Los pintores cubistas: Meditaciones estéticas. Sobre la pintura. Pintores nuevos
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De una gran belleza literaria, el texto de Apollinaire se ha convertido en una obra clásica, y, al igual que los artistas a los que se refiere, parte él mismo de la historia del arte contemporáneo. La edición que presentamos se completa con un epílogo de Valeriano Bozal sobre Apollinaire y el Cubismo.
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El sr. Bozal explica fluidamente ideas complejas sobre Cubismo desde un punto de vista único, al que vale la pena aproximarse.
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Los pintores cubistas - Guillaume Apollinaire
Los pintores cubistas
Traducción de
Lydia Vázquez
www.machadolibros.com
Del mismo autor
en La balsa de la Medusa:
107. Picasso/Apollinaire, Correspondencia
Guillaume Apollinaire
Meditaciones estéticas
Los pintores cubistas
Sobre la pintura
Pintores nuevos
Pablo Picasso - Georges Braque - Jean Metzinger - Albert Gleizes - Juan Gris - Marie Laurencin - Fernand Léger - Francis Picabia - Marcel Duchamp - Duchamp-Villon, etc.
La balsa de la Medusa, 70
Clásicos
Colección dirigida por
Valeriano Bozal
Título original: Méditations esthétiques. Les peintres cubistes
© del Epílogo, Valeriano Bozal Fernández
© de la traducción, Lydia Vázquez
© de la presente edición,
Machado Grupo de Distribución, S.L.
C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino
28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com
ISBN: 978-84-9114-189-1
Índice
Sobre la pintura
I
II
III
IV
V
VI
VII
Pintores nuevos
Picasso
Georges Braque
Jean Metzinger
Albert Gleizes
Marie Laurencin
Juan Gris
Fernand Léger
Francis Picabia
Marcel Duchamp
Apéndice
Duchamp-Villon
Epílogo
Apollinaire y el cubismo, Valeriano Bozal
Sobre la pintura
I
Las virtudes plásticas: la pureza, la unidad y la verdad tienen a la naturaleza vencida a sus pies.
En vano, tensamos el arco iris, las estaciones del año se estremecen, las gentes se precipitan en tropel hacia la muerte, la ciencia hace y deshace lo que existe, los mundos se alejan para siempre de nuestra concepción, nuestras imágenes móviles se repiten o resucitan su inconsciencia y los colores, los olores, los ruidos que llevamos con nosotros nos sorprenden, para luego desaparecer de la naturaleza.
Ese monstruo de la belleza no es eterno.
Sabemos que nuestro aliento no ha tenido un principio y que nunca cesará, pero concebimos ante todo la creación y el fin del mundo.
Sin embargo, demasiados pintores adoran aún las plantas, las piedras, la onda o a los hombres.
Nos acostumbramos en seguida a la esclavitud del misterio. Y la ser vidumbre acaba por crear dulces distracciones.
Dejamos a los obreros dominar el universo y los jardineros tienen menos respeto por la naturaleza que los artistas.
Es tiempo de ser los amos. La buena voluntad no garantiza la victoria.
De este lado de la eternidad danzan las mortales formas del amor y su maldita disciplina se resume en el nombre de la naturaleza.
La llama ardiente es el símbolo de la pintura y las tres virtudes plásticas arden resplandecientes.
La llama posee esa pureza que no soporta nada ajeno a ella y que transforma cruelmente en sí misma lo que toca.
Posee esa unidad mágica que hace que si es dividida, cada una de esas llamas será similar a la llama única.
Posee por fin la verdad sublime de esa luz suya que nadie puede negar.
Los pintores virtuosos de esta época occidental estiman su pureza sin tener en cuenta las fuerzas naturales.
Es ella el olvido tras el estudio. Y, para que un artista puro muriera, no tendrían que haber existido los de los siglos anteriores. La pintura se purifica, en Occidente, con esa lógica ideal que los pintores clásicos han transmitido a los de hoy como si les dieran vida.
Y eso es todo.
El uno vive entre delicias, el otro en el dolor, unos se gastan las herencias, otros se hacen ricos y aún hay quienes sólo poseen la vida.
Y eso es todo.
Uno no puede llevar a todas partes consigo el cadáver de su padre. Se le abandona en compañía de otros muertos. Y nos acordamos de él, lo echas de menos, hablamos de él con admiración. Y, si alguno de nosotros llega a padre, que no espere que uno de nuestros hijos quiera cargar con nuestro cadáver de por vida.
Pero en vano se despegan nuestros pies del suelo que contiene a los muertos.
Considerar la pureza, es bautizar el instinto, es humanizar el arte y divinizar la personalidad.
La raíz, el tallo y la flor de lis muestran la progresión de la pureza hasta su floración simbólica.
Todos los cuerpos son iguales ante la luz y sus modificaciones resultan de ese poder luminoso que construye según su voluntad.
No conocemos todos los colores y cada hombre inventa uno nuevo.
Pero el pintor debe ante todo hacer de su propia divinidad un espectáculo y, así, los cuadros que expone a la admiración de los hombres conferirán a éstos la gloria de ejercer también y momentáneamente su propia divinidad.
Para ello hay que abarcar de un vistazo: el pasado, el presente y el futuro.
El lienzo debe presentar esa unidad esencial única en provocar el éxtasis.
Entonces no conducirá al azar nada fugitivo. No echaremos bruscamente marcha atrás. Seremos espectadores libres y no abandonaremos nuestra vida a causa de nuestra curiosidad. Los falsos salineros de las apariencias no pasarán de contrabando nuestras estatuas de sal con el beneplácito de la razón.
No nos agotaremos en el intento de cazar el presente demasiado fugaz y que no puede ser para el artista sino la máscara de la muerte: la moda.
El cuadro existirá ineluctablemente. La visión será entera, completa, y su infinito en lugar de denotar una imperfección, destacará solamente la relación de una nueva criatura con un nuevo creador y nada más. Si no, no habrá unidad, y las relaciones de los diferentes puntos del lienzo con diferentes genios, con diferentes objetos, con diferentes luces no mostrarán más que una multiplicidad de disparates sin armonía.
Porque, aunque pueda haber un número infinito de criaturas que den todas fe de su creador, sin que ninguna creación ocupe la extensión de las que ya coexisten, resulta imposible concebirlas al tiempo y la muerte proviene de su yuxtaposición, de su mezcla, de su amor.
Cada divinidad crea a su imagen y semejanza; así lo hacen los pintores. Y sólo los fotógrafos fabrican la reproducción de la naturaleza.
La pureza y la unidad no cuentan sin la verdad que no puede compararse con la realidad puesto que son una misma, más allá de todas las naturalezas que se esfuerzan en retenernos dentro del orden fatal en el que no somos más que animales.
Ante todo, los artistas son hombres que quieren volverse inhumanos. Buscan penosamente las huellas de la inhumanidad, huellas que no se encuentran por ninguna parte de la naturaleza.
Huellas que son la verdad y fuera de ellas no conocemos realidad alguna.
Pero, nunca se descubrirá la realidad de una vez por todas. La verdad será siempre nueva.
Porque, si no, es tan sólo un sistema más miserable aún que la naturaleza.