suplió las antiguas academias, acusadas por Mirabeau en 1789 de ser escuelas de la mentira y el servilismo y sospechosas, con excepción de la de Ciencias, al olfato de

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1