El culto moderno a los monumentos: Caracteres y origen
Por Aloïs Riegl
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El culto moderno a los monumentos - Aloïs Riegl
austríacos.
1. Los valores monumentales y su evolución histórica
Por monumento, en el sentido más antiguo y primigenio, se entiende una obra realizada por la mano humana y creada con el fin específico de mantener hazañas o destinos individuales (o un conjunto de estos) siempre vivos y presentes en la conciencia de las generaciones venideras. Puede tratarse de un monumento artístico o escrito, en la medida en que el acontecimiento que se pretende inmortalizar se ponga en conocimiento del que lo contempla solo con los medios expresivos de las artes plásticas o recurriendo a la ayuda de una inscripción. Lo más frecuente es la unión de ambos géneros de un modo parejo. La creación y conservación de estos monumentos «intencionados», que se remonta a los primeros tiempos documentados de la cultura humana, no ha concluido hoy ni mucho menos, pero cuando hablamos del culto moderno y conservación de monumentos, prácticamente no pensamos en estos monumentos «intencionados», sino en los «monumentos históricos y artísticos», según reza la denominación oficial, al menos en Austria. Esta denominación, plenamente justificada según las concepciones vigentes desde el siglo XVI al XIX, podría inducir hoy a malentendidos a la vista de las concepciones que se han ido imponiendo en los últimos tiempos sobre la esencia de los valores artísticos, por lo que en primer lugar habremos de examinar lo que hasta ahora se ha entendido por «monumento histórico y artístico».
Según la definición más usual, obra de arte es toda obra humana apreciable por el tacto, la vista o el oído que muestra un valor artístico, y monumento histórico es toda y cada una de estas obras que posee un valor histórico. En nuestro contexto, podemos excluir de nuestra consideración, desde un principio, los monumentos perceptibles por el oído (musicales), ya que, en lo que aquí nos puede interesar, han de ser incluidos entre los monumentos históricos. Por tanto, hemos de preguntar exclusivamente con relación a las obras perceptibles al tacto y a la vista de las artes plásticas (en el sentido más amplio, es decir, abarcando toda creación de la mano humana): ¿Qué es valor artístico y qué es valor histórico?
El valor histórico es evidentemente el más amplio y puede, por tanto, ser analizado en primer lugar. Llamamos histórico a todo lo que ha existido alguna vez y ya no existe. Según los conceptos más modernos, a esto vinculamos la idea de que lo que alguna vez ha existido no puede volver a existir, y que todo lo que ha existido constituye un eslabón imprescindible e indesplazable de una cadena evolutiva, o lo que es lo mismo, que todo está condicionado por lo anterior y no habría podido ocurrir como ha ocurrido si no le hubiese precedido aquel eslabón anterior. El pensamiento evolutivo constituye, pues, el núcleo de toda concepción histórica moderna. Así, según las concepciones modernas, toda actividad humana y todo destino humano del que se nos haya conservado testimonio o noticia tiene derecho, sin excepción alguna, a reclamar para sí un valor histórico: en el fondo consideramos imprescindibles a todos y cada uno de los acontecimientos históricos. Pero como no sería posible tener en cuenta el enorme número de acontecimientos de los que se han conservado testimonios directos o indirectos, y que con cada momento que transcurre se multiplican hasta el infinito, nos hemos visto hasta ahora obligados a dirigir nuestra atención fundamentalmente a aquellos testimonios que parecen representar etapas especialmente destacadas en el curso evolutivo de una determinada rama de la actividad humana. El testimonio puede ser un monumento escrito, por medio de cuya lectura se despiertan ideas contenidas en nuestra conciencia, o puede ser un monumento artístico, cuyo contenido se capta de un modo inmediato por medio de los sentidos. Aquí es verdaderamente importante tener presente que todo monumento artístico, sin excepción, es al mismo tiempo un monumento histórico, pues representa un determinado estadio de la evolución de las artes plásticas para el que, en sentido estricto, no se puede encontrar ninguna sustitución equivalente. Y a la inversa, todo monumento histórico es también un monumento artístico, pues incluso un monumento escrito tan insignificante como, por ejemplo, una hojita de papel con una breve nota intrascendente, además de su valor histórico sobre la evolución de la fabricación del papel, la escritura, los materiales para escribir, etcétera, contiene toda una serie de elementos artísticos: la forma externa de la hojita, la forma de las letras y el modo de agruparlas. Ciertamente, son estos elementos de ellos porque poseemos suficientes monumentos que nos transmiten prácticamente lo mismo de un modo más rico y detallado. Pero si esta hojita fuese el único testimonio conservado de la creación de su época, a pesar de su precariedad habríamos de considerarla como un monumento artístico absolutamente imprescindible. El arte que en ella encontramos nos interesa, sin embargo, en primera instancia solo desde el punto de vista histórico: el monumento se nos presenta como un eslabón imprescindible en la cadena evolutiva de la historia del arte. El «monumento artístico» es, en este sentido, propiamente un «monumento histórico-artístico», cuyo valor no es, desde esta perspectiva, un «valor artístico», sino un «valor histórico». De aquí se podría deducir que la distinción entre «monumentos históricos y artísticos» es inexacta, puesto que los segundos están comprendidos en los primeros y se confunden con ellos.
Pero, ¿es realmente solo el valor histórico el que valoramos en los monumentos artísticos? Si fuera así, todas las obras de arte de épocas anteriores o incluso todos los períodos artísticos habrían de tener el mismo valor a nuestros ojos y, como mucho, obtener un valor superior relativo por su rareza o mayor antigüedad. Pero la realidad es que a veces valoramos de un modo superior obras más recientes que otras más antiguas, como, por ejemplo, un Tiépolo del siglo XVIII frente a los manieristas del siglo XVI. Debe haber, pues, junto al interés por lo histórico en la obra de arte antigua, algo más que reside en sus características específicamente artísticas, es decir, en lo referente a la concepción, a la forma y al color. Es evidente, por tanto, que además del valor histórico-artístico que todas las obras de arte antiguas (monumentos), sin excepción, poseen para nosotros, existe también un valor puramente artístico que se mantiene, independientemente de la posición de la obra de arte