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Las apariciones
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Libro electrónico285 páginas4 horas

Las apariciones

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Llamé a los espectros y ellos vinieron. Cómo no contar este portento.

Tres muertos se le aparecen, de manera consecutiva, a un escritor y le dictan sus propias vidas. Al otro día, el involuntario amanuense apenas recuerda lo que pasó, pero corrobora que en su cuaderno están plasmadas las historias de esos fantasmas salidas de su mano, pero no de su mente.

Se trata de Branimir Bregan, un calígrafo esloveno, activo a comienzos del siglo XX, personaje solitario, algo ajeno a sus circunstancias personales y sociales y poco capaz de gestionar su vocación por la caligrafía.

Lucy Merck, una supuesta novia de Gregorio Samsa, el personaje de La metamorfosis de Kafka, que, a la muerte de su prometido, busca convertirse también en un insecto —«La conciencia humana debe emigrar a cuerpos más resistentes o a máquinas»— y dedica su vida a esa transformación.

Chichina Ayr, una maestra de escuela, nacida en 1921 y muerta a principios de este siglo, que hace de su sexualidad libre, desarrollada en un medio pacato y provinciano, su gran experiencia vital.

Entre una aparición y otra están las entradas en el dietario, que incluyen observaciones literarias y microensayos sobre la belleza y el mal, el incesto, el sacrificio, las obras cinéticas de los «artistas del viento».

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento20 may 2021
ISBN9788418665165
Las apariciones
Autor

H. F. Herrera

H.F. Herrera, oriundo de Córdoba (Argentina), reside en Barcelona (España) desde 2017. Estudió Derecho en la Universidad Nacional de Córdoba y Letras en la Universidad Nacional de Buenos Aires. Ha publicado los siguientes libros: De poemas: Conjeturas, Fragmentos del exilio, Notaciones, Escribas y meretrices, Oficio de Horas y Esparcir. Novelas: El apocado (segundo premio de novela, bienio 2006/7, del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires), Dora colecciona hechos, El ángel atrapado y Las apariciones.

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    Las apariciones - H. F. Herrera

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    Las apariciones

    H. F. Herrera

    Las apariciones

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418665684

    ISBN eBook: 9788418665165

    © del texto:

    H. F. Herrera

    © de la imagen de cubierta:

    Gespenst de Katsushika Hokusai (Japón, 1760 - 1849)

    Licencia: Dominio Público.

    © 2021 Imagen obtenida de archivo Wikipedia,

    según las claúsulas de la licencia Wikimedia Commons.

    (https://commons.wikimedia.org/wiki/Portada)

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Para Daciana y Félix

    Índice

    Cuaderno azul 11

    Cuaderno amarillo 69

    Cuaderno verde 121

    Cuaderno gris 261

    Llamé a los espectros y ellos vinieron. Cómo no contar este prodigio.

    Vienen de golpe, exhalación, sueño, fantasmas de la nada traídos por el viento, viajeros etéreos, bendición o maldición, deidades que se asoman entre las nubes y te hacen señas, o bajan a tu estudio como vilanos del otoño, o desaparecen en él como una sombra en la sombra, enviados de Hibrys para enloquecerte.

    Cuaderno azul

    I

    He viajado mucho últimamente, un exceso de trajín; dejar todo en orden, armar maletas, cuidar de los remedios y la documentación, reservar vuelos y hoteles, estudiar planos, programar visitas y excursiones; debería buscar formas más descansadas, si cabe, de huir de mí mismo.

    Ahora estoy en Arad, la ciudad de Diana, al oeste de Rumanía. He llegado a primera hora de la tarde, luego de un trayecto no muy complicado: de Barcelona a Timişoara, tres horas de avión, y de Timişoara a Arad, cincuenta minutos en coche.

    Por un momento, y por el nerviosismo de los traslados, creí que me había dejado el cuaderno azul en casa, pero no, lo he encontrado en un compartimento que apenas uso de la mochila, y un poco más tarde, por la fuerza propicia de los objetos recobrados, lo he abierto, lapicera en ristre, aunque no me sienta en vena para escribir.

    Lo importante no es que vaya o no a escribir algo, eso es aleatorio, sino llevar siempre el cuaderno conmigo, talismán amuleto fetiche, la filacteria de las hojas en blanco, disponer de ese espacio me trae la ilusión del demiurgo.

    Por lo demás, solo me apetece agregar estas citas del Religio Medici de sir Thomas Browne: 1. «Creo ciertamente que muchos misterios atribuidos a nuestras propias invenciones han sido amables revelaciones de los espíritus, pues esas nobles esencias celestiales profesan un sentimiento amistoso a sus naturalezas afines de la tierra». 2. «Concebid una luz invisible y esto es un espíritu».

    ***

    Hoy, seis de enero, segundo día de mi visita, después de una caminata nocturna por la costanera del gélido Mureş, he sentido cansancio y agitación al mismo tiempo y, al llegar a casa, me ha dado una vez más el ataque de lo que llaman el síndrome de la pierna inquieta —ridículo trastorno que no podría tener un nombre menos jocoso, todo encaja a la perfección—. Y a pesar de que ya es tarde, recién ahora consigo cierto sosiego para escribir. Miro por la ventana, un último tranvía se aleja hacia las aldeas de Vladimirescu, Cicir, Sâmbăteni, Ghioroc. Los faroles del bulevar Radnei alumbran los copitos de nieve que tarde o temprano se habrán de mezclar con el barro; en paráfrasis del profeta Isaías, todo blancor perecerá. Hay viento; los edificios modestos, pero bien construidos, de la época de Ceauşescu, resisten el Austrul, también llamado Sărăcilă —‘el pobrecito’—, que ahora sopla con intensidad y anuncia heladas, sequías y penurias. Una corriente fría se filtra por alguna rendija imperceptible, y esa levedad sin intermitencias, ese silbo suave, me trae un anhelo renovado por las percepciones puras, los fenómenos elementales, las manifestaciones últimas, los efectos expurgados de sus fuentes. Suprimir mentalmente las causas y recobrar la inocencia primitiva, desconectar el embarazo del coito, la planta de la semilla, la lluvia de las nubes, la lividez del golpe. Los terrores de la ignorancia desquician menos que los terrores del saber. Teogonía, violencia de los daños colaterales, persistencia olfativa, mantras. En qué momento del tedio el sapiens sapiens habrá jugado a sostener un sonido, mmmmm, y a ensimismarse en esa música que resonaba en su cráneo hasta que su entorno perdiera significado. Poesía de los significantes.

    Vvvvvvvfff, shshsshhsh, entra el aire por la ventana y suspende mis sentidos y me los devuelve con las imágenes de Una historia del viento, el documental de Joris Ivens y su mujer Marceline Loridan, que intenta captar la imagen del viento en pleno desierto de Taklamakán, China. Ivens, de noventa años, casi ciego, como Homero, como Milton, como Borges, lucha contra la inclemencia, el asma y su propio fin, con la melena blanca revuelta, cansado, pero exultante. Al final de la película, alza los brazos en señal de victoria y sigue caminando hasta que desaparece del plano, en el que solo queda su silla vacía de director. Sí, el arte intenta captar lo invisible.

    Shshsshhsh, y se apagan y luego reavivan mis percepciones ahora con el recuerdo de The Invisible Pull El impulso invisible—, la obra que presentó Ryan Gander en la Documenta 13 de Kassel, una «brisa etérea que parecía empujar levemente a los visitantes y darles una suave fuerza inesperada, un ímpetu suplementario», en palabras de Vila-Matas.

    Imbuido de lo sutil, y quizá influenciado por el repaso que hice esta mañana de la voz «teosofismo» en Wikipedia, me ha vuelto la vieja intriga de si es posible hablar con los muertos. ¿Es una expectativa tosca de la que debo avergonzarme? Swedenborg, hombre de gran talento científico y teológico, me persuade de que no es así. Y algo más cercanos, Víctor Hugo y Dickens estuvieron interesados por el espiritismo. Quizá podría intentarlo por mi cuenta, convocar yo mismo a las ánimas —como se les dice en mi región—.

    ¿De dónde me viene esta inquietud tan contraria a mi sentir agnóstico?, ¿por qué esa curiosidad por la magia y lo irracional si para mí no hay nada más intrigante y poético que las formulaciones de la ciencia?

    Rosi, Rosita la solterona, mi lorquiana tía, solía contarme que los muertos se le aparecían en sueños y le decían cosas que solía recordar.

    —Yo también quiero hablar con los muertos, Rosi, ¿qué tengo que hacer?, ¿voy a poder?

    —Sí, claro que sí. Hay que tener fe, las ganas, la necesidad de hablarles y, cuando te sientas preparado, podrás llamarlos con confianza; ellos vendrán.

    En la semana santa del sesenta y nueve, mis padres viajaron a Buenos Aires, dejándonos a mi hermano Jorge y a mí a su cuidado. En el almuerzo del sábado de gloria, Rosi nos contó que había soñado que su mamá la llamaba. Y no dijo nada más, se la veía tranquila. ¡Mulier amabilis, mulier admirabilis, turris eburnea! El domingo de Resurrección, pasado el mediodía, le dio un infarto, y el lunes murió. Me quedó la sospecha de que ese don podría estar en mis genes y de que tal vez algún día me comunicaría con los muertos.

    Quizás ha llegado el momento. ¿Estoy preparado para tan extraordinario encuentro?, ¿me conviene suscitarlo? La curiosidad me hurga la conciencia.

    Lo más logrado me ha venido siempre de manera fortuita, debo rendirme entonces a lo imprevisible; no invocar a un espíritu en particular, sino hacer un llamado erga omnes, que vista el sayo aquel a quien le quepa.

    Hablar con los muertos; la promesa de lo fantástico aviva el seso y espanta.

    ¿Podría tener una experiencia sobrenatural sin que esto conllevare la revelación de un orden o, lo que es más aterrador, la aparición del caos?

    Estoy tenso, necesito mis ejercicios, aflojarme, concentrarme en la respiración, inspirar-espirar, más profundo, más lento, el aire al abdomen; serenarme, usar la técnica de la libre sucesión de los pensamientos, dejar que las representaciones espontáneas y casuales vaguen por la conciencia sin ninguna traba, ser un receptor pasivo, no intervenir, renunciar a todo querer, observar y apuntar esas imágenes y enunciados, esos fragmentos que en algún momento me dirán su verdad.

    Un chasquido me interrumpe, suspiro, ligereza, airecillo, roce; ahora el movimiento se vuelve más vivo, la brisa de Gander, el soplo de Ivens. Tengo que retomar la calma, seguir escribiendo. Entreveo una forma oscilante, intermitente: difusa, nítida, difusa; una nebulosa, una foto y el negativo de esa foto y otra vez la foto; una sombra entre el ser y el no ser, un ente que se materializa y desmaterializa. Debo seguir anotando esta experiencia, no me debo amilanar. Estoy escuchando una voz muy clara, una manifestación elocuente, una voz que, a no dudarlo, pertenece a alguien que no soy yo; la voz de un ser real, no las voces de los personajes que hablan al escritor; una voz que me trae hechizo y horror. No, no es la emanación de mi psiquis, una operación de mi cerebro, un desdoblamiento del yo, sino la presencia de un sujeto que se dirige a mí con palabras articuladas, capaces de ser pronunciadas y oídas, pero en un lenguaje natural, que no exige ser conocido de antemano. Ánimo; y a no soltar la lapicera-talismán.

    Temblor, conmoción. Me acabo de desplomar, estuve semiinconsciente un lapso que no puedo precisar, he quedado confuso. Ya estoy más recuperado; siempre dije que escribiría hasta el final, a demostrarlo. Sí, el fantasma está ahí. Miedo, agonía; ¿voy a ser llevado a otras dimensiones? Él ha notado mi espanto, intenta tranquilizarme. Me está hablando, su decir es suave y su expresión bondadosa, una especie de santo transfigurado. Escribir, escribir, no acobardarme ante su mirada. A lo mejor es un sueño o un ataque de locura, debo probarme que mantengo un mínimo de lucidez, aferrarme a la escritura.

    ¿Me ha hipnotizado? Me estoy aquietando, mi pulso está más firme, la letra más legible. Extraña sensación de bienestar. La sombra ha tomado la figura de una persona robusta, viste botas, pantalón, cinturón y chaqueta típicos de la Gran Guerra. Sí, estoy frente a una especie de imagen tridimensional, la de un soldado de principios del siglo pasado. Que yo siga escribiendo no parece llamarle la atención. Ahora me está diciendo algo; de ninguna manera bajaré la guardia, transcribiré con exactitud sus palabras.

    —No tengas miedo, H. No vengo a hacerte daño. Mi cuerpo sutil, pura energía vibrátil, ha retomado su imagen terrenal para este encuentro. Solo quiero que anotes lo que voy a decirte.

    —¿Por qué yo?, ¿por qué no vas a un centro espiritista? Ellos te recibirán con ganas.

    —No te hagas el gracioso, H. Porque has llamado. Tal vez buscabas personajes, todo muerto se convierte en un personaje para los vivos. Vos convidaste, yo acudí; sos el copista que necesitaba. Acaso cada voz no halla su oído. ¿No te considerás acaso un escribidor? Tenés que estar muy atento, aflojá la mano, ponete cómodo, no me interrumpas ni me pidas que te repita algo ni mucho menos me hagas preguntas. No es un diálogo, es un monólogo, mi monólogo. ¿Estás dispuesto? Un escriba debe estarlo siempre. Vamos, relajate, seguí escribiendo, te lo ruego, me harás un gran favor, de ahora en más, por unas horas, vos serás la mano y yo la cabeza, pasá la hoja, empezaremos con mi nombre.

    II

    Branimir Bregan

    Me llamaba Branimir Bregan y me decían Branko, el esloveno. Nací en Wolfsberg, en los Alpes Orientales, ducado de Carintia, Austria, y era súbdito del Imperio Austrohúngaro. En 1917, mi señor, el capitán Von Trotta, fue alcanzado por unos dispararos en lo alto de una cuesta adonde había subido con dos cubos para recoger agua. Yo andaba unos pocos metros detrás de él y, cuando lo vi desplomarse, corrí en su ayuda. La sangre caliente fluía de su cabeza; soltó un quejido débil, agudo, más propio de un crío que de un moribundo, tuvo un espasmo y se quedó tieso en mis brazos. Convertido en el blanco de los tiradores cosacos, me puse uno de los cubos en la cabeza, cargué al teniente en mis espaldas y me volví a ciegas hacia mi bando, pero unas balas me dieron en las piernas y en el brazo derecho. Caí abrazado al cadáver y me desmayé. Desperté en el hospital de campaña de Krutyny. Días atroces; tenía fiebre, deliraba, no sentía los miembros heridos, estaba sin fuerzas, me estremecía de dolor al sorber agua, al respirar, al intentar un cambio de posición. Me cortaron las piernas gangrenadas, pero la infección no cedió. A los veinte días, en una mañana transida por los ayes de los heridos, la hermana de la caridad me dijo en ruteno al oído: «Bendito sea el Señor». «Y eternamente lo sea», quise decir yo en esloveno, pero mis labios no se movieron, la boca quedó abierta, sentí que me enfriaba y morí agarrado a su mano.

    Al expirar, una forma sin materia, soplo, suspiro, evanescencia, se desprendió de ese cuerpo que ya no era mi cuerpo y se convirtió en un ente que aprehendía de manera sutil y, por cierto, infusa la realidad, la complejidad y abundancia de las cosas. Estaba más despierto que en la suma de mis días terrenales y atiborrado por innúmeras imágenes. La intensidad me asustó, me sentí ajeno, como si me hubiera abducido un ser superior. Pasé obnubilado tres días y tres noches y, aunque apenas podía vislumbrar a las personas contiguas a mis despojos —las que andaban por el hospital y luego por el cementerio de Piecki—, intentaba comunicarme con ellas sin darme cuenta de que yo había muerto. ¿Qué vendría ahora? Incertidumbre. Prefería no experimentar cambios, quedarme así, consciente a medias, pero cercano a las cosas. Sentí un gran apego a la tierra y no hubo promesa de cielo que me atrajese. ¡Qué no daría por penetrar y reanimar ese, mi cadáver!

    En esos primeros momentos, tan delicados, podemos alcanzar la liberación final o, si no superamos el desapego, quedar a la espera de una nueva encarnación. Yo no fui capaz de soportar el resplandor, viajé de ilusión en ilusión, de visión en visión, de un engaño a otro, me fui alejando de la verdadera realidad, no pude evadirme de los ciclos de muerte y resurrección y la luz se apagó, se reactivó la conciencia de mi yo, se me imprimió el carácter de las almas que no alcanzan la iluminación y la extinción y se me hizo comprender que era un espectro, un ser desprovisto de masa, haz de partículas elementales de gran tenuidad, filamentos en constante vibración, radiaciones eléctricas imperceptibles, con alguna salvedad, para los humanos.

    En la situación intermedia en que me encuentro, si bien gozo de una sensibilidad afinada y de algunos dones: profetizar; transitar por los mundos sin que lo material sea obstáculo; ser percibido y reconocido por los muertos; poder tomar contacto, aunque de manera excepcional, con los vivos; lo cierto es que me toca pasar por el trayecto menos trascendental del ser, privado tanto de la verdadera luz como del cumplimiento de un destino humano.

    Las propias facultades y experiencias se vuelven en contra. La captación omnisciente de los aspectos más baladíes de mi vida, todo lo que me pasó, los incontables hechos, los fenómenos de la psiquis: ideas, imágenes, sensaciones, sentimientos acuden al mismo tiempo, se intensifican, se vuelven acuciantes y se agreden entre sí, combaten de manera atroz y mal conviven el éxtasis y la agonía, la dicha y el pesar, la bondad y la maldad de los actos, la estupidez de las decisiones, lo noble y lo vulgar, lo pequeño y vil, lo inútil, la pasión y el hastío. Un campo de batalla sin la tregua del sueño; siempre despierto, siempre avizor, abrumado por la presencia simultánea del universo de mis acciones y pensamientos, esas menudencias que, al concurrir, vuelven imposible la variación, el pasar de un recuerdo a otro, condenado a la inmovilidad demoniaca de mi existencia, hasta que el olvido la redima.

    El que recuerda, el que retiene, no puede reencarnar; sin olvido no hay renacer. Yo he utilizado, sin resultados, todos los dispositivos de supresión de la memoria, ¡morí hace más de un siglo!, y solo me queda probar uno, el último, el que involucra a un mortal; tengo que comparecer ante él y contarle las peripecias de mi vida con la esperanza de que así, debidamente descargadas, queden en condiciones de ser borradas de mi conciencia. Y aquí me tiene, frente a vos, esta imperiosa necesidad biográfica, añadida a mi obsesión de que sea un plumífero —como se les decía en mi época— el que la transcriba: lo que la escritura ata en la tierra sea desatado en el cielo.

    En definitiva, no me liberé en los momentos posteriores a la muerte, y ahora desespero por volver al útero, al enigma de lo humano; no es la divinidad el enigma, no, sino los hombres y sus transformaciones; a los dioses no les cubre ningún velo.

    He avanzado por donde no debía, H. Por un lado, he dado demasiada información escatológica, por el otro, he empezado a contar mi vida hacia atrás, artilugio más propio del cine posterior. No era esa la intención. Pero lo escrito escrito está y, al menos, he conseguido esbozar una imagen de ultratumba y despachar pronto el relato de mi muerte, el volver a darle palabras me hace morir dos veces. Como buen aprendiz, arrancaré de nuevo.

    ***

    El padre Stefano, un ermitaño benedictino que vivía en una casa de piedra con un amplio huerto que daba al río Lavant, solía mandarle a mi madre, «esa viuda tan sufrida», gran parte de las frutas, legumbres y verduras que producía, y a la recíproca, yo le daba una mano con las labores de la tierra. Stefano, después de cuatro décadas consagradas al estudio y a la dirección de los principales monasterios de la orden, había cambiado el cenobio por la ermita y se dedicaba, como buen hijo de san Benito, a los trabajos manuales, a la oración y, colofón de su vida de erudito, a la caligrafía. Además de un experto en historia antigua, había sido un afamado diseñador de tipos de imprenta para libros religiosos, y ahora, en la vejez, para mantener ágil y animada la mente, copiaba textos clásicos en griego y en latín. Era mi costumbre llegar a su casa bien temprano y, al verlo a través de la ventana tan absorto en la escritura, en vez de saludarlo, me iba directo a las labores que podía hacer por mi cuenta. Con el tiempo, habiendo ganado más confianza, solía apoyarme en el alféizar para verlo escribir en su pupitre; él alzaba la vista, sonreía, un saludo, y de nuevo a la faena. Un día me hizo pasar —la caseta consistía en una sola estancia— y a partir de entonces, antes de ir al huerto, me quedaba un buen rato sentado junto a él, los ojos puestos en el ir y venir de su mano; me abstraía en los signos, me dejaba llevar por sus trazos.

    Una noche del verano de 1886, tenía quince años, estaba recostado en el poyo de la iglesia parroquial, un poco adormecido por el calor, y me preguntaba cuál sería mi futuro. Desde hacía un par de meses, no me podía quitar de la cabeza la caligrafía, y más allá de mi escasa instrucción, apenas sabía leer y escribir, pensaba en cuánto me gustaría imitar al padre Stefano, ser yo también un copista. Tuve una visión: estoy en mi cuna y a mis pies de crío, como si se tratara de un belén celta, se han reunido hadas de toda Europa, hadas con vestidos blancos, negros, celestes, rosados, hadas de cabelleras rubias, castañas, blancas, hadas jóvenes y viejas, bellas y no tanto, hadas que me observan y discuten, se pelean, me vuelven a mirar y vociferan, sin importarles mi queja y mi fragilidad. Se tiran de los pelos, se arrancan los vestidos, se arañan y muerden. Todas van cayendo, agotadas, al suelo. Queda una, la más vieja, la trifulca parece no haberle hecho daño. Saca de su cabellera un plumín que le ha servido para asegurar el rodete, lo arroja al pie de mi cuna —«algún día lo recogerás»— y desaparece.

    La ensoñación me dejó insomne hasta el amanecer, y en la duermevela llegué a vislumbrar un destino posible, entreví escenas y caracteres. Dibujar letras, abstraerme en esas patitas de insectos, ramitas nudosas, pelillos rizados. Al otro día, como si el fraile me hubiera adivinado la intención o quizá influido por mi mirada cómplice y posesiva hacia los útiles, me puso la estilográfica en la mano. Stefano había aceptado iniciarme en el arte de la caligrafía y enseguida empezó el aprendizaje.

    El primer año debía pasarme no menos de diez minutos al día practicando la manera correcta de sostener la pluma y sentarme, ya que el primer trabajo era encontrar el punto justo entre mi constitución física y las posturas recomendadas por el arte. Al principio, para mantener la posición adecuada, ataba con ligaduras especiales tanto mi cuerpo a la silla como la mano a la pluma. Cuidar las manos, ya que no solo su morfología, sino también su estado influía en la escritura; y atender a la luz, la ventilación y el mobiliario eran recaudos necesarios.

    Con una pluma de ave de borde ancho me ejercitaba en trazos simples que poco a poco se iban acercando al grafismo, y un buen día conseguí una letra, y dibujar una letra me llevó a dibujar dos, y luego a escribir una palabra y al final una frase. El primer paso era adoptar una letra básica de imprenta que madurara y se convirtiera en una cursiva.

    No era fácil estar a la altura de mi maestro. Todo él estaba en su caligrafía, su carácter y sus caracteres eran una y la misma cosa. Cito de manera casi textual unas frases que anotó en los márgenes de su Libro de Horas:

    La creación de letras me trae el mayor y más puro placer, me vuelve más consciente, intensifica mi apreciación del movimiento. Bajo el impulso de mi torrente sanguíneo, la energía fluye desenfrenada y libre. La conciencia se prolonga en el brazo y el brazo en la pluma. Los gestos gráficos llevan la impronta de la verdad, vienen de la naturaleza y su trasiego al cuerpo. Recito maitines y con talante alegre me dispongo a la tarea. Elijo el papel, sumerjo la pluma en la tinta, la pruebo, observo cómo toma ese primer contacto con la página y se despliega con sus variaciones de presión y ajuste, de sonido y velocidad, entre trazos que suben y bajan, con seguridad o nerviosismo.

    Stefano le daba tanta importancia a la práctica como a la teoría y a la historia de la caligrafía. Copiar y copiar, reproducir signos y grafías, examinar manuscritos, saquear estilos, experimentar con tintas, probar plumillas y pinceles, reflexionar sobre su relación con otras disciplinas. El hacer es pensamiento en acción,

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