Humanos, una experiencia
Por Iván Ramírez
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Cuando un ser humano siente la necesidad de un cambio radical, puede tener escondido muchos secretos, no sólo la modificación de su aspecto físico. Confesar esos secretos no es tarea fácil, más aún si dentro de esas confesiones está involucrado algún momento sórdido de un maltrato.
Cuando somos niños, un juguete puede darnos felicidad pero también puede quitárnosla, generando con ello algún tipo de complejo que nos haga sentir encerrados en una vida que nos es ajena. Si nos dejamos llevar por ese encerramiento, el encuentro inesperado de la verdad que por mucho tiempo no quisimos ver, puede permitirnos descubrir diversas sensaciones nunca antes pensadas y mucho menos sentidas. ¿Qué tal si entre esas sensaciones está un inesperado instinto maternal? ¿Cómo humano pueden diferenciarse instintos maternales o paternales ante un hijo? más aún si ese hijo solo existe en la imaginación sin exista la más mínima posibilidad de conocerlo personalmente.
Cuando somos jóvenes, la noche es ese misterio que aspiramos desnudar. Pretendemos ser adultos sintiéndonos pertenecientes a la juventud nocturna, esa juventud que escudriña, que contempla, que cosecha y que no entiende. Sólo que la noche nos trae algunos sinsabores que la madurez siempre nos hace recordar.
Cuando somos adultos, comienzan a detonarse otras sensaciones, y a pesar de la amistad, nuestro cuerpo nos puede pedir a gritos que saltemos esa barrera y nos entreguemos a nuevas sensaciones, así sea una sensación podal, lo que nos lleva a entender que el sexo no es solamente genital, que hay fronteras mucho más allá que nos toca descubrir.
Cuando somos ancianos, ya en solitario, podemos ver en retrospectiva todo lo vivido, desde nuestro tranquilo sillón favorito, disfrutando de los instantes de felicidad, temerosos de la cuenta regresiva.
¿Qué puede concluirse de este experimento llamado vida humana? ¿Será que un ser superior está experimentando con todos nosotros?
¿Qué más me queda? Solo registrar todo en algunos escritos que aquí se presentan.
Iván Ramírez
Nacido en Caracas en 1966. Graduado en Computación en la Universidad Central de Venezuela, he desarrollado mi carrera en el área bancaria. Amante de la escritura y la fotografía, aspectos que me han proporcionado la forma de expresar mi creatividad. En mi adolescencia temprana aprendí a disfrutar un libro leyendo y releyendo “El Principito” de Antoine de Saint-Exupéry, pero detrás de las novelas de Agatha Christie entendí lo que es crear emoción dentro de un escrito. Actualmente mi tiempo libre transcurre entre mi tabla donde leo afanosamente todo lo electrónico que pueda conseguir de la literatura universal, mi laptop donde tengo innumerables cuentos sin concluir y mi cámara donde capto lo que el mundo me quiere ofrecer.
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Humanos, una experiencia - Iván Ramírez
Confesiones
—Ave María Purísima.
—Sin pecado concebida.
—Padre confieso que he pecado.
—¿Desde cuando no te confiesas hijo mío?
—Padre… tengo más de veinte años que no lo hago.
—Deberías arrepentirte de ese pecado ante todo. La confesión es importante para ser el buen católico que necesita la Iglesia.
—Me arrepiento de eso Padre.
—Háblale a Dios entonces de tus otros pecados.
—Padre, confieso que he maltratado a mi hijo.
—¿Ese maltrato es lo que te lleva a venir a la casa de Dios a confesarte?
—Más o menos.
—¿Hay acaso más pecados?
—En tantos años puede decirse que tengo varios pecados acumulados.
—Habla de tus pecados hijo mío.
—Padre, mi hijo tiene siete años y creo que lo estoy maltratando desde que nació. Con esa edad que tiene se me enfrentó hace unos días criticando mi proceder.
—¿Qué le dijiste a tu hijo a raíz de ese episodio?
—No fue tanto lo que le dije. Le reclamé exigiendo su respeto porque soy su papá, y mi hijo me dijo que estaba cansado de ser maltratado. ¿Puede creer eso?
—Hijo mío, los niños hoy en día son capaces de decir esas cosas y muchas más.
—Me arrepentí de haberlo maltratado, se puede decir que me desenmascaró. Logró que cayera en una profunda depresión.
—Gracias a Dios tienes a la mano tu creencia y tu fe para superar esa depresión.
—No tanto Padre. Flaqueé mucho.
—¿Cometiste algún pecado entonces a raíz de las palabras de tu pequeño angelito?
—Me volví soberbio. Ningún pequeñito me iba a desafiar así. Entonces lo golpeé mucho más.
—Hijo mío… esa no era la solución en este caso.
—Lo sé Padre. Estando a solas en mi habitación, pensé en la razón de mi molestia ante mi hijo. Entendí que me molestaba mi torpe proceder. Por eso comencé a hacer un trabajo interno buscando razones.
—¿Las encontraste acaso hijo mío?
—Fueron muchas horas de análisis Padre. Primero me convencí que la culpa la tenía mi papá que me maltrató muchas veces.
—No tiene sentido echarle la culpa a alguien como tu padre, hijo mío.
—No encontré otra forma de superar esto Padre. Pero luego de pensar y pensar me di cuenta que realmente no le echaba la culpa de nada a mi papá. De por sí descubrí que lo extrañaba, y que me hacía muchísima falta tras su muerte.
—Dios te bendiga hijo mío, que bonito es que sientas que tu familia te hace falta.
—Me di cuenta Padre que no era la ausencia de mi papá la que me molestaba pues a pesar de sus maltratos, me enseñó otros valores que son útiles. Con mi mamá tampoco sentía resentimiento pues ella lamentablemente era muy débil de carácter como para enfrentarse a mi papá. Así que por esa parte me podía sentir liberado.
—Alabado sea el Señor, los padres son para amarlos y no crearles angustias haciéndolos reconocer sus errores.
—Padre, entonces pensando y pensando descubrí que mis molestias venían de mi niñez, pero no de mi casa paternal.
—¿Qué otro problema podrías tener hijo mío?
—No era en casa. Era en la escuela.
—Hijo mío, ¿te pasó algo malo allí? Las escuelas son supremamente inseguras si no están bajo el amparo de Dios.
—Recordé claramente cuando tenía la edad de mi hijo.
—Eso es bueno hijo mío, así puedes superar todo el sufrimiento vivido.
—Padre, al recordar que los maltratos eran en la escuela me cambió por completo el panorama.
—Los valores de los maestros y profesores son ínfimos en estos tiempos hijo mío.
—Recordé claramente que estando en la escuela había un maestro muy mal encarado que me regañaba constantemente. Fue así hasta el día que me quejé con una maestra. Después de esa queja los maltratos eran más evidentes. Ya no podía quedarme solo. Temía por mi integridad física si ese maestro me encontraba a solas. Yo sentía que no sólo la tenía agarrada conmigo sino que quería vengarse de mí por quejarme con la maestra. Pasó una vez que me encontró a solas en el pasillo y me empujó hasta un salón vacío y allí me golpeó con una ira indescriptible. Me amenazó con la muerte si llegaba a decir algo. Luego otro día me llevó casi a rastras hasta su oficina. Allí no hubo más excusas de su parte y abusó de mí.
—Hijo mío, por todos los santos. ¿Cómo puede haber pasado