La última ruta
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SINOPSIS:
Amath es un niño senegalés que ha perdido una pierna en un trágico accidente. Obligado por las circunstancias, emprenderá un peligroso camino sin retorno en pos de sus sueños, con la única compañía de su anciano abuelo. Juntos afrontarán una gran aventura camino a Dakar, en la que tendrán que enfrentarse a su propio pasado para alcanzar su destino.
Un viaje trepidante, un desafío, un secreto... una aventura salvaje cruzando el corazón de África.
INICIO DE LA NOVELA:
Dos sombras furtivas se deslizaron por el callejón, aprovechando el manto de oscuridad que les brindaba la noche. Su presa, una joven de porte distinguido, caminaba unos metros por delante haciéndoles llegar el aroma de su perfume...
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Muy lindo de principio a fin
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La última ruta - César García Muñoz
LA ÚLTIMA RUTA
César García Muñoz
SMASHWORDS EDITION
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La Última Ruta
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LA ÚLTIMA RUTA
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Capítulo 1
Kayán, Senegal. 1985.
Dos sombras furtivas se deslizaron por el callejón, aprovechando el manto de oscuridad que les brindaba la noche. Aunque ambos vestían prendas oscuras sobre su piel negra, el contraste entre ellos era notable. El más adelantado era alto y de hombros anchos, mientras que su achaparrado compañero apenas superaba el metro cincuenta de estatura.
Una joven de porte elegante caminaba unos metros por delante, haciéndoles llegar el aroma de su perfume. Al alcanzar un cruce, se giró nerviosa, segura de haber vuelto a escuchar el chirrido intermitente que le acompañaba desde hacía varios minutos. Pero al volverse no vio nada raro. La mujer, movida por un súbito impulso, decidió cambiar su ruta habitual y tomó una calle más concurrida.
El pequeño desconocido observó con fastidio cómo su presa se perdía entre la gente. Su compañero susurró una orden y continuaron su avance por la calleja, acompañados por el extraño chirrido. Al llegar junto a un almacén, detuvieron su marcha y permanecieron unos instantes en silencio, vigilantes. La puerta del local estaba protegida por un candado y no se oía nada en su interior. El más bajo, rebuscó algo en sus bolsillos y a continuación se produjo un tenso diálogo entre la pareja. Finalmente, el hombrecillo sacó unas tenazas de su mochila y las aplicó sobre el candado, mientras su cómplice miraba nervioso a su alrededor. Tras varios intentos, el cierre cedió y los dos hombres accedieron al interior.
El más fornido contempló la estancia en penumbra y encendió una lámpara de aceite, cuya débil luz apenas logró dispersar la negrura. Filas de estanterías recubrían las paredes, abarrotadas de herramientas y piezas de recambio, mientras que el suelo estaba sembrado de cajas y ruedas gastadas.
Justo en el centro, se abría un claro despejado de objetos, en el que destacaba una silueta grande tapada con una lona. Al acercarse, el gigante tembló de emoción. Se disponía a retirar la cubierta cuando el chirrido metálico sonó de nuevo a su espalda, seguido de un terrible estruendo. El hombre renegó en voz alta, imaginándose la escena que se iba a encontrar al girarse.
-Ten más cuidado, Tian. A este paso vamos a alertar a todo el vecindario -reprendió irritado a su compañero.
Tian, resultó ser el anciano menudo que se encontraba tirado en el suelo, rodeado de trastos y con una pierna metida en un cubo de plástico.
Lucía un ajado traje oscuro, con la raya perfectamente marcada, un chaleco de seda tan gastado que se podía ver la camisa al trasluz, y un bombín de charol a juego con los zapatos.
-Yo no tengo la culpa de que esto esté tan desordenado, Buba -refunfuñó-. ¡Ira del cielo, si parece un mercadillo de pueblo! No hay más que basura y cacharros por todas partes.
La vocecita aniñada con la que habló, no se correspondía con su rostro surcado de arrugas, que ya había visto más de sesenta primaveras.
-¿Y tampoco tienes la culpa de olvidarte de las llaves? Has destrozado el candado y mañana nos descubrirán.
-Llevo todo el día haciendo recados para ti como si fuese tu criado -se quejó su amigo-. Cualquiera puede tener un descuido con tantas cosas en la cabeza.
Buba le miró indignado desde su metro noventa de estatura. También era bastante viejo, más incluso que Tian, pero su aspecto seguía siendo imponente. Debajo del mono de mecánico, aún mantenía un cuerpo recio, heredado de sus antepasados guerreros, y esculpido con el duro trabajo de toda una vida. La cicatriz que le recorría la mejilla, internándose en la barba cana, le confería un aspecto severo. No en vano su amigo le llamaba el «rey de la tribu», eso sí, empleando su frecuente tono de burla que tanto le disgustaba.
Tian se levantó murmurando entre dientes, acompañado de un chirrido que parecía provenir de la rodillera ortopédica que utilizaba. La había encontrado hacía unos meses, rebuscando en un mercadillo a las afueras de Tambacounda, y desde entonces se la ponía todos los días. Buba estaba convencido de que su rodilla se encontraba en perfecto estado, no así su cabeza. El minúsculo aciano, un hipocondríaco agudo, se quejaba cada semana de una nueva dolencia que solía abandonarle milagrosamente a los pocos días. Esta duraba ya demasiado para el gusto y la paciencia de Buba.
-Y haz el favor de echarle aceite a ese trasto, chirría como un tractor oxidado. O mejor aún, tíralo a la basura, no lo necesitas para nada.
-Olvidaba que además de mecánico eres médico traumatólogo -contestó sarcástico Tian, mientras trataba de recomponer su inmaculada apariencia.
Buba ignoró a su amigo y centro de nuevo su atención en el objeto cubierto que presidia la estancia. Sin mayor dilación, retiró la lona cuidadosamente, descubriendo la silueta característica de un Volkswagen Escarabajo de antigua factura, con el morro proyectado hacia delante y los cuartos traseros robustos, como un caballo de carga. Buba acarició la carrocería y enfocó la luz hacia la matrícula.
-Marie, 1957-leyó en un susurro.
El anciano abrió la puerta y se sentó en el asiento del conductor, con un nudo en la garganta.
-Aquí estoy, cariño -murmuró para sí, pasando las manos con delicadeza por el volante.
El interior del habitáculo estaba impoluto, como si todos los días alguien lo lavase y abrillantase con esmero. Una cesta con hojas de lavanda reposaba sobre el salpicadero y, por un instante, la fresca fragancia le transportó a su juventud.
Buba recordaba perfectamente la primera vez que vio el coche. Fue un caluroso día de verano de 1965, hacía ya veinte años. Un excéntrico francés llegó al taller en el que trabajaba como mecánico, trayendo un viejo Escarabajo hecho una ruina. Aún hoy, se seguía preguntando cómo había conseguido conducir aquel trasto hasta allí. El extranjero solicitó presupuesto para repararlo y el dueño del taller, mirando con recelo la reliquia, le pidió un precio abusivo incluso para un francés. El tipo protestó al principio, pero finalmente, optó por comprar uno nuevo, dejando el maltrecho vehículo como parte del pago.
Al día siguiente, obedeciendo a un impulso inexplicable, Buba cerró un trato con su jefe para quedarse con el coche. Como apenas tenía dinero, acordó trabajar horas extras y fines de semana durante todo un año para poder pagarlo. Aunque todo el mundo le decía que había hecho un mal negocio comprando aquella antigualla, tenía la certeza de que aquel coche estaba destinado para él. Mejor dicho, para ellos.
-¿Qué has hecho, loco? No podemos permitirnos un coche y además este es más viejo que mi abuela -le había reprendido su esposa Marie al enterarse-. Tu jefe te ha estafado.
-Cariño, si lo piensas nos va a salir casi gratis. Solo tendré que trabajar un poco más cada día y lo voy a arreglar utilizando piezas del taller sin que se enteren -replicó Buba-. ¿Y sabes para qué lo quiero, verdad?
Los ojos de Marie se abrieron como dos compuertas, captando toda la luz de la habitación e hechizándole con su magia.
-¡Para ir a ver el mar! -exclamó excitada-. Estás loco, Buba.
-De remate. Por eso te casaste conmigo, mi amor.
-De todas formas, para cuando consigas arreglarlo, vamos a estar arrugados como pasas y ya no podremos hacer el amor en la playa -continúo Marie entre risas.
-Pues entonces vamos a compensarlo ahora mismo -contestó, agarrando a su mujer por la cintura.
Los dos procedían de Kayán, una pequeña aldea del interior de Senegal, situada a más de seiscientos kilómetros del océano, donde casi nadie había ido más allá de Tambacounda. Y la máxima ilusión de Marie era viajar alguna vez al gran azul y contemplar la puesta del sol sobre el océano, arropada en brazos de su marido. Igual que en una vieja postal que guardaba como un tesoro.
Buba tardó más de ocho años en dejar el coche en perfecto estado, puliendo cada detalle e invirtiendo todo su cariño en el proceso. Pocos días antes de culminar su obra, unos vecinos acudieron alarmados al taller. Marie había sufrido un desmayo y la habían llevado al consultorio del pueblo. Buba salió corriendo inmediatamente, y al llegar, encontró a sus familiares conmocionados entre llantos. Su mujer había muerto de un derrame cerebral, con tan solo treinta y cuatro años. Buba no podía creerlo. La había dejado en casa hacía unas horas, feliz y llena de vida, y de repente estaba muerta y ni siquiera había tenido tiempo de despedirse de ella. Nunca pudo perdonarse por no haber acabado el coche a tiempo. En su afán perfeccionista se demoró demasiado y ella no pudo ver el mar.
Durante mucho tiempo, el coche quedó relegado en el olvido en aquella antigua nave, acumulando polvo y óxido. Pero una noche, varios años después, Buba soñó con su mujer sentada al volante del automóvil, iluminándole con su radiante sonrisa, y sintió la necesidad de