El gusto
Por Valeriano Bozal
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El gusto - Valeriano Bozal
tener.
1
Autonomía
1. Gustos los ha habido siempre
Por gusto entiendo un sistema de preferencias individual o colectivo. La colectividad que hace suyo el sistema puede definirse a partir de criterios diversos, sociales y políticos, geográficos y cronológicos, culturales, económicos, etc. Es posible hablar de gustos de época, pero también del gusto de una determinada clase social o de un colectivo. Concebir el gusto como un sistema de preferencias obliga a preguntarse por los criterios de las mismas y, antes, por su fundamento.
Tres son los aspectos que, en principio y de modo muy somero, conviene abordar: además del propio desarrollo de una teoría del gusto, sus relaciones con las concepciones tradicionales que a este respecto deben ser tenidas en cuenta, y el marco histórico artístico en el que tal teoría surge.
Gustos los ha habido siempre, pero no siempre el gusto ha tenido el mismo fundamento. Me atrevo a afirmar que el fundamento del gusto ha sido, hasta el siglo XVIII, extrínseco y que los juicios de gusto han poseído un carácter subsidiario, dependiente. Así, por ejemplo, para los clasicistas barrocos, obras de buen gusto eran las que se ajustaban a la Idea, de mal gusto las que se limitaban a «copiar» la realidad sin mejorarla. Estas mantenían una actitud «servil» ante la realidad, impropia de personas cultas y grupos sociales elevados. El rechazo de artistas dedicados a la representación de la cotidianidad, tales como los bamboccianti, o las cautelas ante aquellos que, como Caravaggio, atendían «en exceso» a las cualidades de la cotidianidad, son testimonio de esta concepción¹. Mejorar la naturaleza mediante la Idea es embellecerla: esta belleza se convirtió en criterio de preferencias, la Idea era su fundamento. Conviene destacar que el concepto de belleza articuló los juicios críticos, polarizándolos en torno a su realización o su carencia.
No es este un rasgo exclusivo de los clasicistas barrocos, todo lo contrario. Si retrocedemos en el tiempo a la Edad Media, nos encontramos con muchos planteamientos que hacen del estético un placer dependiente y del juicio de gusto un juicio no menos dependiente, incluso subsidiario. E. de Bruyne, por ejemplo, ha llamado la atención sobre la importancia que en el mundo carolingio alcanzó la arquitectura y el interés que suscitó la obra de Vitruvio, que pone en primer plano el problema de las proporciones y de la belleza. Pues bien, si el sistema vitruviano de las proporciones descansa sobre concepciones que poco deben a lo agradable empírico y mucho a una idea de la belleza y la perfección, en el mundo medieval adquiere connotaciones simbólicas con sentido profundamente religioso, según una secuencia que puede resumirse esquemáticamente así: la ordenación del templo resulta de la simetría o proporción, y esta es análoga a la del cuerpo humano (bien proporcionado), ahora bien, el templo recuerda a un hombre tendido con los brazos en cruz, lo que de inmediato conduce a la imagen del Crucificado².
Algunos de los debates sobre la pintura y la poesía situaron en el centro de sus razonamientos este tipo de problemas. Alcuino, por ejemplo, considera superior a la poesía precisamente porque la pintura suscita el agrado de los sentidos:
«Tú veneras los colores superficiales; nosotros, que preferimos la escritura, penetramos hasta el más escondido sentido. Tú te dejas encandilar por superficies pintadas, nosotros nos emocionamos ante la palabra divina. Quédate con tu imagen engañosa, sin vida y sin alma, de las cosas, nosotros nos elevamos a la realidad de los valores morales y religiosos. Y si tú, amante y adorador de imágenes, nos reprochas murmurando en tu corazón el deleitarnos en figuras y tropos, sábete que, en efecto, experimentamos el más vivo placer, saciados con la dulzura de las letras, placer que tú no puedes sentir mirando las imágenes»³.
No es mi propósito multiplicar los ejemplos que permiten afirmar la subsidiaridad del gusto respecto a criterios que, fundándole, le exceden. Por muchos ejemplos que adujésemos, siempre cabría pensar en otros no incluidos y, así, dudar de la posible verificación de la hipótesis. El discurrir del gusto ha sido complejo y zigzagueante, no podemos establecer una pauta única, ni tampoco ese zigzagueo ha sido estudiado como se merece. En casi todos los momentos de la historia se dieron colisiones que los historiadores procuran aclarar recurriendo a factores diversos: ¿por qué se mantuvo el gusto tardogótico en muchos lugares de la Italia del Quattrocento cuando ya había hecho su aparición la que se ha llamado «cultura visual moderna»? ¿Cómo es que los comitentes aceptaron obras que, en principio, eran distantes de sus deseos? ¿Hasta qué punto lenguajes y gustos van al unísono o mantienen una relación tensa? Todas estas, y otras muchas que podrían formularse, son preguntas a las que aquí no toca contestar, por interesantes que