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La batalla por la eternidad que llegó del cielo
La batalla por la eternidad que llegó del cielo
La batalla por la eternidad que llegó del cielo
Libro electrónico274 páginas3 horas

La batalla por la eternidad que llegó del cielo

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Hace más de doscientos mil años, una rebelión sacudió las alturas de nuestro universo. Belial, enviado como príncipe planetario a Talam, tiene la misión de guiar al hombre primitivo hacia la civilización. Desde la ciudad de Rodaltia, fundada al sur de una antigua península fluvial, lidera a una comitiva de mil seres, entre celestiales y ciudadanos estelares reencarnados, en dicho proyecto de transformación planetaria. Pero la sombra del archirrebelde Semyazza, señor del sistema local de Leminsa, se cierne sobre los cielos, y Belial comenzará a inclinarse hacia su causa. Solo la lealtad principalmente entre Navil, un emisario de un mundo avanzado, y Merul, descendiente directo de los primeros humanos de Talam, podrá sostener la esperanza frente al conflicto cósmico que se avecina.

Una epopeya de civilizaciones perdidas, dilemas morales y batallas celestiales que explora los orígenes de la humanidad y el precio de la traición en la balanza del universo. (Ángel Fco Sánchez Escobar, doctor en Literatura española, Filología Inglesa y Teología)

IdiomaEspañol
EditorialÁngel Francisco Sánchez Escobar
Fecha de lanzamiento18 jul 2025
ISBN9798231755783
La batalla por la eternidad que llegó del cielo
Autor

Ángel Francisco Sánchez Escobar

Ángel Francisco Sánchez Escobar, nacido el 21 de noviembre de 1951, se licenció en Filología Hispánica y Filología Anglogermánica por la Universidad de Sevilla, su ciudad natal. Completó estudios de Máster en Literatura Hispano-americana, Máster en Pedagogía y Doctorado en Didáctica del Inglés en Vanderbilt University (Nashville, Estados Unidos), donde fue Profesor de Español durante seis años (1978-84). Al regresar a España, obtuvo dos nuevos doctorados en la Universidad de Sevilla, uno en Filología Inglesa (debido a sus estudios de Vanderbilt) y, otro, en Literatura Española. En dicha universidad, trabajó como profesor durante casi treinta años. Tiene también un Doctorado en Teología de St. Stephen Harding Theological College and Seminary (Winston-Salem, North Carolina, EE.UU) y otros muchos estudios teológicos. Fue ordenado Interfaith Minister en New York, Estados Unidos (2004), presbítero en Kiev, Ucrania (2005) y consagrado obispo en Sudáfrica (2007).

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    La batalla por la eternidad que llegó del cielo - Ángel Francisco Sánchez Escobar

    La obsesión de Belial

    Belial, landeko secundario número 9344, procuraba ocultar su desaforada obsesión por convertirse en el príncipe planetario de algún planeta decimal o experimental, un frenético impulso impropio para alguien de su rango espiritual. Incontables veces, se había imaginado en un mundo de modificación de la vida gobernando sin trabas el rumbo ade millones de seres primitivos. 

    Los landekos habían sido los primeros en formarse en la Universidad Resedec, como se denominaba al conjunto de las 490 esferas, entre satélites y subsatélites, que rodeaban Salvatia, la capital del universo local de Aquinto, y él, Belial, había sido un alumno destacado. Era hábil y de una inteligencia poco común, aunque, como figuraba en su historial, con tendencia a cuestionar las enseñanzas que se le impartían. Aun así, su mente privilegiada y buena disposición para realizar las tareas más complejas le solían granjear el favor de los docentes, que pasaba por alto aquellos insólitos defectos de carácter. Solo Rultadec, profesor de Jerarquía del Gran Universo, se quejaba de él porque con sus sutiles preguntas le parecía que cuestionaba la existencia del increado ALTHARIÓN. Cierta vez en una de las clases había preguntado, soliviantando a otros landekos:

    —¿Cómo es que no vemos nunca al Creador de todo? ¿Por qué su presencia personal no es vedada?

    —No es por capricho, Belial. No se puede contemplar a un ser infinito que habita en el no tiempo y no espacio. No por ello es menos real. Desde Lumirea, su residencia, él rige los universos en amor y generosidad, y nos provee de energía mental, espiritual y material.

    —Pero ¿cómo nos dirige desde la infinitud? —inquirió Daltia, muy afín a Belial.

    —Lo hace de forma indirecta a través de sus setecientos mil hijos creadores del orden de los riktores, que presiden sobre los universos locales y de incontables servidores celestiales.

    —¿Es como un acto de fe? —quiso saber Rasalón.

    —Sí, aunque no tanto para nosotros como para los mortales de las esferas evolutivas —respondió firme Rultadec—. Estad seguros de que nuestra existencia y billones de criaturas del gran universo se desmoronarían si él dejara de existir.

    —Entiendo —asintió Lontad—. ALTHARIÓN, nuestro Padre, es increado, infinito, sin principio ni fin, y nosotros, sus criaturas, dependemos de él y hemos de perseguir el fin para el que fuimos hechos y que aquí nos mostráis. 

    —¿Desaparecerían también los universos en formación que están fuera de nuestras fronteras? Abarcan varios millones de años luz —inquirió Belial.

    —Así es —afirmó Rultadec, rotundo—. Incluso esas ruedas de fuerzas energizantes e inexploradas regiones espaciales que rodean la creación conocida, organizada y habitada.

    —Es innegable que el hecho de que el Padre Infinito no esté presente de manera personal en el universo local impone una cierta prueba de fe y lealtad —continuó Belial.

    —Cierto —aseveró el profesor resedec—, pero esto no debe ser óbice para que, en especial, los príncipes planetarios, como algunos de vosotros llegaréis a ser, se esfuercen por no fracasar en la organización y administración de las nuevas esferas. De su éxito depende la misión posterior de los atamitas, los mejoradores biológicos de las razas primitivas.

    Los resedecs se crearon durante el transcurso de un milenio de tiempo por Riktor, el hijo creador, en conjunción con el Padre Resedec. Siendo un orden de filiación en el que uno de sus propios integrantes obró como cocreador, los resedecs se originaron en parte a sí mismos y, por ello, tenían una excelsa forma de autogobierno. Pero jamás habían abusado de sus prerrogativas ni traicionado la confianza depositada en ellos.

    El docente no estaba seguro de haber convencido a aquellos cuatro landekos entre los que había bastante complicidad. Y, aunque previno a sus colegas de Facultad, particularmente en cuanto a Belial, estos no le concedieron la  importancia debida.

    Una vez que completaron esta instrucción, a los doce millones de landekos se les había clasificado en tres distintas categorías en las que servirían durante la eternidad: primarios, o soberanos de los sistemas; secundarios, o príncipes planetarios; y terciarios, que actuaban en diversas capacidades, ya fuera como asistentes, mensajeros, custodios u observadores espaciales.

    En la Junta de Evaluación, Rultadec se había negado a que se le concediese el rango de príncipe planetario a Belial. No confiaba en él.

    —Todos sabemos que estos príncipes constituyen el mayor acercamiento personal de la divinidad a las humildes criaturas del tiempo y del espacio —explicó—. Y se les exige que sean misericordiosos y comprensivos hacia ellos, pero Belial carece de tales virtudes.

    —¿Por qué lo crees así?  —preguntó el presidente del Consejo—. Es un landeko brillante.

    —Es solo una impresión, pero esa misma inteligencia le hace muy proclive a dejarse seducir por la exaltación de su propia mente sobre la voluntad de los gobernantes supremos.

    —Lo estaremos observando antes de proponerle a los altísimos de la constelación un destino para él.

    —Al estar totalmente solos en sus mundos de asignación —insistió Rultadec—, estos Hijos están sometidos a duras pruebas, y Aquinto, por desgracia, ha sufrido ya varias rebeliones. No queremos que suceda de nuevo.

    —Precisamente —reaccionó otro de los resedecs—, en la creación de los soberanos de los sistemas y de los príncipes planetarios existe la creciente contingencia de que pierdan el sentido de las proporciones respecto a su propia importancia. Es el orden celestial más alejado del Infinito con cierta incapacidad de comprender los valores y las relaciones de los numerosos órdenes de seres divinos y de su gradación jerárquica. Pero es un riesgo que no tenemos más remedio que correr.

    Tras su formación, a los landekos se les enviaba a las sedes de alguno de los cien sistemas locales de la constelación para asignarles destino. Y, a Jerulsa, la capital de Leminsa, habían enviado al ansioso Belial, que no había perdido su arrogancia, con otros treinta miembros de su mismo orden, aunque su círculo de afectos se limitaba a Daltia, landeko secundario, y a Rasalón y a Lontad, ambos landekos secundarios. Los veía influenciables y contaba con ellos para sus escabrosos planes futuros. 

    Estos seres residían en la primera de las siete magníficas agrupaciones de círculos concéntricos de aquel bello mundo-sede arquitectónico. En otras de estas agrupaciones moraban órdenes de superior rango espiritual como los mencionados resedecs, que, además de docentes, eran síndicos que llevaban a cabo cometidos de urgencia o de carácter excepcional; los lesedecs, o altísimos de la constelación; y los vectores, cuya crucial labor era implantar la vida evolutiva en los planetas jóvenes, ya fuera siguiendo los patrones biológicos estándares del universo o modificándolos, en uno de cada diez casos, para su mejora.

    En el resto de dichas agrupaciones, habitaban criaturas de diversa naturaleza y origen espiritual como las enkeles, las aperkeles y las estoiles vespertinas; los mortales ascendentes; los artisauas; los atamitas o hijos materiales; los finitantes; al igual que controladores físicos, supervisores de la potencia y otros seres afines, que a través de las rotaciones de los doscientos elementos químicos existentes en estas esferas arquitectónicas elaboraban una singular sustancia energética llamada «losontia», a medio camino entre lo material y lo espiritual. Eran seres excepcionales, vivos, pero no volitivos, involucrados en la regulación inteligente de la energía en todo el gran universo. Al encontrarse en distintas altiplanicies, los distintos conglomerados circulares estaban separados entre sí. Todos ellos estaban rodeados por espaciosos paseos.

    Como otros seres espirituales, los landekos se desplazaban a la velocidad deseada, enlazando con las fuerzas superiores de la energía. El sistema de transporte estaba vinculado a estas corrientes energéticas. Y, en momentos de receso de sus misiones de exploración, que nunca faltaban en un universo local de diez millones de mundos, Belial solía sobrevolar la bella Jerulsa con sus tres compañeros. La esfera estaba esculpida por majestuosos lagos y serpenteantes ríos de un azul anaranjado, que mutaba según las horas del día​[1].

    La energía de Jerulsa, que estaba regida por los controladores físicos y otros seres afines, circulaba por la esfera en canales segmentados. Se alimentaba de las cargas energéticas del espacio. La resistencia natural al paso de estas energías por dichos canales de conducción producía el calor necesario para crear una temperatura estable. A plena luz del día, esta se mantenía alrededor de veintiún grados centígrados​[2], mientras que durante el período de recesión de la luz descendía a algo menos de diez.

    Los controladores físicos también se encargaban del mantenimiento de cien mil puntos centrales desde los que proyectaban las energías enrarecidas hacia arriba, a través de la atmósfera planetaria, hasta que alcanzaban la capa límite de aire eléctrico de la esfera; entonces, estas energías se reflejaban hacia abajo como luz suave, tamizada y uniforme, de una intensidad parecida a la de la luz del sol que brillaba temprano en algún mundo evolutivo. Aunque Jerulsa recibía la tenue luz de algunos soles cercanos, no dependía de ellos para obtenerla. Así se evitaban las vicisitudes que ocasionaban las perturbaciones solares y no se tenía que afrontar el problema de un sol en período de enfriamiento o moribundo. En la capital no había ni días ni noches, ni estaciones de calor y frío.

    La fértil vegetación que florecía allí era de una gama de colores desconocida en los planetas evolutivos. Igual sucedía con la fascinante vida animal. Estas criaturas sin habla eran inteligentes, amigables y delicadamente serviciales. Los dóciles restarnias laboraban, precisamente, como los jardineros y paisajistas de los espacios abiertos y se hallaban por doquier. Y, al no haber evolución orgánica, no existía ninguna pugna por la existencia ni la ley del más fuerte. Nada podía atemorizar a un ser vivo.

    Pero Belial, más que para disfrutar de aquella armónica belleza y adorar al HACEDOR, buscaba evadirse de la frustración que le aquejaba. Jamás había verbalizado sus pretensiones ante sus tres compañeros, pero aquella tarde se sentía tan ofuscado que se atrevió a hacerlo cuando pararon en una gran meseta. Aunque la luz artificial del planeta se iba mitigando, pudieron divisar edificios con diferente arquitectura. Había cuadrados, que eran las áreas gubernativas del sistema; rectángulos, que daban cabida a los seres nativos de menor rango de este planeta sede como los restarnias; y triángulos dedicados a los asuntos puramente locales y rutinarios de Jerulsa. En dirección a la ciudad se veía el gigantesco monte Selentia y, en la distancia, una franja de color amarillo ocre.

    —Aquel es el mar de cristal —señaló Daltia—. Cuántas veces hemos aterrizado allí en los selentes de transporte desde distintos puntos del universo.

    —Yo estoy más interesado —apuntó Belial— en partir a medianoche, desde Selentia, a algún destino soñado. Dormirme y, viajando a nueve veces la velocidad de la luz, aterrizar en un mundo decimal. A veces los selentes hasta duplican su velocidad, porque aprovechan la fuerza de gravedad y las corrientes que provienen de Lumirea, al igual que los agujeros de gusano. 

    Los habitantes de Leminsa se comunicaban por lo general en la lengua de Aquinto. Este idioma contenía unos seiscientos millones de caracteres, aunque su alfabeto era únicamente de cuarenta y ocho símbolos elementales.  Era esencialmente musical, como la de otras lenguas avanzadas del universo, y la variación a tonos más sombríos podía denotar algún tipo de contrariedad en quien articulaba la lengua.

    —Es un bonito sueño y todos tenemos capacidad de elegir y actuar con libertad, pero debemos hacerlo de forma espiritual —apuntó Lontad.

    —Además de las modificaciones que los vectores hayan implantado en cualquiera de esos mundos decimales, yo haría lo posible para acelerar la mejora física y mental de los seres nativos e impulsar su civilización hasta estadios nunca antes observados. Incluso aplicaría métodos eugenésicos de reproducción. Los convertiría en una especie de Jerulsa.

    —Sabes que la eugenesia de esos mundos evolutivos es solo positiva —advirtió Lontad.

    —Y, de todos modos, como todos nosotros, tienes que esperar a que los altísimos te den destino según tus capacidades —apuntó Rasalón. 

    —No sé por qué no puedo decidirlo yo mismo —se quejó—. Tengo conocimiento y experiencia. El anterior soberano del sistema me asignó misiones de responsabilidad en los setenta planetas decimales del sistema, pero el que más me impresionó fue Talam, que visité dos veces. Es cien veces más pequeño que Jerulsa. Nuestro día es equivalente a tres días de tiempo de ese planeta, menos una hora, cuatro minutos y quince segundos. Ya lo comprobé con los cronoldecs, que emiten con exactitud las horas en los universos del espacio-tiempo.

    —La primera fue conmigo —recordó Daltia— hace casi novecientos millones de años, como miembros del comité que aprobó que el planeta fuese experimental. Parecía un gran océano.

    —Así fue. La segunda vez fui algo antes del nacimiento de los mellizos Nandón y Nonta, descendientes de las tribus de primates superiores, los dos primeros seres humanos. Me impresionó aquel mundo de grandes bosques creciendo junto al mismo mar vasto y celeste.

    —La noticia se transmitió en el anfiteatro —apuntó Rasalón—. Todos fuimos testigos del mensaje dirigido de parte del jefe de colectivo de las aperkeles al grupo de vectores, reunidos alrededor de las terminales de comunicaciones espaciales de su sede, en una región del polo norte, informaba de la existencia de mente de tipo humano en aquel planeta. Así lo expresaba:

    «A los vectores de Talam, ¡saludos! Nos ponemos en contacto con vosotros para comunicaros el gozo experimentado en Salvatia, Paransia y Jerulsa cuando en la sede central de Aquinto se recibió la señal de que existía en ese planeta una mente con dignidad volitiva. Se ha tomado nota de que los mellizos han decidido deliberadamente huir hacia el norte y apartar a sus vástagos de sus ascendentes inferiores. Esta es la primera decisión que toma una mente —una mente de tipo humano— en Talam, y establece automáticamente la vía circulatoria de comunicación por la que este mensaje inicial de reconocimiento se está transmitiendo».

    —Sin duda —se alegró Lontad—, aquel fue un día memorable para los vectores. Su misión se había cumplido con éxito tras seiscientos millones de años de arduo trabajo. Y un planeta experimental esperaba la designación de su príncipe planetario. 

    —Quizás seas tú, Belial —consideró Daltia—. Los vectores ya habrán pedido que se envíe a algún responsable que se haga cargo de la dirección del planeta, una vez que aparecían seres evolutivos inteligentes.

    —No, en el momento en que Nandón y Nonta tomaron las decisiones morales que permitirían a los sembradores divinos habitar en sus mentes humanas, llegaron los resedecs, doce en total —comentó Rasalón—. Hubo un preacuerdo para enviarlos en calidad de asesores de los vectores y de supervisores del planeta para que se quedasen hasta la llegada del príncipe planetario.

    —Sí —afirmó Belial—. Lo normal hubiera sido mandar a un príncipe al planeta en torno al momento del desarrollo de la voluntad, o capacidad de elegir el camino de la supervivencia eterna. Si se hubiese seguido tal plan, el príncipe destinado allí podría haber llegado Talam durante las vidas de Nandón y Nonta, pero en estos mundos solo los vectores lo saben.

    —Mejor así —dijo Daltia—. Aún puedes conseguir tus propósitos. De los sesenta y un mundos decimales, Talam parece ser el que va a necesitar antes un príncipe.

    —Semyazza, el nuevo soberano del sistema, conociéndome, también me envió a Resinta, el primer planeta no experimental de Leminsa que alcanza los inicios de asentamiento de luz y vida. Estuve en la inauguración y me interesaron sus habitantes. Me lamenté a Ranted, el príncipe planetario de aquel mundo, de los miles de años que había tardado en llevarlo a aquel grado de progreso por no haber seguido una eugenesia más drástica. Se opuso a aquella idea y me habló de que no había sido necesario porque había muy meritorios habitantes. Por lo general, se les da poco margen de acción a los vectores para la implantación de la vida en esos planetas.

    —Lo que pretendes no es posible en un universo como el nuestro, ordenado y jerarquizado de forma divina —insistió Rasalón—. Y le debemos fidelidad a Riktor, nuestro padre creador.

    En efecto, hacía unos ochocientos setenta y cinco mil millones de años que Riktor, con la asistencia de los centros de la potencia y de los controladores físicos, había creado Aquinto junto con su capital Salvatia y los otros mundos sede de las distintas regiones espaciales. Los había materializado una vez que la energía emergente del universo global proveniente de Luminaria se había hecho sensible a la gravedad local. Mil millones de años atrás había creado toda la vida celestial del universo local y las gigantescas nebulosas que darían origen a los planetas evolutivos. Todo obedecía a un plan misericordioso y justo de supervivencia de los ascendentes mortales.

    —Soy consciente de esa lealtad, pero estamos en posesión de la libertad de albedrío, un don del Increado del que nadie puede despojarnos.

    —Hay algunos compañeros que se extrañan de tu conducta atormentada —añadió Rasalón— y la tachan de «antiespiritual». Es contraria a la voluntad del Padre Infinito de ser pacientes y manifestar obediencia. Y lo que propones de precipitar la evolución puede ocasionar un caos enorme. 

    —Sea lo que sea, debes tener paciencia y aprender a confiar en los designios de tus superiores —le aconsejó Daltia—. O, al menos, no demostrar ese permanente desasosiego que ya notábamos antes de que te decidieras a hablarlo con nosotros. Es contrario a las leyes que nos rigen y al talante de nuestro orden. Quizás sea la causa de que los altísimos no acaben por concederte ese nombramiento ni siquiera para un mundo regular.

    —Alguna razón ha de haber —continuó él agitado—. Otros landekos en la reserva, con menos preparación que yo, han conseguido sus destinos. 

    Y, de hecho, a pesar de la gran brillantez de Belial, existía algún rasgo de su personalidad, ya observada por Rultadec en su tiempo de formación, que llevaba a los altísimos a no asignarle a ningún planeta. En la escala descendente organizativa de los universos existía una cadena ininterrumpida de gobernantes que acababa en estos príncipes planetarios, regentes de los destinos de las esferas evolutivas. Un fallo de ellos pondría en riesgo una civilización humana completa.

    A pesar de todo, en las jornadas siguientes, obcecado, se desplazó a los círculos de los vectores para seguir indagando sobre las mismas cuestiones. Uno de ellos le había respondido:

    —Belial, el establecimiento de la vida en un planeta no es experimental

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