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José Caballero, que ya es conocido por los seguidores de nuestros libros (recuerden Euryale y Los últimos días de Vlad el Empalador), se centra ahora, tomando como protagonista a su padre, un gran pintor desaparecido durante la época de la pandemia del Covid-19, en el siempre resbaladizo terreno de la vida después de la muerte.
Cuando poco después del fallecimiento de su padre, el director del tanatorio le hace entrega de un pen drive con la memoria de aquel, dará comienzo para el autor y para toda su familia una serie de aventuras en la que se mezclarán todo tipo de situaciones, desde las más jocosas hasta profundas reflexiones sobre la vida y la muerte.
Caballero nos lleva otra vez de viaje, pero en esta ocasión lo hace de la mano de su padre. Ante la posibilidad que la ciencia le brinda de poder reencontrarle en un más allá tecnológico, en un lugar virtual que nos va sorprendiendo y cautivando a lo largo de todo el relato, no duda en asumir ciertos riesgos de consecuencias imprevistas para disfrutar un poco más de la compañía de su padre.
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Hoy es mañana - José Caballero
CAPÍTULO UNO - EL TANATORIO – 27 y 28 de Mayo
El día tan temido había llegado. El cuerpo de papá yacía en la sala Huelva del tanatorio de Jerez de la Frontera. Antes las salas estaban numeradas, pero desde hace algún tiempo ostentan los nombres de las provincias andaluzas. Numerosos amigos y familiares se concentraban alrededor de la puerta de entrada para darnos sus condolencias y muestras de apoyo, aunque desde que se conocía la eficacia del sistema de los pen drives todo este ceremonial había cambiado un poco. En principio el pésame se daba en la forma tradicional, pues solo los más allegados sabían si la familia había optado por la nueva tecnología o si se trataría de una muerte definitiva. Por otra parte, el sistema era muy novedoso, apenas dos años desde que se empezó a probar en un laboratorio farmacéutico de Texas. En el sur de España todavía había mucha gente reticente o incluso ignorante de la existencia de los famosos pen drives, y reconozco que tampoco estaba al alcance de todo el mundo. No obstante, el principal motivo para rechazar el nuevo procedimiento había que buscarlo en las creencias religiosas y en el miedo a lo desconocido. Se trata de una decisión muy personal y voluntaria. Creo que la implantación en aquellos momentos no debía de ser mayor de un quince por ciento.
Mi padre había sido un pintor muy conocido en nuestra ciudad, aunque debo reconocer que entre las nuevas generaciones interesadas en las bellas artes eran muy pocos los que habían oído hablar de él. Siempre supo despertar la simpatía y el cariño de los demás, por lo que no me sorprendía ver la cantidad de gente que había venido.
Cualquiera que haya pasado alguna vez por el trance de tener que encargarse de las gestiones administrativas en esos fríos establecimientos en medio de toda la tristeza por la pérdida de un ser querido comprenderá perfectamente mi aturdimiento cuando una vez más, un empleado con su preceptivo uniforme azul marino, requería mi presencia en las oficinas para tomar alguna nueva decisión sobre flores, maquillaje, esquelas o alguna otra cosa por el estilo.
No hacía ni diez minutos que había estado allí sentado acompañado por mi amigo Juanma resolviendo algo sobre la esquela y requiriendo la apertura del féretro, según deseo de mi madre. En estas ocasiones siempre hay un amigo que se da cuenta de tu aturdimiento y, cogiéndote del brazo, te acompaña a las oficinas. Mi amigo Juanma es un experto en estas lides; hace algunos años tuvo que afrontar en un espacio muy corto de tiempo la muerte de su hermano, de su hermana y de su padre. Desgraciadamente por entonces no habían empezado con los pen drives.
Hice un gesto significativo a mi hermana, que sollozaba en silencio junto a mi madre y mi sobrina Emma, y seguí obediente, esta vez en solitario, al siempre respetuoso empleado hasta la puerta del despacho principal del tanatorio. Dentro me esperaban dos personas, el director, don Juan López, y un representante de la compañía de seguros en la que mis padres siempre habían tenido su póliza de deceso y que, estrechando mi mano más fuertemente de lo que a mi artrosis habría convenido, se presentó como Manuel Ramírez.
- Siéntese, señor Caballero, se lo ruego – me indicó don Juan señalándome una silla de la pequeña mesa de reuniones de su despacho -. El señor Ramírez tiene que tratar con usted todo lo referente al pen drive.
- ¡Ah, sí! El pen drive – dije con tristeza dejándome caer en la silla -. ¿Funcionará? He oído que muchos no funcionan.
- No puedo negárselo, si bien el porcentaje de dispositivos fallidos se ha reducido en los últimos meses a menos de uno entre cien mil, pero ya sabe cómo son estas cosas…, la prensa amarilla, la prensa rosa, los fanáticos conservadores… – explicó Ramírez.
- Y los ataques de casi todas las religiones del planeta – concluí.
- Bueno, parece que el Papa Francisco se muestra favorable a una compatibilización entre el nuevo invento y la religión – intervino el director -. ¡En realidad no sé dónde ven la contradicción!
Pasados unos minutos en los que estuvimos examinando detalles sobre la póliza de deceso de mi padre, el señor Ramírez me indicó una casilla marcada con una X muy grande.
- Observe aquí, José, ¿ve esta X marcada tan claramente? Debo decirle que solo un porcentaje muy pequeño de las pólizas que se actualizaron en aquellos años incluía esta opción, pues por entonces se encontraba todo en una fase muy experimental – me decía sonriente aquel hombre con su dedo en la X detrás de la frase Continuación vital virtual
-. Todo ha salido bien, todo es correcto, como representante de su familia voy a hacerle entrega a usted del dispositivo con la memoria de su padre, o más correctamente, con su padre.
Aunque nada de lo que me había dicho me había cogido por sorpresa, no pude evitar sentirme perplejo cuando el sonriente individuo extrajo de una especie de trolley un pequeño maletín muy elegante del que a su vez extrajo un estuche bastante sólido, de aproximadamente el doble de tamaño del que te entregan si te compras un Rolex de los caros, que depositó con sumo cuidado y ceremonia sobre la mesa. Hecho esto me hizo un gesto con la mirada para que lo abriera. Cuando lo hice me encontré ante un pen drive negro con un diseño muy sofisticado que reposaba anclado sobre una almohadilla también de color negro.
Creía que estaba preparado para aquello pero no era así. Mientras observaba el estuche, dos lagrimones me resbalaron por ambas mejillas mientras comenzaba a experimentar problemas para respirar.
- ¿Se encuentra mal, José? Puedo avisar a alguien si lo desea – ofreció solícito el director.
- No, no se preocupe, es que soy asmático, se lo agradezco – contesté extrayendo el inhalador del bolsillo interior de mi chaqueta y realizando una profunda inspiración -. ¿Qué tamaño tiene el pen drive?
- Un petabyte – contestó orgulloso el representante de la compañía de seguros.
- ¿Y cuánto es un petabyte?
- Mil terabytes – repuso aún más orgulloso.
- Asombroso. No sabía que los hubiera tan grandes... ¿Y si se nos pierde o le pasa algo? Un incendio, un robo… ¡Qué sé yo! – pregunté angustiado.
- Pierda cuidado, la Compañía guarda una copia de seguridad siempre a su disposición por si acaso – contestó el señor Ramírez poniendo afectuosamente su mano en mi hombro -. Ahora entierre usted a su padre con toda tranquilidad, y cuando vuelva a casa… ¡disfrute nuevamente de él!
Salí de aquella reunión más aturdido incluso que cuando entré, portando el elegante maletín y con la desagradable sensación de que todo saldría mal. No quise acercarme demasiado a la zona en la que estaba nuestra sala. Corría el riesgo de que algunos curiosos empezaran a hacer preguntas cuando vieran el maletín e insistieran sin ningún tacto en que les mostrara el famoso pen drive. Llamé a mi hermana por teléfono y le dije que lo tenía, que me iba a casa a ponerlo en un lugar seguro. Cuando estaba colgando vi que mi mujer, que se llama Mercedes, y se apellida Cáliz Hurtado, pero a la que familiarmente se conoce como Meme, se me acercaba. Salimos sigilosamente del tanatorio, nos montamos en el coche y fuimos a dejar el maletín en casa.
Una vez allí, con el temor a un posible robo, lo sacamos del estuche y lo dejamos en un cajón en el que había lápices, bolígrafos y otros objetos por el estilo, para que pasara desapercibido a los ojos de un posible ladrón. Aun así no terminaba de quedarme tranquilo, era tan bonito, tan sofisticado, que cualquiera que abriera el cajón repararía en él y se lo llevaría sin dudarlo. Había que buscar otro sitio.
- ¿Por qué no te lo metes en el bolsillo de la chaqueta y lo llevas contigo? – Propuso Meme.
- ¡Estás loca! Podría perderse. ¡Imagínate!
- Pero ellos tienen una copia de seguridad, así que no hay problema.
- Podría caer en manos de unos desaprensivos – expliqué angustiado –. Y además, no puedo estar pidiéndole una copia cada dos por tres a esa gente. Ni siquiera sabemos si se pueden hacer más copias. Es algo que tenemos que preguntarles, recuérdamelo luego.
* * * * *
De vuelta en el tanatorio.
Al final hice caso a Meme y me guardé el pen drive en el bolsillo interior de mi chaqueta, pero metido a su vez en uno de esos estrechos estuches de gafas de lectura.
Normalmente hago caso a mi mujer. La experiencia me ha demostrado que suele dar buenos consejos. Llevamos casados algo más de veinticinco años y solo estuvimos cuatro meses de novios, lo tuvimos bastante claro. Es una jerezana muy guapa y muy graciosa, aunque no entiende qué es lo que me resulta tan gracioso de ella.
El tanatorio estaba muy concurrido. Siempre me sorprende la cantidad de gente que se muere continuamente en este pueblo. Y solemos hacer bromas al respecto, aunque supongo que todo el mundo las hace.
Vivimos en una población, Jerez de la Frontera, de más de doscientos mil habitantes. Teniendo en cuenta que en aquel momento solo había un tanatorio operativo y otro en construcción, no es de extrañar que aquel este siempre lleno, incluso a veces hay féretros en cola, como los aviones en las pistas de los aeropuertos. Es lo que nos pasó hace unos años cuando después de las fiestas navideñas murió nuestra tía Maruja, la hermana mayor de mi padre, que nos dieron una sala que no tenía zona refrigerada para el féretro, de hecho era una sala de espera normal y corriente y hasta la mañana siguiente, que se quedó una sala libre, no pudimos hacer el cambio. Todo muy prosaico. Y muy triste, porque por entonces la técnica de los pen drives se encontraba aún en fase de desarrollo.
Esta técnica acabará por cambiarlo todo cuando se acabe imponiendo, y ya hoy es difícil establecer paralelismos entre lo que observamos en la actualidad en estos establecimientos y lo que se observaba hasta hace poco.
Suelo decirle a mi hijo que a medida que te haces mayor las visitas a este sitio son más frecuentes, pero es posible que con el tiempo se eliminen.
Los dolientes tampoco somos como antes, y qué decir de los acompañantes, algunos de ellos circulan por el tanatorio como por una caseta de feria, aunque debo admitir que esto ya pasaba antes de los pen drives.
En fin, así pasamos aquel día, entre risas y llantos, deambulando entre la sala Huelva, el gran vestíbulo común y la cafetería. Agotador.
Al día siguiente tuvimos la misa funeral. Mi padre nunca fue un hombre religioso ni en modo alguno relacionado con las hermandades locales y las profundas devociones populares a una determinada virgen o a uno u otro crucificado, aunque sí había pintado bastantes cuadros relacionados con el tema. Sin embargo, mi tío Lolín, se empeñó en hacer una misa solemne en la Basílica del Carmen.
Mi tío es un hombre muy conservador, reaccionario en realidad. Toda su vida fue un empresario de éxito y hombre religioso, pertenece a varias hermandades, es miembro del Rotary Club (en el que yo también acabé ingresando apadrinado por él), cazador, rociero, y un sinfín de cosas más. Muy buena persona, elegante, un perfecto caballero que siempre ha estado dispuesto a hacer algo por los demás y ha sabido granjearse el cariño de cuantos le han conocido sin importar clase ni condición, ello a pesar de su carácter fuertemente autoritario. Es el hermano mayor de mi padre y siempre se le ha considerado el jefe de la familia, dentro de la cual le conocemos como Lolín, pero su nombre es Manuel.
La misa fue un acontecimiento multitudinario. Cuando llegó el coche fúnebre a la puerta de la iglesia y por fin los empleados de la funeraria habían llevado todas las flores al interior del recinto, los familiares más directos nos acercamos para levantar el ataúd. Nos encargamos de este cometido mi hijo, mis sobrinos Nacho y Álvaro, mi cuñado Nacho, mi primo Juan Antonio y yo. Había ya cargado en otras ocasiones con féretros de seres queridos pero esta vez era distinto. Una emoción completamente diferente me embargaba. Estaba contento, y agradecido por esta nueva tecnología revolucionaria, pero en aquellos momentos lo único que me venía a la mente era que no vería nunca más el cuerpo de mi padre, y esto me sumía en una pena que me impedía contener las lágrimas tras mis gafas negras.
El momento de la recepción de las condolencias fue un poco embarazoso. Por un lado todo ese asunto del pen drive flotaba sobre el ambiente, ya era del dominio público que habíamos optado por sumarnos a la nueva tendencia. Por otro lado me molestó muchísimo encontrarme con algunas personas que no habían mostrado a mi padre, en vida, el debido respeto o consideración. A éstos apenas les dirigí la palabra, y eso por no crear una situación incómoda para mi familia. En el caso de un individuo particularmente desagradable no pude evitar agacharme y fingir que me ataba los cordones para evitar un enfrentamiento directo. Nunca he entendido qué motivación puede llevar a una persona al funeral de otra por la que nunca ha mostrado simpatía cuando no se puede sacar ningún beneficio de ello. Pueden ser convencionalismos sociales o quizás un remordimiento pasajero, levísimo en cualquier caso. Me vino a la mente una frase muy buena de Francis Bacon que decía: "La muerte abre la puerta de la buena reputación y extingue la envidia".
El siguiente eslabón en esta triste cadena es la cremación. Ésta se llevó a cabo en el tanatorio en una zona especialmente destinada al efecto, a la que nos dirigimos un grupo muy reducido de los que habíamos asistido a la misa en la iglesia. Solo cuatro personas entramos en esa sala de cremación en la que a través de un cristal se ve como el féretro entra en el horno. A mí siempre me recuerda el horno de la panadería que mi amigo Higinio tenía en Ciudad Juárez en el que me dejaban ayudar metiendo la masa.
Comimos en la cafetería del tanatorio, un lugar bastante más alegre de lo que se podría esperar; algo común a este tipo de establecimientos, pues la gente se reúne para beber, hacer bromas, contar anécdotas, y de esta forma olvidar momentáneamente su pena. Los camareros hacen menos bromas que en otros bares, y también sonríen menos. Mantienen una corrección bastante digna, aunque una vez vi cómo el jefe de ellos salía en persecución de un doliente que había invitado a varias rondas a toda su familia y se había ido sin pagar. El camarero entró con gran determinación hasta lo más profundo de la sala de espera del crematorio para abordar al moroso y poder cobrar su cuenta. Puedo dar fe de que fue un simple despiste del doliente, sin duda abrumado por la pena. En aquella época no habíamos siquiera oído hablar de los pen drives.
Las cenizas nos fueron entregadas por fin en una urna que pasó de mano en mano mientras era amorosamente cubierta de besos. Previamente mi tío Lolín había comenzado unas oraciones en voz alta que fueron rápidamente continuadas por los demás. Tras este triste ritual nos dirigimos unos pocos, no más de veinte personas, a la tumba familiar en el cementerio de Jerez.
La última vez que estuvimos allí fue para depositar la urna con las cenizas de mi tía Maruja, y mi tío Lolín se empeñó en cambiar las cenizas a una especie de jarrón que había llevado y que, según aseguraba, era más resistente. En aquella ocasión, ante la mirada atónita de los empleados del cementerio, traspasó las cenizas al nuevo recipiente y metió todo dentro de una bolsa del Corte Inglés que había llevado al efecto. Después sacó una cuerda de su bolsillo y con sus grandes manazas aseguró fuertemente el paquete haciéndole varios nudos marineros.
- ¡Ya está! Ahora puede llover todo lo que quiera, que esto aguanta lo que le echen -. Exclamó mi tío muy ufano entregando el querido paquete a los asombrados empleados municipales mientras mi madre, desde su silla de ruedas, movía la cabeza en señal de resignación. Todos conocíamos bien el carácter de mi tío y procurábamos no llevarle la contraria si no era absolutamente necesario.
En esta ocasión todo fue mucho más rápido. En pocos minutos la urna con las cenizas de mi padre se encontraba depositada en el interior de la tumba y, tras una merienda a la que mi tío se empeñó en invitarnos en una venta cercana, nos dirigimos a casa esperanzados.
CAPÍTULO DOS – PAPÁ
Mi padre es pintor, artista; bueno, lo era, porque después de todas las cosas que le han ido sucediendo, no sé lo que será a partir de ahora.
Nació en Jerez de la Frontera en 1940, nada más terminar la guerra, una época difícil para niños y adultos, y su infancia tuvo demasiados claroscuros. Le tocó vivir situaciones impensables para niños de generaciones posteriores.
A los diecisiete años, tras una errática vida académica, se fue a intentar vivir su sueño a Madrid: vivir de la pintura. Allí conoció a mi madre, que trabajaba en una librería de la calle Marceliano Santa María, enfrente del estadio Bernabéu.
Lo lógico es pensar que mi padre entró en la librería buscando un libro determinado y que ella amablemente se lo vendió, pero no fue así. Él había realizado un trabajo para una empresa relacionado con unos mosaicos y ésta le exigía una factura para pagarle, algo no demasiado usual en aquella época. El caso es que mi padre conocía a la hermana pequeña de mi madre, mi tía Emma, y fue ésta la que le sugirió la idea de pedir el favor en la librería, es decir, que la librería emitiera la factura para que él la pudiera cobrar. Ignoro cómo terminó la historia de la factura, supongo que al final pudo cobrar su dinero, lo que sí sé es que terminó casándose con mi madre.
La vida junto a él no siempre fue fácil para mi madre, tampoco para mi hermana Emma, ni para mí. Desde un punto de vista estrictamente material era como vivir en una montaña rusa. La incertidumbre nos acompañaba allá donde fuéramos. Cuando lograba hacer una buena venta de cuadros, mi madre tenía que poner todos los medios a su alcance para evitar que el dinero se fundiese como chocolate rápidamente en las manos de mi padre, y cuando no se vendía tocaba llevar una existencia más moderada. De esta forma fluctuábamos entre la opulencia y la austeridad.
Un ejemplo ilustrativo puede ser la forma en la que afrontábamos las vacaciones; cuando había dinero mi padre nos llevaba a buenos hoteles y restaurantes, y cuando no había íbamos de camping con un remolque que teníamos. Con ese remolque arrastrado por un Seat 131 llegamos casi a la frontera rusa en 1981. Eran unos viajes que hacíamos en verano y que solían durar un mes, que era más o menos el tiempo que nos duraba el dinero. La gente no acostumbraba a comprar cuadros en los meses de verano, así que había que intentar vender antes de que se fueran de veraneo. En función de la cantidad que consiguiéramos podríamos viajar más lejos o más cerca. Viajamos por muchos países de Europa, en una época en la que la gente viajaba bastante poco, el estado del bienestar no había llegado todavía a España. Éramos tan pocos los que viajábamos que cuando nos cruzábamos con coches con matrículas españolas nos saludábamos haciendo luces o gestos, y era muy frecuente trabar amistad con compatriotas en los campings. Recuerdo una vez en una carretera cerca de Venecia un coche que se cruzó con nosotros cuyo conductor nos saludó tan efusivamente sacando la cabeza por la ventana que el golpe de viento le hizo perder sus gafas de sol. Eran unos viajes muy divertidos en los que nos reíamos mucho, sobre todo con las cosas que le pasaban a mi padre por culpa de dos de sus características más relevantes: su afán desmedido por el vino tinto, y su enorme susceptibilidad, rayana en la manía persecutoria. No podíamos recorrer cincuenta kilómetros sin que mi padre parara en algún establecimiento a degustar un vaso del preciado elemento. Esto ocasionaba grandes frustraciones y
