La retorcida senda de Judas Iscariote, el traidor de Jesús
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Esta novela, La retorcida senda de Judas Iscariote, el traidor de Jesús, está enteramente basada en Los escritos de Urantia (2012-2021), mi propia traducción de The Urantia Papers (1955). Para desarrollar el perfil psicológico de Judas Iscariote y por otras cuestiones narrativas, me he visto obligado a modificar, sustituir y omitir ciertas escenas al igual que añadir diálogos y descripciones. El narrador es a la vez omnisciente y testigo presencial. De ninguna manera, pretendo que este texto reemplace el original sino animarlo a leerlo. La novela abarca un periodo de más de cuatro años en la vida de Judas, desde que, de manera bien intencionada, se convierte en discípulo de Juan el Bautista, a finales del año 25 d. C., y, posteriormente, en apóstol de Jesús en julio del 26 d. C., hasta que perversamente traiciona a su Maestro a comienzos de abril del año 30 d.C. Jesús ama a Judas como a sus otros once apóstoles, pero él rechaza este amor, al igual que hace con el afecto que le brindan sus compañeros. Judas tiene muchos defectos de carácter, como algunos de los otros apóstoles, pero al contrario de ellos, la influencia de Jesús no lo hace cambiar; y, en su libre voluntad, por un fuerte resentimiento, por una irreflexiva soberbia y por ansias de poder y gloria decide traicionarlo. En ningún momento fue un juguete del destino.
Ángel Francisco Sánchez Escobar
Ángel Francisco Sánchez Escobar, nacido el 21 de noviembre de 1951, se licenció en Filología Hispánica y Filología Anglogermánica por la Universidad de Sevilla, su ciudad natal. Completó estudios de Máster en Literatura Hispano-americana, Máster en Pedagogía y Doctorado en Didáctica del Inglés en Vanderbilt University (Nashville, Estados Unidos), donde fue Profesor de Español durante seis años (1978-84). Al regresar a España, obtuvo dos nuevos doctorados en la Universidad de Sevilla, uno en Filología Inglesa (debido a sus estudios de Vanderbilt) y, otro, en Literatura Española. En dicha universidad, trabajó como profesor durante casi treinta años. Tiene también un Doctorado en Teología de St. Stephen Harding Theological College and Seminary (Winston-Salem, North Carolina, EE.UU) y otros muchos estudios teológicos. Fue ordenado Interfaith Minister en New York, Estados Unidos (2004), presbítero en Kiev, Ucrania (2005) y consagrado obispo en Sudáfrica (2007).
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La retorcida senda de Judas Iscariote, el traidor de Jesús - Ángel Francisco Sánchez Escobar
I. ENCUENTRO DE JUDAS CON JUAN EL BAUTISTA
El cielo estaba lleno de nubarrones negros. Bajo el barro del camino, podía verse el color rojo arcilloso de la tierra. Aquel martes, a comienzos del mes de diciembre[i], en plena temporada de lluvias de Palestina, Judas había cruzado al lado este del Jordán y había caminado río arriba siguiendo su cauce. Olía a cieno. Anduvo con cuidado evitando los charcos, empujado por la prisa y el nerviosismo. Los arbustos que crecían en la orilla le imposibilitaban ver el río en algunos trechos, pero no le impedían oír el fluir de sus aguas, crecidas por las últimas lluvias, que habían invadido las veredas.
Su cuerpo alto y delgado iba encorvado para resguardarse de aquel día desapacible con un grueso manto de color verde oscuro. Sus ojos negros, extrañamente expresivos, brillaban ansiosos e impacientes. Expresaban desasosiego. El río, que discurría en meandros, se ensanchaba a medida que se acercaba al mar Muerto. A lo lejos, en el oriente, Judas veía unas colinas bajas y estériles por las que descendían sin control las aguas de lluvia.
Sabía que Juan, el Bautista, como le llamaban por los alrededores, se había dirigido al norte desde al vado[ii] del Jordán en Betania[iii], a veces llamado Betábara. A pocos estadios de allí estaba Jericó, donde él residía. Por aquel mismo cruce, los israelitas, liderados por Josué, habían atravesado el río mil doscientos años atrás para entrar en Canaán. La ciudad de las palmeras había rendido milagrosamente sus muros para que ellos pudieran acceder a la tierra prometida. El Bautista había permanecido allí cuatro meses, desde marzo hasta julio. En aquel tiempo, su fama se había extendido por todas las regiones aledañas, pero Judas no había podido ir a verlo antes como hubiera querido. Su padre se lo había prohibido.
Judas, aún soltero, vivía en la casa paterna y trabajaba llevando la economía de los diferentes negocios de la familia. Era un hombre eficiente y muy dedicado a su trabajo, pero por alguna razón que no llegaba exactamente a vislumbrar, había decidido ir a conocer al supuesto Mesías antes de que se alejase más al norte. No sabía qué le atraía. Era algo superior a sus fuerzas. Su mente parecía arrastrarlo. Era un firme creyente de la ley de Moisés y, sin embargo, allí estaba. Quizás fuesen las palabras del Bautista que instaban a la liberación del yugo romano las que lo alentaban a dar aquel paso, en un momento en el que todos sus compatriotas esperaban al Mesías.
No les iba a decir nada a sus padres. Sabía lo que se jugaba si los desobedecía. Su padre tenía un carácter severo e inflexible. Les había dicho que iba a Jerusalén para tratar con un comerciante de animales sacrificiales. Lo había hecho otras veces. No pensaba que le llevaría más de media mañana llegar a donde estuviera el Bautista y volver al día siguiente temprano. No se darían cuenta.
Como no sabía, exactamente, a qué altura del Jordán estaría ya el Bautista, en lugar de tomar la carretera de Jericó, decidió remontar el río desde aquel vado próximo a su ciudad, en el que había comenzado su predicación.
Cuando llevaba ya un buen rato caminando —había salido antes del amanecer—, le sorprendió un gran chaparrón que embarró aún más el camino. El largo manto bajo el que se protegía se empapó y, aunque no hacía un frío excesivo, la humedad casi le penetraba la piel. Por un momento, pensó en volver. La intensa lluvia le hizo pensar que era una insensatez ir a ver a un pastor, a un iluminado, que, según se decía en Jericó, vestía con una piel de cabra sujeta por un cinto. Pero decidió seguir caminando sin saber por qué.
Pasado el mediodía, Judas llegó, por fin, al asentamiento del Bautista. El profeta no había llegado demasiado lejos porque según algunos caminantes se había detenido para predicar en más de una docena de remansos por donde la gente de poblaciones cercanas cruzaba el Jordán. Apenas llovía y pudo quitarse de encima el manto que le pesaba como si fuese de roca. Se acercó con timidez a una explanada donde había una veintena de tiendas fabricadas, rústicamente, con ramas y pieles de animales. Todo era marrón como las mismas aguas del río. El olor a lodo había casi desaparecido. Se encontraba a la altura de la ciudad de Adam, a media jornada de camino a Jericó.
Le sorprendió descubrir a tantas personas que escuchaban las enseñanzas de aquel hombre, aguantando las inclemencias del invierno. Había todo tipo de gente y, por lo que pudo adivinar por sus vestimentas, procedían de distintas clases sociales. Vio personas jóvenes, niños y ancianos, e incluso enfermos que se apoyaban en algún familiar o amigo. Sus ropas estaban empapadas, los pies llenos de fango. Como el suelo estaba mojado, la mayoría estaba de pie y Judas no podía ver al Bautista ni oírlo bien. La gente se refugiaba como podía bajo sus mantos o recubiertas pieles de oveja o cabra a la vez que trataba de encontrar algún árbol para guarecerse de la caprichosa lluvia. Se quedó boquiabierto a la vez que inquieto. Era poco dado a las aglomeraciones, pero se metió como pudo entre la multitud y, pese a las protestas que se oyeron, se aproximó todo lo posible al Bautista.
Por fin pudo verlo de cerca. Era un hombre joven y fornido, de tez blanca y pelo castaño oscuro bastante largo y revuelto. Se notaba que había estado predicando bajo la lluvia sin cubrirse. Lo que escuchó, pese a la distancia, le hizo pensar que el viaje había merecido la pena. Sus palabras decían la verdad:
—¡Arrepentíos! ¡Estad bien con Dios! Preparaos para el fin; preparaos para la aparición de un orden nuevo y eterno de los asuntos del mundo; del reino de los cielos. ¡El cielo se ha acercado! Aquel que viene os trae la consolación de Israel y la restauración del reino.
Sus palabras y, mucho más la fuerza con la que las pronunciaba, le fascinaron y no le extrañó su notoriedad. No creía tener nada de lo que arrepentirse, pero aquel nuevo orden y consolación que predicaba eran venturosos para el momento en el que vivían: toda Palestina estaba dominada por una fuerza extranjera.
Pero el murmullo y la exclamación de tantas personas le impedían entender bien lo que decía.
—¡Qué de gente hay por aquí! —exclamó en voz alta, sintiéndose frustrado—. No se puede oír al profeta —añadió extrañado de llamarlo así.
Pensó en marcharse y, aún más, cuando se dio cuenta de que había allí convecinos de Jericó que lo reconocieron. Judas pertenecía a una de las familias más ricas de la ciudad.
—Es normal —escuchó la voz de alguien a sus espaldas—, cada vez tiene más seguidores. Juan es más que un predicador. Es la voz de un profeta y la gente se da cuenta y se siente intensamente conmovida al oírlo.
Por un momento, Judas dudó si continuar hablando con aquel extraño. Pero su interés era mayor que sus prejuicios hacia personas que no consideraba de su misma clase y se decidió a hacerlo.
—Pero ¿por qué se conmueve la gente?
—Nunca, en toda la historia de nuestro pueblo, los devotos hijos de Abraham habían anhelado tanto la consolación de Israel ni esperado con tanto fervor la restauración del reino. Su mensaje, el reino de los cielos se ha acercado
, les produce un profundo llamamiento —le dijo aquel hombre.
—Pero ¿quién es este hombre que llama tanto la atención de la gente? —quiso saber—. Me cuentan que apareció misteriosamente en el cruce del río Jordán.
—Tal como él mismo afirma, es el precursor del Mesías. A eso se refiere cuando dice que el cielo se ha acercado—le contestó aquella persona, quizás algo mayor que él, con gran firmeza en la voz—. Ese Mesías inaugurará el reino de los cielos.
—Entonces, ¿él no es el Mesías?
—Él afirma que no. El Mesías se llama Jesús, de Nazaret, aunque nacido en Belén. Es hijo de una prima de su madre. Juan recuerda haberlo visitado en Nazaret cuando tenía dieciocho años de edad. Y es milagroso y significativo que tanto el nacimiento de Jesús como el suyo propio fueran anunciados por el arcángel Gabriel, y que su misma madre, Elisabet, bien entrada en edad, había podido concebirlo. Estoy al menos seguro de que Juan es hijo de la promesa —explicó aquella persona con seriedad y convencimiento.
Cuando miró a aquel hombre a los ojos, vio que despedía una gran seguridad en sí mismo y un gran aplomo. Su cabello era largo como el del Bautista.
La mención de Gabriel le hizo confiar más en sus palabras. Este arcángel era una figura sagrada para los judíos desde que Daniel lo citó por vez primera en tiempos de la cautividad en Babilonia. Para ellos su nombre significaba: fortaleza de Dios
. Se acercó algo más a él.
—Pero ¿qué sucedió en ese encuentro, si me lo puedes contar? —insistió Judas.
Observó que, en ese momento, el Bautista había acabado su predicación y se había puesto a charlar con algunas personas.
—Juan estaba decidido a emprender, enseguida, la labor para la que creía estar destinado, pero Jesús le dijo que debía dedicarse a cuidar a su madre y esperar a que llegara la hora del Padre
. También le anunció que no hablarían más hasta dicho momento.
—Pues parece que ya ha llegado esa hora —añadió Judas—. ¿Y cómo es que habla tan bien en público? Por su apariencia de pastor, no parece haber sido educado en ninguna escuela.
—No, en la ciudad de Judá donde nació, la sinagoga no tenía escuela y sus padres, Zacarías y Elisabet, lo educaron. Su padre era sacerdote del templo de Jerusalén y era un hombre bien formado. Su madre poseía mayor cultura que cualquier mujer corriente de Judea: era del linaje sacerdotal de las hijas de Aarón.
—Comprendo entonces —asintió Judas—. Sí, la ciudad de Judá está en las montañas de Judea, muy cerca de Jerusalén. Conozco bien la zona.
—Desde pequeño, sus padres le habían inculcado la idea de que, cuando creciera, se convertiría en un líder espiritual —continuó aquella persona—. Su madre le aseguraba que su primo, Jesús de Nazaret, era el verdadero Mesías, venido para ocupar el trono de David, y que él sería su heraldo y principal apoyo.
—Sinceramente, aún no entiendo muchas cosas, pero me atrae este profeta que predica con tanta fuerza en nombre de alguien más poderoso que ha de llegar.
Y, después de recapacitar un momento, intentando asimilar toda aquella información, Judas le preguntó de forma directa, con cierto escepticismo:
—Pero ¿cómo puedes saber todo eso?
—Soy nazareo como él —puntualizó—. Me llamo Abner y decidí seguirlo desde En-Gadi, cerca del mar Muerto, donde está nuestra sede. Allí vivió dos años y medio con nosotros. Yo era el jefe de la comunidad, y nos convenció a muchos de que el fin de la era había llegado
; de que el reino de los cielos estaba a punto de aparecer
. Todos creímos que el Mesías vendría pronto y que liberaría a la nación judía de sus gobernantes gentiles.
Una vez que hizo una pequeña pausa y trató de quitarse de la cara el pelo que el frío viento hacía revolotear por su frente, comentó extrañado, pero con buen talante:
—La verdad es que no sé por qué te cuento estas cosas. No sé quién eres ni lo que buscas aquí, pero venir con este mal tiempo, dice mucho de ti.
Cuando Judas oyó aquello, se sorprendió gratamente. Como Sansón y el profeta Samuel, Abner y Juan habían tomado los votos nazareos perpetuos. A estas personas se les consideraba consagradas y santas. Se sentía por ellos el mismo respeto y veneración que se le podía tener a un sumo sacerdote, ya que se les admitía en el lugar santísimo del templo.
—Mi nombre es Judas Iscariote y vivo en Jericó, aunque en realidad nací en Queriot, una pequeña ciudad al sur de Judea. Mis padres se trasladaron de ciudad cuando yo era apenas un muchacho —dijo, algo contrariado por tener que hablar de sí mismo.
—Debes de ser de familia acomodada por tu forma de vestir y tus modales.
En efecto, Judas, que aún no había cumplido los treinta años de edad, tenía un porte de persona educada y de buena ascendencia. Llevaba una túnica suelta de lino fino y un amplio cinturón de piel de carnero. Su manto, de algodón, aunque mojado y lleno de salpicaduras de fango, tenía grandes bordados y sus sandalias, también de piel, le cubrían todo el pie.
—Sí, mis padres son saduceos —respondió sin más.
—Yo soy de Sebaste, Perea, al otro lado del Jordán, cerca de la Decápolis.
—La población de Perea es gentil y judía casi en partes iguales —comentó Judas—. Pero la región es bella y pintoresca —añadió como para suavizar lo dicho anteriormente.
—Cierto —afirmó Abner—. Por ello la llaman el país del más allá
. Numerosos judíos salieron de la región durante los tiempos de Judas Macabeo.
Cualquier judío sabía que los gentiles, en los que se incluían a los samaritanos, no eran sus prójimos. Se les llamaba perros
.
Había salido un sol tímido. Las nubes ahora se reflejaban más nítidas en las aguas del Jordán, que en aquel lado estaba menos lleno de matorrales. Y hacia allí dirigieron ambos sus miradas. Al finalizar su predicación, Juan bautizó a algunas personas en el río. A pesar de que era invierno, lo hacía por inmersión. Una vez bautizados, los conversos se dirigían a las fogatas, que se mantenían encendidas para secarse y calentarse. Desde donde estaban, oyeron al Bautista, que repetía al bautizar: para la remisión de los pecados
.
—Algún día te bautizarás tú también, Judas —le auguró Abner—. En pocos meses, Juan ha bautizado a más de dos mil personas.
Abner era un hombre más robusto que el Bautista, aunque de menor estatura. Tenía firmes convicciones. Judas le pareció un hombre retraído, solitario, pero quiso confiar en él. Una persona de su formación se podría convertir en un buen discípulo de Juan.
—Es curioso que siendo judíos se bauticen —manifestó Judas—. Es una ceremonia algo nueva para nosotros con ese sentido que él le da.
—Tú sabes que tenemos la costumbre de bautizar a los prosélitos gentiles de la puerta en el atrio exterior del templo si quieren ingresar en la fraternidad judía.
—Sí, pero jamás se nos había pedido que nos sometiéramos al bautismo del arrepentimiento. Moisés siempre nos enseñó que éramos el pueblo elegido y que Dios recompensaría nuestra rectitud —recalcó Judas.
—Pero ahora estamos sometidos a estos tiranos gentiles y no sabemos explicar qué ha pasado —añadió Abner frustrado.
—Sí, yo mismo me he preguntado muchas veces —observó Judas— por qué estaba el trono de David asolado, y quizás sea esa desolación que nos abate a todos lo me haya hecho venir hasta aquí buscando al Mesías que las Escrituras prometen. He oído que el Bautista advierte contra el vicio, la iniquidad y el libertinaje de Roma.
—Y censura públicamente a los malvados como Herodes Antipas y a los demás gobernadores de estas regiones —señaló Abner—. El día menos pensado lo arrestarán. Pero critica igualmente nuestra forma servil de ritualismo y parece que los dirigentes judíos también se ven amenazados por él. Juan cree que el fin de la era está próximo y que él es el último de los profetas.
Judas se asombró. Jamás había considerado que los ritos de su comunidad fueran serviles. De todas formas, pensando que aquel hombre podía ser el mismo Mesías, aunque Abner lo negara, decidió quedarse allí algún tiempo más.
En realidad, no le sorprendía que aquel extraño predicador creara tal intensa agitación en toda Palestina. Juan procedía de pastores como Amós. Su forma de vestir recordaba al antiguo Elías y clamaba con fuerza sus amonestaciones en el espíritu y el poder de este profeta.
Poco a poco, Judas, de por sí receloso, se fue sintiendo más relajado, más cercano a aquella comunidad. La larga charla con Abner le había dado a conocer una realidad diferente a la suya, acomodada pero anodina. Quizás venía buscando aquello.
Después de los últimos bautizos, cayendo ya la tarde, Abner le presentó a los hermanos Andrés y Simón, que nunca se apartaban del profeta. Lo saludaron afablemente como hacían con todos los seguidores.
—¿Cuánto tiempo vas a estar aquí con nosotros, Judas? —le preguntó Simón enseguida—. Quédate lo que puedas. El Bautista es una persona muy especial.
Judas vio en Simón a alguien impulsivo, no carente del optimismo que a él tanto le faltaba.
—La verdad es que pensaba irme mañana por la mañana, pero me quedaré dos días más. Tengo que regresar a Jericó.
—Esta noche volverá a llover. Puedes dormir en nuestra tienda; es bastante amplia —le ofreció Andrés amablemente.
—No quiero molestaros. Tengo víveres y una buena manta —les respondió.
A diferencia de su hermano Simón, Judas percibió que Andrés era más tranquilo y con capacidad de mando.
—Con la lluvia, de poco te va a servir la manta. Tenemos espacio suficiente, Judas. No nos molestarás —insistió Simón—. Conocerás también a Felipe, que es oriundo de Betsaida como nosotros, y a su amigo Natanael de Caná. Llegan esta noche. Todos somos de Galilea.
—Está bien. Me quedaré con vosotros —contestó Judas, extrañado de no estar rehuyendo de la gente en aquella ocasión.
—Sí, es lo mejor —dijo Abner—. Yo duermo en la misma tienda que Juan el Bautista con tres discípulos[iv] más.
Se alegró de haberse quedado. Junto a la hoguera, conversó con otros seguidores. Había otras encendidas por todo el campamento. Era noche cerrada. Se oían charlas distendidas y había por todos lados un agradable olor a pescado asado. Judas cenó con ellos. Simón le sirvió un cuenco con agua que él mismo había recogido del río. Le resultó extraña aquella comunidad en la que todo se compartía con todos. Ser hijo único no le había brindado muchas oportunidades de compartir.
Mientras comía se dio cuenta del brillo especial de los ojos de quienes lo acompañaban. Parecían reflejar no solo el caprichoso resplandor de las llamas, sino un intenso deseo de saber más del reino que Juan anunciaba. Ojalá pudiera él llegar a aquel estado mental. Sentía, de momento, un exacerbado sentimiento religioso para luego hundirse en la decepción y la crítica. Le hubiera gustado conocer al Bautista aquella misma noche, pero estaba conversando con otro grupo de discípulos.
Ya en la tienda, charló hasta más allá de la media noche con los dos hermanos, y con Felipe y Natanael, que llegaron poco antes de irse a dormir. Supo que Simón estaba casado y que vivía con sus tres hijos, con su suegra y con Andrés, su hermano mayor que permanecía soltero. Ambos eran pescadores.
A su vez, Felipe acababa de casarse y aún no tenía hijos. A Judas, le resultó demasiado curioso y superficial, ya que no dejaba de hacer preguntas, muchas sin sentido o poco oportunas. Nada más llegar le había preguntado a Andrés muy interesado:
—¿Quién ha construido esta tienda? Os habrá llevado mucho tiempo.
—Nosotros dos —había contestado Andrés, mirándolo de una manera comprensiva.
Natanael era el más joven de todos. Tenía solo 24 años, dos años menos que su amigo Felipe. En la conversación observó que gozaba de tan buena educación como él, y le pareció un hombre honesto, quizás demasiado franco, y no falto de humor. Cuando lo conoció, enseguida le dijo sonriendo:
—¿Qué hace alguien de Judea entre tantos galileos? Seguro que nos odias. Bueno, yo también estoy muy orgulloso de ser de Caná.
En el fondo tenía razón: no le gustaban los galileos. Pero no podía ser demasiado directo en su respuesta y se limitó a mirarlo como quién no había oído la pregunta. Judas era experto en malinterpretar las palabras y los actos de las personas con las que se relacionaba. Era muy poco sociable, sin embargo, curiosamente, ni la ironía de Natanael ni la mirada indiscreta de Felipe le habían molestado. Los había encontrado sinceros. Se acostó, ya tarde, preocupado por la reacción que tendría su padre al echarlo de menos, pero con una sensación buena por lo vivido aquel día.
A la mañana siguiente, se despertó muy temprano. Se sentía tranquilo, con una paz mental que a él mismo le sorprendió. Después de desayunar, fue testigo, junto con Felipe y Natanael, de un altercado del Bautista con una delegación enviada por sacerdotes y levitas.
—Queremos saber si eres el Mesías y con qué autoridad predicas —interrogaron a Juan de forma despótica.
Simón quiso intervenir por el tono irrespetuoso de estos enviados, pero el Bautista, conociendo su impetuosidad, lo contuvo y, dirigiéndose a aquella delegación, dijo:
—Id y decid a quienes os mandan, que habéis oído la voz del que clama en el desierto tal como manifestó el profeta, diciendo: Preparad un camino al Señor, enderezad las sendas para nuestro Dios. Todo valle se rellenará, y se bajará todo monte y collado; los caminos torcidos serán enderezados mientras que los caminos ásperos se convertirán en un valle allanado; y verá toda carne la salvación de Dios
.
Estos emisarios se fueron sin saber qué contestar. A Judas le impactó aquella respuesta. Aquel hombre era en verdad singular y valiente.
Ese mismo día, Abner lo presentó a Juan. Era más alto que él. Tenía una mirada clara y serena, algo que le sorprendió después de haberlo oído predicar con tanto brío.
—Bienvenido, Judas —le dijo mirándolo fijamente, como si ya lo conociera.
Enseguida lo invitó a bautizarse:
—Si un día quieres, te espero en el Jordán.
—Muy bien —respondió sin querer comprometerse.
Judas se dijo entonces que no era ni gentil ni esenio para ser bautizado.
Cuando arreció la lluvia, se protegieron bajo un enorme eucalipto cuyas largas ramas sobresalían por encima del río. Estuvieron un gran rato charlando amigablemente del reino que anunciaba el Bautista. Allí, Judas pudo comprobar el gran compañerismo que reinaba entre todos. En lo que restaba del día, estuvo con Felipe y Natanael escuchando las predicaciones del Bautista y observando los bautizos.
Por la noche, siempre a la agradable luz de la hoguera, los tres asistieron a las charlas que Juan daba a sus discípulos, unos treinta, entre los que se encontraban Abner y los hermanos Andrés y Simón. Ellos tres no pertenecían a aquel grupo de creyentes, pero al Bautista no le importaba que otras personas acudieran. Con sus palabras, los instruía en los detalles de una nueva vida y se esforzaba por contestar a sus numerosas preguntas. En esa ocasión, les dijo:
—Decid a los maestros que tienen que educar en espíritu al igual que en la letra de la ley; a los ricos que den de comer a los pobres; a los cobradores de impuestos decidles que no exijan más de lo ordenado; a los soldados que no extorsionen a nadie, ni calumnien, que se contenten con su salario. E id diciendo estas palabras: Estad preparados para el fin de la era, el reino de los cielos se ha acercado
.
Le gustaba la fuerza que Juan transmitía. No podía erradicar de su mente que no fuera el Libertador del pueblo judío.
—Este hombre, que ha llegado del desierto de Judea, es un verdadero profeta —comentó Natanael.
—Cierto —afirmó Judas—. Y es heroico, aunque creo que muy poco prudente.
Durante toda la mañana del día siguiente, miércoles, continuaron oyendo las prédicas. Por la tarde, vio a un grupo de saduceos y fariseos que se acercaron a Juan. Lo acompañaba Andrés para ayudarlo con las inmersiones, pero antes de iniciar el bautismo, oyeron que les dijo alterado:
—¿Quién os enseñó a huir como víboras ante el fuego de la ira venidera? Yo os bautizaré, pero os aviso que debéis traer frutos meritorios de arrepentimiento sincero, si queréis recibir la remisión de vuestros pecados. No me digáis que Abraham es vuestro padre. Os declaro que Dios puede levantar hijos dignos a Abraham aun de las doce piedras
. Además, el hacha ya está puesta a la raíz de los árboles; por tanto, todo árbol que no da buen fruto es cortado y echado al fuego.
—Aunque me duela reconocerlo —observó Judas—, ya que mis padres son saduceos, tanto unos como otros han dado la espalda a la religión. A mi padre solo le importa ocupar cargos políticos, sacar provecho de las ventas del templo y disfrutar de sus privilegios.
—Y hasta los sumos sacerdotes, la llamada aristocracia judía, son saduceos. También conozco sus enfrentamientos con los fariseos. Ambos están vacíos de Dios —comentó Natanael.
Natanael se alegró al comprender que Judas pensaba como él. Era consciente de que, por influencias de sus padres, tendría ideas preconcebidas sobre la rígida tradición judía. Pero ¿quién no las tenía? Seguro que había venido a ver a Juan el Bautista buscando un soplo de aire fresco.
—Natanael, Felipe, mañana muy temprano me marcho. Mis padres estarán preguntándose dónde estoy. No sé qué va a pasar. He venido sin su permiso.
—Bien. Nosotros nos marcharemos el domingo —dijo Felipe—. Mi esposa me espera.
—Y a mí unos padres ancianos y enfermos —reconoció Natanael—. Soy su único sostén.
Más tarde, Judas conversó con ellos y con los demás seguidores hasta altas horas de la noche. Antes de retirarse a la tienda, se despidió de todos, dándoles las gracias por su buena acogida. Partiría muy temprano.
Y, al amanecer del jueves, salió de la tienda de Andrés y Simón. El aire húmedo del Jordán lo atrapó y sintió frío. Se abrigó bien con su manto, y subió la cuesta del valle. El camino lo llevó a través de unos grandes matorrales y de un pequeño bosque de olivos. El barro se fue adhiriendo a los bajos de la túnica, pero apenas se dio cuenta. Iba pensativo, preocupado. El día se adivinaba tormentoso. La estación de lluvias no iba a dar tregua.
II. REGRESO AL CAMPAMENTO DEL BAUTISTA
Al día siguiente, viernes, justo antes del atardecer, Natanael vio una figura conocida que bajaba hasta el valle del Jordán y enseguida supuso que se trataba de Judas. Venía con un gran fardo en la mano. Las nubes solo dejaban pasar unos tenues rayos rojizos que auguraban la temprana llegada de la noche. Sin pensarlo, Natanael se dirigió a su encuentro. No le dijo nada a Felipe, que se encontraba absorto escuchando la última predicación del día.
—Pero ¿qué haces aquí tan pronto, Judas? —le dijo al acercarse—. No pensaba verte antes de volver a Galilea. Has venido justo antes de empezar el sabbat.
—Mis padres me han repudiado —dijo de repente.
—Pero ¿qué ha pasado? —le preguntó Natanael.
—Todo sucedió muy rápido —explicó Judas indignado—. Cuando llegué uno de nuestros sirvientes me dijo que mis padres me esperaban en el salón contiguo al patio, el que solían emplear para las recepciones formales. Al entrar, no me dieron un abrazo, como era nuestra costumbre. Los vi muy distantes. Lo atribuí a lo que consideraban una falta de respeto por haberme ido de Jericó dejando las empresas de la familia desatendidas sin avisarles.
—Pero ¿no sabían que venías? —inquirió Natanael extrañado—. Deberías haberles dicho algo.
—No lo hice porque mi padre me lo había prohibido expresamente. Ya conocía mi forma de ser, según él, veleidosa y compulsiva en los asuntos religiosos. Les mentí y les dije que iba a Jerusalén, pero ya sabían que había venido hasta aquí. Y me dijo furioso: Nunca tendrías que haber ido a ver a ese hombre; con sus ataques, no hará sino agravar la relación de nuestro pueblo con los romanos. Tampoco respeta nuestras tradiciones ni la ley de los mayores. Nos llama ‘víboras’
.
—Juan solo dijo la verdad —afirmó Natanael.
—Estaba claro que alguien de Jericó me vio aquí y se lo contó todo. ¡Ojalá supiese quién ha sido! —exclamó muy molesto.
—Eso no es motivo para que te repudien. Tú no tienes culpa de lo que el Bautista diga o haga. Tenías curiosidad por oírle, como todos nosotros.
—Cierto —continuó Judas—, pero el problema vino cuando mi madre me dijo que siempre me lo habían dado todo y que muy pocas satisfacciones habían recibido de mí. Me llamó consentido y despegado.
—Siento que riñeras así con tus padres —se lamentó Natanael.
—Lo peor llegó —añadió Judas— cuando les grité, enfurecido, que me volvía al campamento del Bautista, y mi padre me respondió aún más airado: Si te vas, no vuelvas
. Y, aquí me ves —afirmó más tranquilo, como si se hubiese quitado un peso de encima al relatar lo sucedido. A instancia de mi madre, pasé la noche allí y luego me vine al asentamiento,
—¿Te merece la pena haberlo dejado todo para estar aquí, Judas?
—Al decir verdad, no lo sé —contestó—. Y ya es tarde para lamentos.
En aquel instante, Felipe ya se había unido a ellos y había oído sus últimas palabras.
—Pero, entonces, ¿has venido sin nada? —preguntó Felipe, importunando a Natanael por su falta de tacto.
Pero Felipe era así. Le encantaba preguntar y preguntar, muchas veces de forma irreflexiva y trivial.
—Bueno, en este fardo traigo lo poco que pude recoger: alguna ropa y pieles para protegerme del invierno. Antes de salir, mi madre me dio comida y algo de dinero a espaldas de mi padre.
—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó de nuevo Felipe.
Natanael comprendía que Judas había tenido una vida excesivamente fácil y que le costaría adaptarse a aquellas nuevas circunstancias. También vislumbró que tenía una personalidad compleja y desabrida. Aunque, en el fondo, el hecho de estar allí en aquellas circunstancias lo compensaba por los defectos de carácter que pudiera tener.
—Me quedaré con el Bautista todo el tiempo que sea. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Creo que es un hombre santo. Cuando estemos más cerca del norte, buscaré trabajo. Habrá alguna empresa que quiera que le lleve las cuentas. Tengo bastante experiencia —afirmó, seguro de sí mismo.
—Por supuesto que sí. Alrededor del mar de Galilea hay muchos talleres de construcción de barcos y de desalados. Mañana, nosotros volvemos a casa. Si nos necesitas búscanos en Caná o Betsaida. Haremos todo lo que podamos por ayudarte. También queremos volver para a oír al Bautista —dijo Natanael, viéndolo algo ausente.
Felipe había conocido a Natanael en Caná, de donde era su esposa y, aunque de muy distintos caracteres, habían entablado una buena amistad. Les unía el fervor por una religión menos vacía.
—Pero démonos prisa que el Bautista tiene que estar terminando su última predicación —animó Natanael.
El sol se ocultaba rápidamente sobre el mar Grande.
Los tres se acercaron adonde estaba Juan que acababa su predicación con un relato alegórico, y se pusieron al lado de Abner. El Bautista decía:
—Había un hombre rico llamado Dives, que se vestía de púrpura y de lino fino, y que cada día vivía con júbilo y de forma esplendorosa. Y había también un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a la puerta del rico, lleno de llagas y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico; y aun los perros venían y le lamían las llagas. Aconteció que murió el mendigo y fue llevado por los ángeles para descansar en el seno de Abraham. Y, entonces, al poco tiempo, murió también el rico y fue enterrado con gran pompa y esplendor real. Al partir de este mundo alzó sus ojos en el Hades, estando en tormentos, y vio de lejos a Abraham y a Lázaro en su seno. Y, entonces, Dives gritó: ‘Padre Abraham, ten misericordia de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y refresque mi lengua, porque siento una gran angustia por mi castigo’
.
Luego, hizo una pausa para que los asistentes fueran asimilando sus palabras, que Abner aprovechó para comentar a sus acompañantes en voz baja:
—Juan está contando una antigua parábola de la hermandad nazarea sobre el rico y el mendigo.
—Y Abraham replicó —continuó el Bautista—: ‘Hijo mío, acuérdate de que recibiste bienes en tu vida, y Lázaro sufrió males. Pero ahora todo eso ha cambiado, pues Lázaro es consolado aquí y tú atormentado’
.
Cuando terminó, Juan preguntó, alzando la voz:
—¿Qué enseñanzas podemos sacar de este relato?
Natanael respondió con seguridad:
—Dios castiga a los que codician las riquezas y hace que los pobres disfruten de las que brinda eternamente el Paraíso.
—Muy bien, Natanael —lo felicitó el Bautista.
A Natanael le gustaba disertar, a su manera, sobre todo tipo de materia. Era filósofo y soñador, aunque de mente práctica.
—¿Dónde está ese Hades en el que se sufre eternamente, Juan? —preguntó Felipe.
—Realmente no lo sabemos —respondió el Bautista—. Que cada cual recapacite sobre el significado de esta historia. Hablaremos, otro día, de la codicia. Se nos ha echado encima la noche.
Juan se retiró a su tienda. Luego cenarían todos juntos al calor de la hoguera. El frío parecía estar acechando entre los matojos del río. Muchos de los asistentes volvieron a sus hogares en Adam, antes de que se les hiciera demasiado de noche. Otros pernoctarían en sus propias tiendas. Los que decidieron marchar prendieron sus antorchas para iluminar el camino de regreso. Algunas estaban hechas de madera resinosa, mientras que otras eran, meramente, un manojo de ramas embebido en aceite o grasa.
—Creo que mi padre es como ese tal Abraham, Natanael —observó Judas alterado—. Solo quiere atesorar y atesorar.
Judas estaba exhausto y se sentía defraudado, pero no quería que nadie lo notara. Le daba vergüenza haber sido repudiado como si fuera un perro. Se arrepentía de haber hablado de sus problemas personales con quienes acababa de conocer. No consideraba a nadie merecedor de su confianza. Se preguntó una y otra vez si valía la pena haber dado aquel paso. De una vida acaudalada había pasado a ser un paria religioso.
—Él y otros muchos han hecho un dios de las riquezas —añadió Natanael, interrumpiendo sus pensamientos.
—Abner, ¿con qué edad se hizo Juan nazareo? —preguntó Felipe.
—Ya es tarde, Felipe —apremió Natanael, conociendo la curiosidad innata de su amigo.
—No importa, Natanael —dijo Abner—. Fue a los catorce años. Al no poder graduarse en la sinagoga de su ciudad por no tener escuela, sus padres, Zacarías y Elisabet, lo decidieron así. Lo llevaron a En-Gadi, donde tomó los votos de por vida.
—¿A qué le obligan en esa orden? —siguió Felipe, sin importarle las miradas de Natanael.
—Tenía que abstenerse de bebidas embriagantes, dejarse crecer el pelo y evitar el contacto con los muertos —explicó—. Esto último frustró bastante a Juan porque no pudo hacer los preparativos para el entierro de su madre que murió de repente. A su regreso a En-gadi, después de los funerales, entregó sus rebaños a la hermandad y, durante una temporada, se separó del resto del mundo para ayunar y orar.
—Pero ¿ya no volvió más? —insistió Felipe.
—Sí, y vivió con nosotros durante dos años y medio, y nos convenció a la mayoría de que el fin de la era había llegado y de que el reino de los cielos estaba a punto de aparecer.
A Abner no le importaba contar aquellas cosas de Juan, porque él mismo las relataba cuando predicaba y enseñaba.
—Pero, bueno, ya está bien por hoy —añadió, despidiendo al pequeño grupo que se había agolpado a su alrededor—. Al amanecer seguiremos.
Judas, Felipe y Natanael se dirigieron a la tienda de Andrés y de Simón, que se habían acercado a una hoguera para quitarse el frío. Andrés se dio cuenta de que a Judas le pasaba algo. Era un buen observador y sabía juzgar bien a las personas. Aquel hombre de Jericó tenía una forma de mirar esquiva que le causaba desconfianza, pero trató de erradicar aquella idea de su mente. Simón avivó la fogata con unas ramas y, ante aquella temblorosa luz, cenaron y conversaron un buen rato. A Judas le sorprendió que, siendo hermanos con temperamentos tan diferentes, se llevaran tan bien.
Se metieron en la tienda en cuanto rompió a llover. Ya no se veía el río, pero se oía el estrépito de la lluvia al chocar contra las aguas. En el tormentoso aire, aún flotaba la reticencia de Andrés por albergar a Judas en su corazón. Aquello le dolía.
Al día siguiente, y hasta el domingo al mediodía, Judas siguió en compañía de Felipe y Natanael. Lo habían acogido en aquellos momentos difíciles y, aunque no era un hombre amigable, sintió pena al verlos marchar. Los despidió con un efusivo apretón de manos, más vigoroso que lo que era habitual en él.
El lunes por la mañana, Judas habló con Abner y se bautizó. Nunca pensó que las palabras que Juan repetía y que tantas veces había escuchado, lo conmovieran de esa manera:
—Arrepiéntete, que el reino de Dios se ha acercado.
Esta vez iban dirigidas a él y las sintió como suyas, aunque no fue capaz de exteriorizar sus sentimientos. Desde entonces, quiso ser parte del círculo más cercano del Bautista. Conociendo su sacrificio, Juan se lo agradeció y lo convirtió en uno de sus discípulos.
Un día, poco antes de partir en dirección a Pella, Judas, que ya disfrutaba de más confianza con Abner, le preguntó:
—¿Qué piensa Juan de ese reino venidero? ¿Será Jesús de Nazaret el Libertador de nuestro pueblo?
—Creo, que como todos nosotros, y a pesar de la convicción con la que predica —le dijo con franqueza—, el Bautista tiene ideas encontradas en cuanto a la naturaleza de ese reino, pero no tiene ninguna duda de que Jesús, será su soberano.
—Ha de ser un reino de poder y gloria—dijo Judas.
—Cierto —respondió Abner—, pero, aunque Juan está seguro de que su primo es el Libertador, se debate en la duda de si la restauración de David será material, como tú dices, o si instaurará un reino de orden espiritual. No obstante, a veces, me da la impresión de que tiene las mismas dudas que todos nosotros. Son generaciones en espera de ese Mesías.
—Y lo peor, como me contaste, es que no puede consultar con él —comentó Judas incisivo—. Pero estoy seguro de que si ese Jesús es en realidad el Mesías, se sentará en el trono de David e instaurará su reino en Jerusalén.
Antes de salir de Adam y dirigirse al norte por el Jordán, Judas había oído hablar a Abner y a Andrés en estos términos:
—Andrés, no sé si has observado que Juan menciona cada vez más el nombre de su primo y se refiere a él como el que viene en pos de mí
.
—Sí, todos lo hemos notado y está creando una gran tensión en el grupo.
—Se piensa que, en cuanto el Libertador llegue, el grupo se disgregará y muchos se irán con Jesús —apuntó Abner.
—Está claro que todo crea inquietud, pero a quien conocemos y amamos es a Juan —afirmó Andrés.
Aquello sobresaltó a Judas porque le generaba nuevas dudas y preguntas. Posiblemente, Juan se uniría a Jesús, pero ¿qué pasaría entonces?
Ese mismo día, al anochecer, estando todos reunidos, Judas se dirigió al Bautista y le preguntó:
—¿Eres o no eres el Mesías, Juan?
Todos miraron sorprendidos a aquel nuevo discípulo. Aunque muchos se hacían la misma pregunta, nadie se había atrevido a formularla de forma tan directa. Hubo un momento de silencio.
Por el tono inoportuno de Judas, Andrés se convenció de que había oscuridad y tensiones internas en el corazón de aquel hombre. Abner, a su vez, se arrepintió de haberle confiado tantas cosas sin conocerlo. Le dio la impresión de que tenía un deficiente sentido de las lealtades.
Mirándolo a los ojos, el Bautista se limitó a decir humildemente:
—Ya lo he dicho: viene en pos de mí el que es más poderoso que yo, de quien no soy digno de inclinarme y desatar la correa de su calzado. En su mano lleva la pala y va a limpiar cuidadosamente su era; recogerá su trigo en su granero, pero la paja la quemará con el fuego del juicio.
El ambiente quedó impregnado de una atmósfera tensa, pero el grupo, finalmente, pareció dar por sentado que Juan no era el Mesías.
—¿Qué será de nosotros cuando venga? —quiso saber Pedro.
—Simplemente, dejaros guiar por él —aconsejó.
Juan comprendía cómo se sentían, pero él nunca había afirmado que era el Mesías que habría de venir. Tampoco podría prever cuál sería el destino de sus discípulos.
Cuando llegaron a Amatus, adonde se quedaron muy poco tiempo, sus enseñanzas ofrecían consuelo a quienes las oían. Ya no se trataba de su críptico mensaje: Arrepentíos y sed bautizados
. Cada vez llegaban más multitudes de Galilea y de la Decápolis y, día tras día, más y más personas se convertían en creyentes. Otra noche, en sus habituales charlas, Juan sorprendió a todos anunciándoles:
—Hermanos: está llegando la hora en la que Jesús hará declaración pública de lo que es, y yo haré lo que él me diga. Me gustaría, ahora, que me dijerais quién es para vosotros el Mesías.
El Bautista sabía que los judíos tendían a pensar que la historia nacional comenzaba con Abraham y culminaba con el Mesías. Sin embargo, las distintas escuelas rabínicas enseñaban algunas cosas, a menudo dispares, sobre el Mesías.
—El Mesías es el siervo del Señor, el Hijo del Hombre y el Ungido —respondió uno de los discípulos.
—La simiente de Abraham, el hijo de David, el Hijo de Dios —comentó Simón.
—Creo que será un israelita que haya alcanzado la perfección como persona y como siervo de Dios, y que tendrá el papel de profeta, sacerdote y rey —contestó otro.
—Del mismo modo que Moisés ha liberado a nuestros ancestros de la esclavitud egipcia realizando portentos —explicó Judas—, el Mesías nos liberará de la dominación romana, mediante milagros y prodigios mucho mayores. Restablecerá la gloria nacional judía y el trono de David. No me importaría ocupar algún puesto relevante en ese reino venidero.
Juan se dio cuenta de que Judas acababa de confesar su verdadero y quizás único interés. Tal vez, no era la persona bien intencionada que había llegado a Adam.
Andrés y Simón se miraron sorprendidos por el afán materialista de aquel nuevo discípulo. Simón, muy dado a expresar sus fuertes sentimientos, iba a decir algo, pero su hermano lo contuvo. Quizás Judas necesite antes un cambio interior
, le susurró en voz baja. Y es posible que todos andemos buscando lo mismo
, añadió.
—Muchos creemos que seguimos padeciendo el poder romano debido a nuestros pecados nacionales y por la impasibilidad de los gentiles prosélitos de hacer algo —explicó apasionadamente Abner, como si no hubiera oído las palabras de Judas—. Siempre hemos hablado mucho del arrepentimiento y de ahí el atractivo poderoso y apremiante de tu predicación, Juan: Arrepentíos y sed bautizados porque el reino de los cielos se ha acercado
. Y ese reino de los cielos no tiene otro significado que la venida del Mesías.
—Pero, entonces, ¿se convertirá en un líder militar y en un rey davídico? ¿Aniquilará a los ejércitos romanos como lo hizo Josué con los cananeos? ¿O será un soberano espiritual? —preguntó otro discípulo.
—¿Tú qué piensas, Juan? —preguntó de nuevo Judas, tratando de aparentar naturalidad.
—No estoy seguro —respondió el Bautista—. Me inclino a pensar que Jesús ha venido a instituir el reino de los cielos y no un reino material, pero no sé qué conllevará tal soberanía. Pero no creo que debamos aspirar a cargos importantes. Nuestra recompensa no estará aquí.
La gente acogía el anuncio de Juan sobre la llegada del reino de manera diferente, pero todos se sentían fascinados por las proclamas de este predicador, sincero, entusiasta y tosco, pero defensor de la rectitud y del arrepentimiento que, con tanta solemnidad, exhortaba a sus oyentes a huir de la ira venidera
.
La charla duró un buen rato. Pareció no importarles el frío. Después se metieron en sus tiendas. Judas, que no podía dormir, se quedó fuera y se acurrucó en su manto como intentando escapar de sí mismo. Su mente era un torbellino. Aspiró el olor de la fogata a punto de extinguirse; a veces alguna rama pequeña se encendía de repente, pero volvía a apagarse de la misma manera. Recordó una a una las últimas palabras de Juan y de sus compañeros. Juan no era el verdadero Mesías, como ya le había dicho Abner el primer día, y pensó que quizás no merecía la pena quedarse. Pero, al mismo tiempo, adoraba la franqueza y la fuerza de aquel hombre, que le estaba enseñando nuevos valores y decidió seguirlo unos días más.
A la mañana siguiente, muy temprano, partieron para el norte. Los discípulos no comprendían la repentina prisa de Juan por llegar a Perea. Excepto, Abner, nadie sabía que Jesús de Nazaret estaba trabajando en Cafarnaúm, en la factoría de embarcaciones de Zebedeo. El Bautista tenía el presentimiento de que, muy pronto, se encontrarían.
Antes de salir, le dijo a Abner sin que nadie lo oyera:
—Llegó la hora, querido amigo. Pero ¿qué será de mí y de vosotros? ¿Habrá terminado mi misión?
III. EN PELLA. LOS HERMANOS ZEBEDEO
Judas no lograba comprender las ansias del Bautista por llegar al paso del Jordán en Pella, pero, a finales de diciembre, ya se encontraban allí. Acamparon cerca de un manantial que les proveería de agua fresca. Era mejor que el agua del río.
Comprobó que, tras nueve meses de comenzar su predicación, la fama de Juan se había extendido no solo por ciudades y aldeas de los alrededores, sino por toda Palestina. Se alegraba. Casi se le había olvidado aquel asunto del primo del Bautista. Su cariño y respeto hacia Juan se habían acrecentado. Nadie podía atraer de aquel modo a las multitudes, a no ser que fuera alguien muy especial. Juan era más que un predicador.
El discípulo de Judea tenía razón. El corazón herido de quienes por tanto tiempo se habían creído el pueblo elegido
y habían tenido que sufrir el destierro de Babilonia, la destrucción de Jerusalén o la subyugación romana se sentía aliviado ante este perdón al que el Bautista incitaba.
Durante la mañana, Juan le pidió a Judas que le ayudara con las inmersiones. Hubo dos días sin lluvia y el tenue sol hacía que los matorrales brillasen con un verde más intenso. Le gustaba estar cerca de aquel hombre que le transmitía sensaciones nunca sentidas y le agradaba sentirse necesitado y útil. Luego estuvo presente en el encuentro del Bautista con dos entusiastas jóvenes, que se habían presentado para que los bautizara. Ambos eran físicamente muy parecidos: constitución media y extremidades largas y delgadas. Tenían los ojos claros. El que parecía más joven, no llevaba barba y tenía el pelo bastante corto.
A Judas le extrañó la actitud de sorpresa del Bautista cuando les preguntó sus nombres.
—Somos Santiago y Juan, pescadores, hijos de Zebedeo de Cafarnaúm —respondió uno de ellos.
—¿Zebedeo de Cafarnaúm, el fabricante de embarcaciones con el que trabaja Jesús?
—El mismo —respondió Santiago con satisfacción y con deseos de seguir hablándole más de Jesús, a pesar de estar a punto de ser bautizado.
Aquel día, Santiago se mostraba muy hablador. Juan Zebedeo, sin embargo, se mantenía callado.
—Estoy deseando conversar con vosotros. Esperad
