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El guanche en Venecia
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Libro electrónico152 páginas1 hora

El guanche en Venecia

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En el verano de 1496, una vez culminada la conquista de Tenerife, la última de las Islas Canarias en caer bajo el poder invasor europeo, siete de los derrotados menceyes guanches son conducidos ante la Corte de los Reyes Católicos por el capitán-conquistador Alonso Fernández de Lugo con el fin de que esos nuevos vasallos rindieran pleitesía y sumisión a los monarcas españoles. Uno de estos menceyes será posteriormente regalado por Isabel y Fernando al dux de Venecia como una exótica criatura capturada en tierras tan lejanas como confusas.

¿Qué fue de ese mencey con retina neolítica una vez llegado a la República Serenísima, pujante enclave político, económico y cultural del Renacimiento emergente?

A esos interrogantes responde la novela de García Ramos y nos da las claves particulares del autor sobre una historia siempre inconclusa, nebulosa y gestionada con parcialidad por los vencedores de los indígenas atlánticos de aquella época.
IdiomaEspañol
EditorialBaile del Sol
Fecha de lanzamiento16 sept 2015
ISBN9788416320288
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    El guanche en Venecia - Juan-Manuel García Ramos

    Venecia.

    primera parte

    I

    De cómo lo que más asombro le produjo a Bencomo de Taoro a su llegada a Venecia el 17 de mayo de 1497 fueron las algas y los moluscos que vio agazapados en las grandes estacas de la laguna adriática. Sus retinas recobraron por unos instantes la curiosidad y la viveza de su vida insular, la morada tinerfeña, ese otro escenario dejado en el inmenso Atlántico tras perder sus batallas frente a los ejércitos de Fernández de Lugo.

    Se trataría de recordar, de volver sobre los errores cometidos hace apenas dos años, cuando la noticia del desembarco de los castellanos el primer día de mayo de 1494 llegó hasta sus posesiones de Taoro, en la isla de Nivaria. Nunca pudo suponer que ese acontecimiento desencadenaría el comienzo de la desaparición de la comunidad en la que había nacido, crecido, convertido en padre de hijos fuertes y valerosos, y gobernado, y también acarrearía la muerte o la venta como esclavos en tierras peninsulares de tantos hermanos de sangre, de tantas mujeres y de tantos niños inocentes. Una vida perturbada de pronto por la ambición y la ferocidad de pueblos desconocidos que venían a quebrar sin misericordia el orden de sus antepasados. Quizá debió de haber muerto en la batalla de La Laguna, como tantos cronistas de aquellos días amargos mantuvieron sin responsabilidad alguna, pero pudo sobrevivir a su hermano Tinguaro, a su hijo Bentor; al primero lo enterró con su cabeza separada del cuerpo, pues los castellanos la anduvieron paseando clavada en un pica por todos los rincones de la isla para escarmiento general, al segundo lo recogió del fondo del barranco donde fue a parar tras decidir quitarse la vida ante tanta devastación; tuvo que pasar por la vergüenza de la firma del armisticio con los invasores de la isla, por la pesadumbre de ver a sus reinos humillados, por lo menos a aquellos reinos que mantuvieron su orgullo y su coraje, no a los que se vendieron vilmente al conquistador: primero el de Güímar, luego Anaga y Abona, también Adeje, todos apalabrados por el gran traidor rebautizado Fernando, guanarteme de Gáldar, de Canaria; bandos traidores, bandos de paces, como vergonzosamente los consideraban los recién llegados. Fue el lengua Guillén Castellano quien lo introdujo en el idioma de los extraños y así pudo comprender poco a poco lo que le parecía tan imposible de aceptar. ¿Por qué esos ejércitos venían a Nivaria, cuáles eran las razones de esa invasión bárbara? ¿Qué era el cristianismo que tanta fuerza otorgaba a esas tropas para atropellar a gente de paz, para apresarla sin compasión, para matarla sin más o para llevársela a lejanos mercados de esclavos? ¿De qué Dios hablaban los castellanos?

    En los días tensos entre las batallas, discutió de todo eso con el concejo de sus mayores, reunió al tagoror con frecuencia, pero el discurrir colectivo no alcanzaba a explicarse la razón de todo lo que estaba ocurriendo. ¿Por qué un hombre verdaderamente de paz como él tuvo que convertirse también en un hombre de guerra? ¿Por qué los parajes hermosos, frescos, cultivados o salvajes de su isla tuvieron que transformarse en inmensos cementerios donde la peste negra encontró su feliz incubación para volverse luego el más fatídico enemigo de su pueblo?

    Bencomo de Taoro no acierta a ordenar los acontecimientos vividos, padecidos durante los últimos quinientos días, seiscientos días; su concepción del honor y de la hombría de bien no es capaz de entender el comportamiento de su mayor oponente: el capitán-conquistador, Alonso de Lugo, Alonso Fernández de Lugo... Lo vio prometer entendimiento y protección a esos bandos de paces y, con posterioridad, lo vio apresar a esas gentes ingenuas, embarcarlas rumbo al norte y venderlas sin compasión. Supo Bencomo de Taoro el significado de la palabra codicia al verla personificada en ese adversario inesperado que venía, según ellos proclamaban, del centro del mundo con un mandato del cielo.

    Desde su auchón de Taoro veía pasar el tiempo feliz, cuidaba de sus ganados, cultivaba el valle fértil: la cebada, el trigo, las habas, los bicácaros de la primavera, los dátiles fieles de las airosas palmeras norteñas; reír y asar cabritos y bocinegros frescos con sus amigos en las brasas de la tea recia, tomar charcequén, la miel de los mocanes, en los atardeceres. El mundo insular regido por Achamán continuaba a su ritmo. Todo hasta aquel día que Tinguaro trajo la noticia del desembarco de muchos navíos en Añazo, y Bencomo tuvo que convocar a sus nobles en tagoror urgente; vinieron los iguales de Daute, de Icod, de Tegueste, de Tacoronte, ya sabían de los contactos del resto de los reinos, de la traición del mencey de Güímar, Acaymo, de las intermediaciones de Fernando Guanarteme desde Canaria. Los extraños traían otro dios, hacían promesas de conciliación. Bencomo receló desde el principio e hizo recelar a los suyos de todas aquellas promesas de humo. Los extraños montaban a lomos de bestias desconocidas y poderosas, venían pertrechados de armaduras inquebrantables, blandían armas mágicas, hablaban una lengua muy sonora, tocaban bucios de metal ensordecedor... Las mujeres temían lo peor, advertían a sus hombres. Guañameñe el agorero se había pronunciado, todo quedó dicho: la arribada de los navíos, las gentes blancas que venían a tomar posesión de la isla... ¿Solo quedaba esperar?

    Bencomo decidió los pasos. solo la fuerza los detendría y era necesario pensar dónde esperarlos, dónde emboscarlos. Se aprestaron los hombres de todos los reinos cómplices, se aprestaron las armas de guerra, los alargados banots con obsidiana, las piedras arrojadizas de las hondas certeras de Tinguaro, las mazas y los garrotes más cortos, los útiles escudos de madera de drago, estudiarían el terreno, el lugar donde pararlos, Bencomo de Taoro lideraba todos los movimientos, las previsiones, Guañameñe miraba al sol, la isla era grande, nada se oía, todo se presentía. Bentor, impaciente, pedía un enfrentamiento en el mismo Añazo, ¿por qué esperar, por qué temer? Bencomo lideraba todo aquel frenesí, las dudas, las inquietudes, cómo convertir una paz dulce en una guerra incierta. Cambiaban los tiempos, los cielos se removían, el Atlántico había dejado de ser azul y se volvía gris, sucio, desconocido.

    Llegaron las jornadas previstas y dispusieron sus fuerzas en el lugar elegido: el barranco de Acentejo. Los ciento sesenta hombres de a caballo y los mil novecientos hombres de a pie venían avanzando confiados desde su salida de Añazo y su paso por La Laguna, días antes habían hecho batidas por poblados y habitaciones cercanas y se habían apropiado de ciento cincuenta guanches pacíficos, sin distinguir hombres de mujeres, ni mujeres de niños ni de niñas. Los caballeros y los peones castellanos creían haber llegado a un edén donde todo podía ser pisoteado, ultrajado en su propio beneficio. El único oro de esta utopía eran los hombres y las mujeres indefensos convertidos en esclavos de mercadería.

    Bencomo de Taoro y sus más allegados habían tenido el primer encuentro con las tropas foráneas en la frontera entre Añazo y Aguere y habían rechazado todas las humillantes ofertas de rendición de los castellanos. No reconocían la cristiandad, no reconocían la soberanía de esos reyes de España tan alabados y enaltecidos. Bencomo de Taoro no había aceptado nunca sujeción a otro hombre, a nadie que lo sacara del suelo que lo ha visto nacer, a nadie que ignorara las leyes por las que se regía desde el principio de los tiempos.

    La primavera se había apoderado de la isla. Era mayo de 1494, Bencomo ignoraba ese calendario. Se regía por los ciclos del pastoreo de trashumancia, las sequías, las lluvias y las nieblas, los tiempos estables.

    El primer combate se consumó en medio de cortes abruptos de terreno, de bosques difíciles de transitar por los caballos soberbios y sus jinetes ventajosos, los generales indígenas eran Bencomo y Tinguaro, Bencomo de frente, Tinguaro ordenando las fuerzas apostadas en los riscos. Eran tres mil hombres y sabían lo que se jugaban en ese enfrentamiento.

    Sobre las ordenadas huestes castellanas cayó un cielo de lajas lanzadas por los hombres de Tinguaro, gritos y silbos, el desconcierto del disciplinado ejército castellano pisando un territorio hostil, Alonso Fernández de Lugo caía el primero derribado por un callao que le destrozó su boca y parte de su nariz, fue el primer aviso de una derrota cantada. Intervenía ahora Bencomo de Taoro con su tamarco gamuzado resplandeciente, su banot de sabina y su tarja de drago, venía acompañado de dos mil quinientos guerreros que se abalanzaban sobre los caballos, los degollaban con sus magados, atacaban sin piedad a los desorientados castellanos, las ballestas dejaron de disparar, no había tiempo para la lenta recarga, también enmudecieron los escasos y rudimentarios arcabuces, un enjambre de brazos sin cuartel se precipitaba sobre la académica disciplina castrense de las tropas foráneas. Los caballos relinchaban entre los malheridos, las banderas caían por los suelos, los reinos extraños no eran reconocidos por aquellos subalternos de piel tostada, el neolítico se enfrentaba al renacimiento, el arte de la guerrilla a la ingeniería militar. Tinguaro y sus hombres descendían de sus asentamientos y se unían a la batalla, remataban el lance.

    Contaron noventa caballeros y mil doscientos peones abatidos en el campo de batalla. Los insulares cargaron con sus muertos hacia sus respectivos menceyatos, la tristeza de esas desapariciones, el júbilo de la victoria. Bencomo era vitoreado, Tinguaro lo abrazaba, algunos indígenas de Canaria eran perdonados y marchaban hacia Añazo, tras las descabezadas fuerzas de Fernández de Lugo. Guañameñe miraba al sol que se escondía por el oeste, rojizo, como la sangre de los charcos que pisoteaban los vencedores.

    Pasaron algunos meses en calma. Se volvía a los quehaceres tradicionales. Bencomo y los suyos se desentendieron de los escasos retenes castellanos más bien abandonados por Fernández de Lugo en Añazo, en el Puerto de los Caballos. ¿Merecía la pena acabar con ellos? Meditaba Bencomo, ignorante de las muchas diligencias e intrigas del derrotado Fernández de Lugo, tras regresar en junio de 1494 al Puerto de las Isletas de Canaria con los restos de su descalabrado ejército. El viejo y fiel colaborador de Lugo, Gonzalo Suárez de Quemada, superviviente del desastre de Acentejo, se encargaría de contratar una fuerza expedicionaria más profesional para retomar la conquista de Nivaria. El interlocutor para esa operación era Juan Alfonso de Guzmán, acaudalado noble andaluz, tercer duque de Medina Sidonia y descendiente del legendario Guzmán el Bueno. Otros apoyos se encontraban en Canarias y eran las señoras de Lanzarote y Fuerteventura, Inés Peraza, y de La Gomera y El Hierro, Beatriz de Bobadilla. Entre tanto, Lugo se desharía de su ingenio y de sus extensas posesiones de Agaete, su comprador era Francisco Palomar, armador, como Mateo Viña y Guillermo Bianco, los tres genoveses, quienes sufragarían la segunda intentona de Lugo para apoderarse de Nivaria, junto al mallorquín Nicolás Angelate. Lugo no cesaba en sus gestiones tanto militares como económicas y diplomáticas. Es seguro que en noviembre de 1494 se entrevista con los Reyes Católicos en Madrid y consigue una prórroga de los monarcas para su definitiva conquista de Tenerife, el nuevo plazo expira el 31 de diciembre de 1495.

    Después de aquellos sucesos, Bencomo seguía al frente de sus ganados y sus cultivos, como el resto de los menceyes, incluidos los bandos de paces, resignados estos últimos a la nueva hegemonía del rey de Taoro, pero dispuestos en silencio a facilitar el regreso del conquistador castellano, aunque todos se encontraban al margen

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