Estética de la música
Por Enrico Fubini
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Estética de la música aborda de forma sencilla dos cuestiones: los principales problemas estéticos de la música, con los que se entra en contacto en la primera parte, y una breve historia de la reflexión estética sobre la música. Fubini adopta un punto de vista interdisciplinar, que plantea en el centro mismo de su
pensamiento el problema de qué sea, estrictamente hablando, una estética de la música. Este punto de vista configura el marco de un estudio histórico, expuesto de forma breve y concisa.
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Estética de la música - Enrico Fubini
culturales.
PARTE PRIMERA
Los problemas estéticos e históricos de la música
I
Las cuestiones básicas de la disciplina
¿Cuáles son los límites de la estética musical?
¿Qué es la estética musical? Puede parecer una pregunta ociosa; y podría responderse obviamente que todos los libros que presentan teorías estéticas sobre la música forman parte de tal disciplina. Pero esta respuesta resulta de modo no menos obvio insuficiente, ya que implica otra pregunta: ¿cuáles son los libros que tratan de estética musical? Si hablamos de los tiempos cercanos al nuestro no hallaremos grandes dificultades, puesto que encontraremos un buen número de libros, ensayos y artículos de revistas especializadas cuyos títulos aluden a problemas de orden estético relacionados con la música. Sus contenidos vienen ya claramente sugeridos por sus respectivos encabezamientos, que no dejan lugar a dudas: Estética de la música, Música y significado, Filosofía de la música, Lo bello en la música, La expresión musical, son otros tantos hipotéticos títulos de libros que pertenecen a esa categoría de estudios relacionados de modo directo con los problemas estéticos de la música. Pero si retrocedemos apenas unos pasos en el tiempo la confusión crece, fundamentalmente porque la misma estética nace como disciplina filosófica autónoma, como es sabido, solo a finales del siglo dieciocho, y la estética de la música se configura como una especificación ulterior de la estética no antes de mediados del diecinueve, con el famoso ensayo de E. Hanslick De lo bello en la música (1854). A causa de lo anterior, podríamos vernos tentados a concluir, tal y como lo hizo en su momento Benedetto Croce, que la estética en cuanto reflexión autónoma sobre el arte resulta ser una disciplina reciente, y mucho más la estética musical, en cuanto no es sino una parte de aquella. De tal modo, más de veinte siglos de reflexión sobre la música se verían fuera de consideración alguna, gracias a una doctrina que establece con un rígido a priori aquello que pertenece o no a la disciplina, no sin antes haber trazado de modo autoritario los límites de la disciplina misma, tomando como fundamento una doctrina filosófica muy particular.
Quizá un criterio más empírico podría servirnos de más ayuda; podríamos adoptar un esquema interpretativo más amplio, más comprensivo, que no nos llevara a la, por otra parte, absurda conclusión de que la reflexión sobre la música ha empezado hace solo un par de siglos. De tal modo, si definimos la estética musical siguiendo criterios más empíricos y caracterizamos como formando parte de la disciplina a cualquier tipo de reflexión sobre la música, sobre su naturaleza, sus fines y sus límites, el siglo dieciocho se presentará ante nosotros, solamente, como un giro en la reflexión sobre el arte y la música, como uno de los tantos hitos presentes en el curso del pensamiento humano desde Grecia a nuestros días, un instante no mucho más importante u ostentoso que otros. Ciertamente, de esta manera la estética musical aparecerá como una disciplina de límites más amplios, si bien difusos y, en ciertos aspectos, inciertos. Pero la pretensión de certidumbre no puede hacernos perder el sentido de la realidad y de la determinación histórica.
La música y las otras artes
Más que unos límites difusos, diríamos que lo que caracteriza a la reflexión sobre la música es, quizá, la presencia de unos límites amplios, bastante más amplios que los de cualquier reflexión paralela sobre cualquier arte. Por otra parte, es cierto que, en el momento en que se pretenda establecer cierta separación o diferencia entre la música y las otras bellas artes, nos toparemos con una cuestión muy compleja y delicada, que afecta a la relación existente entre las diferentes expresiones artísticas. Mantener que la música es un arte particular, con características propias que la hagan distinta a las otras artes, significa ya de por sí afirmar algo bastante conflictivo y, en cualquier caso, supone una toma de postura que, por ejemplo, a un croceano parecería absurda. Pero lo que nos interesa aquí son las implicaciones de tal afirmación en el plano de una investigación histórica orientada a la identificación de las fuentes del pensamiento musical.
Cuando Schumann, a principios del diecinueve, formulaba en boca de Florestán, uno de los personajes imaginarios que aparecen en sus escritos encarnando una de las facetas de su personalidad, el famoso aforismo «la estética de un arte es igual a la de otro; únicamente difiere el material», estaba rompiendo una lanza en favor de considerar la música, y más en general el arte, como fruto de una misma actividad creadora y expresiva del hombre, que puede encarnarse, indiferentemente, en una materia o bien en otra. Detrás de Schumann había, por contra, toda una tradición cultural que durante siglos había venido considerando la música como una forma de expresión a parte y, en cualquier caso, inferior a las otras artes y que, con frecuencia, la había entendido casi como un oficio, con muy poco en común con el mundo artístico. Ante ese trasfondo, cabe interpretar la toma de postura de Schumann y de otros muchos románticos en clave de un deseo de recuperar la música para el reino del arte, de situarla, incluso, en un lugar de privilegio. No obstante, no puede olvidarse que hasta finales del siglo dieciocho la mayor parte de los pensadores consideraban la música como un arte inferior, jamás comparable en su valor a las artes mayores como la poesía, el teatro, la arquitectura, la escultura y la pintura.
La historia de la música: una historia aparte
Hasta el siglo diecinueve la historia de la música no ha dejado de ser, de hecho y de derecho, una historia separada de la historia de las otras artes. Debido a una antiquísima tradición, que se remonta a los tiempos de la Grecia clásica, la música ha sido siempre considerada por los más diversos motivos como un arte dotado de poca o nula capacidad educativa en relación con la poesía; y ello ha reforzado la idea de que la música sería un tipo de arte distinto, con una historia propia, con problemas específicos, un arte que pondría en juego actividades y receptividades distintas a las artes de la palabra o también a la pintura y la arquitectura. Una investigación sobre la posición de la música y el músico frente a las otras artes y otros artistas en el curso de los siglos y en la civilización occidental sería de gran ayuda de cara a la comprensión del fenómeno musical en su totalidad.
¿Por qué motivo la música ha gozado de una tan escasa consideración por parte de los filósofos, de los literatos y del público mismo? Sin lugar a dudas, la música, incluso en un examen superficial, aparece ciertamente como un arte con problemas enteramente específicos, no comparables a los de cualquier otro. Por ello, ni siquiera sorprende que durante tantos siglos haya permanecido, en cierto sentido, confinada en un limbo aislado. ¿Pero –podemos preguntarnos hoy– son realmente las particularidades de la música tales que pueden justificar su aislamiento? Y aún más: ¿Por qué hablamos de un arte no solo aislado, sino también desclasado?
Ya en el siglo dieciocho, las artes fueron clasificadas en artes del tiempo y artes del espacio; si se adoptara esta clasificación la música pertenecería, sin ningún género de dudas, a las artes del tiempo, es decir, a esas formas de expresión que toman el tiempo como su verdadera materia. Pero, entre las artes del tiempo, la música ocuparía un puesto solitario. En efecto, respecto a las artes de la palabra, también artes del tiempo, la música guarda bien poco parentesco. El compositor, frente, por ejemplo, al literato, debe poseer un grado de competencia y, por tanto, una especialización mucho mayor; además, la música después de su creación necesita siempre para actualizarse la figura del intérprete, al igual que sucede con otras artes, como el teatro. Pero, sin duda, el intérprete de música presenta características que lo distinguen de cualquier otro tipo, dada la dificultad de su labor, el altísimo grado de especialización requerida, la delicadeza y la responsabilidad de la que se ve investido, desde el momento en que se le confía la tarea de hacer vivir la obra musical y comunicarla al público, desde el momento en que sin él la obra musical es muda, se hace inexistente. Y, finalmente, por lo que se refiere a quien escucha, la música, aun careciendo de elementos figurativos, aun no reproduciendo nada concreto, aun estando desprovista de virtud imitadora alguna, produce un impacto emotivo –también para el aficionado más ignorante y carente de facultades musicales específicas– desconocido en cualquiera de las demás artes. Estas características que acabamos de enumerar son solo algunas entre las más evidentes que diferencian la música de las otras formas de expresión artística, pero son suficientes para hacernos comprender cómo la música ha ido evolucionando en el camino de la historia por una vía autónoma.
Por consiguiente, el elemento que ha influido en mayor grado para mantener la música separada del camino de las otras artes es el alto grado de especialización técnica que exige tanto al músico compositor como al músico intérprete. Un poeta puede haber cursado el mismo currículum escolar que cualquier ciudadano y convertirse en un gran poeta, mientras un músico, incluso mediocre, ha debido asistir durante muchos años a escuelas especializadas, donde le han enseñado los rudimentos de su oficio, ese lenguaje completamente específico mediante el que se expresa la música. Precisamente ha sido esta especificidad del oficio de músico lo que ha generado un arte que ha sido considerado al margen de las demás, tanto por el gremio que lo practica como por las observaciones de los filósofos o el juicio del público que lo juzga. Prácticamente hasta finales del siglo dieciocho nadie discutió esta diferencia de la música; más bien, puede afirmarse que todos los teóricos y filósofos de la música no pusieron jamás en duda que se estaban moviendo dentro de una lógica relacionada solo y exclusivamente con el arte de los sonidos. La idea de Schumann, según la cual la estética de la música es igual a la de las otras bellas artes, es totalmente revolucionaria, se subleva en su tiempo contra opiniones bien enraizadas desde hacía siglos, influenciando profundamente el pensamiento romántico; pero no por ello ha sido aceptada de modo pacífico por la totalidad del pensamiento estético posterior. Si bien el pensamiento moderno ha reconocido, sobre todo por cuanto respecta a su vertiente idealista, que la música en cuanto arte forma parte de un universo más grande que el de la expresión artística, no obstante, no ha renunciado a tener en cuenta las peculiaridades del lenguaje musical y del status particular de la música, tanto desde el punto de vista de su producción como el de su ejecución y deleite. Unas veces ha resultado más oportuno dar mayor relevancia a los elementos comunes, otras a aquellos más específicos que la diferencian de las otras artes; y esto es algo que ha ido dependiendo en gran medida del contexto histórico, de la matriz filosófica, ideológica o estética de la que se partiese. Por tanto, la especificidad a la que se ve condenada la expresión musical ha sido con frecuencia también la causa, particularmente en el pasado, de que se la haya degradado al nivel de oficio: desde el momento en que en la música la dimensión práctica parece prevalecer sobre la conceptual o artística, no sorprende que, ya desde la antigüedad griega e incluso hasta muchos siglos más tarde, en la Edad Media o en el Renacimiento, hacer música haya sido considerado una actividad servil e indigna del hombre libre y culto.
La música, un prisma de mil caras
La pregunta «¿qué es la estética de la música?» podría, en este punto, transformarse en aquella bastante más difícil, pero que está en el origen de la misma, de «¿qué es la música?»; o, incluso, y de modo más concreto, en «¿cómo ha sido considerada la música en la cultura occidental durante el transcurso de las épocas?». Evidentemente, la reflexión a cualquier nivel sobre la música se detiene en aquellos aspectos que se han considerado más relevantes y pertinentes por una determinada época. No se trata solo de una mera cuestión de énfasis: en realidad, privilegiar un aspecto de la música en detrimento de otro significa ya decantarse por una muy determinada concepción de la música misma.
Cada época histórica ha hecho, por tanto, corresponder a la palabra «música» con realidades muy distintas. Una primera investigación, aunque ciertamente somera, de lo que sucesivamente se ha ido entendiendo en nuestra cultura por «música» puede representar una aproximación introductoria e iluminadora a esa disciplina más específica que es la estética musical. En efecto, como se ha dicho, la estética musical no es una disciplina susceptible de ser definida en