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Divago mientras vago: Un viaje autobiográfico
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Divago mientras vago: Un viaje autobiográfico

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Cuando tenía veintisiete años, se hundió la bolsa. Cuando tenía veintiocho, me hundí yo. Entonces, supongo, me desperté. De este modo, cuando estaba a punto de cumplir los treinta, empecé a ganarme la vida escribiendo. Esta es la historia de un negro que quiso ganarse la vida con sus poemas y sus cuentos.

Divago mientras vago, la segunda de sus autobiografías, es un libro de viajes en el que su autor pone de manifiesto su perspicacia para captar los rasgos más importantes de los lugares y las diferentes sociedades que visita. EE UU, Centroamérica, España en la Guerra Civil, la URSS, Extremo Oriente, son algunos de los lugares recorridos y, aunque todos son destacables, nos parecen singularmente relevantes sus narraciones del Asia soviética, la peculiar relación entre el comunismo y las costumbres, religiones y leyes ancestrales, así como sus viajes por Japón y el Oriente extremo. James Langston Hughes fue un activista, tuvo que declarar ante el subcomité del senador McCarthy, conoció a poetas e intelectuales de todo el mundo, pero fue sobre todo una persona de una extrema curiosidad y un narrador excepcional.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 jul 2015
ISBN9788491140580
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    Divago mientras vago - James Langston Hughes

    E.].

    1

    En busca del Sol

    Menos que lírico

    Cuando tenía veintisiete años, se hundió la bolsa. Cuando tenía veintiocho, me hundí yo. Entonces, supongo, me desperté. De este modo, cuando estaba a punto de cumplir los treinta, empecé a ganarme la vida escribiendo. Esta es la historia de un negro que quiso ganarse la vida con sus poemas y sus cuentos.

    Hacía diez años que era una especie de escritor; un escritor que escribía, sobre todo, porque cuando me sentía mal, la escritura evitaba que me sintiera peor. Escribir me permitía exteriorizar mis emociones y darles forma, y funcionaba como una válvula de escape de cosas que nunca era capaz de expresar cuando hablaba.

    Bueno, la verdad es que estaba en plena depresión. Mi mecenas acababa de abandonarme. Las becas, las ayudas y los premios literarios eran cada vez más escasos. Ya había obtenido unos cuantos premios a los que no podía presentarme por segunda vez. Era muy difícil encontrar trabajo. La WPA¹ todavía no existía. Si quería vivir y escribir, como no sabía hacer ninguna otra cosa, tenía que lograr vivir de la escritura. Así, por necesidad, comencé a convertir la poesía en pan.

    Pero eso de ganarse el pan no resultó sencillo. Mary McLeod Bethune fue la primera persona que me recomendó que viajara por el sur leyendo mis poemas². Y comencé a hablar con Mary McLeod Bethune porque me había ido a Haití.

    Me había ido a Haití para alejarme de mis problemas. Mi intención inicial era viajar en autocar desde Cleveland, donde pasé la Navidad con mi madre, hasta Key West, y desde ahí ir primero a Cuba y después a Haití. Pero en Cleveland, en la Karamu House, conocí a un tipo llamado Zell Ingram que iba a la Escuela de Arte de Cleveland pero no le gustaba, así que quería dejar los estudios y dedicarse a viajar. Le pidió a su madre que le prestara el coche, ella le dio trescientos dólares y nos pusimos en camino. A mí me quedaban trescientos dólares de los cuatrocientos que me había reportado la beca Harmon por mi novela No sin risa, ya que le había dado cien a mi madre³. Una mañana de marzo, Zell y yo partimos hacia el sur.

    En cuanto me libré del último dolar que me había asignado mi antigua mecenas, me sentí muchísimo mejor; había tenido el estómago revuelto durante semanas, desde que mi relación con la amable y anciana dama de Park Avenue había terminado de forma abrupta, pero a partir de entonces dejó de molestarme⁴.

    Terminé la universidad en 1929, el año del hundimiento de la bolsa, cuando empezó la Gran Depresión. Había escrito mi primera novela, No sin risa, mientras estudiaba en la Universidad de Lincoln, donde había podido entrar gracias a una beca. Después de licenciarme, mi mecenas me proporcionaba una suma mensual que me permitía vivir cómodamente en una zona residencial de Nueva Jersey, a una hora de Manhattan, y dedicarme a corregir mi novela con total tranquilidad. Gracias a la resaca del «Renacimiento de Harlem» de principios de los años veinte, había estado navegando plácidamente a la deriva, viviendo de mis poemas, que parecían satisfacer las fantasías de algunas bondadosas damas de Nueva York que disponían de dinero para apoyar a escritores jóvenes. Las revistas publicaban muy pocos relatos sobre temas de negros, ya que los temas de negros se consideraban exóticos, como los rasgos chinos o de las indias orientales. Las editoriales, en aquella época, nunca contrataban a escritores negros para leer manuscritos ni para formar parte de sus plantillas. Casi todos los jóvenes escritores blancos que había conocido en Nueva York en los años veinte habían conseguido buenos empleos en editoriales o revistas gracias a su trabajo creativo, a sus obras. A mis amigos blancos de Manhattan, cuyas primeras novelas habían recibido críticas que ni de lejos eran tan buenas como las que había recibido la mía, los invitaban a Hollywood o les proponían que escribieran guiones para la radio. Había poetas cuyos libros apenas se vendían y que recibían ofertas para colaborar con las mejores revistas de Nueva York. Pero ellos eran blancos. Yo era de color. Así que en Haití comencé a pensar en cómo yo, un negro, podía ganarme la vida con la escritura en América.

    Y todavía quedaba otro dilema por resolver: cómo ganarme la vida con la clase de escritura que a mí me interesaba. No quería escribir literatura barata, ni producir historias supuestamente ciertas para venderlas bajo distintos seudónimos, como hacía Wallace Thurman⁵. No quería dedicarme a hacer cuentos muy pulidos y bien estructurados y que no tuvieran nada que ver con la vida de los negros para presentarme a concursos junto a otros mil escritores comerciales que trataban de publicar en The Saturday Evening Post. Quería escribir en serio y lo mejor que pudiera sobre la gente negra, y lograr ganarme la vida con esa clase de escritura.

    Pensé que, con los cuatrocientos dólares que había ganado con mi novela, lo mejor era ir a tumbarme al sol una temporadita y pensar un poco, ya que acababa de pasar un invierno tenso y descorazonador tras una serie de malentendidos con la amable dama que había sido mi mecenas. Ella quería que fuera más africano que de Harlem, que fuera primitivo en el sentido más simple, intuitivo y noble de la palabra. Yo no podía serlo, ya que había crecido en Kansas City, Chicago y Cleveland. De modo que aquel invierno me había dejado herido en lo más profundo. Estuve meses sin poder concentrarme en la escritura. Pero tenía que escribir para no morirme de hambre, así que fui a tumbarme al sol a ver si se me ocurría alguna idea.

    En Cleveland, aquel invierno había sido frío y húmedo, y daba la impresión de que la primavera no iba a venir nunca. Yo sabía que en Haití haría calor. Cuando Zell y yo llegamos a Carolina del Norte, ya estábamos fuera de la zona de alcance de la nieve. Y al bajar a toda velocidad por la costa de Florida, nos encontramos con el sol, cálido y cordial.

    Hicimos una parada en Daytona Beach para visitar el Bethune-Cookman College, del cual era presidenta la más distinguida de todas las mujeres negras, Mary McLeod Bethune. Llegamos a Daytona sobre las ocho de la tarde. Nos llevó cierto tiempo encontrar el campus. Cuando por fin lo hallamos, nos detuvimos delante del primer edificio en el que vimos unas luces encendidas. Hacía calor, por lo que todas las puertas y ventanas estaban abiertas. Oímos a un grupo de chicas cantando en una habitación del segundo piso. Zell subió las escaleras para preguntar por dónde se iba a la casa de la señora Bethune. Llamó a la puerta de un aula y, cuando una profesora la abrió, las chicas dejaron de cantar. Después escuché cómo la voz de una mujer exclamaba:

    –Se acabó la clase por hoy, niñas. ¡Está aquí Langston Hughes, el poeta!

    De repente, sentí una enorme vergüenza. No me imaginaba que mi nombre sería conocido en Florida más que para la señora Bethune, a quien me habían presentado en una ocasión en la Universidad de Columbia. Algunas de las estudiantes bajaron las escaleras corriendo, seguidas por la profesora, y me dieron la bienvenida con mucho cariño. Nos acompañaron hasta el otro lado del campus, a la casa de la señora Bethune, y esta nos recibió muy simpáticamente, aunque no le habíamos anunciado nuestra llegada. Nos prepararon la cena y pusieron a nuestra disposición una habitación de invitados. Pero antes de irme a la cama, estuve un largo rato sentado en el porche hablando con la señora Bethune, que me trató de un modo maternal y amable y me dio sabios consejos. Yo era joven y me sentía perplejo.

    Al día siguiente, leí algunos poemas a las estudiantes de Literatura Inglesa. Así comenzó mi aprendizaje de cómo ganarme la vida con la escritura; fue la señora Bethune quien me había dicho, la noche anterior:

    –¿Por qué no se va de gira por el sur leyendo sus poemas? Hay miles de estudiantes negros para los que sería un motivo de orgullo y un gran estímulo verlo y escucharlo. Usted es joven, pero ya se ha hecho un nombre en los círculos literarios, y puede contribuir a hacer que los estudiantes negros se den cuenta de que pueden aspirar a algo en este mundo, a pesar de todos los problemas que tenemos.

    No dejaba de pensar en lo que había dicho la señora Bethune mientras conducía hacia el sur por aquella carretera de Florida, larga y recta, que llevaba a Miami.

    Las noches de La Habana

    En Miami, Zell y yo metimos el Ford en un garaje. Fuimos en tren hasta Key West, y desde ahí a Cuba en barco. Era la hora de cenar cuando llegamos a El Moro; en el crepúsculo, La Habana se elevaba, blanca y moruna, sobre el mar⁶. Era una noche cálida y las avenidas estaban llenas de vida, atestadas de gente, entre la que se veían muchos negros color azabache vestidos con trajes blancos. En las calles estrechas había mucho tráfico, sonaban las bocinas y las campanas de los vehículos, y en las tabernas y los puestos de zumos de frutas las radios vibraban con el pulso de los tambores y los sonidos de las maracas, semejantes a olas, que marcaban el ritmo de interminables rumbas. La vida fluía, intensa y cálida, por las animadas calles de La Habana.

    Nuestro hotel estaba ocupado sobre todo por familias numerosas de cubanos de provincias. En sus balcones interiores, que daban a un patio abierto, resonaba con fuerza el punzante parloteo de las corpulentas madres y sus vivaces niños. El restaurante, situado en el primer piso, con toda una pared abierta a la calle, era ruidoso como solo puede serlo un restaurante cubano, ya que, a todos los sonidos procedentes de la calle, se sumaban los gritos de los camareros y las risas de los clientes, el repiqueteo de los cuchillos y tenedores y el tintineo de las copas en la barra.

    Me gustó ese hotel porque, como nunca iban turistas, los precios eran bastante bajos, acordes con el nivel adquisitivo de los cubanos. Ninguna de las habitaciones tenía ventanas, pero tenían unas enormes puertas dobles que se abrían a los balcones, cubiertos de azulejos, que daban al patio. Nadie se preocupaba por darles una llave a los clientes. La dirección simplemente daba por hecho que todos los clientes eran honrados.

    Al día siguiente, fui a buscar a José Antonio Fernández de Castro, para el que, en un viaje anterior a Cuba, Miguel Covarrubias me había dado una carta de presentación⁷. José Antonio era una dinamo humana que en un momento podía poner en marcha un montón de cosas. Era amigo de muchos artistas y escritores americanos, a quienes llevaba a cenar y beber. Pescaba con Hemingway y le encantaba ir a Marianao, que por aquel entonces era la zona de ocio no turística. Conocía a todos los taxistas de la ciudad –tenía cuentas con ellos– y era, en términos generales, el mejor contacto que uno podía tener en Cuba si es que nunca había estado allí antes.

    José Antonio trabajaba como periodista en el Diario de la Marina. Más adelante sería uno de los editores de Orbe, el semanario ilustrado cubano. Después entró en el cuerpo diplomático para convertirse en el primer secretario de la embajada cubana en Ciudad de México, y posteriormente en Europa. Todos los pintores, escritores, periodistas, poetas, boxeadores, políticos y bailarines de rumba eran amigos de José. Y, lo que para mí era lo mejor, conocía a los músicos negros de Marianao, a los fabulosos percusionistas que tocan sus tambores con las manos, a los intérpretes de clave y maraca que de algún modo han conseguido preservar –tras siglos de esclavitud y a miles de kilómetros de Guinea– los ritmos y los pulsos africanos⁸. Es este pulso el que hacen surgir en la noche cubana de una pequeña fila de humildes cafés en Marianao. O, si no, inundan con sus canciones las salas de baile, de techos bajos y cargadas de humo, donde los pobres de La Habana van a divertirse cuando oscurece.

    La mayor parte de los cubanos que viven en Vedado, la zona más elegante de La Habana, no tienen ni idea de dónde se encuentran estas salas de baile. Por eso me gustó tanto José Antonio. Vivía en Vedado, pero conocía toda La Habana. Aunque era un cubano de origen aristocrático, conocía y amaba la Cuba negra. Aquella primera noche que pasamos en la ciudad, nos fuimos directamente a Marianao.

    Aquel era mi tercer viaje a Cuba. Una vez había ido trabajando de marinero, y había conocido la vida de los muelles y de la calle San Isidro. Y la segunda vez había sido el invierno anterior, cuando había ido en busca de un compositor negro para hacer una ópera con libreto mío a instancias de mi mecenas neoyorquina. Por tanto, ya tenía muchos amigos en La Habana, incluyendo al entonces desconocido Nicolás Guillén, que más adelante llegaría a ser un famoso poeta⁹. Mis propios poemas habían sido publicados en español en unos cuantos periódicos y revistas cubanos, y yo los había leído en público en algunas instituciones culturales de La Habana. El Club Atenas, importante club de personas de color, me invitó a hacerlo una vez más.

    El Club Atenas estaba situado en un gran edificio con una escalera de mármol, unas hermosas estancias para organizar recepciones, una sala de baile, una confortable biblioteca, una sala de esgrima y un bar. Me resultaba sorprendente y delicioso por su buen gusto y su lujo, ya que la gente de color de los Estados Unidos no tenía un club similar. Sus miembros eran diplomáticos, políticos, profesionales y sus familias; se trataba de un grupo de personas cultivadas y encantadoras. Entonces no se bailaba rumba en el Atenas, ya que en la Cuba de 1930 la rumba no se consideraba un baile respetable entre personas de buena cuna. Solo bailaban rumba los pobres y los desclasados, los juerguistas habituales y los caballeros cuando se iban de parranda.

    La rumba y el son, básicamente, son estilos de música para mover las caderas. Su origen es popular afrocubano, lo cual significa que tienen ciertos elementos españoles, es decir, árabes. Los sonidos de los claves, las calabazas y las campanas de hierro y la profunda regularidad de los tambores hablan de la tierra, de la vida que surge cálidamente de la tierra, y de la tierra y el sol que se mueven con ese ritmo constante de la procreación y la alegría.

    En una ocasión, un grupo de jóvenes empresarios y profesionales de La Habana organizó una fiesta rumbera en mi honor. No fue muy diferente de las que hacen las fraternidades estudiantiles americanas salvo por el hecho de que había mujeres. En cualquier caso, las mujeres presentes no eran las esposas o novias de los caballeros que habían organizado la fiesta. Para nada. Eran, en su mayor parte, según me dijo entre susurros uno de los asistentes, más jóvenes y más guapas que sus esposas. Eran damas de vida alegre, chicas fáciles, amigas y amantes de los anfitriones, invitadas por lo general para aportar un toque picante y decorativo.

    La fiesta se celebró en una casa colonial española enorme y antigua. Presidía la reunión una corpulenta mujer de modales un tanto rudos. Comenzó sobre las cuatro de la tarde. Al anochecer, se sirvió la cena, y después la fiesta continuó hasta bien entrada la noche. Fue lo que los cubanos llaman una cumbancha. Supongo que nosotros lo llamaríamos una juerga.

    Cuando llegué, en el patio estaba tocando una banda de rumba formada por negros. Aporreaban sus instrumentos con brío. Las maracas se escuchaban por debajo de la melodía, semejante a la suave resaca del mar bajo las olas. Al aire libre había varias barricas de vino dispuestas sobre unos taburetes, y un gran barril de cerveza decoraba uno de los extremos del patio. Escondido en un patio posterior había una barra de la que llegaban camareros con Bacardi o cualquier cosa que uno quisiera tomar y que no estuviera a la vista.

    Vi unas preciosas mulatas sentadas en unas sillas de mimbre, abanicándose. Cuando entré, había una o dos parejas bailando, pero el sol todavía brillaba en el patio y aún no estaba lo bastante fresco como para pasar a la acción. Poco a poco fue llegando más gente, chicas en grupos, hombres de a uno o de a dos, pero nunca hombres y mujeres juntos. Los hombres tenían mujeres, pero no las sacaban. Yo ya conocía esa costumbre de salir solo con las amantes; era algo habitual en México y en otros países latinos, donde cualquier hombre con una mínima posición tenía esposa y amante.

    Cuando el sol se puso en el horizonte, la vida comenzó a latir en aquel fresco recinto. El vino fluía abundantemente por los grifos de las barricas. Encendieron las luces del patio, llevaron más sillas y me ofrecieron un lugar de honor cerca de la orquesta. Casi todas las parejas que bailaban tomaron asiento o desaparecieron en el interior de la casa. En cualquier caso, aquella música parecía hacer resurgir la vida. Ahora varias parejas, una o dos cada vez, bailaban rumba en el centro del patio mientras el resto de los asistentes miraba. Yo no sabía si se trataba de un concurso de baile, y mis anfitriones, para entonces, ya estaban un tanto achispados, por lo que sus explicaciones no eran demasiado coherentes. Pero cuando las parejas parecían cansarse, otras ocupaban su lugar. A veces unos breves y súbitos aplausos celebraban los pasos de una pareja especialmente dotada cuando el hombre daba vueltas en torno a la mujer como un gallo junto a una gallina, o cuando la mujer, sin perder el ritmo ni por un instante, se inclinaba hacia el suelo sobre sus firmes piernas para volver a erguirse haciendo ondulaciones con el cuerpo. La pequeña banda de negros seguía tocando incansablemente. Como una potente dinamo instalada en las entrañas de la tierra, los tambores latían con fuerza, vibraban, sollozaban, se quejaban, lloraban y después soltaban una entrecortada carcajada. El baile continuó hasta que ya estuvo muy oscuro y salieron las primeras estrellas.

    Me ponían en la mano una copa tras otra mientras estaba sentado mirando y escuchando, rodeado de varios amigos. Al cabo de un rato, un poco cansado de estar tanto tiempo quieto, me levanté y me dirigí al otro extremo del patio. En cuanto me puse de pie, la música se detuvo. La gente empezó a beber y conversar, pero ya no hubo más exhibiciones de baile. Más tarde me enteré de que yo, por ser el invitado de honor, controlaba esa parte de la fiesta. Al levantarme, había indicado que ya no tenía más interés, y por eso la rumba se había acabado. Si lo hubiera sabido, tal vez no me habría levantado tan pronto.

    Después de la cena –deliciosos pescados y mariscos servidos con plátano hervido y un guiso de arroz– el baile comenzó de nuevo. Varias chicas muy guapas hicieron lo que pudieron para enseñarme a bailar la rumba. Los bailes cubanos no son tan fáciles como parecen, pero me lo pasé muy bien tratando de aprender, y tenía mucho interés por comprender los versos que los músicos cantaban mientras tocaban. Algunos de los hombres que hablaban inglés me los tradujeron. Casi todas las canciones eran subidas de tono y mostraban un ingenio característicamente popular. Una de las cosas que me llamaron más la atención fue que casi todas las letras de amor hablaban de los encantos de mi negra, mi morena¹⁰, mi amada de chocolate o mi hermosa mulata, descrita como tal, llanamente, en términos raciales. Esos oscuros matices, en mi opinión, se pierden en las traducciones que hace Broadway de las canciones cubanas para el público americano.

    Mientras la noche reía y unas grandes estrellas brillaban perezosamente sobre aquel patio festivo, algunos de los asistentes a la fiesta me explicaron que en el interior de la casa había habitaciones con grandes camas de otra época que uno podía usar si lo deseaba.

    –Y aquí están las chicas –dijeron–. Tú eres el invitado de honor. Elige la que más te guste. Esta noche, nuestras mujeres son tus mujeres.

    Así es como funciona en las fiestas rumberas de La Habana, a las que no se invita ni a la esposa, ni a la madre, ni a la novia.

    La segregación racial en Cuba

    A pesar de que Cuba es claramente un país negroide, allí la segregación racial establece tres niveles. Esta triple segregación, que se aplica en diversos grados, es común a todas las indias occidentales. En lo más bajo de la pirámide están los negros de sangre pura, de color negro o marrón oscuro. En el medio están los que tienen una mezcla de sangres, los marrones claros, mulatos, amarillos dorados y casi blancos con distintas texturas de cabello indioespañol. Después vienen los que son aún más blancos, los ochavones, y los que tienen la piel completamente blanca. En Cuba, aunque existen estos tres niveles y están bien definidos, la segregación no es tan rígida como en otras islas del Caribe. Las islas británicas son las peores en este sentido. Las islas latinas son más laxas en lo que respecta a las cuestiones raciales.

    En Cuba, uno se da cuenta con rapidez de que casi todos los dependientes de las tiendas grandes son blancos o casi blancos; de que casi todos los líderes sociales cuyas fotos aparecen en la prensa diaria son blancos o tienen la piel lo bastante clara como para pasar por blancos; de que casi todos los caballeros que representan al pueblo e integran las comisiones gubernamentales y el personal en los consulados y las embajadas en el extranjero son blancos, o al menos «meriney», como los negros americanos llaman a esa línea fronteriza medio rojiza medio rubia que separa a la gente blanca de la gente de color. Pero esta segregación no se cumple en el cien por cien de los casos. Ocasionalmente, un negro muy oscuro ocupa una posición muy alta en Cuba. Esto es lo que confunde a muchos visitantes de los Estados Unidos, en particular a visitantes de color que están buscando con ansiedad un país del que puedan decir que no hay segregación racial; y es que la segregación racial en Cuba es mucho más flexible que la de los Estados Unidos, y mucho más sutil. Como es natural, en Cuba no hay en los autobuses una zona vedada a los negros, y en los actos estatales oficiales y en los carnavales y las celebraciones menos oficiales se encuentran y se mezclan los ciudadanos de todas las razas. Pero sin duda hay unas divisiones sociales basadas en el color de la piel, y cuanto más oscura sea la de un hombre, más rico y famoso tiene que ser para poder pasar por encima de dichas divisiones.

    El hecho de que La Habana se emplee como un patio de recreo invernal por parte de los turistas americanos, por supuesto, ha hecho que lleguen a la isla ciertos prejuicios raciales del sur de nuestro país. Algunos hoteles que antes eran laxos a la hora de aplicar la segregación racial, ahora rechazan incluso a los mulatos cubanos, buscando la aprobación de su clientela americana. Pero los hoteles cubanos puros, que no tratan de atraer al turismo extranjero, acogen a clientes de todas las tonalidades, y los atienden de un modo sumamente amable.

    La única experiencia desagradable que tuve en La Habana ocurrió en la entrada de las playas del Este. Los cubanos después me explicarían que los políticos habían alquilado la única franja de costa que estaba lo bastante limpia como para bañarse a una empresa americana que construyó allí unos bonitos pabellones y baños para uso de los turistas, comenzó a cobrar un dólar por entrar en la playa –un precio prohibitivo para la mayor parte de los cubanos– e instauró la segregación racial. Pero debido a que en La Habana es muy difícil incluso para los norteamericanos establecer unas barreras raciales estrictas, en la playa solía haber políticos y plutócratas mulatos disfrutando de su tiempo de ocio. En cualquier caso, la entrada a la playa parecía depender, en el caso de que uno fuera de color, de si tenía suficiente peso político o prestigio social para forzar a la empresa a venderle un abono de temporada. En la puerta, descubrí con gran disgusto que a la gente de color no le vendían las entradas habituales de un dólar, aunque esto se hiciera abiertamente en el caso de blancos que iban a bañarse una tarde. Si uno era de color, el portero exigía que comprara un abono para toda la temporada.

    Mi amigo José Antonio Fernández de Castro y un grupo de periodistas planearon hacer una fiesta en la playa un sábado, y nos invitaron a Zell Ingram y a mí. Zell y yo, como teníamos mucho tiempo libre, decidimos ir a la playa antes y pasar toda la mañana tomando el sol hasta que llegaran nuestros amigos. Nos bajamos del tranvía frente al pabellón de entrada, que tenía un aspecto de lo más tropical, y nos acercamos a la ventanilla para comprar las entradas. La joven que atendía allí nos dijo que lo lamentaba, pero no había entradas. Zell y yo dimos un paso atrás y observamos la lista de tarifas que había colgada junto a la ventanilla, donde se detallaban claramente, en inglés y en español, los precios de las entradas, de los abonos de temporada, del alquiler de trajes de baño, etcétera. Como yo hablo español, me dirigí de nuevo a la joven.

    –Dice que las entradas cuestan un dólar cada una. Deme dos.

    Ella me devolvió el dinero.

    –Tendrá que ver al encargado. No puedo vendérselas.

    Como había recibido con mucha frecuencia esa clase de trato en mi propio país, de Kansas a Nueva York, de Boston a Birmingham, comencé a comprender.

    Fui hasta la puerta de entrada y le pedí amablemente al portero que llamara al encargado. Pero lo que hizo fue llamar a un gorila. El gorila era un boxeador americano retirado –blanco, por supuesto– con las orejas deformadas por los golpes y la nariz chata.

    –¿Qué queréis, tíos? Este sitio no es para vosotros –dijo–. No podéis pasar.

    –¿Me estás diciendo que imponéis la segregación racial en una playa cubana a ciudadanos americanos? ¿Y tú eres americano?

    –No tengo ganas de discutir –gruñó, amenazándome con el puño.

    Para entonces, Zell también había cerrado los puños y se puso en guardia, preparado para una pelea. Zell era un tipo grande, pero a mí me pareció mejor no tratar de arreglar aquel asunto a golpes, así que le dije:

    –No le des, Ingram.

    Pero el ex boxeador ya se había refugiado fuera de nuestro alcance.

    –Fuera de aquí –gritó desde el interior– o llamaré a la policía.

    –Adelante –dije yo–. Llama.

    El gorila se fue. Un empleado cubano me permitió entrar en el vestíbulo, donde había un teléfono. Llamé a José Antonio, que nos dijo que lo esperáramos allí; saldría de inmediato a tomar un taxi. Un periodista como él sin duda olfateaba que ahí había una historia. Zell y yo nos sentamos en el vestíbulo a esperar. Justo en ese momento se nos acercó un policía, probablemente llamado por el gorila. Era un oficial joven y agradable, un cubano blanco, que no parecía sentirse muy entusiasmado con su cometido.

    –No pueden quedarse aquí –dijo en español.

    –¿Por qué? –pregunté yo.

    –El encargado dice que no pueden.

    Zell, que no hablaba español, me preguntaba una y otra vez:

    –¿Le pego?

    –No –dije yo–. No les demos ningún motivo para arrestarnos. Es mejor que José Antonio, que es cubano, llegue al fondo de todo esto.

    –Entonces, por favor, quisiera hablar con el encargado.

    Se alejó y regresó al cabo de unos instantes con el encargado, un americano blanco alto y condescendiente. Comencé a explicarle por qué habíamos ido a la playa, pero él me interrumpió para decir que no nos iban a dejar entrar e insistió en que saliéramos del vestíbulo de una vez. Yo le dije que aquel era un vestíbulo público y que esperaríamos a nuestros amigos allí. El encargado afirmó que haría que nos echaran.

    Entonces se marchó. Zell y yo nos sentamos en unas grandes sillas de mimbre y nos quedamos esperando. Sabíamos que José Antonio tardaría alrededor de una hora en llegar. Al poco rato, un coche llegó a toda velocidad y se detuvo junto a la puerta con un chirrido. Cuatro policías saltaron del coche con sus sables desenfundados. Vinieron corriendo hacia nosotros como si tuvieran la intención de hacernos picadillo.

    –¡Fuera! –gritaron los policías, blandiendo sus espadas en el aire y acercándose a nosotros–. ¡Fuera de aquí!

    Frente a unas armas tan feroces no podíamos hacer nada más que retirarnos, así que Zell y yo salimos a una plataforma que había delante del pabellón, donde paraban los tranvías. Aparentemente satisfechos, los policías volvieron a meterse en su coche y se alejaron. Nosotros nos quedamos a esperar a nuestros amigos cubanos junto a las vías. Pero al cabo de unos momentos el ex boxeador apareció de nuevo y nos ordenó que abandonáramos la zona de una vez por todas.

    –¡Largo de aquí! ¡En marcha!

    –Informaré de esto al consulado americano –dije yo, testarudo y, a esas alturas, muy enfadado.

    –Informa todo lo que quieras –gritó el boxeador entre diversos juramentos–. Vamos. No harán nada.

    Yo sabía que los consulados americanos no solían distinguirse por defender los derechos de sus ciudadanos de color en el extranjero cuando tenían problemas por cuestiones raciales.

    –Voy a hacer una cosa –dijo Zell y volvió a cerrar los puños.

    Esta vez, el gorila dio un portazo y se metió definitivamente en el pabellón. No quería pelear. Después, al cabo de un rato, entre un fuerte ruido de sirenas, un gran furgón de policía se aproximó calle abajo y se detuvo enfrente de nosotros. Bajó una docena de policías armados hasta los dientes. Esta vez nos rodearon, nos metieron a empujones en el furgón y nos llevaron a la comisaría más próxima. Resultó que la comisaría estaba a cargo de un capitán negro, un hombre de color enorme y muy oscuro, que escuchó las acusaciones de los oficiales, las escribió en un libro y se negó a encerrarnos.

    –Esperen a sus amigos aquí –dijo amablemente–. Esto es indignante, pero es lo que le ocurre en Cuba a la gente de color cuando son americanos blancos los que controlan las cosas. No es la primera vez que hay problemas en las playas del este.

    Sin aliento y ruborizado por no habernos encontrado en la playa, José Antonio llegó poco después, y a Zell y a mí nos dejaron salir de la comisaría convocándonos a una audiencia al día siguiente. Los dueños de la playa enviaron a declarar ante el juez a unos cuantos empleados cubanos a quienes nunca habíamos visto, y que juraron que el señor Ingram y yo nos habíamos presentado en la cafetería de la playa con nuestros trajes de baño húmedos, habíamos puesto los pies sobre la mesa, habíamos empleado un lenguaje irreverente y habíamos hecho otras cosas desagradables que habían molestado a los demás turistas y

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