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Soy Gilberto Gerena Valentín: memorias de un puertorriqueño en Nueva York
Soy Gilberto Gerena Valentín: memorias de un puertorriqueño en Nueva York
Soy Gilberto Gerena Valentín: memorias de un puertorriqueño en Nueva York
Libro electrónico444 páginas10 horas

Soy Gilberto Gerena Valentín: memorias de un puertorriqueño en Nueva York

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Información de este libro electrónico

Gilberto Gerena Valentín is one of the key figures in
the development of New York’s Puerto Rican community
between the 1940s and the 1970s. Gerena
Valentín actively worked on the foundation and development of the main post-war Puerto Rican organizations, including the Congreso de los Pueblos,
the National Puerto Rican Day Parade, the National
Association of Puerto Rican Civil Rights, the Fiesta
Folklórica Puertorriqueña, and the Puerto Rican
Community Development Program. During this period,
he was also the Director of the City Commission
on Human Rights and New York City Councilman.
Gerena Valentín was a pioneer in creating coalitions
with the top civil African-American civil rights organizations, playing a key role in mobilizing Puerto
Ricans in the famous 1963 and 1968 marches in
Washington, D.C., and in the 1964 New York City
School Boycott, the largest in the history of the
United States.
In his memoirs, Gilberto Gerena Valentín takes us to
the core of the ongoing union, political, social and
cultural struggles set forth by Puerto Ricans between
the years following the Great Migration and the 1970s.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 jul 2013
ISBN9781878483492
Soy Gilberto Gerena Valentín: memorias de un puertorriqueño en Nueva York
Autor

Centro Publications

Centro Publications is committed to the generation, transmission, and application of knowledge to serve the needs of the Puerto Rican population in the United States. We aim to provide a voice to practitioners working in the field of Puerto Ricans studies and will continue to diversify as the field does. Publications from the Center for Puerto Rican Studies explore the Puerto Rican experiences of the diaspora. Our publications are multidisciplinary and showcase the cutting-edge research done in the field of Puerto Rican studies. They include different formats and mediums: the pre-eminent award winning journal, books, policy briefs and research reports, films and documentaries, and posters.

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    Soy Gilberto Gerena Valentín - Centro Publications

    DEDICATORIA

    Dedico este trabajo a los miles y miles de puertorriqueños que al igual que yo se vieron obligados a salir de su tierra durante los años treinta forzados por el hambre y un gobierno que utilizó esta salida para renegociar el arreglo colonial que todavía subsiste.

    Se lo dedico también a los miles de puertorriqueños que lucharon a través de todos los Estados Unidos por la dignidad y el respeto de nuestro pueblo.

    Finalmente, se lo dedico a mis tres hijas, Isa, Marielia, Gilmari; a mi hijo fenecido José Gilberto (Joey) y a Taita; a Donald, a quien quiero como si fuera mío y a su esposa Shelley; y a mi esposa Silita, que me quiere y me cuida. Viviré más de cien años queriéndoles con amor, cariño y respeto.

    Quisiera también agradecerle a Silita Tirado Colón y a Marie Vélez Arocho su ayuda en la redacción del manuscrito.

    Gilberto

    NOTA DEL EDITOR

    Carlos Rodríguez Fraticelli

    Conocí a Gilberto Genera Valentín a finales de los años ochenta. En aquel entonces trabajaba en el Centro de Estudios Puertorriqueños, donde estaba participando en una investigación colaborativa sobre la historia de las organizaciones comunitarias puertorriqueñas en la ciudad de Nueva York. Como parte del proyecto, viajé a Puerto Rico para entrevistar a Gerena Valentín, quien había regresado a la Isla en 1985, después de casi medio siglo de vivir en los Estados Unidos. La entrevista me abrió los ojos a una parte de la historia de la comunidad puertorriqueña en Nueva York que me era desconocida. Para ese entonces, fuera de las Memorias de Bernardo Vega: contribución a la historia de la comunidad puertorriqueña en Nueva York editadas por César Andreu Iglesias (1977) y el trabajo seminal de Virginia Sánchez Korrol, From colonia to community: The history of the Puerto Ricans in New York City, 1917–1948 (1983), era muy poco lo que se había escrito sobre la evolución histórica de esa comunidad. De la posguerra ni se diga, lo que existía era un desierto. La idea de escribir una historia de este periodo comenzó a bullir en mi mente. En 1990, regresé a la Isla, como muchos de los que migraron antes y después que yo, luego de vivir quince años en los Estados Unidos. Aunque continúe investigando sobre el tema, otras prioridades e intereses profesionales reclamaron mi tiempo y el proyecto nunca se materializó.

    El pasado verano, Edwin Meléndez, director del Centro de Estudios Puertorriqueños, se comunicó conmigo para auscultar mi interés en editar la autobiografía de Gilberto Gerena Valentín. Luego de que me explicara la etapa en que se hallaba el proyecto y la urgencia de terminarlo, accedí a evaluar la posibilidad de acometer la empresa. Me envió el material. La historia que se presentaba era extraordinaria. Aquí fue donde realmente comencé a comprender la grandeza de este puertorriqueño del que se hablaba tanto en la ciudad de Nueva York pero de quien se había escrito poco. Tuve, sin embargo, que rechazar la propuesta. En realidad, el manuscrito era una serie de escritos dispersos que Gerena Valentín había escrito a través de los años, la gran mayoría después de su retorno a la Isla. En esa rica y seductiva fuente de datos, corrían repeticiones y vacíos históricos. Y era entendible. Gerena Valentín fue y es, todavía hoy a sus 94 años, un hombre de acción, una persona dedicada en cuerpo y alma a luchar por la justicia social y la independencia de Puerto Rico. Su actividad fue tal que en varias etapas de su vida parecía que había desarrollado la capacidad de estar en varios sitios al mismo tiempo.

    En resumen, la labor no era únicamente de edición y redacción de estilo, sino que requería investigar para poder presentarle al lector, especialmente a aquellos que carecen de un trasfondo histórico básico, las extraordinarias anécdotas que Gerena Valentín narraba en sus textos. También había que conectar los escritos para darle un sentido de coherencia y continuidad. Por tales razones, y estando comprometido con la redacción de un libro, rechacé la propuesta. Entonces, Meléndez me propuso un proyecto complementario: escribir un ensayo biográfico sobre Gerena Valentín para ser publicado por el Centro. Como parte del mismo tenía que hacer una serie de entrevistas grabadas en video a Gerena Valentín, quien se encontraba radicado en el barrio Espino en Lares. Las mismas se pondrían en el Centro para el uso de todos los interesados. Esta idea me pareció más viable y acepté.

    Poco sabía yo que estaba cayendo en una trampa de la que no podía zafarme. Las visitas regulares al hogar de don Gilberto y de su amorosa esposa, Sila Tirado, el trato recibido y las anécdotas que contaba don Gilberto, me cautivaron. Después de varias visitas, Meléndez volvió una vez más a pedirme que considerara editar el texto. Para ese entonces, mi respeto y admiración por esta figura me venció. Tenía ante mí un personaje clave en el desarrollo de la comunidad puertorriqueña, especialmente entre los años cuarenta y setenta. Organizador sindical y comunitario, activista político y defensor de los derechos civiles, Gerena Valentín participó activamente en la fundación y desarrollo de las principales organizaciones puertorriqueñas de la postguerra, incluyendo el Congreso de Pueblos, el Desfile Puertorriqueño, la Asociación Nacional Puertorriqueña de Derechos Civiles, la Fiesta Folclórica Puertorriqueña y el Proyecto Puertorriqueño de Desarrollo Comunitario. Durante este periodo también fue comisionado de Derechos Humanos y concejal de la Ciudad de Nueva York, colaboró activamente con organizaciones progresistas de izquierda, especialmente durante los años difíciles del macartismo, como el Partido Comunista de los Estados Unidos, el Partido Laborista Americano y el Concejo Mundial de la Paz. Gerena Valentín también fue un pionero en la creación de coaliciones con las principales organizaciones de derechos civiles africanoamericanas, jugando un papel central en la movilización de los puertorriqueños en las famosas marchas a Washington de 1963 y 1968, y en el boicot escolar en la ciudad de Nueva York en 1964, el más grande en la historia de la nación estadounidense.

    Presenté entonces una contrapropuesta. Estaba dispuesto a emprender la tarea siempre y cuando se me diera libertad para reorganizar la información según yo entendiera necesario, en forma de secuencia cronológica. A cambio, me comprometía a presentar los textos a Gerena Valentín, para su aprobación. De esta forma, entendía se salvaba la dimensión autobiográfica del proyecto. A Edwin le pareció sensata mi propuesta y la discutimos con don Gilberto, quien aceptó la misma, con el claro e inalterable entendido de que él tenía completo control sobre lo que iba a salir en el libro, pues, como él me recordaba constantemente, eran sus memorias y no las mías.

    Con ese acuerdo comenzamos a trabajar en la edición de las memorias. Yo preparaba los capítulos y don Gilberto los examinaba para añadir nuevos datos o quitar aquellos que en su opinión eran irrelevantes o incorrectos. En ocasiones, encontré información que a mi parecer era importante y que no aparecía en sus escritos. Alguna de ésta quedó fuera pues don Gilberto entendía que no era pertinente o no formaba parte de su recuerdo. Gran parte fue aceptada. Los borradores de capítulos fueron revisados por lo menos dos veces para su visto bueno. Antes de enviar el manuscrito final al editor de estilo, don Gilberto tuvo la oportunidad de revisarlo. Ya finalizado el proceso editorial, se procedió nuevamente a enviar una copia a don Gilberto para su aprobación final. El texto que el lector tiene ante sí es fiel a su memoria.

    Quiero expresar mi más profundo agradecimiento a Edwin Meléndez por convencerme de que asumiera el proyecto y a la Fundación Shelley y Donald Rubin, por la ayuda financiera. Sin este apoyo, no hubiera tenido la gran satisfacción de conocer a fondo a un ser humano extraordinario que se merece el reconocimiento de todos los puertorriqueños, especialmente de esa diáspora a la que don Gilberto ayudó a crecer. Mil gracias también a doña Sila, no solo por el amable trato que me brindó y a las personas que me acompañaron en las visitas a su hogar, sino también por el amoroso cuido de ese tamarindo hecho hombre que se llama Gilberto Gerena Valentín. Finalmente, gracias a don Gilberto por ser quien es: un ser humano ejemplar.

    PRÓLOGO

    Por Eduardo Seda Bonilla

    Escribir un prólogo sobre la vida y obra de un patriota puertorriqueño, como es mi amigo Gilberto Gerena Valentín, es un honor. Gilberto es un hombre que ha sido y sigue siendo ejemplo de compromiso, fidelidad y tenacidad con sus ideales.

    Conocí a Gilberto en la ciudad de Nueva York ya hace muchos años, cuando yo enseñaba en la Universidad de Columbia. Me cedió el apartamento donde vivía en el tercer piso de un pequeño edificio en Riverside Drive. Se mudó al segundo piso con vista al parque y el río Hudson.

    Gilberto Gerena Valentín es lareño de pura cepa, fundador del Desfile Puertorriqueño en Nueva York. Este desfile reúne a un millón de nuestros compatriotas en un día de celebración de la puertorriqueñidad, esa puertorriqueñidad que acá en la patria tratan de erosionar los vendepatria.

    Muchos alcaldes de Puerto Rico viajan anualmente a la ciudad de Nueva York en una peregrinación simbólica de solidaridad entre los puertorriqueños de acá y los de allá. Gilberto Gerena Valentín fundó el Congreso de Pueblos de Puerto Rico en el exilio de Nueva York. No es poca cosa decir que ese Congreso le dio fortaleza a nuestra gente frente a la opresión racista en aquel lugar inhóspito. Durante los años 1977 y 1982 fue concejal de la ciudad de Nueva York. Hoy, de regreso a su amado Lares, continúa su obra patriótica al servicio de su pueblo junto a su compañera Doña Sila Tirado. La revista Grito Cultural, que ha fundado y dirige, cumple el propósito de iluminar una de las áreas de pensamiento puertorriqueño más erosionadas y distorsionadas por fabricantes de confusión y transculturación. Se trata nada menos que del rescate de la conciencia de pueblo que se nutre de la cultura, la cual es la base del pensamiento colectivo. Es inteligencia colectiva, entendimiento del proyecto existencial que es un pueblo. En función de darle vida y existencialidad a los valores que se nos van de las manos, se enfrenta a los que por ignorancia o maldad quieren transformarnos en lo que no somos o a reducir la cultura a solo uno de sus componentes en ignorancia de la totalidad de ese proyecto existencial colectivo que es la patria. Grito Cultural es un llamado a la defensa de esa base donde se sostiene la conciencia solidaria de un pueblo. Esa solidaridad se da en la comprensión de qué es mutualidad y sentido de patria. Sin ese sentido de patria que se lleve en el corazón, ¿qué somos? ¿a dónde vamos?, como preguntaba Antonio S. Pedreira en su clásico Insularismo.

    Gilberto, con sus noventa y cuatro años, continúa con el mismo espíritu vigoroso e inquebrantable. Es un ejemplo no solo para la juventud, sino para todo este pueblo nuestro. Hace poco organizó un certamen anual para estimular la sensibilidad literaria y promover la creatividad en la nueva cosecha de escritores que serán la voz de afirmación de la conciencia social de este pueblo. Creación es la palabra que describe y resume la vida de este patriota puertorriqueño. Ha creado un programa para devolver al camino del amor a través del conocimiento a desertores escolares que pudieron ser parte de los muchos que se pierden en la maleza del crimen y las drogas. Regresan con la esperanza encendida por el modelaje creador de este forjador de la patria.

    En la tribuna, frente a las oficinas centrales de la Junta de Educación de la Ciudad de Nueva York

    (110 de la calle Livingston en Brooklyn), durante el boicot escolar de 1963. Colección del autor.

    1.

    DESDE UN PRINCIPIO

    Llegué a este mundo el 10 de agosto de 1918 en Lares. Siguiendo la tradición del santoral católico, mi madre me dio el nombre de Lorenzo. Once días más tarde, me echaron agua en la Iglesia San José. Apenas pasados dos meses de mi nacimiento, el 11 de octubre, un terremoto de aproximadamente 7.5 grados de intensidad, seguido de un tsunami, sacudió la Isla, dejando más de 150 muertos como presagio de las adversidades que enfrentaría durante mi niñez. Poco después de que mi familia llegara a Santurce, el 25 de enero de 1919 mi madre me inscribió en el Registro Civil como Gilberto Valentín. Por muchos años creí que ésa era la verdadera fecha de mi nacimiento y hasta el día de hoy celebro mi cumpleaños ese día. A pesar de que en toda mi documentación oficial, incluyendo los diplomas de graduación, la tarjeta de identificación del ejército, la licencia de conducir, y la tarjeta del seguro social, aparezco con mis dos apellidos, al momento en que escribo estas líneas la burocracia del Registro Demográfico del Estado Libre Asociado de Puerto Rico me sigue exigiendo evidencia para reconocerme con el nombre con que todo el mundo me conoce: Gilberto Gerena Valentín.

    Soy hijo de Cándido Gerena y María Valentín. Los Gerena habían llegado a Puerto Rico en el siglo XVI y se establecieron en el centro de la Isla. Muchos de ellos eran hacendados y comerciantes en el pueblo de Lares. Cándido era hijo natural. Aunque su padre le dio el apellido, la familia paterna nunca quiso reconocerlo. Vivió en el abandono hasta que una buena señora de nombre Juana Quiñones, que Dios tenga en la gloria, se apiadó de él y lo crió como si fuera su propio hijo en una humilde casucha localizada en el sector El Anón de Lares.

    Mi padre se ganaba la vida trabajando como peón cuando conoció a mi madre. Los antecesores de ella, los Valentín, eran vascos. Mis abuelos habían llegado a finales del siglo XIX a trabajar en un terreno que les cedió la Corona española. Al momento de conocer a mi padre, mi madre trabajaba de doméstica. Su primer marido, de apellido Luiggi, la había abandonado, dejándola a cargo de sus tres hijos: Monserrate, Alfonso y Sara. Cándido y María se gustaron y, siguiendo la práctica muy común en aquellos tiempos entre la gente pobre, decidieron vivir juntos. No sé si llegaron a casarse por lo civil, solo sé que permanecieron unidos hasta que la muerte los separó.

    Cuando mi madre quedó encinta mi padre se fue a vivir con ella a Bajaderos, otra barriada pobre aledaña al casco del pueblo. La misma se encontraba localizada en una empinada ladera dividida desde arriba hasta abajo por una vieja y destartalada escalera. Mis padres vivían en la última casita de madera que quedaba cerca de los primeros peldaños de la falda. Allí nací yo, único fruto de esa relación.

    Para el momento de mi nacimiento, la situación socioeconómica de Lares y de otros pueblos del interior se encontraba en franco deterioro. Con el traspaso de la Isla a los Estados Unidos en 1898 como resultado de la Guerra Hispanoamericana, los nuevos gobernantes impusieron sus prioridades económicas. La rápida expansión de la industria azucarera, que en su avance arrasó inmisericordemente con los otros plantíos, la ruina de la industria cafetalera, y la creación de talleres y fábricas en la zonas urbanas, específicamente en la región de San Juan, llevaron a miles de campesinos a trasladarse a la capital en busca de trabajo. Muchos de estos campesinos desterrados se radicaron en Puerta de Tierra, dando lugar al surgimiento de varios arrabales en el área.

    Al igual que muchos lareños antes que ellos, mis padres decidieron probar suerte en la capital. El terremoto y el tsunami que azotó el área oeste les ayudaron a decidirse. Por mediación de la tía Monchita, una hermana de crianza de mi madre que se había radicado en Santurce, consiguieron una casita de madera en un sector humilde conocido como Sunoco, carente de los servicios más básicos. Poco tiempo después, Sunoco pasaría a formar parte de un proyecto urbano que nunca se implantó en su totalidad y que fuera creado, en parte, para reubicar a los residentes de varios arrabales del área de Puerta de Tierra que eran vistos como obstáculos a los planes de los desarrolladores. A dicho proyecto urbano se le dio de nombre barrio Obrero.

    En algún momento entre noviembre de 1918 y enero de 1919, siendo yo apenas una pulguita, como me decía mi madre cuando me contaba sobre mis orígenes, mis padres empacaron lo poco que tenían y nos llevaron a los tres hermanos menores—Alfonso, Sara y yo—a vivir en la calle Gautier Benítez #19. Monserrate, a quien apodaban Catate, permaneció en Lares al cuidado de sus padrinos, quienes continuaron proveyendo su sustento hasta que en 1925, luego de terminar su cuarto año de escuela superior, se fue a vivir a la ciudad de Nueva York en busca de mejor vida.

    En realidad, guardo pocos recuerdos de mi padre. Sé que era una persona tranquila y muy trabajadora. No obstante, aún está grabada en mi memoria aquella noche que caminamos junto a una multitud de cientos de personas que portaban jachos (1) encendidos, iluminando a su paso la calle principal del barrio. Yo, cogido de su mano, cargaba un jachito. Pasado el tiempo, me enteré que aquella marcha era una demostración del Partido Socialista de Puerto Rico, que en aquel entonces era el principal defensor de los trabajadores puertorriqueños.

    También recuerdo haber visitado a mi padre al quiosco que había montado al lado de la verja del monasterio de las monjas que quedaba en la iglesia del barrio, donde se ganaba la vida vendiendo frituras, refrescos y café. Junto a él, siempre estaba mi madre, ayudándolo con el negocio. Yo me quedaba en la casa bajo el cuidado de la Tía Monchita. Los recuerdos son pocos, como poco fue el tiempo de vida que pude compartir con él.

    Las condiciones insalubres y el hacinamiento en que vivían los sectores pobres en las áreas urbanas servían de incubadora de enfermedades, especialmente de la terrible tuberculosis, que por muchos años fue la principal asesina de los puertorriqueños pobres. A principios de los años veinte, la tisis, otro nombre con el que se conocía esta dolencia, atacó con más brío la Isla. Mi padre se contagió poco después que nos asentamos en barrio Obrero y, a su vez, se la trasmitió a Sarita. De naturaleza enfermiza, mi pobre hermana fue la primera de los dos que nos abandonó. Murió en plena flor de su vida; había cumplido apenas dieciocho años.

    A los pocos meses, en 1922, mi padre se fue tras de ella. Los siguió Tía Monchita, a quien tanto quería. Contrario a mi padre y mi hermana, la tía no sucumbió a la tuberculosis, sino que murió de un terrible padecimiento que afecta la razón: el mal de amores. Se quitó la vida con unas pastillas de sublimado, creo que de arsénico, cuando, según mi madre, se enteró que el hombre que amaba era casado. Para colmo de males, mi mamá se enfermó. Consumido su cuerpo por la enfermedad, eventualmente se vio forzada a cerrar el friquitín (2) que nos servía de sustento.

    Si bien nuestra situación económica se había tornado desesperante, no quedamos del todo desamparados. Alfonso, mi hermano mayor, encontró trabajo como pescador. Como el buen hijo que era, le entregaba a mi madre parte de las ganancias que generaba de la venta de su pesca. Al tiempo, Fonso se empató, en contra de los mejores deseos de mi madre, con Juana O’Farrill. Resulta que Juana era negra. Mi madre, como muchos puertorriqueños en ese entonces y aun hoy en día, no veía con buenos ojos la mezcla de razas.

    Poco después, en 1925, Fonso se embarcó para la ciudad de Nueva York a instancias de Catate, quien lo había mandado a buscar. Allí consiguió empleo rápidamente en la General Tires, una fábrica de neumáticos de automóviles. Siempre preocupado por mi madre, Fonso continuó ayudándola económicamente y le enviaba religiosamente todas las semanas un giro por $3.50. Irónicamente, la misma Juana que mi madre rechazó por el color de su piel, era la que se aseguraba de que Fonso cumpliera con su compromiso filial. Con ese dinerito, mi madre hacía de tripas corazón para pagar la renta y comprar alimentos.

    2.

    MI MADRE Y YO

    Si bien es cierto que guardo pocas remembranzas de mi padre, no pasa un día sin que un recuerdo de mi madre aflore en mi pensamiento. María Valentín era una mujer extraordinaria. Era alta y esbelta. Medía cinco pies y ocho pulgadas y era bien fornida. Curtida por el trabajo y la pobreza, había aprendido a defenderse por sí sola en un mundo de machos, y se enredaba a los puños con cualquiera. Era una persona profundamente religiosa y una madre sumamente cariñosa, pero cuando lo creía necesario usaba el fuete para disciplinarnos. Fue mi primera maestra en la vida. De ella aprendí a ser perseverante, firme en mis convicciones, a aceptar responsabilidad por mis acciones, a respetar a quien respeto merece, a temerle solo a Dios, y a desconfiar de los que están en el poder. Una de sus expresiones favoritas era el que hizo la ley, hizo la trampa.

    Cuando nací, mis hermanos estaban prácticamente criados. Luego de la muerte de mi hermana, mi padre, y mi tía, y de la decisión de Fonso de brincar el charco, mi madre se dedicó, enferma como estaba, en cuerpo y alma a mí. Guardábamos una excelente relación, aunque debo reconocer que yo no era el niño más fácil de criar. Era presentao,(3) malcriado y buscabullas. Como era rubio y de ojos azules, los muchachos del barrio me molestaban diciéndome que parecía un americanito, lo que me hacía hervir la sangre y me llevaba a responder a la afrenta con los puños. De hecho, fue mi madre quien me enseñó a boxear para que me defendiera. El único problema era que me gustaba demasiado la bronca.

    Como era costumbre entre los puertorriqueños pobres de esos años, un domingo de Resurrección, mi madre cocinó un arroz con bacalao. La comida estaba aún humeando, pero mi hambre pudo más y sin pensarlo dos veces me eché un bocado. Al dolor le siguió una maldición. Mi madre me preguntó: ¿Qué tú dijiste?. Y yo, como era bien temerario, lo repetí. Lo próximo que sentí en la boca fue aquel santo sopapo (4) que me tumbó al piso. Inmediatamente, me ordenó desnudarme y ponerme una sotana. Me dio cuatro cantazos con un chucho (5) y me hizo hincarme sobre un guayo frente a la imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro, la virgen de su devoción. El castigo no hubiese sido tan malo, si no me hubiese puesto una plancha de hierro de casi seis libras en cada mano. Creyendo que mamá me había dejado solo en mi penitencia, le dije con rabia a la Virgen: Socorro, hija de la gran puta, ¿por qué me tienes aquí así, y no me ayudas? ¡Ayúdame!. ¡Para qué fue eso! Mi madre, quien estaba parada cerca de la puerta, me dijo: ¿Qué estás diciéndole a la Virgen?. Procedió entonces a quitarme la sotana y a darme otra pela. Yo oía a la gente en la calle gritándole: ¡Dale duro, que es un abusador, dale duro!. Así eran en aquel entonces los castigos de los padres a los hijos.

    Desde joven a Fonso le gustaba darse el palo. Cuando mi madre se enteró, le advirtió: Como te coja bebiendo, te las vas a ver conmigo. Un día alguien le choteó que Fonso estaba bebiendo en el cafetín de la esquina. Mi madre, me dijo: Vente conmigo, y agarrándome de la mano se dirigió al cafetín. Entró como Juan por su casa y sin encomendarse a nadie le pegó a Fonso un puño en la boca delante de todo el mundo. Sus únicas palabras fueron: Te lo dije. Mi querido hermano Fonso nunca aprendió la lección, pero pasaron años antes de que yo tomara mi primera bebida alcohólica.

    Después de que nos quedamos solos, Mamá solía llevarme con ella a hacer las diligencias. En una ocasión, íbamos a visitar a mi padre al hospital. Como yo tenía dolor de estomago, ella me dio un purgante antes de salir de casa. Cuando regresábamos en la guagua, las tripas comenzaron a retorcerse en mi estómago. El dolor era tan fuerte que no pude contenerme y me ensucié encima. Algunos pasajeros comenzaron a gritar: ¡Fo!, sáquenlo que apesta, pero mi madre rehusó hacerlo. La gritería era tal que el conductor detuvo la guagua y le dijo que no se movería hasta que me apeara. Finalmente, mi madre cedió y nos bajamos de la guagua a mitad de camino. Fue de las pocas veces que la vi llorar, pero las lágrimas no eran de dolor ni de vergüenza, sino de rabia y humillación ante la injusticia cometida en nuestra contra.

    Recuerdo también, la vez que por primera vez me llevó a un centro espiritista. Nos sentamos frente a una mesa bien grande, cubierta con un mantel blanco, muchas velas y copas de agua clara. Tan pronto empezó la ceremonia, el médium entró en trance y mi madre, que era una fiel seguidora del espiritismo, comenzó a actuar raro. Al ver aquello, me dio tanta gracia que no pude contener la risa. Mi madre se levantó y me dio un pescozón, al mismo tiempo que me decía: Usted no se ríe de la religión.

    Yo nunca les pegué a mis hijos, pero cuando revivo aquel momento histórico y las circunstancias de mi niñez, no puedo reprocharle nada a mi madre. Vivió para mí. Si de algo le estoy agradecido es que su método de disciplinarme y de mostrarme el camino recto estuvo siempre guiado por un profundo sentimiento de amor, respeto y justicia.

    Aun cuando mi madre era analfabeta, en todo momento insistía en la importancia del estudio. Aprendí a leer en casa de unas vecinas. Para practicar la lectura, por las noches hacía que le leyera el periódico que conseguía prestado, pues ella no podía darse el lujo de comprarlo. Ya dominaba los rudimentos básicos de la lectura, cuando en 1923 me matriculó en la escuela elemental Manuel Boada, localizada en la avenida Borinquén en barrio Obrero. Dentro de lo más representativo de la tradición de planificación urbana de nuestro gobierno colonial, resultó que la escuela fue construida sobre los restos de un cementerio abandonado. Esto, sin embargo, resultó ser una ventaja. La escuela carecía de materiales y equipos para educación física. Durante el recreo, los estudiantes nos entreteníamos escarbando en los predios del edificio para recoger los huesos de los cadáveres enterrados allí—una tibia por aquí y un fémur por allá—y usábamos la imaginación para jugar con éstos.

    La principal de la escuela se llamaba Julia M. de Velázquez. Según supe mucho más tarde, ella y su marido fueron líderes del Partido Nacionalista de Puerto Rico. El primer día de clases mi madre me llevó directamente al salón y le dijo a la maestra, con esa seguridad propia de ella, que yo estaba más adelantado que el resto de los niños que se encontraban presentes, por lo que correspondía matricularme en un grado superior. A mí me dijo, mirándome severamente: Te me quedas aquí. No me atreví a desobedecerla. Tres semanas más tarde, la principal se comunicó con ella para informarle que efectivamente ella tenía razón y que me ubicarían en el segundo grado.

    En septiembre de 1928, cuando cursaba el tercer grado, un huracán devastador de categoría 5, al que llamaron San Felipe, atravesó la Isla, cegando a su paso la vida de más de 300 personas y destrozando miles de viviendas. Aún tengo grabada en mi mente la angustia de mi madre, arrastrándome

    fuera de nuestra casita de madera y corriendo apresuradamente por la calle Gautier Benítez, mientras las planchas de zinc volaban sobre nuestras cabezas, hasta que llegamos a una tienda construida en hormigón en la que encontramos albergue. Al salir del refugio nos encontramos con que San Felipe se había llevado en volandas prácticamente todas las casas de madera de los alrededores. Milagrosamente, la nuestra fue la única que permaneció en pie. Ésta es una de las últimas remembranzas que guardo de mi madre. A las pocas semanas de este terrible suceso, a principios de noviembre de ese año, falleció de cáncer, con apenas cuarenta años.

    Mi madre había sido diagnosticada con cáncer en el Hospital Presbiteriano. En aquel entonces el Presbi, como se conoce hoy día, era administrado por misioneros estadounidenses y tenía como parte de su misión filantrópica proveer de forma gratuita servicios médicos a los indigentes. Irónicamente, en ese mismo hospital fue que en el año 1931 el médico estadounidense Cornelius Rhoads, según él mismo reconoció en una carta escrita con su puño y letra, hizo todo lo posible por acelerar el proceso de exterminio de los puertorriqueños, matando a ocho inyectándole células cancerosas a varios más.

    A menudo acompañaba a mi madre, primero a visitar a mi padre y después a sus citas médicas, al Presbiteriano. Esas visitas fueron de mis primeras salidas fuera de barrio Obrero. En ellas descubrí la otra cara de Puerto Rico: calles con alumbrado, carreteras asfaltadas, grandes comercios, residencias de clase media y mansiones de gente adinerada. Durante esas visitas también conocí el mar y la playa.

    Recuerdo haber escuchado que había que tener cuidado en la playa porque en ella rondaban los tiburones y que éstos atacaban a la gente. En una ocasión vi a unos niños más jinchos (6) que yo jugando en la playa. Me les acerqué y uno de ellos me arrojó arena en la cara. Con los ojos llorosos fui corriendo donde mi madre, quien me preguntó qué me había pasado. Le contesté azorado: Me atacó un tiburón. ¿Un tiburón?, me dijo incrédula. , le contesté señalando hacia los niños. Cuando éstos vieron a mi madre dirigirse hacia ellos, echaron a correr. Mi madre se echó a reír y me dijo entre carcajadas: Mira cómo corre tu tiburón en dos patas. Es un gringuito. Ahora que lo pienso bien, ese fue mi primer encuentro con un norteamericano.

    Llegó el momento en que mi madre ya no podía valerse por sí misma y tuvieron que hospitalizarla. Unas vecinas se hicieron cargo de mí. Cuando presintió que se iba a morir, mamá me mandó a buscar a la escuela. Cuando llegué a su lecho estaba agónica.

    Aguanté su mano hasta que cerró los ojos. Aún recuerdo como la misma se tornaba poco a poco fría. Lloré desconsoladamente su pérdida. La enterraron, al igual que a mi padre, en el cementerio San José de Villa Palmeras.

    3.

    DE REGRESO A LARES

    La preocupación que atormentaba a mi madre en su lecho de muerte era qué pasaría conmigo una vez ella muriera. Cuando salimos de Lares, había perdido contacto con su hermano. Tres de los cuatro familiares que yo había conocido—mi padre, mi tía y mi hermana Sarita—habían muerto. El otro, mi hermano Fonso, residía en los Estados Unidos y en esos momentos le era simplemente imposible venir a Puerto Rico a hacerse responsable de mí o llevarme allá. Para consuelo de mi madre

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