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Libro electrónico200 páginas2 horas

Sinapsis

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Información de este libro electrónico

En un mundo completamente globalizado, sin países y sin fronteras, todo está regido por tres megaempresas.

Saier, un joven de quince años, recibe células sintéticas en su cerebro después de un grave accidente en el que pierde la vida su madre. Esta tecnología lo salva y a la vez le otorga habilidades extraordinarias.

Technovision, la compañía detrás de todo esto, recién muestra sus garras, su oscuro objetivo.

Acompaña a Saier en esta aventura que nos habla sobre aferrarse a la humanidad que nos queda y confiar en el valor de la amistad.

Porque toda revolución comienza con una chispa de talento.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 may 2024
ISBN9789566386063
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    Sinapsis - Nicolás Fernández

    Capítulo 1

    Por fin el tren comenzaba a acelerar. No había nada mejor que acompañar a mamá en sus viajes al otro lado de la cordillera. Sobre todo, sabiendo que el resto de sus compañeros estarían a esas alturas comenzando las clases con el anestesia Steiner, un anciano profesor de historia cuyas clases no eran conocidas por ser precisamente interactivas ni interesantes.

    Estaban instalados en uno de los cubículos Premium ubicados en la parte delantera del segundo piso, con vista norte. Mientras Lisa, su madre, trabajaba en el sillón del frente retocando un informe que tenía que presentar en Buenos Aires a un grupo de congresistas, Saier se ocupaba de contemplar el paisaje por la ventana. El tren demoraba unos 6 minutos en alcanzar su velocidad máxima, 1,4 match. Dado que a esa velocidad no era posible ver más que el paisaje del horizonte, aprovechaba en ese intertanto de contemplar los parajes cercanos al riel.

    Saliendo de la estación, el tren se abría paso entre un enmarañado bosque de edificios que pasaban por derecha e izquierda. La antigua torre costanera —en sus tiempos una de las más altas de Sudamérica—, el Ichiba América, la gerencial de Norton S.A., que se elevaba hasta los 1.600 metros de altura, grandes rascacielos, torres y luces iban quedando atrás cada vez a mayor velocidad. Desde la apertura de las fronteras, hace casi un siglo, Santiago se había convertido en una de las múltiples metrópolis mundiales, recibiendo la influencia de todo tipo de culturas, etnias y lenguas. Funcionaba como uno de los nodos económicos de América del Sur ubicado entre la costa pacífico y la cordillera de los Andes, en lo que fue en sus años la nación de Chile.

    Lo que más llamaba la atención a Saier era el contraste que se contemplaba al salir de la ciudad. De un momento a otro las construcciones en altura daban paso a una selva tropical interminable que escalaba por las montañas. Por ahí y por allá se veían grandes colectores de humedad que capturaban el agua para paliar la falta de fuentes potables.

    Después de carraspear para llamar la atención de su madre, Saier dijo con su tono de voz profunda:

    —Qué fuerte es pensar que aquí alguna vez hubo kilómetros y kilómetros de nieve.

    Con esa capacidad que solo las madres tienen para tener la cabeza en dos o tres cosas al mismo tiempo, sin despegar sus ojos de la pantalla, respondió:

    —Llegará el momento en que la naturaleza devuelva la mano al hombre por los estragos que ha generado. El hombre está en el mundo, pero no es su dueño —alzando la mirada, concluyó—: y hay quienes pretenden estrujarlo hasta que no aguante más.

    Levantó una ceja y, con los labios apretados, meneaba la cabeza, haciéndole ver su disconformidad con el curso que había tomado la humanidad en este campo. Con este tipo de comentarios Saier se daba cuenta de la calidad humana de su madre y de cuánto la apreciaba. A esas alturas pocos podían darse el lujo de tener una madre así: cercana y cariñosa, presente, decidida, lo que Lisa decía, se hacía. Había ganado muchísimo prestigio en The Times, sobre todo por la valentía de sus acusaciones en contra de TechnoVision, una de las tres megaempresas que dominaban el mercado mundial.

    Mientras pensaban en eso tocó la puerta una asistente del tren con facciones marcadamente africanas para ofrecer bebestibles o algo para comer.

    —¿Quieres algo, Say?

    —Ya, feliz, una Pepsi light y… un cheesecake.

    —Tengo de limón, frutilla y chocolate.

    —Frutilla, por favor —la señorita asintió y se volvió hacia su madre.

    —Para mí un café ristretto, por favor —sentenció Lisa.

    —En un segundo.

    Mientras la asistente volvía con el pedido, Saier vio a lo lejos el Centro de Estudios Nano Biológicos —el CENB— en el que estaría trabajando su papá en ese mismo momento. Tenía una gigantesca cúpula roja que sobresalía como un caparazón sobre la selva. La verdad es que últimamente lo habían visto poco en casa. No pudo evitar rememorar la discusión que había escuchado entre sus padres la noche anterior. Pocas veces discutían, y jamás con el encono que había percibido desde su habitación mientras trataba de conciliar el sueño.

    Jean, su padre, tenía una capacidad intelectual envidiable, y sus juicios solían ser de una lógica aplastante, pero cuando a mamá se le cruzaba una idea por delante, no había como sacarla de allí.

    Llegó la señorita con el pedido, que fue dispuesto sobre las mesas plegables que se guardaban en el apoyabrazos del asiento. Su madre dejó el tablet a un costado y puso un par de gotas de endulzante al café. Por su lado, Saier tenía ya medio cheescake en la boca.

    —¿Cómo les fue ayer en el partido de básquetbol?

    Ella siempre procuraba ponerse al día de los últimos acontecimientos de la selección de la escuela.

    —Mmm, ahí nomás... —terminó de tragar el pedazo de pastel que tenía en la boca antes de proseguir—. Partimos ganando, pero nos cansamos muy rápido. Es que a principios de año todo el mundo está con un nivel físico deplorable, y claramente yo no soy la excepción —sonrió a su mamá con sus ojos azules y su cara de aspecto nórdico poblada de pecas.

    Desconcentrado con la conversación se le cayó el pastel que se llevaba a la boca sobre el polerón color mostaza.

    —¡Ahh! ¡Say! Partiste a limpiarte, que eso después no sale —dijo su madre.

    Salió del cubículo, miró a lo largo del pasillo y consultó con su Smart watch en qué dirección estaban los baños. Bajó las escaleras y avanzó hacia la parte trasera del tren. Al fondo, tras la mampara, se encontraba el vagón de transporte económico, que no contaba con separaciones. Entró al baño, pocos pasos antes de la mampara y se sacó el polerón. En cuanto se disponía a limpiarlo se encendió una luz roja intermitente que parecía venir de todas direcciones. Una voz femenina sonó desde los parlantes del tren:

    —Se solicita a todos los pasajeros volver inmediatamente a sus asientos y abrochar los cinturones, estamos en una situación de emergencia antiterrorista, esto no es un simulacro.

    En cuanto escuchó la advertencia, Saier se asomó por la puerta del baño. Las personas que se encontraban en el pasillo comenzaban a ser presa del pánico y corrían en dirección a sus cubículos. Cuando la voz metálica del altavoz terminaba de repetir por segunda vez la advertencia, sintió que el tren frenaba violentamente, haciéndolo azotarse contra el marco de la puerta. Vio tres personas pasar a toda velocidad, arrastradas por la inercia, hacia la parte delantera del vagón.

    Pasados tres segundos de gritos de terror y aullidos lastimeros, sintió un crujido metálico que se acercaba desde la parte delantera del tren. En una milésima de segundo el piso del vagón se retorció, los vidrios explotaron y el tren comenzó a caer. Sintió cómo su cuerpo se suspendía sin gravedad sobre el piso del tren. Se aferró con ambas manos a la manilla que había frente al lavamanos, y observó cómo a sus pies se alternaba el cielo azul y el bosque, un gran manchón verde oscuro que pasaba a toda velocidad y cada vez más cerca. Ya cuando el choque era inminente, cerró los ojos. El ruido fue ensordecedor, a pesar de su esfuerzo salió expulsado a través del pasillo, atravesó el marco de la ventana, oyó ramas quebrándose a su paso, quizás eran sus propios huesos. Cuando impactó contra el suelo, no fue capaz de reconocer si el dolor provenía de su hombro, los pies o la cabeza, apenas podía respirar, tosía. Se hallaba en el suelo, rodeado de hojas y ramas.

    Sus extremidades no le respondían. Desde donde estaba contempló entre la luz que se filtraba por los árboles la sombra de la parte trasera del tren, que estaría a unos 30 metros de altura, sostenida por un entramado de árboles gigantescos. Oía los ecos de la selva retumbando en su cabeza: cantos de pájaros, chillidos de monos o bestias que no era capaz de identificar, entremezclados con lamentos angustiosos o adoloridos desde la cercanía. El dolor en su cabeza comenzó a intensificarse, destellos luminosos se alternaban con la oscuridad más completa, olor a humedad, habría gritado si no hubiese perdido antes el conocimiento.

    ***

    Entre sueños y realidad, en un torbellino de imágenes y voces, unas manos lo llevaban. —Aquí hay uno—. Volaba hacia arriba, se dibujó el rostro de su madre a su lado. —Hay quienes pretenden estrujarlo hasta que no aguante más—. Luces. Gente sobre su cabeza. El tren caía, se presentó ante él la cara inerte de la asistente del tren —¿Un café?—. Otras voces se superponían. —¡Electroshock!, ¡uno, dos, tres!—. Respiraba. Sombras. Sombras de hombres aparecían, al contraste de una luz fría de quirófano. Cerró los ojos.

    Cuando volvió a tomar conciencia de sí mismo estaba en una cama, en la habitación de un hospital. Su padre estaba de espaldas contemplando la lluvia por el ventanal. Carraspeó a duras penas para llamar su atención.

    Jean, su padre, se acercó a él con una sonrisa de profunda alegría y los ojos llorosos, aunque sereno. Se sentó al borde de la cama y tomó su mano, aún conectada por pequeños tubos que se dirigían a máquinas médicas instaladas en la cabecera de la camilla:

    —Gracias a Dios estás bien —se aclaró la garganta para que no se le quebrara la voz—, descansa un poco, Say, esto es solo el primer paso.

    Saier se sentía agotado, pero había tantas preguntas. Su padre apretó un botón que colgaba de una de las máquinas para el paso de los sedantes, y cayó nuevamente en un profundo sueño.

    Cuando su padre lo despertó estaba oscureciendo, la luz mortecina del atardecer entraba por la ventana, fragmentada en líneas por la persiana a medio cerrar. Lo ayudó a sentarse contra el respaldo de la cama, sentía su cuerpo aletargado. Su papá se instaló a los pies de la cama. Estaba serio, más que siempre, se sacó sus anteojos para limpiarlos y miró a su hijo con detención.

    —Buenos días, Say, creo que ya hemos dormido suficiente. Tendrás muchas preguntas, y yo muchas cosas que contarte —él permaneció en silencio, aunque todavía un poco dopado, estaba lo suficientemente lúcido como para aceptar lo que viniera, esa entereza ante las dificultades era herencia común de su padre y de su madre.

    —Han pasado tres meses desde el accidente. Hubo un atentado terrorista: destruyeron la línea del tren en el que iban, este no alcanzó a frenar y cayó desde una altura de 120 metros estrellándose contra el bosque. La parte delantera se hizo añicos, hubo pocos sobrevivientes.

    Esperando lo peor interrumpió a su padre:

    —Mamá estaba en la parte delantera.

    Jean suspiró, apretó la mandíbula y trago saliva, con esa mirada no hacía falta más palabras, y manteniendo la serenidad le dijo:

    —No lo logró. Ni siquiera pudieron rescatar el cuerpo —tuvo que detenerse un segundo, traicionado por la emoción—. Estaba en la parte delantera del tren, los primeros dos vagones quedaron reducidos a un montón de chatarra. Ni siquiera pudieron rescatar su cuerpo.

    Saier sentía cómo la pena y la rabia comenzaban a inundarlo, pero mantuvo el rostro hierático. En parte como un intento por demostrar que sería capaz de enfrentar los hechos con madurez y, en parte, porque las palabras de su padre todavía sonaban a simples palabras, su contenido aún no tomaba cuerpo en su interior con toda su aplastante realidad.

    —O sea que… mamá ya no está —se dijo más para sí mismo que como respuesta a su padre, quien lo dejó en silencio un momento.

    —Papá, ¿ya fueron los funerales? —antes de escuchar la respuesta hizo un intento precipitado por salir de la camilla, como si estuviese atrasado para llegar a despedir a su madre. Lo detuvo, en primer lugar, un dolor brutal en el hombro y en el cuello, y luego el brazo de su padre que lo recostó nuevamente.

    —Calma, Saier, tienes que descansar.

    Recordó que esto había sido hace ya tres meses.

    —Tres meses, ¿por qué llevo aquí tres meses?

    —Say, tú sufriste muchos golpes en la caída, los de salvataje te encontraron tendido en la selva y te llevaron de urgencia al Hospital Clínico de Neurocirugía. Tenías fracturas múltiples e insuficiencia respiratoria producto de una perforación en el tórax. Lo más grave fue un traumatismo encéfalo craneano... tenías comprometido un 17% de masa cerebral. Los médicos te habían desahuciado, por eso pedí tu transferencia aquí, al CENB. La única opción de sobrevivencia era la implantación de células funcionales.

    Saier sabía que su papá llevaba trabajando en ese proyecto muchos años, y ya había dado resultados médicos favorables, pero no era un tratamiento de bajo riesgo.

    —En este momento tu cuerpo está asimilando células fabricadas en un laboratorio. Estas células tienen propiedades que superan por mucho a las células originales con las que funciona una persona normal; pueden llegar a funcionar 55 a 70 veces mejor que una célula natural.

    —Eso significa que... —no pudo terminar

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