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El poder del ahora o nunca: Amplía tus límites y trasfórmate en lo que quieras
El poder del ahora o nunca: Amplía tus límites y trasfórmate en lo que quieras
El poder del ahora o nunca: Amplía tus límites y trasfórmate en lo que quieras
Libro electrónico182 páginas4 horas

El poder del ahora o nunca: Amplía tus límites y trasfórmate en lo que quieras

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Información de este libro electrónico

Carlos Pérez es un alto ejecutivo hotelero acostumbrado a dirigir a su personal a través del miedo y la intimidación.

Un día, de manera inesperada, muere. Para su sorpresa vivirá su propia muerte. Decide entonces reconciliarse con la vida y con una persona muy especial para él. Y ahí empezará una verdadera aventura que lo irá transformando para llegar a convertirse en el verdadero líder que siempre pudo ser.



Querido lector, la vida es AHORA o NUNCA. El AYER ya pasó, nos gustara o no lo que vivimos. Y nadie nos asegura que haya un MAÑANA. Así que este es el momento de aplicar lo que aprendiste en El regreso de Max. AHORA es el momento de ir por tus sueños, de amar a tus seres queridos, y de VIVIR (sí, con mayúsculas, que es la VIDA lo que merece la pena). ¿Te atreves a descubrir en quién puedes llegar a convertirte?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 may 2013
ISBN9788415900016
El poder del ahora o nunca: Amplía tus límites y trasfórmate en lo que quieras

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    Mi nombre es Juan Eduardo, definitivamente esta obra esta lejos de ser una guia de autoayuda , sino mas bien de descubrimiento , creo que esta al nivel del caballero de la armadura oxidada , esta muy recomendable pues habla de lo importante de la vida .

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El poder del ahora o nunca - Manuel Ramírez

El que acompaña

Oigo una sirena. Creo que pertenece a una ambulancia. Sí, ahora recuerdo: algo me acaba de ocurrir, y debe de ser grave. Esta tarde volví a mi casa después de una reunión con el equipo del hotel que dirijo en la que tuve que ponerlos a todos en su sitio. Son unos idiotas.

Cenaba con mi esposa, mi hija pequeña y unos amigos. Una de esas estúpidas reuniones que organizamos cada mes para relacionarnos con los demás. Siempre he pensado que todo esto es una chorrada. Pero Gloria, mi mujer, se empeña en presumir de nuestro nivel.

Pedro ha sido quien ha tomado la iniciativa al verme caer al suelo con gran estruendo. No estoy muy seguro de qué ha pasado entonces. Supongo que he perdido la consciencia. De hecho, no sé si estoy vivo o muerto.

No veo nada. Pero oigo voces. Gloria, mi mujer, debe de estar sentada muy cerca de mí. Puedo escuchar cómo llora y me dice que no me vaya. La noto triste, aunque pensé que ya no le importaba. Hace mucho tiempo que cada uno hace la vida por su lado, aunque de cara a los demás somos una pareja estupenda, con dos hijas maravillosas, una de ellas ya casada y madre de un niño de cinco años.

Mi nieto se llama Jordi. Es alegre como su madre. Su padre es un idiota. Nunca he entendido qué vio mi hija en él. Son compañeros de oficina, ambos trabajan en el departamento de Marketing de una empresa multinacional del sector farmacéutico. Pero mi hija es mucho más inteligente. O eso creía yo, hasta que eligió a ese memo como marido.

Supongo que ahora me llevarán al mejor hospital de la ciudad. No quiero ni imaginarme en un centro público y que aparcasen mi camilla en un pasillo, esperando a que algún imbécil, recién salido de la Facultad de Medicina, tuviera un minuto para venir a ver qué me ocurre.

—¡Qué soberbia! Ya entiendo por qué no te soporta nadie. No te aguantas ni tú, chico.

—¿Quién es usted? ¿De qué me habla? —pregunto a un anciano que acaba de aparecer ante mí.

Ahora puedo verlo, sentado junto a mi mujer y a un enfermero. Pero no parece que ellos noten su presencia. El viejo me mira con una ligera sonrisa. Tiene unos documentos en la mano.

—Veamos, expediente número doscientos treinta y cuatro. Nombre: Carlos Pérez. Edad: cincuenta años. Motivo de la defunción: infarto cerebral.

—¡¿Cómo dice?! ¿Estoy muerto?

—Bueno... digamos que estás más cerca de los muertos que de los vivos. Aunque todavía no está resuelta esa cuestión.

—Entonces, ¿en qué quedamos?

—Tranquilo, chico. Todo a su debido tiempo.

—Es la segunda vez que me llama usted «chico». Creo que soy algo mayor para que se dirija a mí de esa manera. Como bien ha dicho, mi nombre es Carlos. Y no estaría de más que me tratase como señor Pérez, como hace todo el mundo.

—Eso no te lo crees ni tú, chaval. Tengo ya una cierta edad y he venido para enseñarte algunas cosas. Así que seguirás siendo «chico», chaval o lo que a mí me dé la gana. Y te agradecería que no me tratases de usted.

—Empezamos bien. ¿Qué le parece si nos llamamos por el nombre de pila? Odio las expresiones como «chico» o «chaval». ¿Lo dejamos en Carlos y yo le llamo por su nombre, también?

—Eso está mejor. Me llamo Levi, que significa «El que acompaña». Y eso es exactamente lo que voy a hacer contigo: acompañarte en este viaje.

—¿Sabe usted dónde estoy y qué me ha pasado?

—Tutéame, por favor.

—Es cierto. ¿Sabes por qué estoy aquí, Levi?

—Te lo acabo de decir: has sufrido un infarto cerebral.

—¿Y qué es eso del viaje en el que vas a acompañarme? ¿Te refieres a llegar hasta el hospital?

—No, Carlos. De eso se ocupan tu mujer y el personal sanitario. Mientras ellos se encargan de tu cuerpo y hacen lo que buenamente pueden, tú y yo nos iremos a dar una vuelta. ¿Estás preparado?

—No lo sé. Preparado ¿para qué?

—Te voy a dar la oportunidad de que aprendas algo. Siempre te has mostrado arrogante con quienes te rodean, sean familiares, amigos o trabajadores.

—¿Voy a pagar por mis pecados? ¿Eres un justiciero?

—¡No! Soy tu compañero. Recuérdalo. Te iré guiando y verás todo aquello que has querido negar durante décadas. Quizás aprendas algo de esta experiencia.

Me doy cuenta de que el viejo no bromea. No sé qué es lo que tengo que ver. Y menos aún lo que tengo que aprender. Me considero un hombre exigente y duro por naturaleza. No tengo en cuenta las formas para tratar a los demás. Pero es la única manera de que las cosas salgan adelante. Me interesan los resultados, no ser simpático. A eso no lo llamaría ser arrogante.

Donde todo empieza

Levi se pone en pie y se dirige a la puerta de la ambulancia. Me indica que lo acompañe. Le hago caso y me levanto. Puedo ver cómo mi cuerpo sigue tendido en la camilla, intubado y con una vía en el brazo derecho.

Tengo una sensación extraña: salgo de mi propio cuerpo. Es como si me desdoblara. Me quedo mirando lo que dejo atrás, y veo a un hombre que está acabado. A su lado, Gloria llora, y un enfermero observa con atención un monitor en el que tiene información sobre lo que me ocurre en ese momento.

Me gustaría quedarme un rato para observar la escena y entenderla mejor. Es probable que le gritara algo a ese tío, que no parece enterarse de nada. Pero Levi me espera en la puerta de la ambulancia, tendiéndome una mano para que lo acompañe.

—Mira, Carlos. Aquí empezó todo. Presta mucha atención a lo que vas a ver. Hay una lección importante para ti en esta experiencia, si eres capaz de aceptarla.

Acto seguido abre la puerta y sale del vehículo conmigo detrás. La puerta se cierra a nuestra espalda.

Lo que veo me deja estupefacto. Creí que estábamos circulando por las calles de la ciudad, en dirección al hospital. Pero al abrir la puerta trasera de la ambulancia he visto el interior de un hogar. Lo reconozco. Es el dormitorio principal de la vieja casa de mis padres. Puedo ver a mi madre tendida en la cama. Junto a ella, están varias vecinas y la comadrona oficial de Picassent, nuestro pueblo. Supongo que mi padre y mi hermano Antonio deben de estar en el comedor, esperando.

Veo cómo terminan de lavar al recién nacido en un barreño grande. ¡Soy yo! Me depositan en los brazos de mi madre, que me acurruca y me aprieta contra su pecho. Los dos empezamos a llorar al mismo tiempo.

—¿Sabes por qué llora tu madre en ese momento? —me pregunta Levi, que sigue a mi lado.

—No. Supongo que debe de estar emocionada.

—Tiene miedo. Tu padre gana muy poco dinero en la obra. Para mantenerte tendrá que hacer turnos dobles. Y cree que eso no le hará ninguna gracia.

—Así que, en el mismo momento de nacer, ¿ya representaba un problema para ellos?

—Lo cierto es que tu padre está en el comedor deseando verte. No le importa trabajar más para daros lo mejor a tu hermano y a ti. Pero nunca se lo ha querido decir a tu madre. Es muy orgulloso. No quiere mostrar sus sentimientos, porque cree que eso se vería como un signo de debilidad.

—¿Ambos me esperaban, pero no se lo habían dicho el uno al otro? Siempre he creído que a mi padre le molestaba mi presencia, que hubiera preferido que yo no viniera al mundo.

—¿Acaso tú has sido honesto y te has mostrado vulnerable con tu mujer, tus hijas o el resto de personas con las que tratas a diario?

—¿Y eso qué tiene que ver? ¿Quieres decir que lo que yo hago o dejo de hacer depende de lo que pasó cuando nací?

—La manera en que nos comportamos como adultos viene influenciada de forma muy significativa por cómo nos trataron de los cero a los siete años. Actuamos por imitación, sobre todo al principio. Pero a veces seguimos toda la vida anclados a comportamientos del pasado, aunque no sean los más adecuados.

Sigo mirando la escena. Ahora entran mi hermano y mi padre. Antonio, que tiene cuatro años, se acerca a mi madre para verme. Me acaricia suavemente. Quiere cogerme en brazos, pero mi padre lo aparta con brusquedad. Se quedan los dos un poco alejados de mi madre y de mí.

Mi padre tiene una mirada distante. Puedo apreciar una leve sonrisa en sus labios cuando me mira. Pero luego levanta la vista hacia mi madre y vuelve a poner esa cara inexpresiva. La recuerdo muy bien.

—Supongo que tienes razón. Siempre he actuado un poco como mi padre. Pero los hombres debemos ser duros. Para mostrar emociones a todas horas están las mujeres. Alguien debe tener la cabeza sobre los hombros para tomar decisiones cuando hay problemas. Las cosas no se arreglan llorando.

—Esa es la forma en que te educaron. Pero ¿te has sentido siempre a gusto con esa forma de mostrarte al exterior? ¿No ha habido ocasiones en las que hubieras deseado mostrarte como realmente sentías?

—No lo sé. No querrás que me ponga a llorar por cualquier tontería, como hacen mi mujer y mis hijas.

—Tranquilo. Estás al inicio del viaje.

Cuestión de confianza

Levi abre la puerta que habíamos dejado a nuestra espalda. Espero entrar en la ambulancia de nuevo. Pero no es así.

Me veo a mí mismo con cinco años saliendo del cuarto de baño de la mano de mi madre. Me ha bañado. Y ahora me lleva a mi habitación a ponerme la ropa de domingo. Me veo feliz, a pesar de tener que aguantar que me repeinen y me pongan esos zapatos tan incómodos.

Aún me acuerdo de aquellos domingos. Mi madre siempre nos arreglaba a mi hermano y a mí, y luego nos íbamos con mi padre y con ella a misa. Era un auténtico aburrimiento. Pero lo mejor llegaba cuando salíamos de la iglesia, pues mi padre nos llevaba a tomar una horchata. Mis padres compartían un vaso grande, y mi hermano y yo nos pedíamos uno pequeño cada uno. Era el mejor momento de la semana.

Hablo con mi madre. Ella me dice que me porte bien. Esa semana he sido especialmente bueno y mi padre me ha prometido que me comprará un vaso grande. Es la primera vez para mí. Casi puedo saborear la deliciosa horchata, que en esta ocasión no se va a acabar tan pronto como siempre. Estoy emocionado.

La casa es la misma que la que hemos visitado hace unos minutos. Pero se ve algo más vieja. Nunca pudimos arreglarla. Cuando mis padres la alquilaron, pintaron las paredes ellos mismos. Y consiguieron algunos muebles. Luego nunca más pudieron hacer mejoras. El dinero nos llegaba justo para comer y vestir. Así fueron las cosas hasta que nos trasladamos a Barcelona, cuando cumplí dieciséis años.

Veo entrar a mi padre con cara de mal humor. Tengo una sensación extraña. Algo pasa. Se acerca a mi madre y le dice que tiene que irse con Antonio. Ha habido algún problema en la obra. Le ordena que se quede en casa conmigo para que cuando ellos vuelvan puedan tener la comida preparada. Antonio aparece detrás de él. Se ha quitado la ropa de domingo y se ha puesto el mono de trabajo, el que utiliza cuando ayuda a mi padre.

Ambos desaparecen. Mi madre los sigue hasta la puerta, pidiéndoles que tengan mucho cuidado. Veo tristeza en su mirada. Es muy religiosa y quería ir a misa. Entonces me doy cuenta de las consecuencias de lo que acaba de pasar: me he quedado sin mi horchata. ¡Me lo había prometido! De la rabia, rompo a llorar.

—¿Aún piensas que los hombres no lloran? —me pregunta Levi, que está a mi lado.

—Bueno, tenía cinco años.

—Y los hombres adultos, ¿no sienten rabia, cuando alguien les promete algo que los ilusiona y luego no lo cumplen?

—Sí, pero nos aguantamos. La vida es así.

—Ya veo. ¿Recordabas este momento?

—Al verlo de nuevo he recordado lo que sentí entonces. Ese viejo cabrón me falló una y otra vez, hasta que aprendí a no confiar en su palabra.

—Pero en ese momento, ¿qué sentías? ¿Pensabas que tu padre te había fallado porque era malo?

—No. Lo peor de todo es que cuando me prometía algo y no lo cumplía, yo pensaba que me castigaba porque yo era malo, de alguna forma.

—¿Quieres decir que te sentías culpable?

—Supongo que sí. En el fondo, sí. Pero ¿a qué viene todo esto? ¿De qué sirve ahora que vea esta escena de mi vida? Mi padre era un completo imbécil que nunca llegó a nada en la vida. Y encima nos fallaba a todos.

—Ahora no debes preocuparte de para qué sirve todo esto. Solo quiero que revivas la experiencia. Ya te dije hace un rato que aquí hay un aprendizaje para ti, si lo quieres ver.

—Bueno, pues ya lo he visto.

—¿Sabes a dónde iba tu padre ese día?

—Supongo

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