La subida de Inocencio III al solio pontificio en el año 1198 no parecía venirle mal a la Santa Sede: era de suponer que un joven y enérgico líder religioso se emplearía a fondo a la hora de acabar con los cátaros, herejes que prácticamente campaban a sus anchas desde hacía ya más de medio siglo en Occitania. El tiempo demostraría que fue todo un acierto que fuera elegido papa.
PRIMERAS REACCIONES
Sin embargo, no sería Inocencio III el primer papa en reaccionar frente al avance del catarismo. Las muestras iniciales de preocupación de la Santa Sede ante el contagio herético que sufría Europa occidental desde principios del siglo xii, al parecer, llegaron con el papa Calixto II, pontífice que en 1119, ante el cariz que estaba adquiriendo lo que hoy en día denominamos «catarismo», procederá a excomulgar a dichos disidentes religiosos.
No obstante, habrá que avanzar hasta 1145 para que se adopten medidas más activas, de modo que el papa Eugenio III enviará al fraile cisterciense Bernardo de Claraval —posteriormente canonizado—a comenzar una investigación sobre el problema heterodoxo en Occitania, la región donde la herejía había arraigado con más fuerza. Bernardo de Claraval optó por buscar el apoyo de la alta nobleza del lugar para tan ardua misión, de forma que, con el conde de Tolosa, Alfonso Jordán, a la cabeza, esperaba que los vasallos de éste último comenzaran a cooperar con la Iglesia católica para tratar de detener el avance de la herejía. Fue entonces cuando Bernardo de Claraval empezó a desarrollar su peregrinación por tierras occitanas, llegando incluso a entablar intensos debates dialécticos con los «perfectos» cátaros, en los cuales el monje trataba de desmontar los argumentos teológicos de los herejes, al compararlos con los dogmas católicos, sólidamente expuestos por el religioso cisterciense. Al mismo tiempo, Bernardo daba a los verdaderos creyentes católicos el mensaje que necesitaban oír, de boca de un austero fraile que venía a hablarles cara a cara y sin tapujos, tal y como hacían los
